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1 DIOS LO QUIERE

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Ina qibīt Aššur bêlu rabû narkabāte ṣabē adkī ana māt GN lū alik māt GN rapašta lū akšud

(«Por orden de Asur, el gran señor, movilicé carros y tropas, ataqué el país de GN y conquisté el vasto país de GN»)

En todas las épocas los emperadores, por muy (todo)poderosos que fueran, raramente han sido considerados dioses. Hablando banalmente, el nacimiento y la muerte de rey, humanas y materiales, no se adecúan a la esfera divina y, como mucho, conducen a formas de divinización peculiares. En la remota antigüedad del Próximo Oriente, Egipto constituye una notable excepción: allí el faraón era considerado dios1, concepción que pasó posteriormente a los reinos helénicos2. En un contexto totalmente diferente, a los soberanos mayas y aztecas se les consideraba de naturaleza divina3.

Mesopotamia conoció medio milenio de reyes divinizados —desde Naram-Sin de Acadia hasta Hammurabi de Babilonia, entre 2250 y 1750—, o que, al menos, mandaban componer himnos en su honor y escribían su nombre precedido del determinativo usado para los nombres divinos. La naturaleza específicamente divina de estos reyes del ámbito sumerio, acadio y paleobabilonio siempre ha permanecido ambigua y restringida, no solo en el tiempo, sino también en su funcionalidad efectiva4. Por lo demás, también en Egipto la relación entre el faraón y los dioses es similar a la de Mesopotamia: el rey construye templos y asegura ofrendas cultuales; a cambio, los dioses le aseguran un poder universal5.

La divinización de los emperadores romanos era controvertida entre el escepticismo filosófico, la credulidad popular y las influencias egipcias6; posteriormente, por razón de la consolidación de los monoteísmos «éticos» (judeocristiano e islámico) tales ambiciones resultaron inaceptables. A pesar de las evidentes características «orientales», el emperador bizantino (basileus) ejercita su poder por delegación divina, es el representante de dios en la tierra7. En el cristianismo medieval se establece la teoría del origen divino del poder político8, que se puede sintetizar en las fórmulas rex dei gratia e imperator dei gratia9, pero la naturaleza divina del rey era impensable. También en China la «orden celestial»10 se otorgaba desde el cielo (la esfera sobrehumana, si no precisamente divina) al rey justo y virtuoso, pero podía ser revocada si derrotas, carestías o aluviones indicaban que ya no la poseía11. Nótese que una divinización propiamente dicha del soberano en China se veía obstaculizada por concepciones filosóficas12, del mismo modo que en otras partes lo era por concepciones religiosas: Asiria, los aqueménidas, imperios cristianos e islámicos.

El rey de Asiria no era considerado dios ni en vida, ni tras la muerte; y para conferirle cualquier tipo de conexión con la esfera divina, se recurría a metáforas, como «imagen» (ṣalmu)13 o «sombra» (ṣillu) de dios14. Sobre esta última contamos especialmente con la cita de un proverbio en una carta del jefe de los arúspices, Adad-shum-usur:

Se suele decir: «El hombre es sombra de dios». Pero el hombre no es más que sombra de hombre. El rey sí, él es la verdadera apariencia (muššulu) de dios (SAA 10, n. 207: Rev. 9-13; a menudo la traducción, aunque resulte evidente, se ha interpretado mal).

Un funcionario, a pesar de su empeño por elogiar, no puede llegar a afirmar que el rey sea divino. Como curiosidad: también el sultán otomano es «sombra de dios en la tierra»15.

Usando los términos con rigor, inicialmente el rey asirio no se atribuía ni siquiera el título de «rey» (šarru), como lo hará a partir de un determinado momento16. La fórmula recurrente, especialmente en el ritual medioasirio de entronización, afirma que «Asur (el dios de la ciudad y posteriormente nacional) es rey y PN (el rey humano entronizado) es su delegado»17. Se usa el término iššakku (derivado del sumerio ensi), que significa algo así como «administrador delegado». El término recuerda el concepto árabe-islámico de «califa» (ḫalīfa) que significa «vicario» o «delegado» o «representante (de dios)», así como la fórmula de entronización evoca la famosa šahada: «no hay otro Dios fuera de Alá, y Mahoma es profeta de Alá». Más exactamente los primeros califas eran delegados de Mahoma, quien, por su parte, era el enviado de Alá (ḫalīfat rasūl Allah); pero muy pronto (ya con la dinastía de los omeyas) se convierten en delegados directamente de Alá (ḫalīfat Allah). En todo caso, el califa ejerce su función y cumple su misión como delegado de la divinidad18.

