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¿Qué sucede, sin embargo, cuando la hipótesis del genio maligno se muestra rebelde a los esfuerzos apologéticos de Descartes por reinstaurar al Dios cristiano en el ápice de su pirámide ontológica? Preguntado de otro modo: ¿Qué pasaría si, en lugar de Dios, se encontrase en la razón, mediante el reflejo especulativo, a un ser summe potens, pero también astuto en grado sumo (summe callidus) que se arroga el derecho de ser creador del mundo y de la razón del ser cognoscente, pero que emplea todo su poder para inducirnos a error? (Medit. II, 18).

Por de pronto, la verdad sobre el mundo no podría ser identificable en el alma, ya que la voluntad engañadora del genio maligno impediría tal identificación. Pero lo más problemático procedería aquí de un ensanchamiento de la introspección, similar al que se empleó para llegar, en la mente, al encuentro de la idea de Dios. En efecto, si la mente misma ha elaborado, para conceder radicalidad a su método, la hipótesis de un genius malignus o deceptor potentissimus (que emplea toda su inteligencia y astucia en inducirnos el error: Medit. I, 15; Medit. II, 18, 21), cabría también la posibilidad de identificar el efecto con la causa y, por ende, sostener que la razón humana y el genio maligno son lo mismo. Cuando se interpone el genio maligno como una estratagema intencionada para procurar su extinción recurriendo a Dios, hay que hacerse cargo también de que la intención del genio maligno, acorde con su esencia de “engañador potentísimo”, podría haber sido, más bien, otra: querer que lo encontremos a él y querer, al mismo tiempo, que el punto de encuentro, la razón humana, participe y sea también semejante a él. En consecuencia, la razón sería también mendaz y, con ello, la duda metódica se habría encerrado en una trampa real de la que le resultaría imposible evadirse.

En un desplazamiento radical de la hipótesis divina, ¿no podría el genio maligno, merced a un despliegue táctico de su astucia engañadora, querer que yo piense que él existe y convertirse, entonces, en realmente existente y en causa de mi primera verdad? El argumento quedaría expuesto del modo siguiente: “El genio maligno me engaña; por lo tanto, existe”. Desde luego que afirmar que “yo pienso que el genio maligno existe” no garantiza la existencia del genio maligno como un ser independizado de mi pensamiento. Pero si el genio maligno quiere que yo piense que él existe, él podría convertirse, al igual que Dios, en garantía de la verdad que mi pensamiento contiene sobre su existencia. En lo que respecta, empero, a la existencia de otras realidades ajenas a la de mi yo y a la del genio maligno, se establecería un espejismo mediador y repetitivo sin posibilidad alguna de salida.

La exacerbación de la duda metódica en la figura hipotética de un genio maligno se convertiría, así, en el factor corrosivo del speculum, puesto que el método cartesiano comienza con la duda y, rigurosamente aplicado, debería terminar en una duda irresuelta. Llevada hasta sus consecuencias extremas, la duda hiperbólica que implica la hipótesis del genio maligno no podrá nunca desprenderse del hecho de que si el deceptor potentissimus ha creado mis estructuras mentales y ha extraviado mi método de captación de la realidad, entonces hasta la propia autoconsciencia de mi existencia pensante no podría librarse de la sospecha de la duda. Si ello es correcto, la implantación de la hipótesis del genio maligno no puede ser contundentemente extirpada ni demostrando que Dios existe (nueva ficción con la que Descartes cree eliminar su ficción anterior), ni con la aseveración de que podría ser también una idea debida en exclusiva a mi propia autoría (Medit. II, 18). La existencia del genio maligno puede, más bien, convertirse en una serpiente que se muerde la cola y que no tiene posibilidad racional de desaparecer. Si el genio maligno es el creador de mi mente, entonces a esta se le pueden aplicar la méthexis y la mímesis platónicas y, consiguientemente, debe llevar la impronta de su “maldad” y de su “astucia”, de lo que se deduce que la esencia de la mente consistiría también en hacer todo lo posible por engañarnos siempre. Dios y genio maligno son dos instancias ontológicas, a las que, como se ve, se les puede aplicar idéntica gnoseología en su relación con el alma y con el mundo.

