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El cine de autor al inicio del milenio: el predominio de la escritura minimalista

I

Decir que el cine que se afirma en esa tradición del autor fílmico moderno, consolidada hacia 1960, se ha visto reforzado en estos últimos años es dar cuenta de un hecho innegable. Los márgenes para las explicaciones y las conjeturas son amplios y variados. Está, en primer lugar, la permanencia de una búsqueda de expresión personal a través del cine, ajena a las formas canónicas. También, con ello, un modo de resistencia contra un imperio industrial cada vez más poderoso y tentacular. No es menos importante el hecho de que muchos cineastas jóvenes, egresados o no de escuelas de cine, pero casi todos con una clara vocación cinéfila, pugnen por ganar su propio espacio.

Sin duda, las mutaciones tecnológicas (el uso de las cámaras de video digital, especialmente) aportan a la posibilidad de reducir los costos y las ayudas, subsidios o patrocinios, estatales o privados, y los regímenes de coproducción múltiple ponen también lo suyo. La tribuna de los festivales, cuyo número ha ido en aumento constante, el reconocimiento de la prensa especializada y la posibilidad de acceder a esas películas por diversos canales (el DVD, la internet, la televisión por cable) unidos a la formación de un nuevo público, minoritario pero significativo a nivel internacional, son asimismo factores influyentes en la difusión de ese cine.

También cuenta el hecho de que una porción del cine en cuestión proviene de países de escaso pasado fílmico y con una economía ahora pujante (Corea del Sur, por ejemplo, una de las cinematografías más dinámicas y diferenciadas en la última década) y de otros de larga tradición cinematográfica en los que la industria ha remontado las condiciones adversas que pudieron tener en años anteriores (el caso del Japón). De cualquier modo, el mapa del cine de autor del nuevo siglo apunta a dos ejes principales que ya estaban en el tapete desde la década anterior: uno está situado en Europa, un continente con larga historia en los avatares del cine como obra de creadores individuales. El otro en Asia, especialmente en la China (o las tres Chinas: la China continental, Hong Kong y Taiwán) y en el sudeste asiático: Corea del Sur, Japón, Tailandia. Sin olvidar, otro país del continente, ubicado en el suroeste y de filiación musulmana, Irán, la gran novedad de la década de 1990, que ha seguido sorprendiendo, aunque tal vez no con la misma intensidad de los años en que Occidente descubre las películas de Abbas Kiarostami y Mohsen Makhmalbaf.

Un tercer eje, un poco más fluctuante, está en Norteamérica (para los efectos de este texto, Estados Unidos y Canadá) y otros comparativamente menores en América Latina, África (sobre todo en algunas excolonias francesas) y Oceanía. Como se puede desprender de este esbozo de mapa, se hace forzoso restringir para efectos de este texto el alcance de un territorio tan extendido y por eso nos limitaremos a señalar, a modo de pistas, algunos de los rasgos más prominentes de esa verdadera constelación de estilos en cineastas de Europa, Asia y América Latina.

La vertiente más avanzada, radical o extrema (muchos calificativos son aplicables) es la que en mayor grado identifica una suerte de ‘plataforma’ expresiva común en esta última (por ahora) versión del cine de autor. Y al decir plataforma expresiva común no aludo a ningún vínculo semejante al de un movimiento o corriente, sino a afinidades, sintonías, sensibilidades más o menos coincidentes, más allá de sus características específicas y peculiares, definitivamente intransferibles. Hay un background fílmico (no es el único) que apunta al cine europeo de la modernidad, de Rossellini a Godard y Truffaut, de Bresson y Antonioni a Straub-Huillet y Rivette, aunque con matices a veces notoriamente diferenciados. En cierta medida, podemos decir que estamos ante un periodo caracterizado por una cierta neomodernidad, por referencia a esa modernidad que se arraiga entre la segunda mitad de los años cincuenta y fines de los setenta. Una neomodernidad que recoge, extiende, depura, modifica o reelabora componentes estructurales de los estilos que se afirman en ese periodo precedente y, a la vez, ratifica su incorporación a espacios regionales o nacionales.

