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Carta ocho

Estimada A:

Supongo que cada vez que recibe una de mis cartas se pregunta qué tanto hay de verdad o mentira en estas líneas. Me temo que le toca a usted separar las partes. Confieso que he cambiado ciertos detalles que no me corresponde divulgar, algunos nombres y datos personales, pero ciertas cosas que suenan imposibles, por desgracia sucedieron. La referencia del accidente en el elevador la puede encontrar en algún periódico de la época, en los “vespertinos” muy dados a la nota roja. Si ve algo titulado: “Dantesco accidente en un edificio de la Roma” dio en la diana. La prensa fue explícita en la descripción de los cuerpos, aunque no ahondó en las reacciones de los vecinos; tranquila, eso se lo contaré yo.

Ese día fue caótico. Llegó la policía, servicios médicos, unos hombres de expresión gris: los peritos forenses. Cuando sacaron los cuerpos, Protección Civil montó una gruesa reja de hierro soldada sobre el hueco que daba al foso, para sellarlo y evitar más accidentes.

Nunca se olvidan los primeros cadáveres que ves en la vida. El mío fue el del profesor Benjamín, aunque antes vislumbré a su espectro… Lo sé, ¡no entendía nada! Las autoridades despacharon el evento como accidente, terminaron los interrogatorios y se marcharon. Fue cuando la señora Flor convocó una reunión general de vecinos en el patio principal del Begur. No llegaron los clausurados, claro, supuse que estarían aterrorizados de que la policía descubriera que vivían en apartamentos irregulares. Tal vez estarían haciendo las maletas.

Entre los vecinos que asistieron estaban mis amigos, la señora Flor, la enorme enfermera de trenzas (que luego supe que se llamaba Rosario), las siempre esplendorosas Lilka y Jasia (la última sin el fusil, gracias), el hombre de barba cana, que se presentó como don Salva, estaba casado con Luzma, la señora pequeñita y arrugada. Ahí supe que eran los tíos con los que vivía Conde. Llegaron los cuervos, esos viejos hermanos o esposos, y el hombre manco que rara vez hablaba. Teo fue de los últimos en integrarse, antes se bañó y tomó su tradicional coctel de aspirinas y jugo de verduras para bajarse la resaca.

—Esto es una tragedia —lloriqueó la señora Flor—. No me cabe en la cabeza. Sé que el profesor estaba loco, se veía venir, pero don Pablito… pobre hombre.

—Madre, ¿tomaste? —le preguntó Requena en voz baja.

—Sólo un poquito, para calmar los nervios. Tranquilo, bebé —sonrió nerviosa y siguió—. Pobre Pablito, y todo por hacer su trabajo. No es justo.

—Es una tragedia —asintió Rosario, la enorme enfermera—. Una vez me prestó dinero…

—Igual a nosotras, siempre nos ayudó —reconoció Lilka.

—Era tan amable —aseguró uno de los hermanos cuervos y su hermana asintió.

—No hablen en pasado, no está muerto todavía —pidió don Salva y encendió un cigarrillo—. Está en terapia intensiva creo que en la Cruz Roja o el General.

—Pablito ya no tener media cara y quién sabe si cerebro —recordó Jasia con su castellano a dentelladas—. Y es viejo, mucho, no vivir más de un día, seguro.

Se hizo una pausa fúnebre.

—¿Alguien sabe si tenía… tiene —corrigió la señora Luzma—, familia?

Nadie sabía ese dato.

—La señora Reyna conoce todo sobre el conserje —don Salva sacó humo por la nariz—. Pablito lleva más de medio siglo trabajando aquí.

—Por cierto, ¿alguien ya habló con la dueña? —preguntó el hombre manco.

Resultó que tampoco. El teléfono que guardaba Requena estaba mal y nadie más lo tenía. Alguien mencionó que la señora Reyna Fenck vivía cerca, en la colonia Juárez; según otros, en la colonia Condesa.

—Nosotros depositamos en una cuenta —explicó la hermana cuervo—. Pero nunca hemos ido a la casa de la propietaria.

—Yo le paso la renta a Pablito, luego él se la da —explicó Lilka.

—Pues urge comunicarnos con la señora Reyna —observó el tío de Conde.

Don Salva no pudo evitar que su mirada se desviara un poco más allá, a las piernas de Lilka, lo que ocasionó una molestia, no de la esposa, sino de la señora Flor, que parecía decir con un gesto escandalizado: ¡trotacalle!

