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3 MR. THINK

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OCTUBRE DE 1951

F. P. era un hombre de costumbres. En los días que siguieron a la explosión de la bomba del Paramount Theater, a finales de octubre, repasó columna por columna toda una pila de periódicos neoyorquinos: el Post, el Daily Mirror, el Herald Tribune, el World-Telegram and Sun, el Times, y el resto.

Su irritación subió de punto al ver que ni la prensa seria ni la amarilla recogían la verdad. Ambas venían repletas de noticias sobre las tropas chinas concentradas en las colinas de Corea y de quejas por los enfrentamientos entre bandas callejeras en Corona y Cobble Hill, Harlem y Hell’s Kitchen. También traían crónicas sobre las pruebas de un artefacto nuclear que los soviéticos llevaban a cabo en una estepa del noreste de Kazajistán, así como acerca del hongo de la bomba que el ejército estadounidense había detonado en el desierto de Nevada.

F. P. tuvo que leerlo todo —los funestos reportajes sobre armamento en la Guerra Fría, los actos paternalistas de Dwight Eisenhower, o si Charlie Conerly y los New York Football Giants se encontraban en un estado de forma propio de final de temporada— hasta dar con la noticia de la bomba del Paramount relegada a una modesta mención oculta en las últimas páginas entre breves de dos párrafos sobre accidentes de automóvil y anuncios de rebajas en grandes almacenes.

F. P. sintió un arrebato de ira. La bomba del Paramount no había conseguido más cobertura mediática que la que había puesto en el mismo teatro seis meses antes, ni, de hecho, que la de la cabina de la Autoridad Portuaria tres meses antes que aquella. Tenía la esperanza de que los periódicos lo apoyaran, que publicaran noticias sobre las injusticias cometidas contra él por una conspiración de malévolas fuerzas políticas y corporativas, empezando por la empresa Con Edison. En cambio, la prensa lo ignoraba, o peor aún, lo descartaba por chiflado.

Aquel desaire encajaba cruelmente en el patrón de su vida. No era la primera vez que se sentía invisible. En la década de 1950, para pasar por un verdadero estadounidense había que ser blanco y protestante. Los europeos del Este eran sospechosos. En la época de la Guerra Fría —los oscuros años de McCarthy teñidos de sospecha—, las dudas sobre filiación y lealtad planeaban sobre los nombres raros.

Como eslavo, F. P. sabía que siempre se quedaría aparte. A menos que despertara al público, que le hiciera ver las injusticias a base de sobresaltos. Hasta entonces no lo había logrado, tal vez porque las bombas eran muy pequeñas. Las había ideado y fabricado con la carga explosiva de una granada de mano. La potencia incendiaria no había sido su objetivo principal. No era su intención matar a nadie, al menos aún no. Solo quería demostrar algo. Creía que el carácter impredecible de su campaña y su persistencia crearían un clima de terror, y que el miedo llevaría al público a ver las canalladas y la ignominia que sufría. El terror les abriría los ojos. «He leído que un hombre con un martillo puede destrozar un cañón naval de cuarenta centímetros, solo con golpearlo hasta hacerlo añicos», dijo posteriormente. «Con las bombas pasa lo mismo».[1]

F. P. no era como los pirómanos en serie. No se excitaba sexualmente al ver estallar sus artefactos ni al contemplar el pánico que generaban. Más bien sentía inclinación a observar los daños con frialdad desde el retiro de su mundo privado. Había vivido en sus carnes un dolor atroz, pero permanecía impasible ante el miedo y el sufrimiento de los demás. Contemplaba con sangre fría el caos creado por su mano como lo haría un dios vengativo.

F. P. se dedicó a hojear los periódicos mientras tomaba café en un bar o sentado en el banco de un parque, en cualquier parte menos en la vieja casa familiar situada a medio camino de una cuesta, donde sus dos hermanas mayores, ambas solteras, podían verlos y extrañarse. Ellas no tenían la menor idea de lo que tramaba. ¿Cómo iban a saberlo? No se rasgaba las vestiduras. No escuchaba obediente en su cabeza voces que le susurraran órdenes demoníacas. Al contrario, se cuidaba bien de mantener un comportamiento normal. . . en casi todos los frentes.

En cualquier caso, apenas veía a sus hermanas. Por la mañana, cuando él se levantaba a tomar su café con tostadas ellas ya se habían ido a sus respectivos trabajos en una fábrica de latón y otra de hebillas. Casi todos los días cenaba pronto una sopa o salchichas con un vaso de leche y luego se retiraba a su cuarto antes de que regresaran.

Los domingos asistía puntualmente a la misa de las nueve de la mañana en la iglesia de Saint Joseph, pero cuando se arrodillaba en el oscuro confesionario, no mencionaba algunas cosas —muchas cosas— al sacerdote. No admitía lo que había hecho y no pedía absolución. Es más, desde hacía poco había decidido saltarse la confesión. «No podía entrar ahí y confesarme sabiendo que debía continuar con lo que estaba haciendo», dijo. «No podía hacerlo».[2]

Por las tardes, después de tomarse un bocadillo y una copita de oporto, paseaba por el barrio, siempre solo, enfrascado en sus pensamientos, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas a la espalda. Los niños del barrio lo llamaban Mr. Think («Señor Pensador»). Siempre llevaba traje, sombrero de fieltro y un abrigo oscuro. Si un transeúnte lo saludaba, respondía con educación. Tal vez el transeúnte detectara cierto carraspeo en la respiración entrecortada de Mr. Think, o un leve gorjeo que salía de lo más profundo de su garganta. Quizá lo viera encorvarse presa de un ataque de tos. Cuando se recuperaba, sonreía como se hace entre extraños. Era una sonrisa distante, falta de calor. Y se alejaba antes de darle ocasión de seguir intercambiando cumplidos.