Hay que notar que «Asur» es tanto el nombre del dios, como el de la ciudad y de todo el país (la escritura los distingue mediante «determinativos» específicos) y la fórmula «iššakku de Asur» inicialmente hacía referencia al dios, por lo que iššakku significaba «delegado», «representante» de dios; después pasó a referirse a la ciudad y, por lo tanto, el término indicaba al rey como «gobernador» local19. La fórmula proviene de los comienzos de la realeza asiria, cuando el reino era una pequeña, aunque ambiciosa, ciudad-estado, y se usaba en los sellos de los primeros reyes Silulu (hacia el año 2000, RIMA 1, n. 27.1) y Erishum I (ca. 1940-1910, RIMA 1, n. 33.1: 35-36)20. Después se vuelve a utilizar en el ritual medioasirio de entronización (probablemente de Tiglatpileser I, 114-1076), cuando Asiria ya se había convertido en un estado regional de gran poder y dinamismo21. Finalmente se usa también en el himno de entronización de Asurbanipal, el último gran emperador (668-631) en el culmen de la expansión territorial (SAA 3, n. 11: 15). Al rey asirio se le define también más tarde como «sacerdote» (šangû)22, sustancialmente con análogas implicaciones pero con menor especificidad.

Por lo tanto, el rey actúa por delegación o mandato divino, y tal mandato se resume perfectamente en el ritual de entronización con las palabras: «¡Con tu cetro justo ensancha el país! ¡Y Asur te dará autoridad y obediencia, justicia y paz!»23; la fórmula del himno de Asurbanipal: «(los dioses) le concedan el cetro justo para ensanchar el país y su pueblo» (SAA 3, n. 11: 17) procede claramente de la fórmula del ritual24. Esta orden de ensanchar el país recuerda la misión romana de la propagatio finium imperii, en la que imperium, que en un primer momento indicaba el poder de mando sobre el pueblo romano, se convierte más tarde en una concreción territorial25.

Es posible que la sustancia de esta fórmula sea deudora en cierto modo del modelo egipcio del Nuevo Reino, contemporáneo del reino medioasirio. En los comienzos de la expansión egipcia por el Levante, esta se justificaba como intento de «extender los confines de Egipto» y de «eliminar la violencia de las tierras altas». El epíteto conferido a Tukulti-Ninurta I como «dilatador de confines» (murappiš miṣri) parece copiar el del gran Tutmosis III «dilatador de los confines de Egipto» (swsḫ t3šw Kmt)26. Todavía en época medioasiria, Adad-nirari I se atribuye el epíteto de «dilatador de confines y fronteras» (murappiš miṣri u kudurri: RIMA 1, n. 76.1: 15) y Tiglat-pileser I se enorgullece de «haber ensanchado los confines del territorio» (miṣir matate ruppušu: RIMA 2, n. 87.1: 48-49). Por lo tanto, desde entonces la principal misión del rey asirio consiste en ensanchar (ruppušu), extender, el país central, ampliar siempre las fronteras y establecer orden, justicia y paz. Implícitamente se establece la diferencia entre un país central en orden y en paz, gracias a la activa atención del dios nacional, y una periferia que lo alcanzará conforme vaya siendo admitida en el imperio (algo así como en la distinción islámica entre dar es-salam, «mundo de paz», interno, y dar el-ḥarb, «mundo de guerra», externo).

Esta «misión» se comprende perfectamente si se encuadra en el trabajo de la creación o, mejor, de la organización del mundo, según se concebía en la antigua Mesopotamia. Obviamente, la creación de las estructuras físicas del mundo es obra directa de la divinidad. Esta actividad directa culmina con la creación de la realeza, que —como ya dice la Lista real sumeria— «descendió del cielo» para ser atribuida a una sucesión de dinastías ciudadanas. Una vez que la humanidad contaba con la guía del rey, a estos se les encomendaba no solo la «manutención» de la obra divina, sino su conclusión. Completar la creación27 tiene dos aspectos: desarrollar los detalles de la tecnología y del ordenamiento político, y la expansión del cosmos (el país central en el que reina el orden) a expensas del caos (la periferia, todavía en estado de desorden)28. Así, los reyes asirios, siguiendo la senda de los reyes sumerio-acadios que les precedieron, se ufanaban, por un lado, de haber restaurado templos caídos o en peligro de derrumbe, de haber excavado canales e incrementado la producción agrícola, de haber desarrollado técnicas artesanas más sofisticadas, etc.; y, por otra parte, de haber extendido el orden asirio a los países vecinos, en especial a los que habitaban en montañas, particularmente aptos para representar la periferia. Más adelante (cap. 4) veremos como el «mapa mental» mesopotámico era el de una planicie bien regada, urbanizada y densamente habitada, rodeada de enormes montañas, políticamente no desarrolladas.

Además del mandato divino general y permanente, que le fue conferido el día de la entronización (y posiblemente repetido cada año nuevo), el rey necesita la aprobación divina para cada acción que se dispone a emprender, especialmente para las acciones que concretan el mandato divino. Así, al comienzo de cada campaña militar el rey asirio debe consultar presagios específicos, particularmente el examen del hígado de las víctimas de sacrificios (lo veremos mejor en el capítulo 2). Solo si la respuesta es positiva podrá partir la expedición. La operación es necesaria y, por lo tanto, tan habitual y repetitiva que no se puede dejar de mencionar en el informe (analítico o de otro tipo) de la campaña, aunque se reduzca a un mero estereotipo. La frase habitual al comienzo de la narración, ina tukulti dAššur u ilāni rabūti, significa algo así como «confiando en Asur y en los grandes dioses» o, mejor, «habiendo recibido confirmación positiva por parte de Asur y de los grandes dioses», que en concreto significa «habiendo recibido confirmación (mediante prácticas mánticas) por parte de Asur y de los grandes dioses».