—Se me ocurre algo —intervino mi padre—, puedo hablar con Erasmo Gandía. Es el abogado de la dueña. Mi hijo y yo acabamos de estar en su despacho.

Todos parecieron complacidos de que mi padre tomara esa responsabilidad. La reunión terminó y, como el asunto urgía, cada uno salió a cumplir una tarea. Teo fue a la oficina del licenciado Gandía, don Salva al hospital para comprobar si don Pablito seguía en el reino de los vivos y la señora Flor convocó una cadena de oración por la vida del conserje. A mí me urgía hablar con mis amigos, les propuse que nos viéramos en el departamento. Aceptaron.

—¡Vives en uno de los condominios más grandes del Begur! —exclamó Conde al entrar—. ¡Podrías rentar el salón para un baile de 15 años! ¿Puedo ver lo demás?

No esperó mi respuesta. Asomó la nariz por cada rincón. Le encantó la tina de la habitación principal: “Tengo que venir a nadar aquí”. Aunque lo que ocasionó gritos de entusiasmo fue mi modesta colección de discos LP y casetes que guardaba en mi cuarto.

—¡La Trinca! ¡Toreros Muertos! —saltó emocionada—. ¡Nacha Pop! Tienes El momento. Llevo meses buscando este álbum. Se lo pedí a un amigo de mi tío que fue a España pero se confundió y me compró el de los Pecos. ¡Los Pecos!

—Conde, no vinimos a ver tu ataque de Pigmeo fan —la amonestó Requena—. Tenemos cosas importantes que tratar. Este día ha sido horrible.

—¿Me lo juras? —suspiré fúnebre—. Vi a los primeros muertos de mi vida.

—Muerto —detalló Requena—. En singular, don Pablito no está muerto. Lo más seguro es que quede como el fantasma de la ópera.

—La señora Jasia tiene razón —opinó Conde, triste—. Apuesto a que hoy chafea, ni con un millón de rezos se salva —palideció—. ¿Y si nosotros tuvimos la culpa…?

—¿De qué? —saltó Requena—. No lo arrojamos al foso.

—Ya sé, pero pudimos alertarlo de lo que vimos en el sótano.

—Pero es que… ¿qué vimos? —intervine con ansiedad—. Hasta donde entendí los espectros son huellas energéticas de los muertos, ¿no? Se necesita pues eso… un muerto.

—No vimos a un espectro, fue otra cosa —reveló Requena—. Ya investigué bien.

El chico gordo sacó libros de su mochila. Enigmas y secretos de Selecciones del Reader’s Digest y parte de su colección de Duda, las historietas con tema paranormal.

—¿Estamos hablando de un fenómeno fulgor de categoría uno? —Conde parecía perpleja.

—No, no. Tampoco era un fantasma —Requena buscó entre un libro y una revista con papelitos entre las páginas—. Posiblemente ni siquiera era un fenómeno fulgor.

—Me estás revolviendo los sesos —graznó nuestra amiga.

—Ésos los tienes revueltos sin mi ayuda —aseguró Reque—. Entiendan que las ciencias paranormales son muy extensas. Encontré dos explicaciones a lo que vimos. Pudo ser un fenómeno de bilocación, que es la habilidad de estar en dos partes al mismo tiempo —mostró el artículo sobre san Francisco de Asís—, tiene que ver más con la santidad, ¡y no me vean así!, tampoco creo que el profesor fuera santo. La segunda es que nos encontramos frente a un Doppelgänger.

Conde y yo nos miramos, confundidos.

—Es un término alemán —explicó Requena—. Doppel significa doble y gänger, andante. Me falta investigar más, pero si mi privilegiada memoria no me falla es una proyección a distancia de una persona viva.

—¿Y por qué apareció en el sótano? —pregunté.

—Aún no lo sé, pero debe tener sentido —reconoció Requena.

—Hay que volver a bajar otra vez —propuso Conde.

—No tiene caso. Ya no sirve la llave de la señora Clarita —reveló Reque.

—¿Como sabes? —lo miró Conde, desconcertada.

—Porque intenté entrar antes de venir. Creo que Pablito cambió la combinación de la cerradura después de que nos vio merodeando por ahí.

—¿Y entonces? —sentí alivio y desilusión de quedarme sin verano detectivesco.

