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Fronteras lejanas: el cine de América Latina y el de otras partes

I

¿Es posible encontrar analogías entre lo que está ocurriendo en los cines de América Latina y en otras partes del mundo? Sí y no. Evidentemente, cada región tiene su propia historia y sus peculiaridades y cada país las suyas, con lo cual el perfil de las cinematografías, por cercanas que sean, admite claras diferencias. Así ha ocurrido a lo largo de la historia del cine, no solo a escala de los países que entre otras cosas se diferencian por la lengua o lenguas habladas, sino también en aquellos que comparten una lengua común. Esto se aplica a las supuestas afinidades que unen a las cinematografías de nuestra región. Esas afinidades fueron, en todo caso, mayores en el pasado que en las últimas décadas, es decir, hubo mayor proximidad, pese a las peculiaridades idiosincráticas, entre las comedias mexicanas y argentinas y, más aún, entre los melodramas de uno y otro país que las que puedan existir en las últimas décadas. Incluso, directores como José Bohr o Luis César Amadori dirigieron melodramas en las dos grandes capitales de la industria fílmica en español del continente y Arturo de Córdova, reputada primera figura del melodrama mexicano, incursionó, asimismo, en Argentina. Uno de los clásicos argentinos más reconocidos del género, Dios se lo pague, estuvo protagonizado por De Córdova.

En cambio, las últimas décadas han sido un escenario de la dispersión. Las industrias mexicana y argentina dejaron de ser lo que habían sido, la política de géneros se diluyó o pasó a la televisión, especialmente bajo el formato de la telenovela, donde desde los años cincuenta se inicia una nueva vida del género melodramático en los estudios de Televisa. Sin embargo, en estas últimas décadas se instala un cierto panlatinoamericanismo en el sentido de que se habla como nunca antes de un ‘cine latinoamericano’, una categoría muy vaga que envuelve las manifestaciones cada vez más diferenciadas de lo que se hace aquí y allá. El rótulo del ‘nuevo cine latinoamericano’ haría pensar en una ‘unidad’ mayor de la existente. En realidad, en las últimas décadas las diferencias se han marcado en la producción de los diversos países. Si antes hubo un mercado común para el cine de México y, en menor medida, Argentina, eso dejó de existir hace mucho tiempo y la idea de un ‘nuevo cine latinoamericano’ lo que cubre es en verdad el deseo, no exactamente de una vuelta al pasado (imposible, además), pero sí de un estado de cosas en el que la producción sea boyante y la circulación de películas fluya de manera regular por las pantallas que van de México a la Patagonia.

II

¿Qué es lo que unifica al cine de América Latina en los tiempos que corren? Pues, la producción subsidiada desde dentro y fuera de cada país, las dificultades de expandir un mercado que, salvo en una cuota muy reducida, no va más allá de los intramuros, la pugna por ganar espacios de pantalla en los propios territorios nacionales.

Lo dicho nos conduce a una situación compartida casi a nivel mundial y es la tensión provocada por la ostensible hegemonía de la producción norteamericana, de la que apenas si se libran unos pocos (India, Irán, Corea del Norte, China, Cuba…). En algún caso la producción local es tan sólida y abundante que sirve de firme contrapeso, como en la India. En China la exhibición de películas norteamericanas es aún restringida. En Europa, quienes cuentan con cinematografías más arraigadas y espacios de pantalla protegidos (Francia y España, por ejemplo) se defienden con sobresaltos. Pero, en general, y dejando de lado a la India, China, Irán y muy poco más, el común denominador universal es el enorme desbalance entre la producción hollywoodense y la que sale de los otros centros productores grandes, intermedios y pequeños. Y el desbalance se manifiesta especialmente en el terreno de la distribución, pues es allí donde las diferencias se hacen abismales. Véase lo que ocurrió hace unos meses con Avatar, cuyos montos de recaudación en la temporada de estreno se aproximan a los que obtuvo Titanic hace 13 años. No hay nada comparable ni de lejos a esas ganancias millonarias que proceda de otros territorios. Ningún otro centro productor podría imaginar acercarse a esos ingresos enormes.

