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Las alquimias del destino El germen del Rey Sabio

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espués de su luna de miel, Fernando III y la reina Beatriz establecieron su residencia en la ciudad de Toledo, convertida en la capital oficiosa del reino. Su relativa proximidad con los territorios musulmanes facilitaba conocer de antemano sus movimientos. Así, el rey castellanoleonés confiaba en que podría planificar las jugadas para que sus campañas de conquistas resultaran victoriosas.

De todos modos, a Beatriz no le desagradaban sus estancias ocasionales en Burgos, a donde iba junto a su esposo cuando se lo demandaba en la verdadera ciudad cabeza del reino. Se llevaba bien con doña Berenguela o, al menos, no sentía que su suegra se entrometiera en la vida conyugal. Además, a la ciudad burgalesa llegaban emisarios y diplomáticos que le permitían mantener contacto con algunos parientes del Imperio que había sido su cuna. Y para saciar la necesidad de seguir enriqueciendo su cultura, invitaba al palacio a eruditos, trovadores y otros poetas que en peregrinación a Santiago de Compostela pasaban por esa capital. Es factible que se hubiera llevado a muchos de ellos al regresar a Toledo.

Alfonso iría siendo educado por sus ayos para adquirir los modales de un miembro de la realeza. Quizá también le enseñaron las primeras letras, como lo harían con sus propios hijos. Pero es seguro que su educación formal comenzó cuando abandonó los campos de Villaldemiro y Celada para radicarse de manera permanente en el palacio de Toledo.

En “la ciudad de las Tres Culturas” –donde convivían cristianos, judíos y mudéjares–, el infante tuvo maestros y contacto con intelectuales que le aportaron conocimientos de cada una de esas religiones o de lo que tenían en común.

Como parte de ese crisol de sabiduría, su madre le transmitió mucho de su bagaje cultural. Pero el heredero también empezó a viajar más allá de donde residía la corte para mantener mayor contacto con su siempre activo padre y recibir los conocimientos que un rey podía brindarle a un futuro monarca. Se trató de un proceso de formación integral, iniciado en la adolescencia y que iba a extenderse hasta la época en que él ya era un veinteañero.

Es concebible que Alfonso tuviera como maestros a algunos de los clérigos o escribanos de la corte. De ellos aprendió las primeras letras y fueron, junto con Beatriz, quienes sembraron en él la semilla de la pasión por el conocimiento de variadísimas disciplinas, pasión que marcaría la impronta cultural característica de su reinado. En ese clima, acaso aprendió a escribir y afloró su afición por los libros. Y tal vez, los trovadores y juglares que orbitaban la corte le infundieron apego a la música y la poesía. Esa faceta sensible no le impediría destacarse desde temprano en la caza y la cetrería. Ya en este momento de su vida, el ajedrez se volvió una de sus mayores aficiones, que compartía con su padre y que en el futuro daría a luz uno de los tratados sobre los juegos de tabla más importantes de la Edad Media.

A lo largo de su etapa de formación en la corte intervinieron destacadas personalidades. Entre ellas, Pedro Gallego (hacia 1200-1267), quien además de convertirse en confesor del infante contribuyó mucho a su enseñanza, basándose en una intensa actividad intelectual y científica. Alfonso debió de ser un voraz lector de crónicas, empezando por las de contemporáneos, como las de otros de sus maestros: el clérigo e intelectual leonés Lucas de Tuy (siglo XII-1249) y el arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247), historiador y político. Estas influencias anidaron en el sucesor una vehemencia por la historia, que varias décadas más adelante se expresaría en libros fundacionales sobre el pasado de su reino.

En los últimos años de su periplo como heredero, estuvo acompañado por un preceptor que influiría en el cariz legislador del futuro rey: Jacobo de Junta (siglo XIII-1294). Era este un destacado jurista italiano, autor de importantes obras de derecho castellano. Se lo conocía como Jacobo de las Leyes por su principal obra: Flores del Derecho, pequeño compendio de normas que el jurista dedicó a su discípulo y que fue muy empleado en la Baja Edad Media hispana como referencia básica de estudio.

Y ya en esta etapa –quizá desde 1243–, entró en su vida quien iba a convertirse en uno de sus colaboradores más laboriosos e importantes: Yehuda ben Mose ha-Kohen Mosca (siglo XIII). Se trataba de un médico, rabino, astrónomo, escritor y traductor judío, a quien Alfonso, antes y durante su turno en el trono, le encargó estudiar el mapa del cielo, la notación de los movimientos astrales y la creación de registros astrológicos. Un hebreo erudito que lo alentó desde joven a interesarse por la astronomía y la astrología, inclinación que se acrecentó al punto de gestar un monarca obsesionado en escudriñar el futuro que creía que le dictaban los astros.

Alfonso X

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