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El ojo invisible: la cámara-personaje en las ficciones de horror con ‘soporte documental’

I

El uso de procedimientos documentales para registrar la ficción no es nuevo. Sin bucear en los orígenes, las imágenes del supuesto noticiario News on the March de El ciudadano Kane constituyen una de las aplicaciones más conocidas de esa práctica que Woody Allen retoma a su manera en Zelig 40 años más tarde. En los predios del horror, un precedente que tuvo mucho impacto en su época fue el de Caníbal holocausto, una cuestionada operación de horror seudo etnográfico en la que una presunta cámara documental soltada en tierra filma el momento en que un grupo de exploradores (también presuntamente) es devorado por los miembros de una tribu antropófaga en la selva colombiana. Pero el referente más cercano es el de El proyecto de la bruja de Blair, casi el punto de partida de una de las vertientes del terror de la última década.

Con pocas excepciones, los relatos de terror se inscriben de lleno en el género fantástico. Sin embargo, El proyecto de la bruja de Blair no es un relato fantástico. Es la aparente crónica de unos hechos protagonizados por tres jóvenes (dos varones y una chica) que se internan en un inhóspito bosque en la búsqueda del secreto que rodea a la leyenda del título. Dos cámaras, una de 16 mm y la otra de video, van recogiendo las escasas y más bien anodinas peripecias de los muchachos, con el leit motiv del temor a la noche, a la oscuridad, a los ruidos no identificados y al aislamiento, magnificado todo ello por la pérdida de la ubicación, de las coordenadas en las que se encuentran.

El terror surge, entonces, de las fuentes si se quiere primigenias del miedo: el miedo a lo ‘oculto’, a lo desconocido, a lo inexplicable. Y la acción se hace visible a través de la factura del documental de aficionado (escasa prolijidad visual, poco atractivo escenográfico, impericia en la movilidad de la cámara, naturalismo llano en las actuaciones) y en la falta de un entramado narrativo que vaya más allá de aquello en que el relato está concentrado y que es el proceso de extravío y el miedo a lo que está en ese incierto fuera del campo visual. Hay que aclarar que “la escasa prolijidad visual” y la “impericia en la movilidad de la cámara” son relativas, pues de lo que se trata es de no afectar la visibilidad y la comprensión de la marcha de la historia. No es, pues, una cámara de aficionado cualquiera la que se activa (o las que se activan) en El proyecto de la bruja de Blair.

II

Lo que ha venido después de ese título pionero sí entra de lleno en el terreno de la ficción fantástica, pero es la ficción fantástica hecha con los modos de la cámara de reportaje televisivo (REC, Elúltimo exorcismo), del video casero (Cloverfield, El diario de los muertos) o de la cámara de vigilancia (Actividad paranormal). Todavía REC, en su primera parte (y en el remake norteamericano Cuarentena), y El último exorcismo movilizan en sus primeros tramos el señuelo del seguimiento de un caso real, el ingreso de una periodista y un camarógrafo con un grupo de bomberos a un edificio de viviendas en el que ocurren cosas extrañas o el seguimiento de un falso exorcista que exhibe sus trucos. Pero, luego, la raíz fantástica se hace manifiesta. En cambio, Cloverfield y El diario de los muertos no admiten equívoco posible porque la materia de la que están hechos está formada por el ataque de un extraño y gigantesco monstruo en la ciudad de Nueva York, en el primer caso, y la parafernalia zombi que suele activar George A. Romero, en el segundo, con la particularidad de que en estos dos casos todo pasa por la mirada del videasta aficionado que está detrás de la cámara o de quien ocupa su lugar a falta del anterior. Es decir, si en las primeras el terror surge o se vislumbra en la urdimbre de seudo reportajes, en las dos últimas es manifiesto, aún cuando se asume desde los datos de una aparente cotidianeidad, aquella que se recoge con la facilidad de una cámara amateur.

Más que tratar de la dimensión terrorífica de estas películas, tema que correspondería a nuestro siguiente número, lo que interesa ahora, y en la perspectiva del especial sobre las nuevas tecnologías, es el modo en que éstas hacen de la cámara el personaje observador. Es bastante notorio que en casi todos los casos quienes manejan la cámara no tienen casi presencia o, si se les ve, es de manera muy parcial o fugaz, a diferencia de lo que ocurre en El proyecto de la bruja de Blair, en que los chicos se van alternando en la posesión de la cámara y, por tanto, entran y salen del campo visual.

En los relatos terroríficos en ‘soporte documental’ de la primera década del 2000, la ubicación en el fuera del campo de quien activa el dispositivo es una constante, lo que significa un deseo muy claro de anular su potencial primacía e incluso ocultar su aspecto físico. Están allí, por cierto; sus voces pueden ser eventualmente escuchadas o ser ellos objeto de miradas o de interpelación, pero están en el espacio en off, en ese emplazamiento posterior que en su caso corresponde al lugar del que mira, es decir, de quien activa el encuadre subjetivo.