En América Latina esa hegemonía, como sabemos, es aplastante y eso nos aproxima de una u otra manera a lo que ocurre en otras partes, donde las industrias locales o aquellas que, como en el Perú, tienen una débil producción interna que no alcanza el rango de industria, parecerían al borde de la extinción, si la circulación de los filmes se midiera en volumen de ganancias. Cierto, las situaciones son cambiantes y los términos comparativos tienen que perfilarse con enorme cuidado. Por ejemplo, el cine argentino acaba de tener un éxito inusitado con la película de Juan José Campanella El secreto de sus ojos, que ha superado con largueza los dos millones de espectadores en el territorio nacional. Pero esos éxitos no abundan y no admiten que se pueda hacer ningún paralelo con la cadena de blockbusters de Hollywood que sacuden el mercado en las temporadas más rentables del año y en otras menos rentables también.

Con todas las diferencias, no hay duda de que el ‘enemigo principal’, como se designaba en otros tiempos al imperialismo norteamericano (o hollywoodense, si del cine se trata), aproxima las cinematografías de nuestra región a muchas otras diseminadas por el planeta. ¿Qué puede pasar más adelante con las economías que despuntan y sus alcances en el terreno fílmico? Hablamos, claro, de India, Rusia, Sudáfrica, Brasil y, ya con ventaja, China. Es difícil anticiparlo, pero todo indica que no se verá ni a corto ni a mediano plazo un cambio sustancial. China apunta a las superproducciones. Zhang Yimou dirigió algunas de ellas (Héroe, La casa de las dagas voladoras, La maldición de la flor dorada). John Woo ha hecho un díptico de época con el título en inglés Red Cliff (Acantilado rojo), con el presupuesto más elevado en la historia del cine chino. El biopic sobre Confucio, interpretado por Chow Yun-Fat es un nuevo escalón en el interés del gigantesco país asiático por encontrar un espacio propio en las pantallas del mundo. Pero, frente a Avatar o a 2012 o a Transformers, poco es lo que se puede hacer por ahora. Y en ese panorama las posibilidades latinoamericanas son muy débiles.

III

Fuera del campo económico y, con ello, de la envergadura de la producción, distribución y recaudación que nos aproxima a lo que acontece en latitudes lejanas, podría intentarse establecer puentes en el plano creativo o expresivo. Lo propusimos en un artículo publicado en el número 1 de Ventana Indiscreta sobre el cine de autor a inicios del milenio. Hay afinidades en la frontera estilística más avanzada entre lo que hacen, por ejemplo, Lucrecia Martel o Carlos Reygadas con lo que hacen el turco Nuri Bilge Ceylan o el cingalés Vimukthi Jayasundara, sin querer decir por eso que las afinidades vayan más allá de una actitud hacia la creación fílmica y ciertas sintonías estéticas. Se trata, en realidad, de una sensibilidad o, si se quiere, trazos de una sensibilidad compartida que se expresan en la dilatación de los planos y de la temporalidad, en el extraño o vagamente inquietante encadenamiento de las escenas, en el carácter esquivo de los motivos aparentes que sostienen la historia, en un cierto enrarecimiento de la atmósfera visual, aun cuando esta sea luminosa o soleada, en ese efecto narrativo y rítmico de suspensión, en una suerte de insularidad geográfica, que no siempre es equivalente del encierro o del espacio clausurado, pues de hecho los exteriores son frecuentes y las travesías recurrentes.

Así mismo, podríamos hallar algunos puntos de contacto, seguramente algo difusos, con cinematografías de otras partes o, al menos, con lo que conocemos de esas cinematografías. Quiero ser muy cauto al respecto porque lo que constatamos en América Latina es el predominio de la diversidad y sería un grueso error convertir el estilo ‘minimalista’, en apariencia compartido en diversos puntos del planeta, en un sello característico o dominante en la producción de los últimos tiempos. No es así en absoluto, pues eso puede ser referido solo a un segmento de la producción más bien minoritaria. Es verdad que se pueden encontrar sintonías puntuales: un filme como Whisky tiene rasgos en común con el cine de Aki Kaurismaki, La teta asustada posee, a su manera, alguna afinidad con el lado carnavalesco de Emir Kusturica, así como la película argentina Vikingo tiene algún parentesco con el costado más ‘bárbaro’ del realizador bosnio. Podríamos seguir con los ejemplos.

