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INTRODUCCIÓN

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Si te han recomendado este libro, te lo han regalado o lo has encontrado en alguna librería, probablemente te preguntes: ¿quién es este Juanje Ojeda y por qué debería hacerle caso?

Así pues, lo mejor será que te cuente un poco mi historia. No porque sea especial, sino para que me conozcas un poco más y entiendas cómo he llegado a lo que te contaré en las páginas que siguen.

Seguramente, muchas experiencias que he vivido serán similares a las tuyas, especialmente en la edad adulta. Es algo que ha ayudado mucho con mis clientes. Me resulta fácil ponerme en su lugar porque he llevado una vida similar durante muchos años.

Ahora mismo soy entrenador personal. Esa es la forma más fácil que tengo de describirlo, pero la realidad es que me dedico a ayudar a personas que sufren dolores crónicos, lesiones que no se curan o que, simplemente, están tan metidas en su día a día sedentario que no saben cómo salir de ahí.

Sin embargo, como veremos más adelante, se puede ser deportista y sedentario, así que no solo ayudo a personas que no se mueven, sino que también me ocupo de gente muy activa.

Gran parte de mi trabajo con estos clientes es de educación (o reeducación) física. No me interesa proponerles solo unos ejercicios o un plan de entrenamiento. Lo que quiero es que entiendan cómo funciona su cuerpo, de dónde vienen los problemas que tienen y proporcionarles herramientas para que sean personas autónomas. El objetivo es que no dependan de mí ni de nadie para tener un cuerpo sano y funcional.

Y el objetivo de este libro es condensar esos conocimientos y esas herramientas que comparto con mis clientes, para que puedas controlar mejor tu salud.

Sé que mucha gente quiere una pastilla, un aparato o un método mágico que le quite sus problemas, pero eso no es posible. El cuerpo humano es muy complejo y las soluciones mágicas no funcionan. Por desgracia, eso es algo que tardé en comprender.

Fui el típico niño curioso que quería saber el porqué y el cómo de todo. No aceptaba un «porque sí» como respuesta. Era algo que detestaba y que hacía que me surgieran aún más preguntas.

Esa actitud tuvo sus cosas buenas y sus cosas malas. Hizo que desarrollara un espíritu bastante crítico, pero también terminé siendo «el que siempre tiene que llevar la contraria», y en según qué entornos (académico o laboral) no siempre se recibe bien la crítica.

¿Y por qué te suelto este rollo? Pues porque esta actitud crítica y ese cuestionarme el «es que siempre se ha hecho así» fue lo que me ayudó a darle un giro a mi vida, replantearme lo que creía que sabía y recuperar mi salud.

Sin embargo, volvamos a cuando era niño. Una de las cosas por las que más curiosidad sentía era el cuerpo humano. Me parecía fascinante y quería saber todo lo posible al respecto. En aquella época no tenía acceso a Internet (ni sabía lo que era), así que mis fuentes de información eran los veinte tomos de la enciclopedia Larousse de mis padres y los libros que caían en mis manos. Aparte de la maravillosa serie de dibujos animados Érase una vez la vida.

A pesar de que era un niño muy tranquilo al que no le gustaba moverse más de lo necesario, practiqué bastantes deportes en el colegio, y más adelante hice otros por mi cuenta. Y me empezó a interesar cómo entrenar.

En esta época ocurrieron dos sucesos que influirían mucho en mi vida. Por una parte, me entró mi primer ataque de ciática. Sufrí dolores en la zona lumbar que me hicieron dejar temporalmente algún deporte y pasé momentos en los que aquel dolor me recorría la pierna hacia el talón, como un rayo, cosa que hacía que casi me cayera mientras jugaba al baloncesto en el recreo. Esto sucedió en mi último año en el colegio, con trece años.

Esa fue la primera vez, pero ni mucho menos la última.

Ese mismo año, a final de curso, me rompí el húmero del brazo izquierdo. Al ser el hueso que va desde el hombro hasta el codo, la manera de inmovilizarlo fue fijarlo al tronco. Así que estuve tres meses con el brazo inmovilizado y pegado al cuerpo. Inicialmente, un mes y medio; pero unos problemas con el vendaje hicieron que no soldara bien y tuve que estar mes y medio más, lo que limitó mucho mi movimiento en general. Básicamente fueron tres meses sin mover el hombro.

Siendo un niño de trece años acostumbrado a practicar mucho deporte, fue una experiencia bastante frustrante y que me hizo subir de peso.