—Cuando venga la señora Reyna le diremos todo —propuso Requena—. Eso será entre hoy y mañana. Y recuerden que todavía tenemos pendiente el enigma de Noemí.

—Por cierto… ¿creen que nos sirva esto? —Conde metió una mano en su chamarra de mezclilla y sacó un llavero con un diminuto cubo de Rubik.

—Es del profesor —lo reconocí.

—Se le cayó cuando peleaba con Pablito —asintió Conde—. Lo rescaté antes de que se perdiera. Pero no sé a quién dárselo.

Requena examinó la pieza, tenía dos llaves, una grande y antigua, como todas las del Begur, y una más pequeña; debía de ser la del buzón.

—Pigmeo, ¡eres genio total! —exclamó Requena.

—¿Yo? —parecía desconcertada.

—¡Con esto podemos entrar al departamento del profesor! —Reque tomó la llave grande. Su emoción iba en aumento—. El lugar debe de estar lleno de pistas, tal vez encontremos rastros de lo que le sucedió a Noemí.

—Perdón, chicos —interrumpí—, pero eso ¿no es allanamiento? La vivienda debe de estar precintada por la guardia civil o como se llame la policía de aquí que investiga.

Conde y Requena estallaron en risas.

—Esto no es Miami Vice, ni siquiera Madrid, es México —anotó el chico—. Además, ¿qué investigan? Un profesor loco y un viejo conserje cayeron por el foso del elevador de un edificio lleno de ancianos y chiflados que fueron testigos, ¡caso cerrado!

—¿Y si vamos ahora? —propuso Conde, emocionada.

—¡Hasta que tienes una buena idea, Pigmeo! Nos vemos abajo, en media hora —convino Requena—. Antes necesito prepararme.

—Si no vas a una cita —se burló Conde.

—Hablo de mis implementos de investigación… —explicó Reque y guardó repentino silencio—. ¿Oyeron eso?

Era un ruido que conocía muy bien, alguien (invisible) caminaba por un pasillo del departamento. Los pasos sonaban claros hasta que se desvanecieron junto con un largo suspiro. Mis amigos quedaron desconcertados.

—Tranquilos, es sólo un fenómeno acústico —dije con calma—. Parece que el sonido viene de arriba, de la vecina que les conté, la que me escribió por la chimenea.

—Ah, sí, ¿Elba? —Conde intentó recordar—. ¿Qué más te dijo?

—Emma —corregí—. Y no me ha respondido.

—Ojalá sea guapa —Requena miró al techo.

—Y eso qué tiene que ver —resopló Conde.

Estaba a punto de comentar algo sobre las puertas del clóset y los gabinetes de la cocina que se abrían solos, pero lo dejé para después, ya teníamos suficientes misterios con el profesor. Quedamos en vernos en media hora, y antes de que mis amigos salieran le presté a Conde El momento de Nacha Pop. Casi llora.

Cuando me quedé solo me hice un bocadillo que fui a comer cerca de la ventana; entonces vi rastros de hollín en la chimenea. ¿La vecina me había respondido? Saqué la caja de latón y al principio me desanimé al verla cubierta de polvo, pero dentro había un papel amarillento y quebradizo, distinto al mío. ¡Emma había escrito! Era la misma letra rápida, desordenada, un volcán de ideas, haciendo erupción.

Estoy alucinada, así, a-lu-ci-na-da. ¡Me has contestado! No sabes la emoción que me da, Diego, ¡y qué majo nombre! ¿Es por Diego Velázquez? Fijo. Así que eres gato, ¿eh? ¿Cómo pudiste salir de Madrid? Tal vez por ser medio mejicano, a que sí, eso ayudó. Si yo fuera medio algo me gustaría ser medio, no sé… ¿francesa?, no, últimamente no me caen bien los gabachos, sólo Victor Hugo, lo adoro, Les Misérables, la he leído tres veces. Pero no soy medio nada, soy de Motilleja, un pueblo al norte de Albacete que ni te molestes en buscar en un mapa, no hay mucho que decir, nada bueno, no ahora. Oye, ¿de dónde has sacado eso de zapatillas de soccer? Me he reído tanto que pensé que se me caerían los dientes. Pero después, lo que me hizo rabiar fue tu comentario sobre Emma de Jane Austen. Cito: “TOCHO ROMÁNTICO PARA CHICAS”. Veamos… ¿de verdad, Diego? ¡Jamás vuelvas a decir eso de ese libro! ¡Jamás! O te las verás conmigo y soy muy mala sangre cuando me lo propongo. En fin, que me cabreé cuando leí esto, pero después de pensarlo me calmé porque lo has dicho desde la ignorancia de tu mente de crío, ¡apenas tienes 15 años! Te lo voy a prestar, ¿bien? Será como una labor social para que conozcas el mundo de la genial señorita y mi diosa personal Jane Austen. ¿Lo has encontrado?…

