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Prólogo

El crítico como barquero

Título evocativo y emblemático ha elegido Isaac León Frías para este volumen del que generosamente me ha ofrecido escribir el prólogo. Tengo la formidable oportunidad de ser una suerte de pionero al respecto, dado que en sus libros anteriores el género en el que ahora incursiono ha estado hasta hoy vacante. Una larga historia de encuentros cinéfilos y una amistad consolidada en el transcurso de más de un cuarto de siglo me ligan a León, con quien manteníamos una relación epistolar en tiempos en los que las cartas aún pasaban bajo la puerta. Algunos años más tarde nos encontramos personalmente en torno a uno de aquellos festivales de Mar del Plata donde asomaban las primeras muestras de un nuevo cine argentino. Desde entonces, el Isaac de las cartas y e-mails, colega crítico y catedrático, pasó a ser Chacho, interlocutor (y consultor) permanente en la inagotable tertulia cinéfila. Estas páginas preliminares intentarán, además de hacer referencia a este libro, delinear algunos trazos sobre su trabajo fundamental en el ámbito de la crítica, la historia, el análisis cinematográfico y la enseñanza audiovisual de nuestro continente, del que este texto ofrece una muestra representativa.

Comenzar por el título no es mala estrategia. En lo evocativo no solo remite a la imprescindible obra maestra hitchcockiana, con la que solemos cotejar nuestra posición como espectadores de cine, sino también a la publicación universitaria que albergó una parte decisiva de sus textos. En efecto, los artículos aquí compilados provienen, en buena proporción, de las contribuciones de León a Ventana Indiscreta, revista en la que tengo habitualmente el placer de reincidir como escriba y lector. Una minoría ha sido posteada en el notable blog Páginas del diario de Satán, mientras que otros han formado parte de otras publicaciones o intervenciones académicas, y hasta hay uno que por vez primera se publica aquí. Cuando Chacho me convocó a la redacción de este prólogo, me previno sobre el posible efecto de dispersión que podría afectar a su contenido, al proceder no solamente de múltiples fuentes, sino también por la amplitud y diversidad de los temas abordados. Al ser textos escritos íntegramente en este siglo, ese carácter diverso podría justificarse por la necesidad de dar cuenta de un cine en estado de transición y signado por la multiplicidad a pesar de la mundialización, alejado de todo efecto de homogeneidad y modelos unificadores, donde incluso la otrora activa distinción entre centro y periferia ha cedido, para dar paso a un mundo del cine crecientemente complejo y en cambio acelerado.

Las dudas de León, como plantea en su introducción a la antología, también se dirigían a ciertos movimientos estratégicos en la propuesta y tratamiento de algunos temas, que se desplazaban desde el presente a la historia del cine, desde el análisis particular de un filme o un cineasta hacia la larga deriva de algunas cuestiones que atravesaban una trayectoria de más de un siglo. En algún caso, como en su evocación de Lumière y Edison junto al streaming, la mirada del autor conectaba al siglo XIX con el XXI. Digamos que el prologuista estaba advertido. Pero enfrentado a la lectura en conjunto, resultó que las correspondencias comenzaron a surgir, el hilvanado oculto de algunas líneas de pensamiento, la elección de ciertas cuestiones frente a otras posibilidades, incluso en los textos que responden a una temática prevista para un dossier o número monográfico, asomaron nítidamente en Desde la ventana indiscreta. Por esto el título es, además de evocativo, emblemático: remite también a esa función de ventana que es una de las cualidades decisivas de la pantalla cinematográfica, que por un lado hereda y por otro refina aquella vocación de la pintura renacentista alabada por Leone Battista Alberti: la de ser una ventana al mundo donde se desarrolla la historia.

Desde la ventana no solo se ve el mundo, sino que, dependiendo del punto de vista, también se asoman algunos sujetos que, mediante su escritura a lo largo del tiempo, van trazando algo así como una autobiografía, y pueden avistarse sus singulares siluetas. El mundo visto por el cine, en contrapartida, también deja ver al crítico en tanto parte de ese mundo, y algo inherente a la lógica del autorretrato surge en textos que parecen ocuparse de cuestiones diversas, para ir delineando un modo personal de relación entre el cine y el espectador, un vínculo vital del que queda constancia por escrito. Nadie debería confundirse por el carácter presuntamente variopinto de sus secciones y artículos, ya que la trama que asoma en las páginas de este volumen, si no da cuenta de un eje temático central o la pertenencia a un proyecto particular, sí revela el entramado que demuestra algunas líneas de fuerza de un pensamiento sobre el cine, o más bien a partir del cine, desarrollado en plena marcha.