Otra fórmula típica de seguridad divina es «ve, no temas, yo estaré a tu lado»29, y en un texto literario como el Poema de Tukulti-Ninurta vemos que esta seguridad se concreta en el despliegue del ejército asirio que se dispone a la batalla: en cabeza se encuentra el dios Asur, seguido de los otros «grandes dioses» (Enlil, Anu, Sin, Adad, Shamash, Ninurta e Ishtar); les sigue el rey y finalmente la tropa de soldados. El rey da inicio al combate lanzando una flecha que mata a un enemigo y, a continuación, las tropas se lanzan al asalto y completan la obra30. La fórmula de la primera cruzada Deus vult (Dieu le veut, Deus lo volt) y la de la orden teutónica (posteriormente del imperio alemán) Gott mit uns, que proviene del grito romano de batalla Deus nobiscum, reproducen perfectamente la idea: venceremos, bien porque ponemos por obra la voluntad de Dios o bien porque Dios mismo combate con y por nosotros. Los enemigos «no tienen dios» o sus dioses son menores que los asirios o, mejor, porque han sido abandonados de sus propios dioses, conocedores del «pecado original» de sus protegidos, culpables de oponerse al único reino verdadero y justo, que es el asirio. El topos del abandono divino es muy antiguo; se encuentra ya totalmente formulado en las «Lamentaciones» por el colapso de la III dinastía de Ur hacia el año 2000. En el Poema de Tukulti-Ninurta, antes mencionado, se aplica a las ciudades babilónicas: su derrota no podría suceder si previamente los dioses babilonios no hubieran decidido abandonar a su rey a su propio destino, culpable de comportamiento injusto. Los habitantes de la montaña solo tienen dioses «menores», pero los babilonios tenían los mismos «grandes dioses» de los asirios y, necesariamente, tenían que haber sido abandonados.

La introducción de los Anales de Tiglat-pileser I ofrece una explícita exposición de cómo se ha ejecutado el mandato divino (su alusión al ritual de entronización es clara) y realizado en los mínimos detalles:

Asur y los grandes dioses que exaltan mi realeza, me concedieron en suerte poder y potencia, me ordenaron ampliar las fronteras de su tierra. Me pusieron en la mano sus poderosas armas, diluvio en la batalla, y yo tiranicé tierras, montañas, ciudades y príncipes hostiles a Asur, y conquisté sus distritos. Luché contra 60 reyes y les vencí. No tengo rivales en la lucha, ni iguales en la batalla. He añadido tierras a Asiria y gentes a su población; he extendido los confines de mi tierra y he gobernado todas sus tierras (RIMA 2, n. 87.1: i 46-61; citado también por Cancik-Kirschbaum, 1997).

También Asurbanipal II introduce sus Anales con declaraciones similares, en alusión a la positiva respuesta oracular (tukultu) que precede toda campaña:

Cuando Asur, mi gran señor, pronunció mi nombre para hacer mi señorío mayor que el de cualquier rey de las cuatro partes del mundo y puso en mis reales manos su arma inmisericorde, me ordenó gobernar y someter las tierras y las montañas. Confiando (ina tukulti) en Asur, mi señor, marché por difíciles sendas, por montañas inaccesibles, con la multitud de mis tropas sin encontrar resistencia (RIMA 2, n. 101.1: i 40-43).

El motivo se hará progresivamente más repetitivo y resumido; más bien se puede notar que el subrayado del mandato divino parece debilitarse a medida que un rey, como consecuencia de sus victorias, recobra autonomía y seguridad. En otro lugar he indicado31 cómo las alusiones de Asurbanipal II al auxilio divino son mucho más frecuentes en la primera mitad de sus campañas (una media de dos veces por campaña) que en la segunda mitad (una media de 0,6 veces por campaña), y cómo los títulos que usa Senaquerib al comienzo de su reinado privilegian los títulos de piedad religiosa, que progresivamente se abandonan por títulos más heroicos y por un comportamiento más independiente. Pero el caso más clamoroso es, quizás, el de Salmanasar III32. En las notas de anales pertenecientes a los primeros años del reinado, la narración de cada campaña está precedida por un preámbulo sustancialmente análogo al de Asurbanipal:

Cuando Asur, el gran señor, en la firmeza de su corazón y de sus ojos puros me eligió y me llamó a ser el pastor de Asiria, me puso en la mano la poderosa arma que abate a los rebeldes, me puso en la cabeza la magnífica corona y me ordenó vehementemente dominar y conquistar todas las tierras (todavía) no sometidas a Asur (RIMA 3, n. 102.1: 11-13, únicamente para la primera campaña; paralelos en n. 102:2 para 6 campañas y en n. 102.5 para 9 campañas).

