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Capítulo XI

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Esta mi doctrina habla con los imperfectos, con los mediocres y con los malsanos, y no con el sabio, que ni vive temeroso ni anda atentado; porque tiene de sí tanta confianza, que no recela salir al encuentro a la fortuna, sin jamás rendírsele, y sin poseer cosa en que poder temerla: porque tiene por prestados, no sólo los esclavos, las heredades y las dignidades, sino su mismo cuerpo, sus ojos y sus manos, y todo aquello que le puede hacer más amable la vida, viviendo como prestado a sí mismo, para sin tristeza restituirse a los que le volvieron a pedir; y no se desestima en saber que no es suyo, antes hace todas las cosas con tan gran diligencia y circunspección, como el hombre religioso y santo, que guarda lo que se entregó a su fe, y cada y cuando que se lo mandaren restituir lo hará sin dar quejas de la fortuna, antes dirá: «Doyte gracias por el tiempo que lo poseí. Yo estimó con veneración tus cosas, pero ya que me las pides, te las restituyo con voluntad y agradecimiento: si gustares dejarme alguna, te la guardaré también; pero ya que de ello tienes gusto, te restituyo la plata labrada, la acuñada, la casa y la familia.» Si me llamare la naturaleza, que fue la primera que me prestó a mí, le diré también: «Tómate mi ánimo: mejorado te le vuelvo de lo que me le diste: no ronceo, ni huyo: aprestado está por mí, que me hallo sin voluntad: recibe lo que me diste cuando no tenía sentido.» El volver a la parte de donde venimos, ¿qué tiene de molestia? Aquel vivirá mal que ignorare el útil de morir bien. Lo primero, pues, a que se ha de quitar la estimación es a la vida, contándola entre las demás cosas serviles. Dice Cicerón que aborrecemos a los gladiadores que en pelea procuran salvar la vida y, al contrario, favorecemos a los que la desprecian. Entiendo, pues, que lo mismo nos sucede a nosotros, siendo muchas veces causa de morir el esperar tímidamente a la muerte. La fortuna, que hace también sus regocijos y espectáculos, dice: «¿Para qué te he de reservar, animal malo y cobarde? Porque no sabes ofrecer el cuello has de ser más herido y maltratado; y, al contrario, tú, que no con cerviz forzada ni cruzadas las manos esperas el cuchillo, vivirás más tiempo y morirás con más despejo.» El que temiere la muerte no hará hazaña de varón vivo; mas el que conoce que al tiempo de su concepción capituló el morir, vivirá según lo capitulado, y juntamente con la gallardía de ánimo hará que ninguna cosa de las que en la vida suceden le sea repentina; porque teniendo por asentado que todo lo que puede venir le ha de suceder, mitigará los ímpetus de los males, que éstos nunca traen cosa de nuevo a los que estando prevenidos los esperan, y solamente son graves y pesados a los que viven con descuido y esperan solamente las cosas felices. Porque la enfermedad, la cautividad, la ruina y el incendio no me son cosas repentinas, sabiendo yo en cuán revoltoso hospedaje me encerró la naturaleza. Muchas veces sentí llantos en mi vecindad; muchas vi pasar por mi puerta entierros no sazonados, con hachas y cirios; muchas oí el estruendo de soberbios edificios que cayeron, y muchos de aquellos a quienes el tribunal, la corte y la conversación juntaron conmigo, se los llevó una noche, dividiendo las manos unidas en amistad. ¿Tengo de admirarme de que se me hayan llegado los peligros que siempre anduvieron cerca de mí? Muchos hombres hay que habiendo de navegar no se acuerdan de que hay tormentas: yo no me avergüenzo en lo bueno de tener por autor un malo. Publio, más vehemente que los ingenios trágicos y cómicos, todas las veces que dejó los disparates mímicos y los dicterios y donaires concernientes al vulgo, entre otras muchas cosas dignas de la gravedad y escena trágica, dijo: «A cada cual puede suceder lo que puede suceder a alguno» El que depositare en su corazón esta sentencia y atendiere a los males ajenos (de que cada día hay tanta abundancia) y conociere que tienen libre el camino para venir a él, este tal se prevendrá antes de ser acometido. Tardamente se arma el ánimo a la paciencia de los trabajos, después que ellos han llegado. Dirás: «No pensé que esto sucediera, ni creí que esto pudiera venirme.» ¿Pues por qué no lo pensaste? ¿Qué riquezas hay a quien no vayan siguiendo la pobreza, la hambre y la mendicidad? ¿Qué dignidad hay a cuya garnacha, cuyo hábito augural y cuyas insignias de nobleza no acompañen asquerosidades, destierros, descréditos, mil anchas y últimamente el desprecio? ¿Qué reino hay a quien no esté aparejada la ruina y la caída, teniendo ora un justo dueño y ora un injusto tirano? Y estas cosas no están separadas con grandes intervalos, pues sólo hay un instante de distancia del verse en el trono al estar postrado ante ajenas rodillas. Persuádate, pues, que todo estado es mudable, y que lo que ves en otros puede suceder en ti. Si te precias de rico, ¿éreslo, por ventura, más que Pompeyo, al cual, cuando Cayo, su antiguo pariente y huésped nuevo, abrió la casa de César por cerrar la suya, le faltó pan y agua? Y el que poseía tantos ríos, que nacían y morían en su Imperio, mendigó agua llovediza, muriendo de hambre y de sed dentro del palacio de su deudo, mientras el heredero preparaba entierro público al que moría de hambre. ¿Has tenido grandes honras? Dime si han sido tantas, tan grandes y tan no esperadas como las que tuvo Seyano. Pues advierte que el mismo día que le acompañó el Senado le despedazó el pueblo; y habiendo puesto en él los dioses y los hombres todo lo que se puede juntar, no quedó cosa que en el verdugo no hiciese presa. ¿Eres rey? Pues no te enviaré a Creso, que entró mandando en la hoguera y la vio extinguida, sobreviviendo no sólo al reino, sino a su misma muerte. No te enviaré a Yugurta, a quien el pueblo romano vio preso dentro del año en que le había temido. No a Tolomeo, rey de África, ni a Mitrídates, rey de Armenia, a quienes vimos entre las guardas cayanas, siendo el uno desterrado, y deseando el otro serlo con seguridad. Si en tan gran mutabilidad de las cosas que suben y bajan no juzgares que te amenaza todo lo que puede sucederte, darás contra ti fuerzas a las adversidades, las cuales quebranta el que las antevé. Lo que a esto se sigue es que ni trabajemos en lo necesario, ni para ello: quiero decir, que o no deseemos lo que no podemos conseguir, o lo que se ha de conseguir tarde, y después de haber pasado mucha vergüenza, conozcamos la vanidad de nuestros deseos, no poniéndolos en aquello en que ha de salir vano, y sin efecto el trabajo, a donde el efecto ha de ser indigno de lo que se trabajó: porque casi siempre se sigue tristeza si no suceden, o si suceden vienen a causar vergüenza.

Séneca - Obras Selectas

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