Cuando me quitaron la escayola, mi brazo estaba totalmente atrofiado, no era capaz de subirlo a la horizontal. Se caía cuando llegaba a esa altura. Pero no me mandaron rehabilitación… así que tuve que hacerla por mi cuenta. La primera de muchas.

Antes de eso no me había fracturado nada, pero a partir de ese momento me rompí y me lesioné muchas cosas. Eso aumentó mi interés por el cuerpo humano, la curación, la rehabilitación y el entrenamiento. Con cada lesión, aprendía sobre ella, sobre la parte del cuerpo correspondiente y alguna cosa más. Empecé a buscar libros de anatomía, masajes, vendajes funcionales, entrenamiento y todo lo que parecía que podía aportarme información.

Empecé a escalar, así que busqué toda la (poca) información que había sobre entrenamiento específico para la escalada. Diseñé mis entrenamientos y mejoré en muchos aspectos, pero, aun así, me lesionaba con mucha frecuencia. A pesar de «hacerlo todo bien» (calentar, estirar, trabajar la fuerza, cuidar la técnica, etc.), no paraba de lesionarme. Finalmente, el médico me sugirió que tal vez ese deporte no era para mí y que sería mejor buscar otro.

Durante esta época tuve bastantes tendinitis y capsulitis en los dedos de ambas manos, una luxación del hombro derecho con rotura parcial de la cabeza larga del bíceps y tendinitis en el manguito rotador, rotura en el músculo flexor común de los dedos de la mano izquierda, y también padecí alguna que otra lesión menor.

Cuando te apasiona mucho una actividad y cada poco tiempo tienes que dejar de hacerla por culpa de una lesión, resulta algo muy frustrante y desmoralizante.

Para entonces había entrado en la universidad. Inicialmente quise estudiar Fisioterapia, pero no me llegaba la nota, así que me centré en la otra carrera que me gustaba: Ciencias de la Actividad Física y del Deporte. Una licenciatura muy bonita en la que aprendí muchísimas cosas por las que siempre me había preguntado.

Curiosamente, sufrí muchas lesiones durante la carrera. Algunas tuvieron que ver con la escalada, pero otras con las prácticas. No era raro ver a estudiantes con escayolas o muletas en clase. No es que fuera una carrera peligrosa, ni nada parecido, pero supongo que nos exponíamos a más accidentes que alguien que estudia Ingeniería o Derecho.

Debido a todas esas lesiones y a otras razones personales, decidí dejar la carrera y pasarme a Ingeniería Informática. Después de cuatro años en Ciencias de la Actividad Física, y a poco de terminar, parecía que no tenía sentido no licenciarme, pero realmente necesitaba un cambio, e Informática me tentaba desde hacía tiempo.

Aquí fue donde mi vida pasó de ser muy activa y variada a ser extremadamente sedentaria.

Por un lado, pasé de no estar mucho tiempo sentado y de practicar muchas actividades físicas diferentes a estar casi todo el día sentado delante de un ordenador. Además, se agravó mucho una de las lesiones que tuve durante mis anteriores estudios, la de rodilla. Una dolencia que me acompañó durante unos quince años (desde los veintidós años hasta los treinta y siete) y me impedía correr, bajar escaleras y aguantar mucho rato caminando. Tampoco me permitía estar demasiado tiempo con la rodilla flexionada, por lo que viajar en coche o avión era una tortura.

Seguir comiendo como una persona muy activa, pero pasando muchas horas sentado y sin poder caminar demasiado, es una buena receta para subir rápido de peso. Lo que no ayuda mucho a los problemas de la rodilla.

Además, se fueron sumando otros hábitos poco saludables, como dormir poco, no ver casi nunca la luz del sol, moverme lo mínimo, comer constantemente en sitios de comida rápida, bollería o alimentos con muchas calorías y pocos nutrientes.

Evidentemente, cada vez tenía menos ganas de moverme, menos energía y más problemas de salud. Me ponía malo de la garganta y la barriga con mucha facilidad, padecía dolores de cabeza casi a diario, la espalda también me dolía con frecuencia, me resentía de las antiguas lesiones y, si intentaba hacer alguna actividad física, las probabilidades de que tuviera una nueva lesión eran aún más altas que antes.

Mi cuerpo me dio algún aviso (como quedarme dormido de pie o en mitad de una conversación) y decidí empezar a dormir de forma algo más regular y obligarme a caminar cada vez un poco más.

Gracias a que empecé a aumentar paulatinamente mis paseos (al principio no podía más de cincuenta metros sin tener que sentarme), también empecé a notar mejor la rodilla y comencé a sentir más energía. Aproveché para mejorar un poco lo que ingería. No hice dieta, pero traté de evitar comer fuera de casa.