Pero tal preámbulo desaparece a partir del año décimo y el informe de las campañas sigue directamente a los títulos reales (n. 102.6 para 16 campañas; n. 102.8 para 18 campañas; n. 102.10 y 11 para 20 campañas, n. 102.14 y 16 para 31 campañas). Pudo haber influido la necesidad de ahorrar espacio para un número creciente de campañas, pero resulta significativo que, teniendo que renunciar a algo, se haya dejado fuera precisamente el punto teológicamente más importante: la declaración inicial y programática respecto al mandato divino, del que las sucesivas campañas son su aplicación lógica.

Tiglat-pileser III parece concentrarse de tal manera en su protagonismo que reduce al mínimo los debidos reconocimientos a Asur. En sus Anales (cuya parte inicial falta, por lo que desconocemos si existía un preámbulo y de qué tipo) cada campaña comienza con la estereotípica y fugaz referencia al consentimiento oracular (tukultu): «Asur, mi señor, me confirmó (por medio del oráculo: utakkilanni) y yo salí contra GN»; pero, posteriormente, en la narración de las empresas no se atribuye normalmente a ningún dios ni el mandato, ni acción alguna. Los únicos indicios de la paternidad divina de los éxitos, conseguidos en todo caso por el rey, no se refieren a victorias en el campo de batalla, sino a rendiciones espontáneas:

Iranzu, rey de Mannea, oyó hablar del valor y de la victoria de Asur, mi señor, que yo había realizado repetidamente contra todas las tierras de las montañas, y el resplandor aterrador (namurratu) de Asur, mi señor, le dominó... (y decidió rendirse) (RINAP 1, n. 17: 10-11; ibid. en n. 24: 4).

Evidentemente la rendición preventiva y «de lejos» no puede ser obra directa del rey, por lo que se atribuye a dios33. Solo hay un pasaje (n. 15: 8-9) en el que se narra la erección por parte del rey de un pequeño monumento conmemorativo (una «flecha» de hierro) con la inscripción: «las poderosas acciones de Asur, mi señor». En las estelas a la vista (que conocemos) puede existir un indicio de preámbulo (n. 35: 31-34, mas no en otras estelas), pero después se omite cualquier referencia a la respuesta oracular. Finalmente, los textos de tipo resumen parece que ignoran completamente el papel de Asur (excepto una referencia a la tukultu en n. 51: 2).

Sargón II, quizás para diferenciarse de su predecesor, concede mayor atención al rol de Asur y, por lo demás, le dirige la famosa carta sobre la octava campaña (TCL III, en Mayer, 1983) y restaura los privilegios fiscales de la ciudad santa34. Pero, a juzgar por sus Anales, también Sargón parece seguir la tendencia a debilitar el reconocimiento divino en favor de una creciente autocelebración. Durante los años iniciales, las mayores victorias van precedidas por la típica expresión: «alcé mis manos (en oración) a Asur, mi Señor» (años 4.º, 5.º, 6.º y 7.º en ISKh, 92-93.96.106 y 315-316.319: II. 69.73.81-82.102-103) o por la más sencilla: «por orden (ina zikir) de Asur, mi señor» (año 2.º: I. 54); pero tales expresiones desaparecen posteriormente. Existe solo un único monumento conmemorativo, una estela que representa al rey, pero que atribuye la victoria a Asur (año 7.º: II. 108-109); un «resplandor aterrador» conduce presuntamente al suicidio del rey vencido (año 8.º: II. 164-165) y un resumen que atribuye las conquista a Asur (año 9.º: I. 202). Pero un cambio significativo ocurre el año 12.º: la intervención en Babilonia, dado el prestigio de los dioses locales Marduk y Nabu, va precedida por la salida de Babilonia de los dioses locales (la ciudad acaba bajo el caldeo Marduk-apal-iddina):

Marduk, el gran señor, vio las malas acciones de los caldeos, a quienes odiaba, y pronunció con sus labios el decreto de que les fueran arrebatados el cetro y el trono de la realeza. Me eligió a mí, Sargón, humilde rey, entre todos los príncipes y ensalzó mi cabeza (ISKh, 137 y 327: II. 260-262).

Por consiguiente, la conquista de Babilonia se atribuye a la positiva respuesta oracular (tukultu) y a la orden (qibītu) sea de Asur como de Marduk y Nabu (II. 304 y 341 con Shamash en lugar de Nabu); posteriormente la terna divina se volverá a mencionar en relación con la presunta sumisión de la lejana Dilmun (actual Baréin, en el golfo Pérsico), como consecuencia de la conquista de Babilonia (Prunk: 145, en ISKh, 232 y 353; XIV: 21, ibid., 77 y 309) y también en contextos más generales (al comienzo de inscripciones sobre toros o en losas del pavimento). En la gran inscripción de resumen se menciona también el «resplandor terrorífico» que sobrecoge a la lejana Nubia, otra vez en relación con el poderío de Asur, Nabu y Marduk:

Cuando el rey de Meluhha (Nubia), [...] un lugar inaccesible, [...] cuyos antepasados, desde tiempos antiguos y hasta hoy, nunca habían enviado mensajeros a los reyes, mis antepasados, para informarse de mi salud [...], cuando desde lejos tuvo conocimiento del poderío de Asur, Nabu y Marduk, quedó aterrorizado del resplandor terrorífico (pulḫu melammu) de mi realeza y quedó angustiado... (Prunk: 109-111, en ISKh, 221-222 y 348).