El tratamiento expresivo de uno de los tantos escenarios en los que se pueden rastrear sintonías entre el cine de esta parte del mundo y del de otras partes es el de los paisajes naturales y concretamente los paisajes boscosos. En este caso el efecto de insularidad en los niveles narrativo y rítmico se hace manifiesto. Para observar este efecto se puede mencionar tres películas muy distintas, pero que tienen en común el peso de una naturaleza frondosa o casi selvática en cuyo interior se entablan vínculos humanos de signo diverso. Una de ellas es la película chilena El cielo, la tierra, la lluvia (2008), de José Luis Torres Leiva, y las otras la tailandesa Blissfully Yours (2002) de Apichatpong Weerasethakul y la japonesa El bosque de luto (2007), de Naomi Kawase.

En El cielo, la tierra, la lluvia, la acción, reducida a unos pocos trazos, muestra a cuatro personajes en el espacio de una isla al sur de Chile. El principal es Ana, cuya madre está enferma, y que atiende al Toro, un hombre solitario que vive en una cabaña lejana. No hay explicaciones de conductas, los diálogos son escuetos, la presencia de los personajes apenas si deja entrever una existencia de soledad y aislamiento. La naturaleza cobra un relieve inusitado, activada de alguna forma por los travellings en torno a grandes superficies arboladas. El movimiento de las hojas, el sonido del viento, la caída de la lluvia componen una suerte de coreografía de la naturaleza a la vez que en su enormidad empalidecen el drama humano visto a cuentagotas.

En Blissfully Yours, Weerasethakul aplica hacia la mitad de la película una separación o fractura entre una primera y una segunda parte claramente diferenciadas, división que se repite en sus filmes posteriores. En la segunda parte de Blissfully Yours una pareja se aleja de un lugar poblado en dirección a un área campestre en la que se libran a las turgencias del deseo sexual. La cámara los observa a cierta distancia y en un momento dado es el contexto físico de la vegetación circundante el que va a ser objeto de atención durante prolongados minutos. No es un paisaje bucólico, es simplemente un entorno natural con un riachuelo y con una arborescencia menos envolvente que la de El cielo, la tierra, la lluvia. Pero también aquí el escenario parece independizarse de los personajes y no para constituirse en una metáfora de la ‘fuerza de la naturaleza’ o de la pareja humana en estado natural ni nada de eso. Más bien, lo que se siente es una liberación de la cámara de lo que usualmente sería el único centro de atención visual (la pareja en acción o descansando) y se instala una temporalidad dilatada que en alguna medida es aquí la temporalidad de la modorra y el adormecimiento después del sexo, pero también de la hora de la siesta y, por último, de nada de eso, casi siempre con la pareja fuera del campo visual en buena parte de este largo segmento.

Es algo diferente lo que vemos en El bosque de luto. En este caso un anciano, que ha perdido a su esposa 30 años antes, y una trabajadora del asilo en el que está internado, afectada por la muerte de un hijo, se dirigen en auto hacia un bosque en el cual se encuentra la tumba de la esposa del protagonista. Una avería en el vehículo los obliga a iniciar un esforzado recorrido a pie en medio de una espesa vegetación. A diferencia de las dos películas anteriores, aquí el viaje de carácter liberador tiene una función central y la naturaleza es el escenario de la aflicción en el cual los dos personajes viven la experiencia del dolor y del duelo. Más allá, sin embargo, de esa adecuación dramática entre el ambiente y la situación emocional de esos dos seres inermes, perdidos en esa inmensa área boscosa sacudida por algunos ventarrones, una vez más el paisaje adquiere una presencia casi autónoma, con su propio espesor, sus propias eventualidades y su propia duración, ajena a los tiempos de los humanos.

Valga el cotejo entre estas tres películas para dar cuenta de ciertas coincidencias o equivalencias que no excluyen en absoluto la comprobación de estilos muy diferentes entre sí. Craso error sería sugerir que se trata de una suerte de ‘tendencia’ o algo parecido a nivel internacional, pues ni pretende serlo ni lo es.