Poco a poco me fui notando lo bastante mejor como para hacer algún ejercicio en casa. Nada del otro mundo, solo algo para empezar a moverme y recuperar un poco las fuerzas.

La mejora fue significativa. No fue de un día para otro, pero avancé mucho. Seguía teniendo dolores de vez en cuando, me seguía poniendo malo con frecuencia, sentía que mi cuerpo ya no era tan joven, pero estaba muchísimo mejor.

En esa época trabajaba como ingeniero informático y pasaba muchas horas delante de un ordenador. Me apasionaba mi oficio; cuando no estaba trabajando, estaba investigando y aprendiendo, siempre delante del ordenador. Pero traté de mantener la costumbre de caminar un poco todos los días, no comer demasiado mal y hacer algún que otro ejercicio en casa. Incluso llegué a apuntarme alguna vez al gimnasio. Como la mayoría, no duraba más de una o dos semanas. Pero, bueno, la intención estaba ahí.

Recuerdo que un día, corriendo detrás de la guagua (así es como llamamos al autobús en Canarias), noté que me asfixiaba y decidí que no tenía edad para estar así (tenía veintinueve años), que debía ponerle remedio. Así pues, me decidí a empezar a entrenar. Ya lo había hecho antes y podía volver a hacerlo.

Y me preparé para empezar a correr. Además, en aquella época se había iniciado la moda del running, y había mucha información en Internet, mucho calzado especializado pero también muchos «especialistas».

Pronto me di cuenta de que buena parte de esa información disponible no era de muy buena calidad. Vi que la mayoría de la gente que seguía los consejos típicos de Internet estaba continuamente lesionada y tardaba mucho en progresar. Por eso decidí desempolvar mis libros y conocimientos de la carrera para entrenar de forma inteligente, no a lo loco.

Recuerdo que un compañero de trabajo, que se había apuntado a la moda del running, me dijo: «Lo primero que tienes que saber es si eres pronador o supinador, para comprarte las zapatillas de correr adecuadas». Esto me dejó algo sorprendido, pues en la carrera estudié anatomía, fisiología, biomecánica, atletismo, técnica de carrera, sistemas de entrenamiento y muchas cosas más, pero no sabía qué era eso de ser «pronador» o «supinador». Sabía que el pie «pronaba» y «supinaba». Son movimientos naturales y necesarios para andar y correr, pero ignoraba que había gente que solo hacía una de las dos cosas… Bueno, quizá lo «ignoraba» porque no era cierto.

Después de seguir (con mucho escepticismo) el consejo de mi amigo y analizar mi pisada, me recomendaron primero un tipo de calzado, luego otro, después unas plantillas. Lo único que consiguieron todos estos «inventos» fue cambiar de lugar mis dolores a la hora de correr y reforzar mi creencia de que todo aquello no tenía mucho sentido.

Así que me volví aún más crítico y traté de filtrar mejor la información que consumía en Internet. Traté de aplicar la lógica, el sentido común y mis conocimientos sobre el cuerpo humano, para que no me siguieran confundiendo.

Buscando información de calidad y fuentes fiables di con varias, entre ellas el blog de Marcos Vázquez, «Fitness Revolucionario». Fue muy gratificante descubrirlo porque el mundo del fitness estaba lleno de artículos sensacionalistas, recetas mágicas y opiniones sin respaldo científico. En cambio, Marcos explicaba cosas con mucho sentido común y aportando estudios científicos que lo avalaban.

Me sorprendió porque muchos de sus artículos reflejaban lo que yo ya pensaba sobre un buen número de temas, pero de lo que también dudaba, pues casi todo el mundo decía lo contrario. Gracias, en parte, a Marcos Vázquez pensé que a lo mejor no estaba tan loco…

Esto me inspiró a seguir estudiando e investigando, a seguir siendo crítico y a cuestionarme todas esas afirmaciones sobre la salud y el cuerpo humano que no me cuadraban.

Por aquel entonces leí el libro Mueve tu ADN, de Katy Bowman. Fue una lectura que me hizo cambiar la forma de ver el movimiento humano e influyó muchísimo en todo mi trabajo posterior. De hecho, me inspiro en muchos de sus libros, en sus artículos y en sus cursos para explicar conceptos en este texto o proponer ejemplos.

También empecé a explorar el mundo de la movilidad y el movimiento de la mano de Kelly Starrett, Gray Cook o Ido Portal. Cada uno aporta cosas diferentes, desde distintos puntos de vista. Pero, entre todos, me dieron nuevos caminos en los que investigar, para sacar mis propias conclusiones.