Tardé un instante en entender. Entré de nuevo a la chimenea, tanteé en la oscuridad y en el mismo hueco donde estaba la caja de latón, al fondo, había un pequeño libro. Cuando lo llevé a la luz vi que era una novela viejísima, de papel amarillento. Pasé la mano para quitarle el hollín de la portada. Era, claro, Emma, de la genial señorita y diosa personal Jane Austen. Seguí leyendo la carta.

…Cuídalo como si fuera los originales del Viejo Testamento, aunque te daré una pequeña libertad, puedes hacer anotaciones con lápiz, yo lo hago, será interesante ver qué cosas pasan por la mente de un criajo como tú. Te doy cinco días para leerlo porque planeo leerlo por décima vez la semana próxima, ya está en mi calendario, todo lo planeo, eso me ayuda a no volverme loca, más, quiero decir, porque loca fijo que ya estoy.

No conozco a los chicos que dices, pero ya te dije que no conozco a nadie. Al abuelo Agustín no le gusta que salga, dice que no es seguro, y luego de la guerra quedó liado de la cabeza y a veces hace cosas sin pensar, pero es porque se le nubla el entendimiento, no porque sea malo. Además tengo la ventana, que es como leer un libro. Me asomo y veo a toda esa gente caminando por el paseíllo en medio del bulevar, aquí le dicen camellón. Imagino la vida de todos, de la chica con uniforme de criada que sale a pasear un perro, del hombre que vende pan, el viejo que entrega los botellines de leche, la anciana que va a la iglesia de las siete, los trabajadores del edificio nuevo, uno de ellos está enamorado de la criada del perro, ¡ojalá se dignara a verlo! Debes pensar que soy patética, mirando la vida de los demás por la ventana. Esto no será para siempre, estamos esperando noticias de mi madre y de mi hermana. De mi tío Mariano ya no esperamos nada; y si toco el tema con el abuelo, queda silencioso como sepulcro. Sospecho que mataron al tío en la cárcel. Pero tranquilo, no voy a marearte con mis tragedias, mejor lee las aventuras de Emma Woodhouse ¡y más vale que te guste o no volverás a saber de mí! Oye, ¿por qué ya no cantas? Tú no te cortes, tampoco suena tan mal, que tienes lo tuyo.

Emma, tu vecina algo loca y protectora del legado de la genial señorita y diosa personal Jane Austen.

Tuve que leer la carta tres veces más para desentrañar la maraña de temas, y aun así no entendí varias cosas: ¿qué era eso de que el abuelo estaba liado de la cabeza por la guerra? Tal vez fuera un veterano de la guerra de Ifni en el Sahara, mi madre tuvo un amigo que luchó en Marruecos. ¿El tío asesinado en la cárcel? Escribí de inmediato, pulsé el interruptor mental, para hacerlo con el castellano de España.

Hola Emma.

No sé cuándo escribiste esta carta, pero no mencionas el accidente de hoy. Me tocó estar en primera fila, fue de las cosas más horribles que he visto, pobre del profesor; sólo espero que puedan hacer algo para salvarle la vida al conserje. Por cierto, ¿saliste al pasillo durante la tragedia? Tal vez ya nos conocimos de lejos.

Gracias por el libro, tú tranquila, lo cuidaré como si fuera mi riñón derecho. Hoy mismo lo comienzo, pero te advierto, si me parece un tocho romántico, te lo diré, que también soy muy honesto. Hablado de libros, mi favorito es La historia interminable de Michael Ende, ¿lo has leído? A mí me voló la cabeza, y eso de las dos tintas me pareció flipante, la realidad, la fantasía y cómo se mezclan. Hay una peli reciente, pero no la veas, es un cabaret atiborrado con peluche. No lo digo yo, fue el mismo Michael Ende que casi le da un infarto al verla. Aunque, ahora que lo pienso, ese libro quizá te parezca algo infantil, por cierto ¿qué edad tienes? ¿A qué colegio irás cuando termine el verano? ¿Dónde dices que está tu madre y tu hermana? ¿Siguen en España? Seguro las echas de menos, escucho que lloras. Disculpa si soy cotilla, ¡no es mi intención!, ya sabes que se cuela el sonido.

