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La fe, teológicamente entendida, es “sustancia de las cosas que debemos esperar” y “certeza de las realidades que no vemos” (Hb 11: 1). Pero esta fe no es la pistis platónica ni la creencia cartesiana; tampoco se identifica plenamente con la fides de San Agustín. Más de acuerdo con los logros gnoseológicos de Descartes en la teología filosófica está la aseveración de Miguel de Unamuno: “Creer lo que no vemos, crear lo que no vemos: eso es la fe”15.

Creer en lo que no vemos no es lo mismo que crear lo que no vemos. Esto último no es necesariamente objeto de fe. Resulta ser, más bien, constatación de la razón misma: el creador reconoce su propia obra como creada. Es cierto que en la concepción agustiniana se apela a una complementación de fe-razón (Crede ut intelligas; intellige ut credas) (Sermones 43: 9), pero para San Agustín la fe es el resultado de una “visión”, la cual, a su vez, es efecto de haberse dirigido hacia donde se encuentra “la luz misma de la razón” (De vera religione 39,72): el alma humana. Se trata de una razón que se sabe de antemano iluminada por la luz divina, de ahí que, si se emplea el método introspectivo de interiorización de la mirada, pueda creerse racionalmente en lo que se ve. El “ver” agustiniano no es, empero, en última instancia, un theorein racional, sino una contemplatio mediatizada por la gracia divina.

Descartes piensa que el espejo puede devolver nuestro paisaje interior con plena claridad, mientras que la imagen que nos proporcionará del mundo externo (incluida la de nuestra propia faz) estará siempre necesitada, por su precariedad, de la corrección racional. Lo que Descartes no admitiría, y en ello coincide con San Agustín, es que podamos mirarnos en el espejo de otro (nuestro padre, nuestro profesor, un héroe de la Patria) para mejorar nuestra propia impresión. La metáfora especulativa de la autoconsciencia coincide, en este sentido, con la vivencia fenomenológica (Erlebnis) en dos de sus características esenciales: es racional y es personal. Nadie puede, efectivamente, ponerse en mi lugar para que sea yo quien contemple su imagen, así como nadie que carezca de razón podrá “vivenciar” (erleben) ni el método cartesiano ni su llegada a una “primera verdad”. También la vivencia de Dios resulta inefable, pero Descartes, convencido de que la res cogitans es impermeable a toda subjetividad, trata de demostrarla y comunicarla racionalmente.

La res cogitans, inmutable y universal en los seres racionales, tiene la facultad, según Descartes, de contemplar a Dios en el espejo de la autoconsciencia. Sin embargo, al asignarle sospechosamente los predicados que le atribuyó la metafísica cristiana, introduce en la racionalidad un elemento subjetivo que no se identifica con su universalidad. La visión de un Dios creador del mundo e infinitamente bueno solo puede ser posible si en la esencia humana, entendida como naturaleza común a todos los seres racionales, se contiene ya una fe teológica; es decir, si el hombre es “cristiano por naturaleza” (naturaliter christianus). Pero las reverberaciones del espejo racional, tal como se ha demostrado en el largo caminar histórico de la filosofía, no son las mismas que las del espejo cristiano. Cuando la razón se contempla a sí misma puede ver, al contrario de lo que Descartes veía, que Dios no se refleja en ella y que todo narcisismo teológico puede ser producto, más bien, de intereses supra o infrarracionales que desvirtúan su contenido y su método.

En la filosofía cartesiana, por el contrario, el contenido de la fe, merced a la mediación de la razón, se convierte en una realidad reflejada en el espejo, pero dicha realidad está ontológicamente unida a la esencia de la razón misma y, por lo tanto, Dios será siempre, en esta metáfora especulativa, una esencia dependiente del lugar racional en que reside. Si la realidad reflejada ha de interpretarse como un anticipo del contemplar “cara a cara” el ser de Dios, es algo que excede los límites del espejo de la autoconsciencia y que jamás podrá presenciarse en él.

Se trata, por consiguiente, de una razón (lógos) que habla consigo misma en un monólogo vivencial en el cual la mirada (theorein) se constituye en una experiencia tan personal que resulta, por sí misma, incomunicable. Tal vez a ella se refería Antonio Machado cuando escribió en su “Retrato” de 1906: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”, a fin de encontrar en este soliloquio, que él califica de “plática”, a un Dios que en Descartes aparecía nítidamente reflejado en el espejo de su autoconsciencia. La mirada del poeta, empero, no da para tanto; solo para esto: “Quien habla solo, espera hablar a Dios un día” (2003: 151). Se hace entrega del ver y escuchar en nosotros mismos nuestra propia visión y nuestra propia voz a una esperanza que está más allá del espejo y que, racionalmente considerada, no pertenece constitutivamente a él.

Pablo de Tarso sostuvo, desde la fe, que “hemos sido salvados por la esperanza”, pero que esta es invisible. “Una esperanza que se ve —escribe— no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?” (Spes autem, quae videtur, non est spes; nam quod videt quis quid sperat?) (Rm 8, 24-25). “Esperar lo que no vemos”, empero, no asegura en absoluto que el objeto de la esperanza sea, por fin, visiblemente alcanzable.

La esperanza (Was darf ich hoffen? = “¿qué me cabe esperar?”) era para Kant el signo interrogativo de una razón humana finita que, luego de haber intentado dar contestación a las preguntas sobre el “saber” y el “hacer” (Kritik der reinen Vernunft, A 804/B 832), no ha encontrado a Dios dentro de sí. De su respuesta, delegada en la sola razón, ha de hacerse cargo una religión sin Dios y, por lo tanto, enclaustrada en una res cogitans que, al contrario de lo sostenido por Descartes, podría subvertir sus citas y sostener que, en efecto, la idea Dei está en nosotros (in nobis est), pero que no tiene a Dios como su causa originaria (potest non habere Deum ipsum pro causa) (cfr. Synopsis sex sequentium meditationum, 5).

Puede ser también, finalmente, que la esperanza de Dios (de saber que existe, de saber quién es Él) sea, tal como se desprende del verso machadiano, el exiguo cupo de verdad que le corresponde al hombre. Pero la esperanza racional es una virtud que queda fuera del mirar autoconsciente (theorein) y, por lo mismo, lejos también del alcance “visual” del espejo cartesiano. No tiene su causa en la fe religiosa; antes bien, es efecto de una razón humana que refleja, sin otras mediaciones, su propia e ineludible finitud.

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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