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Al otro lado de la frontera y más allá del charco

EL CRUCE DE LA FRONTERA

Hagamos un poco de historia. No han sido escasas las prestaciones latinoamericanas al cine norteamericano. Las hubo, especialmente del país hispanohablante ubicado más al norte de la región. Algunos que empezaron en la era silente como el actor Ramón Novarro, nacido en Durango, se afincaron en Hollywood para siempre, aunque ocasionalmente incursionaran en el cine de su país de origen. Otros, como Dolores del Río, prima segunda del anterior, se inició en el Hollywood mudo, siguió allí en los años treinta y se trasladó luego con éxito al México de los estudios Churubusco para, finalmente, culminar su carrera en algunas producciones norteamericanas. Más tarde, Gilbert Roland y Ricardo Montalbán, entre otros mexicanos, se instalaron en la ciudad de los grandes Estudios, como lo hizo la portuguesa-brasileña Carmen Miranda, la dominicana María Montez, el puertorriqueño José Ferrer o el argentino Fernando Lamas. En cambio, el también mexicano Arturo de Córdova protagonizó algunos filmes en los estudios de Los Ángeles, pero volvió a su México natal para convertirse en la gran figura masculina del melodrama.

Entre los directores, el argentino Hugo Fregonese tentó suerte en algunos westerns y dramas criminales de bajo presupuesto en Hollywood. No le fue mal pero no duró mucho tiempo en tierras californianas y prosiguió luego su carrera en Europa y cerró el ciclo en Argentina. Otras presencias latinoamericanas fueron más esporádicas en la dirección de producciones norteamericanas.

En todo caso, el aporte latinoamericano, más allá de la inevitable cuota de ‘latinidad’ actoral, no supuso la influencia que sí pudieron tener cineastas provenientes de otras latitudes, especialmente los alemanes y austríacos, cuya impronta fue ciertamente considerable.

¿Qué ha pasado en estos últimos años? Hay dos figuras femeninas de gran notoriedad como la mexicana Salma Hayek y la puertorriqueña Jennifer López que se suman, entre otros, a los españoles Antonio Banderas y los intermitentes Penélope Cruz y Javier Bardem al team‘hispano’, tal como se denomina en los Estados Unidos en estos tiempos a todos los que tienen al español como lengua materna. Fuera del pequeño contingente de intérpretes, tres directores mexicanos han logrado una posición expectante en la gran industria norteamericana. Ellos son, como se sabe, Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu. La competencia por los Oscares tuvo a los tres en liza en la ceremonia de premiación de 2007. No obtuvieron rabo ni oreja en materia de premios, pero sí una respetable cuota de notoriedad. Como que México pasaba por primera vez de manera triunfal por esa frontera tan esquiva que separa (y ahora con muro incluido en etapa de construcción) a los Estados Unidos de su vecino.

Pero, claro, no era México ni el cine mexicano, sino tres realizadores de ese país que hacían producciones importantes, dos de ellas norteamericanas y la otra española. Ni Cuarón ni González Iñárritu filmaban sus primeras películas al interior de la gran industria hollywoodense. El primero, ya con tres títulos en inglés, entre ellos la tercera parte de la saga dedicada a Harry Potter, y con una respetable ubicación, era el responsable de Niños del hombre (Children of Men, 2006), un relato de ciencia ficción bastante solvente, con Clive Owen, sin duda uno de los mejores actores que se hayan perfilado en estos años, y con la fotografía de otro mexicano muy relevante en la producción norteamericana de esta década, Emmanuel Lubezki. González Iñárritu, de fulgurante aparición en Amores perros (2000), hizo su segundo largo de producción norteamericana, 21 gramos (21 grams, 2003), laboriosa dramatización de tres casos límite interpretados por Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro, para luego coincidir con su paisano Cuarón en la ceremonia de los Oscares correspondientes a 2006 con Babel, una ambiciosa propuesta, también con tres historias entrecruzadas, escritas como las dos anteriores por el también mexicano Guillermo Arriaga. Este último, después de haber cortado su relación profesional con González Iñárritu ha dirigido Corazones ardientes (The Burning Plan, 2008).