Los artículos compilados en el volumen abren un interesante juego temporal entre el momento de su enunciación y la forma en que extienden su mirada a la historia del cine y la cultura que ha acompañado al medio durante su ya prolongado recorrido. Es curioso: no hace tanto tiempo que se consideraba al cine como un arte joven, y hoy tienta considerarlo con el perfil propio de los sobrevivientes. Sin duda, se trata de una temporalidad en riesgo, aunque hayamos descartado saludablemente los anuncios de defunción que hace medio siglo proliferaban respecto del cine. El tono jovial de los textos de León, por una parte, descarta toda tendencia a ser capturado por la melancolía, y suele lanzarse con energía al descubrimiento del cine como arte en tiempo presente, incluso crecientemente involucrado en las transformaciones vividas en la era digital. Estos textos escritos en el siglo XXI se orientan no solamente a detectar algunos rasgos resaltantes de lo nuevo en el cine, sino a elaborar cartografías en construcción, que no por provisorias resultan menos operativas. Por cierto, el autor reconoce que hace tiempo no resulta un sistema seguro la identificación y el ordenamiento del campo por medio de ciertas categorías colectivas que en otras épocas parecían claramente estables y definidas: vanguardias y escuelas, cines nacionales, en fin, aquellas entrañables identidades fuertes. Hasta la misma idea de movimiento resulta problemática, salvo que se la entienda en su apelación a una cierta inestabilidad constitutiva (como cuanto nos referimos a olas). Fronteras lábiles, olas y reflujos, con cierta fluidez escurridiza como marca de época, llevan a León a recuperar la instancia autoral como punto válido de reconocimiento y avance en el territorio a mapear.

La resistencia y productividad de la noción de autoría, en tanto categoría orientativa para navegar en el cine contemporáneo, al menos la mayor parte del que se transita en estas páginas, se hace patente en los textos de Desde la ventana indiscreta. Ya no se trata, por cierto, y desde hace unas cuantas décadas, de aquella figura del auteurisme original, concebida como una personalidad cuya conciencia de sí permitía la congruencia integral de sus constantes temáticas y formales. Aquella entidad heredada de la mitología romántica del genio creador, minuciosamente cuestionada por la tantas veces citada noción de muerte del autor, ha dado paso a un sujeto problemático, una construcción hipotética y fundada en los filmes, cuyos signos intermitentes son inscriptos en pantalla, a veces como parte de una vocación programática o en otras oportunidades más allá de sus propios saberes sobre lo realizado. Pero la apuesta por avistar un cine provisto de sujetos se sostiene, medido en un cotejo o comunicación posible con ese otro que lo encuentra a través de una película: algo de lo que hace posible hablar del cine como arte se juega en ello. La resistencia de la autoría convoca, además, a la autoría como resistencia frente a la acechanza de conversión del cine en un espectáculo megacorporativo, ofrecido como mercancía de consumo audiovisual para sujetos cuyo deseo es crecientemente calculado y modelado por el poder del algoritmo. Incluso esa misma autoría está acechada por su conversión en valor de marca de ese mercado audiovisual que aspira a devorar al cine convirtiéndolo, en todo caso, en una oferta de nicho para consumidores gourmet. Pero esa capacidad de reconocimiento es la que permite a León que su puesta a prueba sea ejercida como un principio organizativo, al examinar el cine de las últimas décadas a partir de figuras como la de Abbas Kiarostami, Naomi Kawase, Abel Ferrara, Pedro Costa o Apichatpong Weerasethakul, extendiéndola a casos que la tensan particularmente, como los de Guillermo del Toro o Sion Siono.

Conspicuo cultor de aquel cine llamado clásico que modeló su cinefilia desde la más temprana infancia y del que pueden evidenciarse las marcas en los textos dedicados a extensos recorridos históricos, León no ha dejado de ser interrogado permanentemente por los desafíos de la modernidad cinematográfica. Al abordar las figuras de Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Pier Paolo Pasolini, Agnès Varda, Jonas Mekas o Manoel de Oliveira (ese portugués inaudito cuya filmografía se extiende desde el cine mudo hasta el de la era digital) recorre las diversas implicaciones de lo moderno en cine. Su propuesta de una neomodernidad como concepto orientado a comprender algunos cineastas contemporáneos, apelando a los legados de cineastas como Antonioni o Bresson, supera las reiteradas y ya desgastadas alusiones a una posmodernidad cuyo sentido se ha convertido hace rato en algo inevitablemente impreciso y hasta vaporoso. Resulta especialmente convincente su estrategia de destacar corrientes (otra apelación a la fluidez necesaria en las categorías) si no predominantes sí claramente detectables, en las primeras décadas del nuevo siglo del cine, como ese efecto de refundación que detecta en el reencuentro entre cámara y mundo registrado como evento fundamental, que asocia a cierto minimalismo o sustracción narrativa, y una apuesta por nuevas densificaciones de los relatos en la segunda década. Por supuesto, son intentos de orientación a lo largo de un camino en curso, y así son planteados.