Así las cosas, la gigantesca tarea que se impone toda teodicea para justificar la existencia del mal en el mundo se vería aliviada mediante el recurso a un principio que no es ni la idea platónica del bien ni el Dios de los atributos cristianos de San Agustín y Descartes. Desde luego que aquí ya no sería necesario justificar a Dios ni inquirir en sus planes sobre lo creado (Medit. IV, 63-64), sino explicar la existencia del mal evadiendo las contradicciones racionales que lleva implícitas toda teodicea. Así, la existencia del mundo (y, con él, la del ser humano) quedaría vinculada inexorablemente a la existencia del mal, sea este expresado en términos de error gnoseológico o de culpa moral. La pregunta de San Agustín sobre la procedencia del mal (Unde malum?) (Confessiones 7, 7-11), lo mismo que la de Descartes acerca del origen del error (Unde ergo nascuntur mei errores?) (Medit. IV, 68), se liberarían así del pesado lastre impuesto a la razón para conciliar la infinita bondad de Dios y la existencia del mal.

De cara a la metáfora del espejo, ha de quedar en claro que si se interpone el genio maligno en la relación sujeto cognoscente-objeto cognoscible, aun admitiendo que su hipótesis ficcional podría ser también una estratagema divina para consolidar su propia existencia, la única convicción especulativa quedaría reducida a que el espejo no puede irradiar verdad, puesto que el método mismo sería dejado en manos de una voluntad sumamente mendaz.

Ahora bien, un genio maligno identificado con la razón (o con la “astucia de la razón”, a fin de que la identificación sea menos genérica) representaría la permanente dictadura de la duda metódica y el repliegue escéptico en la verdad de estas dos solas proposiciones: “Solo sé que mi razón me engaña” y “solo sé que yo existo como un ser engañado por un genio maligno”. A ello se reduciría el poder de todo el pensamiento humano.

Pero Descartes es un pensador racionalista y, por tanto, antiescéptico. Su creencia en que el uso de un método correcto llevará al ser humano hacia la consecución de la verdad —tanto en física como en metafísica— es incompatible con la vigencia permanente del genio maligno. En consecuencia, la estratagema de un genio maligno es, al igual que toda la duda metódica, una ficción que Descartes se autoimpone, pero que posee ya, en su origen mismo, la seguridad de ser desmentida. La muerte del genio maligno resulta una noticia preanunciada porque, sin su desaparición, solamente podría llegarse a la autoconsciencia de una “primera verdad”, y no a Dios ni al mundo como totalidad. Ahora bien, como sin Dios no hay ciencia sobre el mundo y Descartes ha estructurado su método para terminar también con las dudas sobre los saberes empíricos heredados del realismo aristotélicotomista, la hipótesis del genio maligno debe ser desestimada una vez cumplida la función que la mente le asignó. A la manera de Ludwig Wittgenstein (Tractatus logico-philosophicus 6, 54), podría afirmarse aquí que la escalera que ayudó a llegar hasta Dios ya no sirve y, por tanto, ha de ser desechada5. Y a la manera de Nietzsche, podría afirmarse también, pero en lenguaje teísta, que, merced a la muerte del genio maligno, Dios llega de nuevo a la vida. Dios, sin embargo, siempre estuvo vivo en la gnoseología cartesiana y el genio maligno se quedó en lo que siempre había sido: una ficción.

La única vía que Descartes recorre para asegurar que el alma es inmune a todo contagio sensorial radica en una concepción dualista de sustancias que, tomada en sí misma, no hace justicia a la ontología cartesiana, puesto que, además de las sustancias finitas de la res cogitans y de la res extensa, la clave de bóveda de todo su edifico gnoseológico es Dios (substantia infinita) (Medit. III, 22). Adelantándose a Nicolas Malebranche, Descartes podría afirmar, entonces, que Dios interactúa en las sustancias y les otorga tanto el aval de su existencia como el de su conocimiento.

Así, pues, merced a esta doble función, Dios está presente antes del método, en el método y después del método, y ello debido a que Descartes recurre a una duda que el sujeto cognoscente sabe de antemano que no es real y, por ende, tiene también la conciencia de que el genio maligno no es más que una ficción y no ignora, en último término, que el método no puede ser obra de un ser inexistente, sino de otro ser con características antagónicas. Dicho ser ha de garantizar la verdad del mundo externo y constituirse, a la vez, en fundamento del camino gnoseológico hacia toda verdad. En Descartes, por consiguiente, el método forma ya parte de una justificación de la existencia de Dios y, de este modo, la eventual atribución de todo el proceso cognoscitivo a la mente constituye también una ficción que hace aparecer el recurso a “un no sé qué engañador” (deceptor nescio quis) como provisional (Medit. II, 18).

En complicidad con lo anterior, cabría decir también que Descartes esperaba que todos encontrasen en el espejo lo mismo que él. Su convicción de acabar con el ateísmo, confesada abiertamente a los teólogos a quienes dedica las Meditationes de prima philosophia, así lo expresa (Epistola, 11).

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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