Читать книгу Razzgo, Indo y Zaz - Jairo Aníbal Niño - Страница 4

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El tiempo de los gatos se mueve muy ágilmente y es así como muy pronto el cachorro creció hasta ser destetado y estar en condición de recibir de su madre las acostumbradas y rigurosas lecciones de cacería. La tigresa se alarmó al percatarse de que Razzgo no demostraba ningún interés hacia esta actividad, y su alarma se convirtió en desconcierto al comprobar que a su hijo no le gustaba la carne sino las hierbas, las frutas y las flores.

—¿Cuándo se ha visto un tigre herbívoro? —rugió Rugos.

—La verdad, jamás —aceptó Zirca.

—Es una desgracia inmensa para nuestra familia.

—Tal vez con el tiempo cambie y se corrija —musitó la tigresa.

—Lo dudo mucho.

Con un poderoso salto, Rugos trepó a una piedra que recordaba el lomo de un oso hormiguero, y agregó:

—¿En qué nos equivocamos? Le dimos todo. Atenciones, seguridad y una madriguera muy confortable. Le proporcionamos las comodidades a las que tiene derecho un tigre de buena familia. ¿Por qué ahora nos resulta con esas tendencias tan enfermizas?

—Bueno... Yo no creo que Razzgo esté afectado por ninguna enfermedad —balbuceó la tigresa.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué es lo que le ocurre, si se puede saber? —rugió Rugos. —El tigre agitó su cola como si fuera un látigo y añadió—: Ser vegetariano es la mayor vergüenza que le puede pasar a un felino desde los tiempos de los grandes gatos dientes-de-sable.

—No es para tanto. Además, con esa rareza no le hace daño a nadie.

—¿Estás loca? Con esa rareza le hace un daño inmenso a la historia de los tigres.

—No lo creo.

—Un tigre herbívoro solo mueve a risa. Ya me imagino a una chigüira diciéndole a un chigüiro: “¿Sabes que acabo de conocer a un tigre que se alimenta de florecitas del monte?”

—Me tienen sin cuidado los comentarios de los chigüiros —afirmó despectiva Zirca.

—¿Pero no te das cuenta de que nos pone en ridículo a todos?

—No ha sido ese su propósito.

Una mariposa verde se posó en la nariz de Zirca. Ella sopló con suavidad y la mariposa se alejó como una hoja al viento.

—Razzgo me confesó que no tiene nada en contra de los habitantes de la selva que son carnívoros, pero que a él eso de matar y desgarrar a las presas no le llama la atención.

—No le llama la atención... ¿Habráse visto? ¡Qué insolencia! Y tú solo te dedicas a defenderlo.

—No lo estoy defendiendo. Simplemente te comunico lo que él me dijo.

—Estoy abrumado. No lo entiendo. ¿Por qué rechaza los sagrados hartazgos de la cacería?

—Él prefiere alimentarse con sandías, pomarrosas, guanábanas, chirimoyas, yuca y néctar de las flores.

—No sigas que me revuelves el estómago.

La tigresa, cabizbaja, se puso al socaire de la gran piedra y contempló la llanura que bordeaba esa parte de la selva. Al poco rato vieron a su hijo que corría tras dos venados.


Rugos percibió una mancha roja que brillaba en las fauces de Razzgo y casi se desmaya al descubrir que no era sangre como había pensado sino una enorme rosa de monte que llevaba entre los dientes. Emitió un horrísono rugido y dijo:

—Vámonos de aquí. No soporto ver algo tan espantoso. Debemos abandonar al instante este territorio.

—¿Hacia dónde nos marchamos?

—Río arriba, lo más lejos posible.

—¿Y nuestro hijo?

—Haremos de cuenta que jamás existió, que nació muerto.

El tigre abrió la marcha y Zirca lo siguió pesarosa. Antes de internarse en la espesura, ella miró a su hijo que corría entusiasmado en medio de una nube de mariposas. Los bigotes de la tigresa tomaron la forma de espinas negras y de sus ojos se desprendieron dos esferas de llanto que rodaron por su cara y que, al caer al suelo y quebrarse en astillitas de agua, dejaron escapar un sonido de flautas tan triste que al escucharlo todas las hojas de una ceiba se tornaron de color blanco.

Razzgo, Indo y Zaz

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