En tal sentido, se produce una suerte de ‘europeización’ parcial del cine de otras latitudes, especialmente el de los países del sudeste asiático y de América Latina, sin menoscabo de una fuerte raigambre nacional y cultural local. Es lo que podemos apreciar en autores como Aki Kaurismaki, que ofrece un retrato creativo de Helsinki como no se había visto nunca, o Jafar Panahi de Teherán o Tsai Ming-Liang de Taiwán y no solo como ‘retrato’ sino como asimilación de componentes culturales, como los que procesa en Tailandia Apichatpong Weerasethakul o lo hace Kim Ki-duk en Corea del Sur. Se ponen de manifiesto lo que en el terreno de los Estudios Culturales se conoce como los vínculos transnacionales, en este caso establecidos a través de ‘puentes estéticos’.

Esa plataforma expresiva compartida se puede encuadrar en lo que se conoce como la opción estética minimalista o reduccionista, esa que está muy presente en varias de las mejores películas latinoamericanas de estos tiempos. Esa opción que contrae las tramas argumentales o las reduce a unos trazos escuetos, que confina la acción o a veces la hace deambular sin rumbo fijo, que alarga la duración de los planos, que simplifica el desempeño interpretativo, que tiende a disminuir la carga verbal y que instala una temporalidad menos apegada a la historia que se cuenta que al temple emocional que se deriva de la sucesión de los planos. Los rasgos expresivos que apunto a continuación se refieren, ciertamente, a esa franja creativa que es materia del artículo y no al amplio espectro de esas cinematografías en las que hay diversas modalidades narrativas. Apunto a continuación algunos de esos rasgos más o menos compartidos.

II

1) Una suerte de refundación del cine o, si se quiere, de vuelta a los orígenes, concretamente en el registro de las imágenes. La mirada no es la misma de antes, claro, y no podría serlo, aunque quisiera, pero hay algo de esa función de la cámara observadora que motivó a los cineastas ‘primitivos’ en esas primeras tomas de contacto con el universo visible. Está de por medio, también, la impronta de quienes creen, para decirlo en palabras de André Bazin, más en la ‘realidad’ que en la ‘imagen’, aunque esa disyuntiva más que nunca aparece superada porque, en verdad, estamos ante ‘imágenes de la realidad’, solo que ellas se muestran decantadas, espigadas de casi cualquier tipo de acentuación que deforme o distorsione unas modalidades de exposición casi ‘neutra’. Es decir, se tiende al encuadre de larga duración, a la cámara fija o a los movimientos de exploración abierta, con un sesgo no premeditado y con ello se deja que las acciones, con frecuencia mínimas o inesperadas, se expresen por sí mismas.

2) La apariencia de extrañeza suscitada por las películas que, aunque puedan resultar ‘legibles’ (El río, de Tsai Ming-Liang, Los muertos, de Lisandro Alonso, Five, de Abbas Kiarostami), son totalmente excéntricas, llevando a sus límites algunas de las propuestas del cine que cubre ese periodo que se inicia a fines de los años cincuenta y se prolonga hasta 1980, aproximadamente, el de las nuevas olas y el afianzamiento del cine de autor en su versión principalmente europea. Son filmes que provocan un agudo efecto de distancia y de vacío o descarga dramática interna, de no envolvimiento en el sentido en que tradicionalmente el cine mayoritario (no solo el de gran público, también el que se conoce como cine de qualité), se ha definido.

3) Construcción de un tipo de relato abierto, con personajes de perfil bajo o de escasa caracterización psicológica y situaciones más o menos imprevisibles. Reducción drástica e incluso anulación de esa cuota de intriga que el encadenamiento de las historias tiende a suscitar o a movilizar en mayor o menor grado. Con ello, impresión de atonalidad, de debilidad o pereza narrativas. Las cintas del tailandés Apichatpong Weerasethakul, Blissfully Yours o Síndromes y un siglo, pueden incluso hacer girar el curso aparente de los acontecimientos, sin que ese quiebre altere o cierre el sentido de la parte anterior ni modifique el tono.

