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6 Cicerón

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106 - 43 a. C.

La búsqueda de la verdad, mediante el cuidado y amor a la palabra bella y buena

La atención educativa al manejo de la palabra, ya sea lectura, escritura, elocuencia, ha marcado la tradición cultural clásica. No en vano la palabra es la presencia compartida de la razón. Junto a ella, en la dimensión más práctica de la convivencia, como teatro de experiencias de la oratoria, se reflexiona y atiende al valor de la amistad, que es el ámbito existencial en el que se concreta el estilo alcanzado de oratoria, esto es, de racionalidad. El legado de Cicerón en ambos es notable, también en otro de los grandes temas de hoy: la atención a la vejez y el compromiso ciudadano del senador.

Escritor y político en la Roma republicana ha sido reconocido como un latinista brillante y un comprometido moralista de su sociedad. Se afanó en el uso elegante de la lengua, manifestación de una “buena educación” y en la elevación del nivel político de la ciudadanía.

Sus tratados sobre la amistad, De amicitia, y la ancianidad, De senectute, son aún hoy fuente de aplicación para el aprendizaje de la buena ciudadanía y de la lengua latina. Igualmente famosas, Las Catilinarias muestran la libre e inquieta personalidad ciudadana del maestro latino: “Quosque tamden abutere, Catilina, patentia nostra” (‘¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?’).

Es responsable de la introducción de las más célebres escuelas filosóficas helenas en la intelectualidad republicana, así como de la creación de un vocabulario filosófico en latín. Gran orador y reputado abogado, Cicerón centró su atención en su carrera política. Constituido en uno de los máximos defensores del sistema republicano, combatió la dictadura de Julio César haciendo uso de todos sus recursos. No obstante, durante su carrera no dudó en cambiar de postura dependiendo del clima político, indecisión que es fruto de su carácter sensible e impresionable.

Tras la muerte de César, Cicerón se convirtió en enemigo de Marco Antonio en la lucha por el poder que siguió, atacándolo en una serie de discursos. Fue proscrito como enemigo del Estado por el Segundo Triunvirato y consecuentemente ejecutado por soldados que operaban en su nombre en el 43 a. C.

El mayor prestigio de Cicerón se da en la Ilustración del siglo xviii, provocando un sustancial impacto en los principales pensadores y teóricos, como John Locke, David Hume, Montesquieu y Edmund Burke.

© André Thévet, vía Wikimedia Commons

“La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio. Cuando mejor es uno, tanto más difícilmente llega a sospechar de la maldad de los otros”

“¿Quién negará que la sabiduría no solo en realidad es antigua, sino también por su nombre? Que por el conocimiento de las cosas divinas y humanas, y por el de los principios y las causas de todas las cosas, conseguía este bellísimo nombre entre los antiguos. Y así, los siete considerados y llamados por los griegos sophói, sabios por nosotros, y muchos siglos antes Licurgo, de cuyo contemporáneo, Homero, se dice incluso que fue anterior a la fundación de esta ciudad de Roma, y ya en los tiempos heroicos Ulises y Néstor, hemos oído que fueron sabios y que fueron considerados tales. Y ni se diría de Atlas que sostiene el cielo, ni de Prometeo que está encadenado al Cáucaso, ni que está convertido en estrella, de Cefeo, con su mujer, yerno e hija, si un divino conocimiento de las cosas celestes no hubiera trasmitido sus nombres al extravío de la fábula. Pues bien, a imitación y continuación de estos, todos los que ponían sus afanes en la contemplación de las cosas eran considerados y llamados sabios, y este su nombre duró hasta el tiempo de Pitágoras, quien, como escribe un oyente de Platón, el póntico Heráclides, varón docto entre los que más, refieren que estuvo en Fliunte y con León, príncipe de los fliasios, trató docta y disertamente algunas cuestiones; y como León se hubiera quedado admirado de su talento y elocuencia, le preguntó de qué arte hacía principalmente profesión, a lo que Pitágoras respondió que, arte, él no sabía ninguno, sino que era filósofo. Admirado León de la novedad del nombre, le preguntó quiénes eran, pues, los filósofos y qué diferencia había entre ellos y los demás; y Pitágoras respondió que le parecían cosa semejante la vida del hombre y la feria que se celebraba con toda la pompa de los juegos ante el concurso de la Grecia entera; pues igual que allí unos aspiraban con la destreza de sus cuerpos a la gloria y nombre de una corona, otros eran atraídos por el lucro y el deseo de comprar y vender, pero había una clase, y precisamente la formada en mayor proporción de hombres libres, que no buscaba ni el aplauso, ni el lucro, sino que acudían por ver y observaban con afán lo que se hacía y de qué modo, también nosotros, como para concurrir a una feria desde una ciudad, así habríamos partido para esta vida desde otra vida y naturaleza, los unos para servir a la gloria, los otros al dinero, habiendo unos pocos que, teniendo todo lo demás por nada, consideraban con afán la naturaleza de las cosas, los cuales se llamaban afanosos de sabiduría, esto es, filósofos; e igual que allí lo más propio del hombre libre era ser espectador sin adquirir nada para sí, del mismo modo en la vida supera con mucho a todos los demás afanes la contemplación y el conocimiento de las cosas.