Obviamente, la Carta a Asur, por su misma tipología, resalta el papel del dios, y al comienzo de la expedición hace referencia a la respuesta oracular («según el gran tukultu de Asur, Nabu y Marduk», I. 13); pero en el transcurso de la narración este rol se desvanece por completo.

Senaquerib comienza sus inscripciones conmemorativas con una introducción sobre el dios Asur35, que en las primeras redacciones mantiene una forma estrictamente formal:

Asur, la gran montaña, me aseguró una realeza sin igual y engrandeció mis armas sobre (las de) todos los reinantes (RINAP 3, n. 1: 4 y lugares paralelos en nn. 2-4, 8-9, 42, 44, 213).

Posteriormente se va ampliando progresivamente con referencias a más conquistas y victorias:

(Ibid. +) sometí bajo mis pies a todas las «cabezas negras» desde el mar Superior del poniente al mar Inferior del levante» (n. 15: i 14-22).

(Ibid. +) los príncipes recalcitrantes temían mi batalla, abandonaban sus sedes y como murciélagos de las hendiduras volaban hacia lugares desconocidos (n. 16: i 15-26 y paralelos en nn. 17 y 22-24).

(Ibid. +) Me confirió el cetro de justicia para extender los confines y el arma implacable para abatir a los enemigos. Sometí bajo mis pies a los príncipes de las 4 partes, de este a oeste, y ellos soportaron mi yugo (n. 37: 4-13; análogamente en n. 38: 5-13; n. 43: 4-6; n. 46: 2-3; n. 49: 5-7; n. 50: 5-8; n. 136: i 10-16; n. 155: 4’-7’: n. 230: 5-8).

También es muy recurrente la invitación, que al final de la actividad de construcción —especialmente desarrollada bajo Senaquerib, al tratarse de la ampliación de Nínive—, se dirige a Asur y/o a todos los grandes dioses y diosas de Asiria para entrar en el palacio recién inaugurado y recibir ricas ofrendas (n. 1: 92 y paralelos en nn. 2, 15-18, 42, 46, 164). Pero en el transcurso de la narración el reconocimiento del papel divino resulta más selectivo. Las alusiones al permiso oracular (en las dos formas ina tukulti Aššur o Aššur utakkilanni) son abundantes en las campañas de Babilonia y contra Elam, pero desaparecen en las demás campañas (solo hay una mención en la batalla de Elteke, en n. 23: iii 1-2), aunque resulta inverosímil que el rey no haya consultado presagios al comienzo de cualquier campaña. En la batalla de Halule, siempre en el sector de Babilonia, se mencionan con particular insistencia el permiso y la ayuda divinos.

Me dirigí a Asur, Sin, Shamash, Bel, Nabu, Nergal, Ishtar de Nínive e Ishtar de Arbela, dioses en los que confío (ilāni tiklīya), para vencer al fuerte enemigo, y ellos escucharon inmediatamente mis oraciones y vinieron en mi ayuda (n. 22: v 62-67 y n. 23: v 53-56; cf. también n. 222: 48-51 y n. 230: 59-61 y 113-114).

Nótese que se trata de una batalla, cuyo resultado final se alaba en gran manera, pero que probablemente se reveló como un parcial fracaso36. Evidentemente, cuando se trata de Babilonia, y no de un pueblo cualquiera de la periferia inculta, la efectiva presencia divina resulta necesaria.

La misma problemática relación con la realidad vale también para la expresión ina emūqi Aššur, «con la fuerza de Asur», con la que se introduce siempre la intervención en Caldea (n. 8: 9 y paralelos en nn. 9, 15-17, 22-23; también n. 34: i 47 sobre la batalla de Halule). Las imágenes de todos los dioses asirios se mencionan en algunas inscripciones (n. 10: 3-4; n. 11: 3-4; n. 12: 3-4; n. 13: 3-4; también en nn. 153 y 158; cf. las descripciones más detalladas en n. 36: 1-16 y n. 160), pero en todos los casos se trata de inscripciones sobre dedicatorias de templos (nunca del palacio). La influencia del lugar se ve también claramente al comparar la mayor presencia de dios en las inscripciones de la ciudad santa de Asur (RINAP 3/2, nn. 164-209) respecto a las inscripciones de la ciudad política, Nínive: véanse en particular los cilindros de la fundación del Esharra (el templo de Asur, n. 166). Finalmente, la alusión al «resplandor terrorífico» se usa en el episodio de Luli, rey de Sidón, narrado en textos de los Anales (n. 4: 33-34 y paralelos en nn. 15-17, 22-23, 140), pero se refiere al rey (pulḫi melammi bēlūtīya) ¡y no a dios! Por el contrario, en los textos escritos sobre colosos (n. 42: 7-10 y n. 44: 17-20), colocados como genios tutelares a la entrada de los templos y palacios, el «resplandor terrorífico» se refiere a dios.