Hay también en León el permanente sustrato de una verdadera pedagogía del cine, en el sentido más enaltecedor del término. No se trata de la tendencia profesoral a explicarlo todo a partir de la posesión de un saber, sino de la voluntad de participar en eso que Alain Bergala ha caracterizado como la transmisión. Lo que el autor busca transmitir a lo largo de sus artículos no es solamente información (que la hay en abundancia y altamente precisa) sino cierta vocación de esclarecimiento de un campo a menudo particularmente enmarañado. Por eso mismo se hacen importantes en estas páginas sus indagaciones sobre las filias y fobias de la crítica, o sus dilucidaciones sobre términos muy frecuentes como polisémicos, como el de la condición de independiente en cine. El tono cordial y comunicativo en el lenguaje instala a León en un perfil de analista preciso, más que de polemista, si bien en ningún momento se priva de la toma de posición crítica. Uno de los rasgos destacados de los textos recogidos en Desde la ventana indiscreta es la fluidez con que circulan desde la historia del cine al análisis cinematográfico, desde la crítica a la teoría, sin ceder a la tendencia de la hiperespecialización que concibe a estos sitios de enunciación como opciones compartimentadas. Son textos a la vez académicos y abiertos a un diálogo más allá de los claustros y los cenáculos de la investigación cinematográfica institucional (en ese sentido, cabe destacar, es un mérito compartido con el espíritu de la publicación periódica que los ha albergado originalmente). No se percibe en ellos la típica endogamia o los alardes del discurso orientado a los pares, que se reserva lo sustancial para la discusión de iniciados y condesciende a una versión deslavada o atenuada a la esfera de la divulgación. A la vez, es particularmente estimulante el modo en que a veces en un mismo texto se encuentran la crítica y la teoría, o el análisis del filme y la historia del cine.

La interpelación de la actualidad insiste en la antología, y da cuenta de los puntos de anclaje en el presente para partir, desde allí, hacia incursiones de largo alcance en sentido histórico. Esto se deja apreciar en algunos textos como el dedicado, de modo más destacado por su urgencia y cercanía, a los virus e infecciones en el cine. La pedagogía de León se hace protagónica y redobla su eficacia en aquellos otros escritos originados en el contexto de un simposio, como los dedicados a Pier Paolo Pasolini o Terence Fisher, donde ordena un conjunto intrincadísimo como el de la figura y la obra del cineasta italiano a partir de su mixtura entre arcaísmo y modernidad, o donde analiza refinadamente el sistema formal del británico, conectando los territorios de las letras y el cine.

Se trata, entonces, de detectar las marcas del pasado en el presente, y de examinar las formas en que lo pasado se presenta desde ángulos reveladores en la contemporaneidad. Aquello que Chacho me advertía como una riesgosa frecuentación de lo dispar se revela, más bien, como la posibilidad de conectar épocas y experiencias diversas mediante la operación de esa magnífica máquina del tiempo que es el cine. Muestra cabal de esas conexiones que subyacen a cuestiones presuntamente disímiles las brinda el significativo segmento que componen sus textos dedicados, en circunstancias muy diferentes pero con consonancias importantes, a ese paradigma de modernidad radical que fue Orson Welles. El autor examina desde las configuraciones del film noir o las peripecias del rescate y reconstrucción hipotética de El otro lado del viento, para rendirse ante la evidencia de un cine en pleno movimiento en este vertiginoso presente, pese a la desaparición física del realizador en 1985.

Señalamos, en los tramos iniciales de este prólogo, que el hilo conductor que atraviesa esta antología radica no tanto en sus coincidencias temáticas como en el constante ejercicio de un modo de vinculación con el cine, que cabe caracterizar como fundamentalmente crítico. Porque más allá de las figuras del analista, del historiador y del teórico, en León está vigente la función del crítico, en la medida en que sus lazos con el cine forman parte de una relación puesta a prueba cada día en su cotidiano contacto con la escritura, desde que comenzó a medir sus relaciones con el cine frente a la página en blanco, allá por los tempranos años sesenta del siglo pasado. Esta condición de crítico cinematográfico no es tanto un perfil profesional, sino una necesidad vital, ligada a una cinefilia vitalicia.