“El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes”

Pero Pitágoras no fue mero inventor del nombre, sino engrandecedor también de las cosas mismas. Pues como después de aquella conversación de Fliunte hubiera venido a Italia, embelleció a la Grecia llamada Magna con instituciones y artes eminentes en lo privado y en lo público… Ahora bien, desde la filosofía antigua hasta Sócrates, que había oído a Arquelao, discípulo de Anaxágoras, los números y los movimientos eran los temas tratados, y de dónde nacían todas las cosas y a dónde tornaban, y con afán eran investigados por aquellos filósofos los tamaños, intervalos y cursos de los astros y todas las cosas celestes. Sócrates fue el primero que hizo bajar a la filosofía del cielo, y la hizo residir en las ciudades, y la introdujo hasta en las casas, y la forzó a preguntar por la vida y las costumbres y por las cosas buenas y malas. Y su variada manera de discutir, la diversidad de sus temas y la grandeza de su talento, conmemorados por el recuerdo y las obras de Platón, produjeron numerosas clases de filósofos discrepantes”.1

“No sé, si, con excepción de la sabiduría, los dioses inmortales han otorgado al hombre algo mejor que la amistad”

“capítulo 17, 44. Como podéis ver, pues, lo que constituye los cimientos de nuestra investigación ha sido perfectamente colocado ya. La creencia, en efecto, en los dioses no se ha establecido en virtud de una autoridad, una costumbre o una ley, sino que descansa en un unánime y permanente consenso de la humanidad; su existencia es, por consiguiente, una inferencia necesaria, puesto que poseemos un instintivo o –mejor aún– innato concepto de ellos; ahora bien, una creencia que todos los hombres de una manera natural comparten debe ser necesariamente verdadera; por tanto debe admitirse que los dioses existen. Y, supuesto que esta verdad es casi universalmente admitida no solamente entre los filósofos sino también entre las gentes indoctas, hemos de convenir en que es también una verdad admitida, que poseemos una ‘noción previa’, como la he llamado antes, o ‘noción anterior’, de los dioses. –Pues nos vemos obligados a emplear neologismos para expresar ideas nuevas, de la misma manera que el propio Epicuro empleó la palabra prolepsis en un sentido en que nadie la había empleado antes–. 45. Tenemos, pues, una noción previa de tal tipo que creemos que los dioses son bienaventurados e inmortales. Pues la naturaleza, que nos ha concedido una idea de los dioses mismos, ha grabado también en nuestras mentes la creencia de que ellos son bienaventurados e inmortales. Al ser esto, así, la famosa máxima de Epicuro enuncia con toda verdad que ‘lo que es bienaventurado y eterno no puede ni conocer personalmente la turbación ni causar molestia a otro, y en consecuencia no puede sentir ni ira ni inclinación favorable, porque tales cosas son propias solo de los débiles’. Si no buscáramos nada más que la piedad en el culto de los dioses y el vernos libres de supersticiones, lo dicho sería suficiente; porque la preeminente naturaleza de los dioses, al ser eterna y felicísima, recibiría el piadoso culto de los hombres –pues lo que está por encima de todo impone la reverencia que se le debe–; y asimismo quedaría eliminado todo temor del poder divino o la ira divina –pues se entiende que la ira y el favoritismo están por igual excluidos de una naturaleza que es a la vez bienaventurada e inmortal, y que una vez eliminadas estas cosas, no nos sentimos amenazados por ningún temor respecto a los poderes de lo alto–. Pero el espíritu pugna por reforzar esta creencia intentando descubrir la forma de la divinidad, el modo de su actividad y las operaciones de su inteligencia”.2

“Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros”

“capítulo 18, 46. Para la forma divina poseemos las indicaciones de la naturaleza completadas por las enseñanzas de la razón. De la naturaleza derivan los hombres de todas las razas la noción de dios como poseedor de la figura humana y no otra alguna; pues ¿en qué otra figura se han aparecido ellos nunca a nadie, en estado de vigilia o en sueños? Pero, para no hacer de las nociones primarias el único criterio de todas las cosas, diremos que la razón mis manos dice lo mismo. 47. Pues parece natural que el ser más elevado, bien sea a causa de su felicidad, a causa de su eternidad, sea también el más bello; ahora bien ¿qué disposición de los miembros, qué conformación de rasgos, qué figura o qué aspecto pueden ser más bellos que los humanos? Vosotros los estoicos, al menos, Lucilio –pues mi amigo Cotta dice una cosa unas veces y otra cosa otras–, soléis describir el arte de la creación divina hablando de la belleza así como de las ventajas del diseño empleado en todas las partes de la figura humana. 48. Pero si la figura humana supera la forma de todos los demás seres vivos, y dios es un ser vivo, la divinidad debe poseer la figura que es la más bella entre todas; y puesto que se ha convenido que los dioses son sumamente felices y nadie puede ser feliz sin virtud, y la virtud no puede existir sin la razón, y la razón se encuentra solamente en la figura humana, se sigue de ello que los dioses poseen la forma del hombre”.3

“Humano es errar; pero solo los estúpidos perseveran en el error”

Bibliografía

Cicerón (2013a): Sobre la vejez/Sobre la amistad, Madrid, Alianza.

— (2013b): El orador, Madrid, Alianza.

— (2009): Sobre la naturaleza de los dioses, Madrid, Gredos.

— (1989): La República y las leyes, Madrid, Akal.

— (1987): Disputas Tusculanas, 2 vols., Julio Pimentel Álvarez (trad.), Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México.


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