No sería adecuado hablar de un Senaquerib con tendencias «laicas», pero resulta evidente el contraste respecto a su sucesor, Asarhadón, con quien se vuelve a subrayar en grado máximo el papel de Asur, de las demás grandes divinidades asirias e incluso de los dioses babilónicos Nabu y Marduk, pues se debe a Asarhadón la decisión de reconstruir Babilonia, que había sido destruida por Senaquerib. Sobre este punto analizamos la redacción principal de sus empresas: la inscripción de la fundación del arsenal (ekal māsharti) de Nínive (RINAP 4, n. 1, la llamada «Nínive A»). En ella aparece doce veces (con leves variantes) la lista completa: «Asur, Sin, Shamash, Bel, Nabu, Ishtar de Nínive e Ishtar de Arbela»: los dioses designan a Asarhadón para rey desde pequeño (i 5-7), el padre lo nombra heredero por orden de los dioses (i 9-10), el padre obliga a jurar fidelidad al heredero designado en presencia de los dioses (i 17-19), los dioses constatan la maldad de los oponentes y los abandonan (i 45-59), mientras esconden a Asarhadón en lugar seguro (i 38-39, sin la lista de nombres); Asarhadón invoca a los dioses antes de la lucha con los rivales (i 59-60) y, una vez conseguida la victoria (ii 16-17), los dioses lo establecen en el trono de su padre (ii 45-47) y castigan a quienes han quebrantado el juramento (ii 55-57); posteriormente, en el transcurso de sus campañas, Asarhadón confía en los dioses (iii 28-29), conquista a los enemigos con el poder de los dioses (iv 78-79) o gracias a su voluntad (v 33-35, resumiendo todas las campañas) y el rey los invita al nuevo palacio (vi 44-45).

Como se ve, la ayuda divina se declara de modo especial en la fase decisiva de la ascensión al trono en contra de sus hermanos, que se oponen, y subrayando de modo especial el tema de los presagios (también en i 13-14 con la mención de Shamash y Adad, al que está encomendado ese sector), de los juramentos (adê) y de sus violaciones, sobre las que se basa la legitimidad de Asarhadón (cf. i 50-52 acerca del pueblo asirio, fiel al juramento), y el hecho de que los rebeldes «no tienen dioses» y, por lo tanto, están destinados a la derrota:

Yo medité y pensé en mi interior de la siguiente manera: «Sus acciones son arrogantes, confían en su opinión, pero ¿qué pueden hacer sin dioses?». Yo (por el contrario) invoqué a Asur, rey de los dioses, y a Marduk, el misericordioso, que abomina la traición, con bendiciones, súplicas y expresiones humildes, y ellos acogieron mis palabras (i 33-37).

Otras menciones de la ayuda divina son más especializadas: Asur y Marduk, como exponentes máximos del mundo divino, acogen la oración de Asarhadón y le ofrecen su apoyo (i 35), la guerrera Ishtar le ayuda en la batalla (i 74), Sin y Shamash al vadear el Tigris (i 85), Shamash y Adad supervisan los presagios (i 35), el rey entra en Nínive el día de la fiesta de Nabu (i 87-ii 1).

Al concluir la amplia narración de la ascensión al trono, los dioses definen las líneas maestras del reino, con evidente alusión al ritual de entronización, y otorgan al nuevo rey los instrumentos útiles para su actividad, cada uno según su propia especialidad:

Asur, padre de los dioses, me encargó repoblar las ruinas y ampliar las fronteras de Asiria. Sin, señor de la corona, decretó que mi destino era un heroico poderío y plenitud de corazón. Shamash, luz de los dioses, ensalzó mi nombre al máximo grado. Marduk, rey de los dioses, difundió el terror de mi realeza hasta las regiones más lejanas como una niebla espesa. Nergal, el más fuerte de los dioses, me regaló coraje, resplandor y terror. Ishtar, señora de la batalla y de la guerra, me donó el fuerte arco y la flecha impetuosa (ii 30-39).

Las campañas concretas, que siguen en la narración, no son más que la realización concreta de estas directivas (que resucitan el antiguo «resumen inicial»), y la intervención divina se señala en diversas ocasiones. Abdi-Milkuti, rey de Sión, intenta liberarse del yugo de Asur (ii 67), pero Asarhadón lo captura por orden de Asur (ii 72) y, con la ayuda de Asur (iii 70) conquista todo su territorio. Como obsequio a Bel y a Nabu (ii 66-68) el rey asirio restituye a los babilonios los campos que había arrebatado a los caldeos. Por orden de Asur (iv 61), atraviesa Bazu y vence a los enemigos. No faltan sumisiones espontáneas —o, mejor dicho, preventivas— por orden de Asur (los habitantes de Gambulu en iii 74), a causa de «resplandor terrorífico» de Asur (los medos en iv 37), por el resplandor de Asur (elamitas y gutis en v 27-29). El rey devuelve a los árabes sus estatuas divinas, no sin haber inscrito en ellas «el poder de Asur» (iv 13-14).