En las páginas de este volumen hay varios pasajes clave sobre la cinefilia y sus efectos, no solo en la cultura cinematográfica, sino en cada espectador. No tengo registro de que en la cultura rioplatense encontremos un término equivalente al de cinemero, que León explica y diferencia del cinéfilo. Pero se entiende perfectamente que esta figura remite a aquellos que mantienen una relación de interés y atracción por el cine, que puede pasar desde la simple mirada de turista ocasional hasta la más seria y patológica adicción, pero ambas opciones se mantienen equidistantes de eso que se designa como cinefilia. Esta última ha sido una posición decisiva en no pocas elecciones y misiones de la crítica de cine, en una tradición a la que León adhiere a lo largo de su trayectoria. Así como se trata de sostener y ampliar un diálogo, ampliando el impacto emotivo y los efectos cognitivos de una película, y de transmitir, en ese sentido que evocamos de Bergala, una cierta conciencia de —y confianza en— los poderes del cine, lo que está en juego en estos textos asume la posibilidad de realizar cierto pasaje.

En un número temprano de la revista Trafic, Bernard Eisenschitz señalaba con perspicacia que había cineastas viajeros y cineastas barqueros, apelando a la recurrente figura del passeur, el barquero. Algunos cineastas proponen, sobre todo, que el espectador presencie un viaje, mientras otros intentan transportarlo desde un territorio hacia otro, para dejarlos proseguir hacia un nuevo horizonte. Y en ese pasaje no resulta nada extraño que además del transporte lo que cambia es la condición del transportado. Esta figura del passeur fue, recordemos, fundamental para pensar la misión de la crítica en alguien como Serge Daney: más que informar, expresar una opinión o cultivar un gusto, lo que estaba en juego era ni más ni menos que la propiciación de un pasaje ofrecido a los espectadores. Así lo subrayó Víctor Erice, poco después de la desaparición de Daney, en un breve y revelador texto de homenaje donde en el vocablo original passeur enfatizaba la capacidad no de traficar bienes materiales de una a otra orilla, misión más bien de contrabandistas, sino la de permitir que los sujetos pasaran de uno a otro territorio, transformando su propia condición en dicho tránsito.

El barquero por excelencia, nos informan los viejos mitos, es el viejo y temible Caronte, cuya barca cruzaba el Aqueronte (en algunos relatos era la Estigia) para transportar las almas al Hades. La tradición suele mostrar a Caronte como un personaje entrado en años aunque corpulento, vestido con harapos, hosco y de gesto amenazante, empuñando el remo más para guiar su barca que para darle impulso. Así lo pintó Patinir y lo grabó Doré. No debemos olvidar que uno de los afluentes principales de la Estigia era el Leteo, el río del olvido. La escritura de Isaac León Frías, aunque no adopte la pedagogía pesimista de un Godard, batalla permanentemente contra las fuerzas del olvido que motorizan un entorno audiovisual orientado a la generación de un perpetuo estado de novedosa y urgente actualidad, de culto de la novedad constante. Encarna una misión de passeur que lo alinea con Caronte. Aunque su prestancia y afabilidad lo ubiquen en las antípodas del hirsuto personaje mitológico, León domina su embarcación, sabe reconocer las corrientes y conecta las orillas que hacen falta, llevando a sus lectores hacia nuevos ámbitos.

Dejo para el final de este prólogo una breve mención a la sentida dedicatoria que en su misma portada el autor hace a José Carlos Avellar, Luis Ospina y Jorge Jellinek, cuyas pérdidas lamentamos largamente en los últimos años. Con su infaltable presencia en cada festival, estos amigos convergían en su espíritu crítico y la capacidad de promover mediante la escritura, la programación o curaduría, un contacto renovado con el cine que importa. En la dedicatoria son certeramente designados como embajadores del cine. También estos tres grandes y extrañados amigos fueron ejemplares passeurs, de esos que no solamente ofrecían generosamente el transporte sino que también invitaban a remar en aguas que exploraban con infatigable optimismo crítico. Ese mismo ánimo, admirable e intacto, es el que se sostiene en Chacho y se trasluce en estas páginas. Junto a la imprescindible memoria, la voluntad de descubrimiento y la confianza en un cine que es cada vez más necesario en estos tiempos que nos tocan vivir.

Eduardo A. Russo

Buenos Aires, 15 de marzo del 2021

Desde la ventana indiscreta

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