Читать книгу Yo fui huérfano - Héctor Rodríguez - Страница 18

LA CAPILLA

Оглавление

Al final de ese largo pasillo que conocimos, estaba “la iglesia”, ahí le decían “la capilla”, cuando la conocimos por primera vez me pareció inmensa, observaba las estatuas, los bancos reclinables, el altar, una inmensa cruz, algunas velas encendidas y una gran cúpula en el techo.

Desde luego nosotros todavía no sabíamos nada de religión, sólo mirábamos con asombro todo eso sin saber su significado.

La cuestión es que en poco tiempo comenzaron a llevarnos a esa capilla, tendríamos cuatro años aproximadamente, ahí estaba un señor con una sotana larga, negra y cuello blanco, cuando comenzó a hablarnos dijo:

—¡Hijos míos!…

Yo me quedé boquiabierto, no entendía nada.

¿Qué significaba tanta amabilidad, tanta calidez?...

El lenguaje que empleaban las celadoras con nosotros eran unas bestias, totalmente hostiles y jamás un cariño, nos habíamos acostumbrado a que eso era lo normal.

El “padre”, así le decíamos a los “curas”, porque esa era la manera con la cual debíamos dirigirnos, comenzó su obra de “evangelizarnos”.

—¡Aquello que ven allá es una cruz, donde fue crucificado Jesús!…

—¡Esa otra estatua es la Virgen María, madre de Jesús!…

—¡El de al lado es José, padre de Jesús!…

Y así nos iba nombrando a todos los santos.

Nosotros hasta ahí simplemente escuchábamos y mirábamos todo lo que nos enseñaba, por supuesto estoy simplificando mucho para no hacerlo tan largo.

Después, en visitas posteriores, la cosa se puso más interesante.

—¡Ustedes tienen que portarse bien, porque hay un cielo que está lleno de ángeles donde van los niños buenos, un purgatorio donde deben redimir sus pecados y un infierno, que está lleno de fuego, donde van todos los que se portaron muy mal!…

—Ya eso nos hizo asustar bastante.

—¡También existe un Dios, todo poderoso, infinitamente sabio y bueno que fue el que creó el universo!…

—¡Y cuidado, además existe un diablo muy malo que nos incita a pecar para llevarnos al infierno!

—¡Bueno, bueno!, a partir de aquí nuestras cabecitas comenzaron a imaginar de todo, para peor, las visitas a la capilla se repetían de manera más seguida y eso no hacía más que incrementar nuestros miedos, incertidumbre y qué sé yo cuántas otras cosas.

—¡No tienen que mentir, decir malas palabras, pegarle a un compañerito!, etc., etc., etc., ¡porque eso es pecado!.

¡Uy, entonces nosotros hasta ahí habíamos cometido un montón de pecados! ¿Quién nos iba a salvar del infierno?.

Por suerte había una solución: era “confesarse”.

¡Aaahhh!… menos mal.

—¡Entonces puedo pecar todo lo que se me antoje, total después me confieso y quedo liberado de culpa y cargo para no ir al infierno, de esa manera me aseguro que al final voy a ir al cielo siempre, ¡sí o sí!…

—¡Mirá qué vivo que soy!…

Al menos todos podríamos pensar así, pero no, cuando uno es chico cree a pie juntillas todo lo que le dicen los mayores, no discute ni interpela nada, más cuando lo dicen seriamente y de esa manera te van inculcando la fe, evangelizarnos, cristianizarnos, adoctrinando, y no sé cuántos “sinónimos” más.

Evidentemente éramos muy inocentes, no sabíamos nada de nada.

Esto lo pude comprobar con mis nietos cuando eran pequeños, les decía alguna “broma” poniendo cara de serio, muy ceremonioso y ellos me respondían:

—¿Sí?... como queriendo reafirmar mis dichos porque creían que era algo cierto.

—¡No, tesoro, es un chiste, una chanza, lo digo en broma!…

—Pero, abu, no nos hagas asustar...

A todo esto, ya el “padre” nos había enseñado el padrenuestro, el avemaría, el credo, y otras oraciones y además cómo teníamos que confesar nuestros pecados. Consistía en arrodillarse en una casilla de madera llamada “confesionario”, con ventanillas donde no podías ver al “padre” y decirle todos los “pecados” que habías cometido.

Generalmente eran las “malas palabras”, “pelearse con otro chico”, “romper un vidrio” y todas otras cosas que ya no me acuerdo.

Para perdonar tus pecados tenías que rezar un padrenuestro, tres avemarías y alguna que otra oración y prometerle a Dios que nunca más ibas a repetir todo lo que confesaste.

Lo cierto es que esa promesa nunca se cumplía porque por “H” o por “B”, siempre te la pasabas pecando, era inevitable, el trajín de los acontecimientos ineludiblemente te llevaba a pecar.

—¿Quién podía evitar que en un momento de bronca no te mandaras una puteada o mala palabra?

Yo fui huérfano

Подняться наверх