El caso de Guillermo del Toro es algo distinto, porque después de Cronos (1993), una historia de ciencia ficción, con Federico Luppi como protagonista, su primer largo y el único realizado en México, ha dirigido cuatro películas en Hollywood y dos en España, demostrando, y no solo con El laberinto del fauno (2006), una capacidad de fabulación y un talento para la creación de imágenes y personajes de raíz fantástica más bien ajenos a la geografía del cine de América Latina.

A diferencia de los anteriores, Rodrigo García, nacido en Bogotá e hijo del autor de la novela Cien años de soledad, ha realizado sus primeros largos y una constante labor televisiva en Norteamérica y, por lo visto, allí parece plenamente integrado, sin que sus raíces sudamericanas se reconozcan en su trabajo cinematográfico, más bien abocado al retrato de ciertos sectores de la clase media estadounidense.

Sin querer agotar la relación de todos los que han hecho ‘el cruce de la frontera’, hay que consignar al mexicano Luis Mandoki, instalado en Estados Unidos desde los años noventa (aunque en el 2004 rodó en México la demagógica Voces inocentes), y al argentino Alejandro Agresti, procedente de los predios de un cine independiente y de pretensiones innovadoras hecho en Holanda y Argentina, quien recala en Hollywood con La casa del lago (2006), una historia de amor con ribetes fantásticos, de un marcado convencionalismo narrativo. También el brasileño Fernando Meirelles, quien luego de Ciudad de Dios (2002), esa poliédrica y llamativa, más que eficiente o creativa, recreación de la violencia de las favelas de Río de Janeiro, ha adaptado a John Le Carré en El jardinero fiel (The Constant Gardener, 2005) y a José Saramago en Ceguera (Blindness, 2008) con una declinante potencia expresiva.

EL SALTO DEL CHARCO

Mucho menos significativa es la ‘migración’ temporal o permanente al viejo continente. A diferencia de los años setenta y ochenta, en los que el exilio, especialmente chileno, produjo un cierto número de películas en Alemania y otros países, la presencia latinoamericana en Europa se ha reducido considerablemente. En Francia siguen varios argentinos como Edgardo Cozarinsky, Hugo Santiago y Eduardo de Gregorio. El más constante de ellos es Cozarinsky, que también ha filmado en Buenos Aires (Ronda nocturna, 2005). Pero el argentino más notorio, sin obra previa en su país de origen, ha sido en estos últimos años Gaspar Noé cuyos Solo contra todos (1998) y especialmente Irreversible (2002), han generado polémica y, mientras que la primera ha sido más favorecida por la opinión crítica, la segunda ha recibido cuestionamientos muy sólidamente sustentados. Irreversible es un tour de force de narración temporal invertida, modulado sobre el paroxismo de la violencia, la frialdad quirúrgica de una violación y la dudosa poesía de la felicidad final (mejor dicho, inicial) de la pareja.

La gran figura latinoamericana en París sigue siendo el chileno Raúl Ruiz, que en estos años hizo, más bien, el salto de regreso a Chile donde ha filmado Días de campo (2004), que se estrenó en Lima, y otros filmes hechos para la televisión, con el toque peculiar de un cineasta que suele transgredir las normas habituales de uso de propuestas más o menos codificadas, formatos o géneros. Sin embargo, la estación chilena no ha reducido mucho que digamos su ritmo de producción en Europa, donde ha realizado títulos tan notorios como Comedia de la inocencia (2000) y Klimt (2006), entre otros.

Hay una peruana, radicada hace mucho tiempo en Holanda, que es Heddy Honigmann. Abocada al documental, tiene una lograda aproximación al cementerio parisino de Pere Lachaise en Forever (2006) y el año pasado filmó en el Perú su segundo largo ambientado en el país, El olvido, sobre la decepción popular de los referentes de la política local y el olvido al que están sometidos los pobres, siempre con financiación holandesa. Otro peruano, Javier Corcuera, hijo del poeta Arturo Corcuera y de madre española, también se ha perfilado como un documentalista de vocación internacionalista en películas como La espalda del mundo (2000), La guerrilla de la memoria (2002) e Invierno en Bagdad (2005), todas de producción española.