4) Ritmo distendido e instalación de una temporalidad que se dilata al interior del encuadre, en sintonía con una relativa inacción. Hay un lado contemplativo y minimalista que aproxima al malayo-taiwanés Tsai Ming-Liang con el portugués Pedro Costa, al chino Jia Zhang-ke con el argentino Lisandro Alonso, al español José Luis Guerín con el turco Nuri Bilge Ceylan, al húngaro Béla Tarr con al mexicano Carlos Reygadas, al iraní Abbas Kiarostami con el lituano Sharunas Bartas, al alemán Fred Kelemen con el japonés Nobuhiro Suwa, al taiwanés Hou Hsiao-hsien con el coreano Kim Ki-duk, aunque estos últimos de manera más tangencial.

5) Estilos fuertemente figurativos en los que cuerpos, objetos y atmósferas, voces, ruidos o silencios impregnan los espacios que habitan o aquellos que, sin ser propios, los albergan de una u otra manera, espacios que pueden ser interiores o al aire libre, diurnos o nocturnos, cotidianos o extraños. Huesos, de Costa, Lejano, de Ceylan, o Adiós, Dragon Inn, de Tsai, son registros de esa vocación por un cine que valoriza, sin filtros ni alteraciones de los lentes, las rugosidades de cuerpos y lugares. Eso no excluye, desde luego, que la perspectiva ofrecida permita lecturas metafóricas como las que ofrecen los filmes de Jia Zhang-ke en relación con esa nueva China en proceso de crecimiento económico.

6) Escenarios con una ostensible carga de ‘extraterritorialidad’, sean bajo techo o no, en pueblos, ciudades o áreas despobladas. Una sensación de no pertenencia, de inadecuación, de ‘ajenidad’, de extranjería, se desliza en las imágenes de los filmes y no porque se trate de lugares exóticos o raros. Pueden ser tan propios y domésticos como los que habitan los personajes de El agujero, de Tsai Ming-Liang, tan inciertos como los de Béla Tarr en Las armonías de Werckmeister, ‘invadidos’, como el de El espíritu de la pasión, de Kim Ki-duk o tan ajenos los de En construcción y En la ciudad de Sylvia, de Guerín. Luz silenciosa es una curiosa variante porque los habitantes de esa comunidad menonita viven en una especie de feudo al interior de un país con otra cultura, otra lengua, otra religión dominante y otras tradiciones. Son literalmente extranjeros en la tierra que ocupan, pero al mismo tiempo la sienten suya.

7) El sonido tiene una función gravitante, pero no necesariamente en su rol activo, pues también los silencios suelen desempeñar un rol significativo en el apoyo a la creación de las atmósferas visuales aparentemente poco expresivas si se miden con el rasero de la fotografía e iluminación ‘de estudio’ o de aquella en que la intencionalidad dramática se hace evidente. Las voces suelen ser escuetas, poco o nada explicativas de lo que ocurre y casi siempre ajenas al menor atisbo de reflexión, en especial aquella que pueda aportar al significado de la historia o de la ausencia de historia (Five, de Kiarostami). No siempre es así, pues en algunos realizadores el diálogo o las voces pueden ser relevantes para la dinámica del relato en algunas películas (Nuri Bilge Ceylan, Panahi, Suwa, Béla Tarr…). La música de fondo, por su parte, está ausente en la mayor parte de los casos y a veces simplemente no hay música en absoluto, ni diegética (al interior de la escena) ni extradiegética (incidental o de fondo). Los ruidos, en cambio, cobran una mayor importancia y a su manera remplazan la función que en otros casos cumple la musicalización.

