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PRÓLOGO DICIEMBRE DE 1956

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Una fría mañana de diciembre de 1956, poco después del almuerzo, un trío de detectives neoyorquinos salió por la puerta de atrás de la jefatura de policía, cuya cúpula de cobre se alzaba como un sucio templo gris sobre las casas y restaurantes de Little Italy. Al otro lado de la calle, semioculto por la sombra invernal, un cartel con forma de revólver colgaba a las puertas de John Jovino’s, la tienda de armas más antigua de la ciudad, si no del país, donde los patrulleros compraban los cartuchos Special del 38 que rodeaban sus caderas. Justo encima de Jovino’s había una escalera de incendios de la que Weegee, el decano de los fotógrafos de la prensa sensacionalista, se colgaba con su negra Graflex con flash para captar imágenes privilegiadas de asesinos y mafiosos que la policía llevaba esposados a comisaría para ficharlos. En la misma manzana, en la esquina con Grand Street, había un restaurante alemán llamado Headquarters bajo cuyo techo de caoba tallado los jefazos se tomaban su whisky seguido de cerveza en una larga barra de roble cuando estaban fuera de servicio. Los agentes que querían pasar desapercibidos podían entrar al bar por un túnel subterráneo.

Aquel día, los tres detectives no tenían tiempo para esas distracciones. Con el veterano capitán Howard Finney a la cabeza, el trío se llegó a paso ligero hasta un coche patrulla de incógnito, un gran Plymouth verdiblanco estacionado junto al bordillo, para dirigirse al sur por las sinuosas calles del centro en una misión urgente.

Cuatro días antes había estallado una bomba durante la proyección de Guerra y paz en la sala de cine Paramount de Flatbush Avenue, en Brooklyn. A las 19.55, mientras mil quinientas personas contemplaban un salón de San Petersburgo en un tecnicolor de saturados azules y rojos, una explosión atronadora destelló desde la fila GG del patio de butacas, bajo el escenario, seguida de nubes de humo gris. Tras un tenso instante de conmoción, similar a ese momento de silencio que sigue al estallido de una ventana, los gritos inundaron el teatro: gritos de dolor, de pánico y de horror a medida que los espectadores vislumbraban rostros y cabezas abiertos por la metralla. El público se puso en pie de golpe, como un coro de fieles para entonar un salmo, y se precipitó hacia las salidas dejando atrás seis heridos. En la pantalla, la bella Audrey Hepburn, deslumbrante con su diadema y su vestido de noche, bailaba un vals bajo los claros ojos azules de Henry Fonda.

La explosión de la sala Paramount no fue un suceso aislado. Cualquier neoyorquino que leyera la prensa sabía que la policía llevaba dieciséis años buscando a un individuo que ponía bombas en serie y se identificaba únicamente con las iniciales F. P. Ya había puesto treinta y dos artefactos explosivos caseros en los espacios públicos más concurridos de la ciudad —cines, estaciones de metro y de tren, en una estación de autobuses y en una biblioteca—, y había herido a quince personas. Casi todas las bombas habían sido programadas para estallar poco después de las cinco de la tarde, en plena hora punta.

F. P. aún no había matado a nadie, pero que lo hiciera solo era cuestión de tiempo. El New York Journal-American, un diario de la tarde de corte combativo, lo llamó «la mayor amenaza individual a la que se haya enfrentado Nueva York».[1] «La captura de un psicópata fabricante de bombas con una reivindicación insaciable e insensata», decía el periódico, era «el desafío más angustioso de los tiempos modernos».[2]

En todos esos años, un período que se remontaba a 1940, el mayor y más formidable cuerpo policial del mundo no había logrado hacerse con ninguna pista relevante. Su fracaso aún podía excusarse mientras el Loco de las Bombas fabricara artefactos rudimentarios e ineficaces, pero en 1956 demostró una nueva capacidad letal y además declaró su intención de matar en varias furiosas y farragosas cartas que envió a directores de periódico, todas ellas firmadas con las crípticas iniciales F. P.

El ambiente de Nueva York, ya enrarecido por la ansiedad de la Guerra Fría, era cada día más sombrío. Cada bomba hacía que la policía pareciera más impotente. El alcalde habló de desgobierno. A la mañana siguiente del atentado en el Paramount, el nuevo comisario de policía, Stephen P. Kennedy, ordenó la «mayor operación de búsqueda de la historia del departamento de policía».[3]

La desesperación llevó a la policía por un derrotero que jamás se había planteado en los ciento once años de historia del departamento. Aquella tarde de finales de otoño, el capitán Finney y sus dos compañeros de la Brigada de Explosivos salieron de la jefatura para visitar al doctor James A. Brussel, un psiquiatra experto en los entresijos de la mente criminal. Si las pruebas materiales no llevaban a la policía hasta F. P., quizá lo lograra su información emocional.