IV

Si se me pidiera escoger un cine de resonancias cercanas a nuestro universo cultural e incluso a algunas opciones expresivas, escogería el de Rumania o, al menos, el puñado de cintas rumanas más recientes que se han podido ver. Excluyo de plano el cine del veterano Lucien Pintilie, de quien se vio hace poco Niky y Flo (2003) en el último Festival de Cine Europeo. Pero sí menciono a Cristi Puiu cuyos La mercancía y la pasta (2001) y La muerte del señor Lazarescu (2005), la primera, una mini road movie con traslado de droga de un pueblo a otro a cargo de unos chicos más bien desaprensivos y, la segunda, el recorrido por diversos hospitales públicos de Bucarest en los que no hay espacio para el paciente que requiere urgente atención. Estas dos cintas de Puiu no solo podrían, mutatis mutandis, ubicarse en topografías latinoamericanas, sino que delatan una modalidad de humor negro, un sentido de la irrisión no muy distante del que sostienen La estrategia del caracol o Taxi para tres. La muerte del señor Lazarescu casi hubiera podido ser concebida, también, por el dueto español formado por el realizador Luis García Berlanga y el guionista Rafael Azcona. Hay en ella diversos matices de la tradición del esperpento que Berlanga-Azcona supieron activar y que se prolonga en muchas modalidades culturales del universo iberoamericano.

El tono aparentemente serio y formal de 12:08, al este de Bucarest (2006) de Corneliu Porumboiu, centrada en un programa televisivo recordatorio del día de la caída de Ceaucescu, poco a poco va minando sus intenciones jubilatorias a través de un humor sutil y a la vez demoledor. En la línea del drama duro, Cuatro meses, tres semanas y dos días (2007), de Cristian Mungiu, sigue los afanes de una joven por abortar en penosas condiciones. Se vislumbra un archivo de historias que nos son familiares, aún cuando las circunstancias políticas (Rumania durante el gobierno comunista o en la etapa posterior de restitución democrática) no lo sean. Se vislumbran, asimismo, unas formas de representación realista y unos tratamientos expresivos abocados a la fluidez narrativa y a unos modos de comunicación que nos interpelan como espectadores. Atención, y para que no quede ninguna duda o confusión, no estoy estableciendo aquí ninguna analogía con ese cine latinoamericano más radical de trazos yermos o mínimos al que hice alusión previamente (Alonso, Reygadas, Hamaca paraguaya), ese cine que ha dado lugar, de manera injusta, a la admonición del crítico francés Michel Ciment durante su visita a Lima y sobre el que emite sus impresiones en la entrevista incluida en este mismo número. Es otro registro el que se articula en las películas rumanas indicadas y en otras más, un registro ciertamente más ‘comunicativo’ a partir de relatos con puntos de apoyo emocionales o apelaciones menos sofisticadas o herméticas.

De alguna forma, ese cine rumano funciona un poco como espejo al sesgo de una parte de lo que podríamos hacer, por lo menos a nivel de las propuestas que tienen como centro las ciudades y las arterias interurbanas, no a nivel de las geografías campesinas o selváticas. Y funciona así mucho más que el cine de Irán, que tiene un ethos cultural, una iconografía y una cadencia muy particulares e idiosincráticas. Menciono a la cinematografía iraní porque con ella se ha intentado, a veces, hacer comparaciones finalmente muy poco fructuosas, salvo aquellas que, una vez más, se podrían asociar muy genéricamente al trajinado ‘minimalismo’, convertido en uno de los lugares comunes de la crítica cinematográfica de los últimos tiempos.

Valga lo dicho, en todo caso, como especulación y no como invitación a la repetición o a la copia de nada. Porque, en definitiva, y este es tal vez uno de los rasgos que en mayor medida define lo que viene sucediendo, el cine que se hace en estas tierras o, al menos, el más inquieto, está marcado por la búsqueda de vías expresivas distintas a las conocidas y eso supone un camino lleno de incertidumbres, pero también de lucha y desafíos. Que esas vías expresivas puedan ser más o menos coincidentes o más o menos diferenciadas de las de esas ‘fronteras lejanas’ es una tarea que nos corresponde señalar a los críticos, con todas las reservas del caso.

(Ventana Indiscreta, n.° 3, primer semestre del 2010, pp. 20-23)

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