Justamente, una de las claves que moviliza el registro de una buena parte de estas películas es la opción casi omnipresente del encuadre subjetivo (digo casi porque al final de REC, por ejemplo, ya no hay quien mire a través del visor de la cámara y así en algunos otros momentos de los filmes en cuestión), pero con una función que el subjetivo no suele tener. Porque lo que caracteriza al subjetivo es la presencia rotunda del personaje que mira, aun en el caso de que quien mira esté permanentemente fuera a lo largo de la acción, como en La dama del lago (con la excepción de los insertos de Robert Montgomery frente a la cámara) o, más cerca en el tiempo, en La mujer prohibida (La femme défendue). Es decir, la función activa del personaje que mira y su rol no solo participativo, sino central en los relatos, está fuera de toda duda, pues los interlocutores dirigen la mirada hacia la ubicación de la cámara y dialogan con el personaje en cuestión.

III

En cambio, lo que hemos visto en estos años es una suerte de anulación del personaje que mira porque no tiene mayor relieve como tal, pues su función es la de registrar los hechos que ocurren, y porque, en definitiva, se privilegia la mirada de la cámara como si fuera una cámara hasta cierto punto autónoma, liberada de los condicionamientos y de la voluntad de quien la maneja. Es como si se neutralizara la presencia de quien la hace funcionar, tal como ocurre con los reportajes periodísticos.

Una cámara, además, impulsada por la dinámica interna de la acción que ‘desborda’ a quien la está registrando. Una suerte de cámara vicaria, por otra parte, en cuanto que activa más bien la mirada y el deseo del espectador. No son exactamente ficciones ‘interactivas’, pero de alguna manera lo parecen en cuanto sitúan al espectador frente a espacios en que el registro visual y el movimiento se sienten casi como modalidades de aproximación, seguimiento o escape de los propios espectadores a los sucesos que se despliegan.

Ese atributo de ‘autonomía’ de la cámara se hace, ciertamente, más patente en las dos partes de Actividad paranormal, pero de otra manera. Hay una sola cámara en la primera y varias en la segunda, pero son cámaras de control o vigilancia y no tienen a nadie detrás. Aquí no hay encuadre subjetivo posible ni presencia humana en ese espacio no visible posterior a la cámara. En las otras películas hay cámara en mano y en movimiento, con frecuencia en constante movimiento; es una cámara nerviosa, saltarina o huidiza. Mientras que en Actividad paranormal la cámara es fija e inmóvil y por lo tanto las perspectivas visuales se someten inevitablemente a esa inmovilidad.

En esa línea, la primera Actividad paranormal es la más cerrada visualmente y la más escueta en términos de movimientos al interior del campo visual porque la cámara se ubica en el dormitorio de la pareja protagonista y tiene como centros de atención principal la cama conyugal y la puerta que conduce a un corredor y a una escalera. Por cierto, es por esa puerta que puede asomarse o ingresar en cualquier momento la amenaza fantasmal que la pareja trata de registrar con esa cámara fija desde la cual vemos lo que acontece al interior de la diégesis y en ella, principalmente, los lapsos nocturnos que muestran evidencias de la irrupción de un ser incorpóreo.

En la primera y segunda parte de Actividad paranormal, al no haber una acción móvil, el fuera de campo no es amplio, flexible o incierto, sino que está más o menos definido y acotado. Es una habitación dentro del campo visual y el interior de la casa fuera de campo, en la primera; y son diversos ambientes, con predominio de la sala principal, en la segunda. Aun así, claro, esos espacios fuera de campo, por delimitados que estén, constituyen una fuente constante de amenaza, más aún cuando están asociados a fantasmas cuya naturaleza invisible los convierte en una modalidad ominosa y sesgada de horror y por ello potencialmente más perturbadores. Volviendo a la función del aparato de registro, la fijeza de la cámara (recurrente en experiencias radicales, de Andy Warhol a James Benning) en espacios interiores aporta a una dimensión acentuadamente claustrofóbica y a la vez catatónica del horror. Como si se viera a través del espejo ciego de una sala de juzgado o presidio. Solo que en las dos Actividad paranormal se pierde esa atadura humana que, al fin y al cabo, suponen quienes manejan el aparato al interior de la ficción. Aquí desaparece esa atadura y la cámara queda librada a su propio poder, como el ojo de Hal 9000 en 2001: Odisea del espacio, con la diferencia de que aquí no es una máquina cargada del deseo y la voluntad de una computadora que se ‘humaniza’, sino el ojo de una máquina que convoca por sí sola la posibilidad de hacer emerger el horror y a la vez de estimularlo y provocarlo. Una suerte de cámara-fantasma.

(Ventana Indiscreta, n.o 5, primer semestre del 2011, pp. 64-67)

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