El episodio de Sidón expone claramente y de forma inmejorable la contraposición entre la confianza (siempre con el verbo takālu) que los enemigos ponen en sus propias fuerzas o en los juramentos a nombre de «dioses menores» o en obstáculos naturales, y la confianza que el rey asirio pone en Asur y en los grandes dioses asirios:

Sanduarri, rey de Kundi y Sisu, enemigo peligroso que no temía mi realeza, abandonó a sus dioses y confió en las montañas impracticables. Él y Abdi- Milkuti, rey de Sidón, se basaron en su mutua ayuda (ana reṣūti aḫameš iššaknū), pronunciaron entre ellos el nombre (es decir, el juramento en nombre) de sus propios dioses, y confiaron en sus propias fuerzas (ana emūqi ramānīšunu ittaklū). Pero yo puse mi confianza en Asur, Sin, Shamash, Bel y Nabu, los grandes dioses, mis señores. Le puse asedio, lo capturé dentro de la montaña como a un pájaro y le corté la cabeza (RINAP 4, n. 1: iii 2-31 y paralelos).

Así como la narración de las diversas campañas iban precedidas por el texto programático, mencionado al comienzo, se cierra con un texto resumen, notablemente autoconmemorativo, que concluye con la repetición del papel decisivo del mandato divino:

Según la orden de Asur, mi señor, ¿quién puede oponerse a mi realeza? ¿Y quién de mis antecesores tuvo un dominio tan extenso como el mío? Desde el fondo del mar los enemigos dicen: «¿Dónde podría andar (a refugiarse) un zorro frente al (la luz del) sol?» (v 21).

Se podría realizar un análisis similar sobre Asurbanipal, pero renuncio a entrar en detalles para no hacer demasiado pesada la exposición. Baste decir que el texto más completo, el Cilindro Rassam, cilindro de fundación para la restauración de la bīt redūti, la residencia del príncipe heredero (se trata del Prisma A en BIWA, 14-75 y traducido en 209-257), repite una docena de veces la lista completa de los dioses, más larga que la de Asarhadón: «Asur, Mulissu, Sin, Shamash, Adad, Bel, Nabu, Ishtar de Nínive, Ishtar de Arbela, Ninurta, Nergal, Nusku», tanto en la introducción de la entronización como en la narración de varias de las campañas. Y son innumerables (al menos, el doble) las menciones de la pareja «Asur e Ishtar», con la diferencia de que la lista larga se usa preferentemente en referencia al mandato divino general, mientras que la pareja Asur-Ishtar se prefiere en ocasión de encuentros militares concretos (Ishtar es la diosa de la guerra). No faltan menciones de la ayuda divina en determinadas sumisiones espontáneas, y también en la fijación de castigos extrabélicos (sobre estos, véase el capítulo 14), ni faltan alusiones a la falta de fidelidad al juramento divino por parte de los rebeldes (cap. 13).

Pero hay un punto que conviene subrayar. Cierto, Asurbanipal no ha sido el primer (ni el único) rey asirio en celebrar campañas militares en las que no había intervenido personalmente37, pero sí el primero en decirlo explícitamente y en justificarlo:

Ishtar escuchó mis desesperados lamentos y me dijo: «¡No temas!» y devolvió la confianza a mi corazón, diciendo: «Por la oración que has pronunciado con las manos elevadas y los ojos llenos de lágrimas, he tenido piedad de ti». Esa misma noche un vidente tuvo un sueño mientras dormía y, al despertarse, me informó: «Ishtar, que reside en Arbela, ha entrado con carcaj en ambos lados, un arco en la mano y una espada desenvainada para la batalla». Tú estabas frente a ella y ella te habló como una madre... diciéndote: «Tú has decidido hacer la guerra y yo iré a donde tú quieras». Tú le respondiste: «¡Adonde tú vayas yo iré contigo, señora de las señoras!», pero ella replicó: «¡Quédate aquí en tu puesto, come alimento, bebe cerveza, haz fiesta y celebra mi divinidad, mientras yo voy personalmente a completar el trabajo, realizando el deseo de tu corazón! Tu rostro no palidecerá, tus piernas no cederán, el vigor no te faltará en medio de la batalla» (Prisma B. v 46-70, en BIWA, 100-101 y 225).

Así pues, en este caso no se da el usual mecanismo, según el cual existe un mandato por parte de la divinidad y una ejecución por parte del rey: es la divinidad misma la que guiará la campaña y conseguirá la victoria, ella combatirá no «con nosotros», sino «por nosotros». En lugar del usual «ve seguro, yo estaré a tu lado», se concluye de forma menos heroica: «es inútil que vayas tú; yo me encargo».

No creo que se pueda establecer una estadística, pero se impone como evidente una constatación —que es más que una simple impresión—. Durante la fase formativa del imperio, los reyes asirios están mucho más atentos a reconocer el papel divino en la definición de la política imperial y en la ayuda divina para realizarla. Más tarde, en la cima del éxito, una vez que el imperio ha entrado en la fase de culminación y de organización de la gestión, la autocelebración adquiere, al menos en parte, la preponderancia sobre el reconocimiento del papel divino. Pero finalmente, al hacerse presentes las dificultades que conducirán a la crisis final, los dos últimos grandes reyes vuelven a acentuar su dependencia de la acción divina y a buscar afanosamente el aval oracular para sus empresas. No sin motivo, las manifestaciones de ansia, el acopio de previsiones astrales (cf. SAA 8 y 10), el uso de las «profecías» (cf. SAA 9 y Nissinnen, 1998) alcanzan una cima durante los dos últimos reinados.