Ya pasados los treinta empezaba a aceptar que había cosas que ya no podría hacer, que con la edad todo va a peor y todas esas cosas que nos dicen continuamente. Distintos médicos y fisioterapeutas me habían dejado claro que mi rodilla o mi hombro ya no volverían a ser lo que fueron. Que debía aceptar los distintos dolores y enfermedades crónicas que tenía.

Sin embargo, tanto mis nuevos conocimientos como todo lo aprendido en la universidad me decían que eso no tenía sentido y decidí ponerle remedio.

Aunque seguía trabajando como ingeniero y pasaba muchas horas sentado, comencé a experimentar con todo eso que iba aprendiendo. Viendo lo que funcionaba y lo que no. Y, así, empecé a mejorar.

Pero, sin duda, el momento más importante fue el cambio de mentalidad. Dejar de pensar que no puedo hacer nada para transformar mi situación, que «son cosas de la edad», que soy mi enfermedad o mi dolor crónico y que soy frágil. Nada de eso era cierto. Me di cuenta de que mi cuerpo está continuamente adaptándose y cambiando a lo que hace.

Algo que yo pensaba (y mucha gente también cree) es que «crónico» significa «para siempre» o «incurable». Pero no es así. Un dolor o una enfermedad crónica es aquella que tenemos desde hace mucho tiempo. Más tiempo del que suele necesitar para curar. Generalmente, más de seis meses se considera crónico. Pero crónico no significa «incurable». Existen enfermedades «incurables» y «degenerativas», que normalmente son también crónicas. Eso sí, hemos de tener claro que son conceptos diferentes.

Es importante porque es muy común sufrir enfermedades o dolores crónicos. Muchas de estas dolencias suelen darse debido a nuestro estilo de vida sedentario: de ellas hablaré más adelante. Pero es importante saber que sí se pueden curar. Que llevemos mucho tiempo con ellas o que algún profesional sanitario nos haya diagnosticado alguna dolencia crónica no significa que tengamos que aprender a vivir con ella, sino que llevamos mucho tiempo con ella.

La diferencia entre una forma de verlo y otra es la diferencia entre hacer algo al respecto (y, por tanto, mejorar) o no hacerlo.

Por eso digo que ese cambio de mentalidad fue crítico para mí. No es que alterar mi forma de ver mi salud generara algún cambio mágico, sino que dejó de limitarme a la hora de buscar soluciones.

Algo que me ayudó mucho a buscar remedios, aparte de todo lo que aprendí en la carrera y luego investigando por mi cuenta, fue mi experiencia de quince años trabajando como ingeniero de sistemas informáticos.

Siempre he sido muy curioso y he tratado de aprender de todo tipo de cosas y de todas las personas con las que me cruzo. Una habilidad que desarrollé bien pronto fue la capacidad de ver cómo aplicar el conocimiento de un área a otra totalmente diferente. Durante mi carrera profesional como ingeniero, me especialicé en varias áreas que he podido aplicar al mundo de la salud, el entrenamiento y la rehabilitación. Son más, pero si tuviera que resaltar dos habilidades que me hicieron destacar profesionalmente antes, y que he aplicado ahora, serían:

 La capacidad de entender sistemas complejos.

 Poder explicar de forma sencilla conceptos o problemas complejos.

El cuerpo humano, como el de cualquier ser vivo, es un sistema complejo. Es decir, un sistema de sistemas (nervioso, cardiovascular, locomotor, vestibular, hormonal…) que interaccionan unos con otros y en el que el todo es mucho mayor que la suma de las partes.

Un problema que he vivido en mis carnes, pero que es la historia de prácticamente todos mis clientes, es sufrir una lesión en una parte del cuerpo y que te examine un especialista en esa zona. Normalmente, el problema lo verá ahí y la solución estará centrada en esa parte. Es lo que puede llamarse enfoque «reduccionista».

Por ejemplo, con un dolor en la rodilla, lo más común es que te miren la rodilla y te manden algún tratamiento o ejercicio para esta articulación, sin tener en cuenta otras partes del cuerpo que pueden estar produciendo ese síntoma.