8) En general, propuestas expresivas muy metódicas y rigurosas, sin lugar para exabruptos, improvisaciones o ‘distorsiones’ acentuadas a nivel de la representación. En tal sentido, el peso de la herencia de Antonioni o de Bresson es mayor que el de Godard, aunque no hay que minimizar ni mucho menos las huellas godardianas en este nuevo cine. No hay, al menos en los cineastas mencionados, nada que se aproxime a los modos del collage o al estilo de las vanguardias que tienden o a la abstracción visual o al predominio de un montaje acumulativo o multiplicador. Más bien, la tendencia es a la disminución, a la sustracción de la función narrativa, metafórica o rítmica generada por la combinación de las imágenes. A una narración ‘descargada’, y con una dimensión metafórica más asociada al sentido amplio de los filmes que a las asociaciones puntuales dentro de las escenas o provocadas por el montaje, dentro de una rítmica algo monocorde y plana.

III

La construcción del sentido se organiza, entonces, no a partir de los datos de la intriga (débil, escasa, incluso anémica) o de conflictos ‘dramatizados’, sino por una suerte de desecamiento creciente de una progresión narrativa que no parece tener un norte del todo claro, aunque los personajes se desplacen como en algunos filmes de Bartas o en Los muertos y Liverpool, de Alonso. Es a partir de esa laxitud, de ese aflojamiento, de esa casi inercia que mueve o no a los personajes, que se trasunta el carácter de un cine que hace frente a lo que podría llamarse la incertidumbre o, mejor, la indefinición de los afectos, de los deseos, de los impulsos, a la indefinición de estar-en-el-mundo.

Tal vez este sea el motivo central que identifica al cine de los realizadores señalados, así como, en mayor o menor medida, a varios otros que se sitúan en la perspectiva del cine de autor más afín a la caracterización que hemos esbozado, aunque algunos de ellos con un menor grado de radicalidad expresiva o con otros matices que se agregan a los rasgos que hemos enunciado: como los norteamericanos Jim Jarmusch y Gus Van Sant (no en todas sus películas), el finlandés Aki Kaurismaki, el catalán Albert Serra, la japonesa Naomi Kawase, el austriaco Michael Haneke, la argentina Lucrecia Martel, el coreano Hong Sang-soo, que hace uso intensivo del diálogo en sus simétricos relatos de encuentros y desencuentros. En parte, también, el rumano Cristi Puiu, el ruso Alexander Sokurov, los franceses Arnaud Desplechin y Bruno Dumont, el israelí Amos Gitai, los belgas Jean Pierre y Luc Dardenne, entre otros. El italiano Nanni Moretti, el taiwanés Hou Hsiao-hsien y el surcoreano Kim Ki-duk solo marginalmente son ubicables en esa corriente estilística.

No califican para esta tendencia el hongkonés Wong Kar-wai, el chino Zhang Yimou, el danés Lars von Trier, el iraní Mohsen Makhmalbaf, el bosnio Emir Kusturica, el canadiense Guy Maddin, el armenio-canadiense Atom Egoyan ni el norteamericano Terrence Malick, sin duda otros conspicuos representantes del cine de autor de la última década, cuyos filmes alcanzan un grado de estilización muy ostensible, con una clara acentuación cromática o musical, de composición del encuadre o de configuración del montaje.

Entre esos otros hay un hombre que empezó en los años sesenta y una mujer que debutó en los setenta, pero que han permanecido como una suerte de puente entre el cine de las nuevas olas y el que nos convoca en este texto: el francés Philippe Garrel, y la belga Chantal Akerman, que son casi la quintaesencia de esos atributos expresivos que hemos reseñado de manera muy sintética y con todos los riesgos que las extrapolaciones de este tipo conllevan, pues parecen nivelar y borrar las diferencias, cuando en verdad estamos ante modos muy propios e idiosincráticos de encarar la creación fílmica y con desemejanzas muy marcadas en el estilo audiovisual de cada uno de ellos. En todos esos realizadores la cuota de pertenencia a una determinada cultura o tradición (la coreana, la rusa, la japonesa, la finlandesa o cualquier otra) y la manera de asumirla, sumada a la visión particular de cada realizador, modula estilos tan diferentes como variados y no necesariamente ubicables por completo en cada uno de los puntos de la caracterización propuesta. De allí la curiosidad y asombro provocados por esos realizadores y sus filmes y la necesidad de tratarlos de manera individualizada.

(Ventana Indiscreta, n.° 1, primer semestre del 2009, pp. 40-43)

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