DE LAS PERIFERIAS A LOS CENTROS

El imán principal sigue siendo la industria hollywoodense. Lo ha sido desde los años veinte del siglo pasado y todo apunta a que eso se prolongue por un buen tiempo. Algunos como González Iñárritu han preservado sus márgenes de autonomía y otros, como Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, han demostrado buen oficio e inspiración en proyectos de cierta exigencia, pese a su naturaleza genérica (Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Hellboy). No se puede suponer ni esperar que los realizadores latinoamericanos hagan en sus nuevos espacios de producción, sea en Estados Unidos, Canadá, España, Francia o Suecia, un cine como el que han hecho en sus países de origen. El cine del exilio chileno y algún otro más bien escaso fue un fenómeno coyuntural, poco relevante en términos estéticos y probablemente irrepetible.

Las tendencias globalizadoras hacen pensar, más bien, que se mantendrá un cierto flujo de realizadores bienvenidos a la gran industria, algunos con éxito y otros no, como también, y ese es un camino distinto, se ha de prolongar el caso de quienes, sin experiencia (o con muy escasa práctica) en su tierra de procedencia, se insertan en una cinematografía, que puede ser norteamericana o europea, para desarrollar allí, si no el íntegro, buena parte de su filmografía. Y en el cine esos desarrollos no son análogos a los de los novelistas. Es decir, mientras que los escritores suelen mantener en sus obras escritas en el lugar de residencia lejano al que los vio nacer, los escenarios, personajes y situaciones extraídos de su tierra natal (el caso de Cabrera Infante, Cortázar, Ribeyro, Bryce… en Europa), no pasa lo mismo con los cineastas. Las condiciones económicas y la inserción de las películas en un (potencialmente) enorme mercado, empezando por el cambio de lengua, presionan a favor de una mayor integración o adecuación a los modelos del cine propio del nuevo país, más aún si se trata de industrias sólidas y con una larga historia.

Sin embargo, en los de casos de Cuarón, González Iñárritu y Guillermo del Toro (a la sazón, productores de la poco inspirada Rudo y cursi, dirigida por Carlos Cuarón, hermano de Alfonso), podemos reconocer, al menos, una adecuación, por decir lo menos, muy poco servil. Cuarón es más ecléctico y puede pasar de un cuento fantástico como La princesita (1995) a Harry Potter y el prisionero de Azkaban o Niños del hombre. En cambio, González Iñárritu ha mantenido sus prerrogativas en las dos primeras cintas norteamericanas a su cargo: libertad de elección temática, guion de Arriaga y fotografía de Rodrigo Prieto. Tanto en 21 gramos como en Babel se repite, aunque no exactamente de la misma forma, la construcción tripartita de Amores perros y pese a que no es el Distrito Federal el escenario, el deseo de dar cuenta de los males del mundo tiene una concreción más individualizada en 21 gramos y más colectiva y globalizada en Babel.

Por su parte, Del Toro, desde su primera película, Cronos, nada afín con precedentes mexicanos, pone en evidencia una carga cinéfila muy fuerte que le ha permitido hacerse de un espacio en una industria pródiga en relatos fantásticos, bien avenidos a las habilidades y gustos de Del Toro. Así, ha sabido darle espesor visual y cromático, sentido del ritmo y del humor a Blade II (2002), Hellboy (2004) y Hellboy 2: el ejército dorado (2008). Y no es casual que el lado fantástico de El laberinto del fauno remita, con las particularidades narrativas de ese filme de producción española, a una matriz icónico fantástica similar a la de sus películas norteamericanas.

Lo que sí queda fuera son los referentes mexicanos, salvo en el episodio fronterizo de Babel, pero eso es lo que ha ocurrido, con muy pocas excepciones, a lo largo del tiempo cuando un realizador ha migrado de una a otra cinematografía, de modo que sería incorrecto hablar de un cine mexicano en Estados Unidos o de un cine argentino en Francia, a no ser que se trate de esas películas chicanas o de otras minorías de origen extranjero que se han realizado y se realizan en Estados Unidos o las que hacen cineastas árabes (o hijos de árabes) en Francia o turcos en Alemania. Pero esto es otra cosa y tampoco son, en propiedad, películas ‘extranjeras’, sino de realizadores de origen o raíces foráneas que dan testimonio de temas o problemas de las comunidades a las que pertenecen en el país de residencia o de adopción.

(Ventana Indiscreta, n.° 2, segundo semestre del 2009, pp. 30-33)

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