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LOS PASEOS

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En ciertas oportunidades nos llevaban de paseo a distintos lugares del Instituto.

Íbamos todos agarrados de las manos junto a la celadora para que no nos perdiéramos en el camino.

La primera vez fuimos por los pasillos internos, conocimos varios pabellones donde había otros chicos, las diversas instalaciones como la gran cocina del Asilo, la enfermería, algunas aulas y llegamos al centro del edificio donde se encontraba la Dirección.

Me pareció un lugar muy importante por su imponencia, tenía sillones tapizados en cuero marrón, las paredes con grandes cuadros, una estatua en el centro de no sé quién y grandes ventanales que daban hacia los patios internos.

A lo largo de todo el Instituto corría un pasillo interno larguísimo que comenzaba en una punta y terminaba en la otra conectando todos los pabellones, se cortaba cuando llegaba a la Dirección y continuaba al otro lado.

Precisamente, del otro lado de la Dirección, continuando por ese pasillo tan largo, siempre en línea recta, se conectaba con otros pabellones, pero fue tan grande mi sorpresa cuando veo a unos niños con pelo largo que no usaban pantalones cortos como nosotros, ya teníamos entre tres y cuatro años y habíamos dejado atrás los bombachones, esos niños usaban pantalones abiertos en la parte de abajo, en realidad eran polleras cortas que les llegaban hasta más abajo de las rodillas, y como siempre de color gris.

Honestamente yo ignoraba que existía otro sexo, sólo conocía a las celadoras que de por sí no sabía que eran mujeres, yo las observaba como personas gigantes con un culo ancho, guardapolvo blanco y siempre dando órdenes o castigándonos por cualquier pavada.

Cuando le pregunto a la celadora quiénes eran esos chicos, me responde:

—¡Callate, mirá para adelante y seguí caminando si no querés que te dé un sopapo!… ¡La puta madre, no podés preguntar nada!… pensé en lo bajito.

Me la tuve que comer y quedarme con la incógnita.

En otra oportunidad nos hicieron recorrer el exterior, había un parque enorme en el frente del Asilo con un camino ancho que terminaba justo en frente de la entrada general donde a continuación circulaba la ruta siete y unos metros más allá las vías del ferrocarril Sarmiento.

Desde ahí, siempre dentro del predio del Asilo, caminamos hacia la izquierda, costeando el alambrado que nos separaba de la ruta, la tarde estaba hermosa, no hacía ni frío ni calor, seguramente era primavera.

Y nos llevaron hasta un sitio lleno de árboles, la mayoría eucaliptos altísimos.

Ahí me percaté de que las celadoras llevaban una canasta llena de panes cortados por la mitad y no sé qué en el medio, buscaron un sitio de mucha sombra y nos hicieron sentar en el suelo sobre el pasto.

Nunca supe qué tenían los panes en el centro..., pero los comí con muchas ganas porque eran riquísimos, era la hora de la merienda.

Y de bebidas, como siempre, agua.

A ese lugar donde nos llevaron le decían “los eucaliptos chicos”, porque no tenía demasiados árboles. Más adelante me enteré de que si seguíamos caminando íbamos a llegar a los “eucaliptos grandes”, que de hecho ahí fuimos en otras oportunidades y, por si fuera poco, a continuación, vimos unos edificios y una iglesia que, después me comentaron, pertenecían a los curas franciscanos, esos que usan sandalias y sotana marrón claro.

No recuerdo que nos hayan llevado a paseos fuera del Asilo, salvo cuando fuimos a Mar del Plata, porque yo tenía muy buena memoria y seguramente me estaría acordando si así fuera.

Yo fui huérfano

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