Sin embargo, en el cuerpo, nada ocurre de forma aislada. El movimiento de la rodilla está afectado por el propio movimiento del pie, del tobillo y de la cadera. Las tensiones en el tendón o el cartílago se ven afectadas por el movimiento de la articulación (biomecánica), pero también por tensiones en los diferentes músculos implicados, por la actividad que hagamos, etc. El dolor, a su vez, puede venir por un daño en el tejido, por una hipersensibilidad del sistema nervioso, por una inflamación sistémica, por un problema hormonal, por un dolor anterior que se ha cronificado; puede ser un mecanismo de defensa, un aviso de que nos falta fuerza o estabilidad, un problema en el equilibrio, etc.

Cuando ocurre un accidente, una rotura o una infección, es mucho más fácil saber de dónde viene el problema, y un especialista en el área afectada podrá ayudar mucho. Pero cuando hablamos de problemas que se han ido creando con el tiempo, que han ido apareciendo poco a poco y que son crónicos, es mucho más complicado analizarlos de forma aislada. El cuerpo habrá ido adaptándose a la situación y cada vez más sistemas se habrán visto afectados.

Y este es el tipo de casos que más se originan por nuestra vida sedentaria. Veremos más adelante cómo el estilo de vida moderno y sedentario es responsable, directa o indirectamente, de gran parte de los problemas crónicos que tenemos. En ellos, un enfoque reduccionista (centrarnos en el área afectada) no es tan efectivo como uno sistémico.

Una de las cosas que he aprendido de trabajar en sistemas complejos es que no se pueden conocer todas las variables, todos los sistemas, todas las relaciones entre los sistemas, todas las reacciones. Lo que quiere decir que siempre aparecerán efectos inesperados y que siempre nos faltará información.

Esto explica por qué un mismo tratamiento para dos personas que (aparentemente) tienen el mismo problema puede producir resultados totalmente diferentes. Lo mismo sucede con los entrenamientos. Y esta es también la razón por la que no existen dietas, planes de entrenamiento, ejercicios o tratamientos que le sirvan a todo el mundo. Ni siquiera a personas con características o problemas muy similares.

Sin embargo, lo bueno de los sistemas complejos es que se autorregulan. Es decir, se adaptan continuamente a su entorno para buscar un equilibrio. Si el entorno y los estímulos que recibe el sistema son los adecuados, se crearán los ajustes internos necesarios para mejorar el sistema como conjunto.

Puede sonar complicado, pero quedará más claro en los siguientes capítulos.

De hecho, verás cómo, entendiendo ciertos conceptos básicos de cómo funciona el cuerpo como sistema, y de cómo interactúan los distintos subsistemas, es muy fácil mantener un cuerpo sano y funcional.

Aplicando estos principios básicos, sin matarme en el gimnasio, ni someterme a dietas especiales ni a tratamientos caros, ni confiar en secretos de ningún «gurú», mejoré. Y, tras años de muchos problemas y pocas soluciones, conseguí que mi cuerpo volviera a estar sano y sin dolor.

A mis cuarenta y dos años, tengo menos dolor, más fuerza, más movilidad y me siento más capaz que a los veinticinco. Esa rodilla que «no podía» bajar escaleras ahora es capaz de hacer sentadillas, correr, saltar y lo que haga falta. Y hacerlo sin dolor.

Y si yo, que no tengo ni genética ni físicamente nada especial, pero que sí tuve muchas lesiones, dolores y enfermedades, he podido recuperar las riendas de mi salud y mejorar en vez de ir a peor con la edad, tú también puedes.

Aunque haber pasado por ese proceso me ha hecho aprender mucho, habría agradecido que alguien me hubiera explicado todo lo que ahora sé, de forma sencilla. Sin tecnicismos, sin secretos que solo sabe el «gurú X», sin marketing y sin tener que estar conectando puntos que ni siquiera sabía que existían.

Esto es lo que me ha motivado a escribir este libro. Quiero que sea el libro que le daría a mi yo de hace diez o quince años. Quiero que sea claro, sencillo, práctico, pero que también me ayude a entender el porqué de las cosas.

Quiero que me ayude a poder filtrar mejor lo que leo en Internet, a tener un conocimiento básico que me haga independiente. No quiero que mi salud dependa de mi médico, de mi fisioterapeuta, de mi entrenador, de mi gurú de Internet, de la nueva moda de la industria del fitness.

Evidentemente quiero que me atienda un especialista cuando tenga un problema grave, pero deseo ejercer el control de mi salud y hacer todo lo posible para no tener que llegar a ese punto. Y si llego, saber llevarlo de la mejor manera posible.

Basándome en mi conocimiento, en mi experiencia personal y en la de muchos clientes, estoy convencido de que el contenido del libro cumpliría con las expectativas de mi antiguo yo. Asimismo, espero que cumpla con las tuyas.

3 pasos contra el sedentarismo

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