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Capítulo IX

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Agradáranos esta moderación, si nos agradare primero la templanza, sin la cual no hay riquezas que basten, y sin ella ningunas obedecen bastantemente, estando tan en nuestra mano el remedio, pudiendo, con sólo admitir la templanza, convertirse la pobreza en riqueza. Acostumbrémonos a desechar el fausto, midiendo las alhajas con la necesidad que de ellas tenemos: la comida sirva para dar satisfacción a la hambre, la bebida para extinguir la sed, y camine el deseo por donde conviene. Aprendamos a estribar en nuestros cuerpos: compongamos nuestro comer y vestir, no dando nuevas formas, sino ajustándolo a las costumbres que nuestros pasados nos enseñaron. Aprendamos a aumentar la continencia, a enfrenar la demasía, a templar la gula, a mitigar la ira, a mirar con buenos ojos la pobreza, y a reverenciar la templanza; y aunque nos cueste vergüenza el dar a nuestros deseos remedios poco costosos, aprendamos a encarcelar las desenfrenadas esperanzas y el ánimo, que se levanta a lo futuro: procuremos alcanzar las riquezas de nosotros mismos, y no de la fortuna. Digo, pues, que tanta variedad e iniquidad de sucesos no puede ser repelida sin que haya grandes tormentos en los que han descubierto grandes aparatos. Conviene, pues, estrechar las cosas, para que las flechas no acierten el tiro. De esto resulta que muchas veces los destierros y las calamidades vienen a ser remedios, separándose con pequeñas incomodidades otras más graves. El ánimo que con rebeldía obedece a los preceptos, no puede ser curado con blandura: ¿pues por qué no se enmienda, si de no hacerlo se le siguen pobreza, infamia y ruina en todas las cosas? Un mal se opone a otro. Acostumbrémonos a poder cenar sin asistencia de pueblo, y a servirnos de menos criados, haciendo que los vestidos sean para el fin a que se inventaron, y reduciéndonos a vivir en casas más estrechas. Y no sólo hemos de volver atrás en la carrera y en la contienda pública del coso, sino también lo hemos de hacer interiormente en estos términos de la vida. Hasta el trabajo de los estudios, con ser tan ingenuo, en tanto se ajusta a la razón, en cuanto se ajusta al modo. ¿De qué sirven innumerables libros y librerías, cuyo dueño apenas leyó en toda su vida los índices? La muchedumbre de libros carga, y no enseña; y así te será más seguro entregarte a pocos autores, que errar siguiendo a muchos. Cuarenta mil cuerpos de libros se abrasaron en la ciudad de Alejandría, hermoso testimonio de la opulencia real: alguno habrá que la alabe, como lo hizo Tito Livio, que la llamó obra egregia de la elegancia y cuidado de los reyes. Pero ni aquello fue elegancia, ni fue cuidado, sino una estudiosa demasía, o por decir mejor, no fue estudiosa, porque no los juntaron para estudios, sino para sola la vista, como sucede a muchos ignorantes, aun de las letras serviles, a quien los libros no les son instrumentos de estudios, sino ornato de sus salas. Téngase, pues, la suficiente cantidad de libros, sin que ninguno de ellos sirva para sola ostentación. Responderásme que tienes por más honesto el gasto que en ellos haces, que el de pinturas y vasos de Corinto. Advierte que dondequiera que hay demasía hay vicio. ¿Qué razón hay para perdonar menos al que procura ganar nombre con juntar estatuas de mármol o marfil, que al que anda buscando las obras de autores ignotos, y quizá reprobados, estando ocioso entre tantos millares de libros, agradándose solamente de las encuadernaciones y rótulos? Hallarás en poder de personas ignorantísimas todo lo que está escrito de oraciones y de historias, teniendo los estantes llenos de libros hasta los techos; porque ya aun en los baños se hacen librerías, como alhaja forzosa para las casas. Perdonáralo yo, si esto naciera de deseos de los estudios; pero ahora estas exquisitas obras de sagrados ingenios, entalladas con sus imágenes, se buscan para adorno y gala de las paredes.

Séneca - Obras Selectas

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