F. P. no era el único que albergaba sueños secretos de asesinato y venganza violenta. Muchos de nosotros imaginamos en nuestro fuero interno la satisfacción de una dulce revancha por algún desaire o un insulto. El poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe dijo: «No hay crimen del que no me vea capaz». La diferencia es que Goethe no se dejó llevar por ese impulso. Tal vez contemplara la posibilidad de un acto violento —de un acto de ira y venganza—, pero se contuvo. Al menos a la mayoría de nosotros, distintas restricciones, tanto emocionales como sociales, nos impiden materializar esos deseos. A F. P. le fallaron esos frenos. Oscilaba entre el decoro y la locura. Los pensamientos violentos colonizaron su mente. Intercambiaba sonrisas con los vecinos, y luego sostenía disputas imaginarias con sus adversarios, que repetía una y otra vez. Y así sucumbió bajo el influjo de su estrella maligna.

Mientras deambulaba por las calles, F. P. se daba cuenta de que su vida se apartaba del curso corriente de las cosas. No tenía esposa. No tenía hijos. No tenía trabajo. No tenía amigos. No había conocido a nadie digno de su amistad en años. Además, los amigos solo complicaban las cosas. La amistad era un engorro. No, él perseguía algo mucho más noble que la compañía. Su soledad le daba libertad para volcarse en su misión. Se veía a sí mismo como un dechado de virtudes, como un superhéroe de cómic que, trascendiendo la normalidad, se alza en defensa de la justicia: el solitario paladín de la humanidad en una grandiosa lucha contra los malvados. El mundo estaba mancillado, y solo él podía arreglarlo.

Sus solitarios paseos por el barrio solían llevarlo de vuelta a un garaje de chapa ondulada situado tras la casa familiar. Allí se limpiaba cuidadosamente los zapatos en una alfombrilla que colgaba a tal efecto de un gancho en la puerta. Por muy preocupado que estuviera, siempre podía pensar con claridad y creatividad en la mesa de trabajo que tenía en un rincón al fondo de aquel garaje. No necesitaba amigos ni la intimidad de una familia convencional. Era más feliz rodeado de trozos de tubería, hilo de cobre, relojes de pulsera baratos y pólvora extraída de cartuchos de escopeta, los ingredientes básicos para fabricar sus bombas. De manera consciente o no, F. P. había escogido trabajar con muchos de los materiales que se empleaban en las fábricas de alrededor, unas fábricas cuyos accidentes habían desfigurado o matado a tantos obreros cuando él era pequeño.

F. P. tenía un don para las meticulosas tareas a pequeña escala que exigía la fabricación de sus bombas: soldar cables a linternas, introducir cable en cañerías de plomo, cortar los extremos de balas del calibre 22 y verter limpiamente la pólvora en latas. Poseía un talento natural para el trabajo manual del manipulador de explosivos. Se centraba en esos detalles sin preocuparse demasiado por lo que pasaría cuando se activaran.

En el invierno de 1952 se dispuso a crear una nueva bomba activada por un mecanismo de relojería capaz de soportar una carga mucho mayor. Había avanzado mucho desde sus primeros artefactos rudimentarios y estaba listo para fabricar bombas lo bastante grandes como para que no las ignoraran los directores de periódicos, aun sabiendo que llevaban aparejado un mayor riesgo de captura.

Según la cultura popular, un rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio. Lo mismo podría decirse de los objetivos de F. P. El 30 de junio de 1952 abrió un boquete en una fila de butacas del Lexington Theatre, una sala de cine vieja y descuidada del Midtown construida como teatro de ópera en 1910. Su director supuso que F. P. no volvería allí. Se equivocaba. La repetición de las visitas se convirtió en una pieza estándar de su repertorio y contribuyó al creciente malestar que generó en lugares públicos. Seis meses después, F. P. pasó bajo la marquesina del Lexington Theatre, que relucía como una estrella en la calle Cincuenta y uno, y compró una entrada para Everything I Have Is Yours, un musical de segunda sobre un joven matrimonio que lucha por consolidar su carrera de bailarines.

Una hora después, cuando la esposa descubre que está embarazada y debe dejar la danza, un abrasador destello blanco iluminó el techo de madera y los palcos a los lados del proscenio. Fragmentos de tapicería y escombros carbonizados saltaron por el aire y luego llovieron como confeti sobre las butacas cubiertas de ceniza. Los espectadores se levantaron y miraron a su alrededor espantados, preguntándose qué había pasado. Los oídos les pitaban como alarmas de incendio. Una mujer gritaba desde las butacas situadas sobre el foso de la orquesta. Un reguero de sangre le corría por la pierna.

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