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MI PRIMER VIAJE EN TREn

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Las cosas se fueron calmando y subimos al tren, teníamos un vagón para nosotros solos, a todo esto, eran como las ocho de la mañana cuando el tren empieza a moverse; fue la primera vez en mi corta vida que viajaba en un vehículo tan largo y que metía tanto ruido. El viaje fue larguísimo, aunque no demasiado aburrido, todos nos entreteníamos mirando por las ventanas del tren las grandes extensiones de campo y sembradío que, para nosotros, pequeñas criaturas, eran una gran novedad. Por momentos veíamos una enorme cantidad de vacas pastando y moviendo la cola, cruzar alguno que otro río y puentes de gran tamaño y también cada tanto nos acompañaba la ruta dos; no circulaban prácticamente vehículos como coches o micros, sólo algún que otro camión. Desde luego, todavía Mar del Plata no era una ciudad netamente turística como lo fue más adelante.

En el verano, ahí iba la gente “cheta”, de mucha plata, que tenía grandes mansiones que ocupaban una manzana en el famoso barrio Los Troncos; de hecho, cuando cumplí catorce años, tuve oportunidad de conocer ese barrio y quedé extasiado de lo hermoso y fastuoso que era.

Siguiendo con el viaje, el tren paró en dos o tres lugares a los que llamaban “estaciones” y aprovechábamos para bajar y estirar un poco las piernas.

Al mediodía nos dieron el almuerzo, era un sándwich de milanesa con una taza de agua fría, no conocíamos ninguna otra bebida, como gaseosas, cerveza, vino, etc.

Al fin llegamos a Mar del Plata, eran como las seis de la tarde y nos estaban esperando con un colectivo al que lo llamaban “bañadera” porque efectivamente tenía esa forma; desde las ventanas para arriba y todo el techo lo cubría una lona gris claro.

Este colectivo nos llevó desde la estación hasta el Instituto Unzué, quedaba aproximadamente entre lo que hoy es la avenida Martínez de Hoz y la avenida Constitución, justo frente al mar.

Por supuesto todo era camino de tierra, solo había asfalto en la parte céntrica de la ciudad que de por sí recién comenzaba a prosperar como lugar turístico; no tenía edificios altos y no sé si ya existía el famoso casino.

El Instituto estaba ocupado por monjas y algunas nenas que eran atendidas por ellas, a nosotros nos habían reservado dos salitas para dormir, una cocina, comedor, baños y un amplio patio central con una gran palmera en el centro.

Jamás me olvidé de esos detalles, por eso los menciono, para mí era algo totalmente nuevo y por supuesto para todos mis compañeritos. De hecho, muchísimos años después volví a entrar a ese Instituto e increíblemente estaba exactamente igual, tal vez algo deteriorado, pero nada cambió, ya no había monjas, sólo algunos chicos correteando en ese lugar y seguramente alguna celadora cuidándolos.

Yo fui huérfano

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