Existe, incluso, un texto —totalmente atípico en el ámbito de las inscripciones reales— en el que Asurbanipal se lamenta explícitamente de sus problemas políticos y personales, diríamos psico-físicos, para los que no encuentra explicación, de acuerdo con el entonces extendido síndrome del llamado «justo sufriente» (si mi comportamiento es correcto, ¿por qué dios me castiga?):

[Tras un elenco de construcciones y restauraciones de templos] He obrado bien para con los dioses y los hombres, para con los muertos y los vivos. (Entonces) ¿por qué me sobrevienen la enfermedad, la aflicción, las crisis y las derrotas? Discordia civil y crisis familiar no se alejan de mí. Me asedian desórdenes y maldad. Infelicidad y fragilidad debilitan mi cuerpo. Acabo mis jornadas en pena y en lamentos. Me encuentro turbado (incluso) durante la fiesta del dios de la ciudad. La muerte me asedia. Noche y día caigo en depresión y en angustia. Estoy exhausto, dios mío: ¡da (todo esto) al malvado y hazme ver tu luz! ¿Durante cuánto tiempo, dios, me seguirás tratando así? Soy tratado como alguien que no da honor a los dioses y diosas (SAACT 10, n. 19: Rev. 2-13).

La parte final de la parábola, en la diferente relación entre principio teológico e intención autoconmemorativa, entre piedad y coraje heroico, está parcialmente determinada por la peculiaridad personal (la neurosis de Asarhadón, la fragilidad y la edad avanzada de Asurbanipal); pero, al menos en parte, se debe a la evolución histórica general, en el declive —evidente también en puntos más materiales38— que anuncia y precede el desastre final.

Volviendo ahora a la relación entre realeza y divinidad en el mundo del Antiguo Oriente, ya han sido superadas las antiguas síntesis de Labat, Engnell, Gadd y Frankfort39; en todo caso no tenían nada que ver con el problema del imperialismo (y con poco interés por Asiria, excepto Labat). Pero en el transcurso de estos estudios, debemos, al menos, señalar que la intervención divina en los sucesos humanos, tradicionalmente considerada como peculiaridad de Israel, según el punto de vista teológico de que Yahvé se revela en la historia, mientras que los dioses del Antiguo Oriente se revelaban en la naturaleza40, sufrió una modificación positiva con la monografía de Albrektson41, quien demostró el estrecho parentesco entre la teología bíblica y la del Antiguo Oriente: en ambos ambientes dios obra a través del rey, dios dispone y el rey ejecuta42; solo que posteriormente en el Israel del exilio y posexilio la falta de un rey da ventaja al rol divino. De todos modos, en ambos ámbitos dios actúa directamente mediante fenómenos naturales (carestías, inundaciones, peste43), pero por medio del rey en los sucesos político-militares44. La propuesta de Albrektson se ha recibido favorablemente en el ámbito de la asiriología45. Pero se podría —y debería— profundizar en la deuda de la teología bíblica respecto a la ideología imperial asiria: en los «diccionarios teológicos» del Antiguo Testamento se indican a menudo en los términos clave algunos paralelos asirios, pero se echa en falta una síntesis comparativa (que seguiría siendo interesante, pero que exigiría completar otro volumen), quizás obstaculizada porque todavía persiste la discusión sobre la «originalidad/diversidad» entre Israel y su contexto medo-oriental. Claramente, el canal veterotestamentario resulta de una eficacia fundamental para la difusión en el tiempo y en el espacio de elementos ideológicos de origen neoasirio, especialmente en la tradición judeocristiana y, por tanto, hacia el Occidente europeo.

Otro canal de discusión, enfocado esta vez sobre los sucesivos imperios orientales, lo constituye la ideología imperial persa46: el rey aqueménida no es dios (a veces el propio dios es imaginado como un rey), sino hijo de dios, delegado/sustituto de dios, legitima por delegación divina (además de por herencia, eficacia de acción), actúa «según la voluntad de Ahuramazda» (vašnā Auramazdāka), es decir, según la «misión» divina de extender el reino/imperio (xšaşa) en dimensión universal. Pero resulta sintomático que Bruce Lincoln, al sintetizar la ideología real aqueménida en una forma totalmente análoga a la asiria («se teoriza que el rey es el elegido de dios, que reúne al mundo y restaura su perfección mediante un proceso que otros, tipos menos inteligentes, podrían describir como conquista, dominación y tributo»)47, omita cualquier consideración sobre el influjo de la herencia asiria en los conceptos aqueménidas. Esta herencia es muy relevante en nuestro tema, pues se transmite a los sucesivos imperios iránicos e islámicos.

Asiria. La prehistoria del imperialismo

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