Me has compartido cosas fuertes, gracias por la confianza. Para equilibrar el asunto te confesaré algunos asuntos personales, ¿vale? Vivo con mi padre mexicano, mi madre acaba de morir de manera terrible (ya, supongo que nadie muere de una manera maravillosa). No tengo hermanos, ni primos; mi familia es diminuta, aunque tengo un amigo, Santiago, que se mudó a Barcelona. En los últimos días he hecho migas con los chicos mexicanos de los que te hablé: Requena, de primera impresión es un poco borde, pero luego le pillas el tranquillo, y Conde, que es una chica pequeñita que viste como chico. Es muy, muy guay. Con ellos investigo sobre los fenómenos del edificio. Yo era totalmente escéptico hasta que vimos a un Doppelgänger en el sótano… es la proyección de una persona viva, un doble, o algo así dijo Reque. Aquí suceden cosas raras. ¿Las puertecillas de tu piso se han vuelto a abrir? Aquí pasa seguido. Te descuidas y al dar la vuelta, hala, las de la alacena o el armario están abiertas.

Se me ocurre algo; esto de pasarnos cartas por la chimenea, como espías, suena muy chachi o muy padre, como se dice en estas tierras (si te falta argot te puedo dar un curso, sin costo), pero ¿y si nos vemos? Para que todos nos conozcamos personalmente y si te interesa, puedes acompañarnos a nuestra investigación. Estoy seguro de que ni Requena ni Conde se van a negar. ¡Vamos a entrar al piso del profesor que acaba de morir! ¿Te animas? De tu abuelo no te preocupes, puedo hablar con él, o pedirle a mi padre (Teo, se llama) que me acompañe para hacer las presentaciones, ahora mismo es como el jefe vecinal (provisional) y jamás diremos a la policía ni a nadie que estáis en un piso clausurado. ¡Podéis confiar en nosotros! ¿Cómo ves?

Tu amigo Diego, el vecino medio gato, medio mexicano y que se dispone a entrar al universo de la gran (ya veremos) señorita Jane Austen.

Introduje el papel dentro de la caja de latón y la encajé en el hueco de la chimenea. Me hubiera gustado tener alguna campana o algo así para anunciar que mandé respuesta.

No pude evitar leer las primeras páginas del libro y por desgracia me pareció insufrible, Emma Woodhouse era demasiado mimada y mandona, quería controlar la vida de todos. Lo que me divirtió fue leer las anotaciones de la vecina: “¡Vaya con el padre!, además de hipocondríaco es un memo”. “Que me aspen si esa Harriet no es tonta como un cubo de basura.”

Me di cuenta de que había pasado la media hora y salí para reunirme con Requena y Conde, pero antes tuve una idea: ¿y si iba rápido, al apartamento de Emma? Sólo debía subir un piso. Podía conocerla en persona, y si no estaba, dejaría una nota bajo la puerta diciendo que mirara el interior de la chimenea. Tomé las escaleras pero al llegar a la quinta planta me detuve, había una gruesa valla metálica; por entre el enrejado pude ver el pasillo que comunicaba con las puertas de los apartamentos. Pero la valla no tenía accesos, cubría hasta el techo. Era muy raro. Vi un sello que decía: “Peligro, zona asegurada. Protección Civil del Distrito Federal. Noviembre 1985”. Quedé desconcertado: ¿cómo subían los vecinos clausurados a sus hogares? Claro, por el ascensor, pero… ¿y ahora que dejó de funcionar por el accidente? Debía de haber otra escalera por ahí.

En la planta baja ya me estaban esperando Requena y Conde.

—¿Listos? ¿Están nerviosos? —a Requena le brillaban los ojos—. Estamos a punto de entrar a la madriguera de un loco, de un asesino, que además tiene el poder de replicarse. Prepárense.

Estimada A. Dejo esta carta justo en este punto, ¿le parece? Los dos necesitamos un descanso antes de lo que viene, sólo le puedo adelantar que se llama primer ataque. Sí, así como suena; ya le explicaré sobre esto. Mientras tanto, puede repasar las líneas anteriores, cada detalle está puesto ahí por algo, créame.

Va un abrazo, desde este lado del papel.

Diego

Tiempos canallas

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