En las oficinas centrales del Departamento de Salud Mental del Estado de Nueva York, en Broadway, donde el doctor Brussel trabajaba como subinspector, un personaje enjuto de sonrisa jocosa y fino bigote teñido a tono con su oscuro pelo negro peinado hacia atrás, saludó al capitán Finney. Brussel repartía su tiempo entre las oficinas de dicho departamento y una consulta privada en su casa, situada en el recinto de un hospital psiquiátrico de Queens. Si el capitán Finney era serio y circunspecto, el doctor Brussel era todo lo contrario: asertivo, ingenioso y dotado de una vivacidad exaltada rayana en la locura.

El capitán Finney vació una cartera de pruebas sobre el escritorio del doctor. De ella salieron fotografías de artefactos sin explotar y butacas de cine destripadas a navajazos junto con fotocopias de cartas de extraña redacción e informes de escenas del crimen reunidos a lo largo de dieciséis años. «Las bombas y las cartas: eso era todo cuanto tenía la policía», escribió después Brussel. «El resto era un misterio».[4]

Los tres detectives apenas movieron un pelo mientras el doctor ojeaba las pruebas, deteniéndose de vez en cuando para tomar notas en una libreta. A medida que acumulaba información, su mente barajaba posibilidades. El capitán Finney «era un hombre bajo y fornido de mucho talento y pocas palabras», escribió después el doctor Brussel. «Me miraba esperando que dijera algo. Yo miraba el montón de cartas y fotografías que había lanzado sobre mi mesa».[5]

El doctor Brussel percibió que el capitán Finney, un tipo silencioso y reflexivo, estaba dispuesto a escuchar al margen de lo descabellada que pudiera parecer la retroalimentación psiquiátrica. Los otros dos detectives de la Brigada de Explosivos apenas disimulaban su escepticismo. Parecían caricaturas del poli duro: anchos hombros y tórax voluminoso, mandíbula cuadrada y perenne barba de un día. Ponían los ojos en blanco y se sonreían de soslayo, como unos niños traviesos obligados a asistir a misa. «Se movían nerviosos, suspiraban e intercambiaban miradas de guasa y de impaciencia», escribió el doctor Brussel. «Atrapar delincuentes era asunto de la policía. ¿Qué sabría de eso un psiquiatra?».[6]

Para los policías curtidos en la calle, un psiquiatra no merecía más crédito que un médium o un adivino. Brussel sabía que al aventurarse a hacer una valoración psiquiátrica del Loco de las Bombas —lo que hoy se conoce como perfil—, estaba poniendo en peligro la credibilidad de su profesión. Y la suya propia.

Al cabo de dos horas, el doctor se levantó de su escritorio y se plantó junto a una ventana con vistas al ayuntamiento. El sol, ya bajo, proyectaba sus débiles rayos invernales sobre los solemnes edificios municipales en un anochecer gris azulado. Doce plantas más abajo, la primera oleada del tráfico de la hora punta se densificaba con los aerodinámicos sedanes y los taxis que atestaban Broadway. Las farolas centelleaban. Chambers Street se iba llenando de hombres con gabardina y sombrero que caminaban deprisa, como acostumbran los neoyorquinos, con la cabeza gacha y los hombros encorvados de frío. «Cualquiera de entre la gente que veía abajo podía ser el Loco de las Bombas», escribió el doctor Brussel. «Había un hombre de pie junto a un coche. Otro, ocioso en un portal. Otro paseaba con la mirada fija en los edificios. Todos ellos estaban en esas calles a esa hora por algún motivo. Tal vez fuera un motivo legítimo, tal vez no. . . Se sabía tan poco del Loco de las Bombas que prácticamente cualquier ciudadano escogido al azar podía ser el sospechoso. Cualquiera. . . y ninguno».[7]

La búsqueda había durado tanto y había generado tanta frustración que el capitán Finney y sus hombres habían llegado a tener la sensación de estar persiguiendo a un espectro que anduviera suelto por las calles. «Parecía un fantasma», recordó después el doctor Brussel, «pero tenía que ser de carne y hueso. Había nacido, tenía madre y padre, comía y dormía, y andaba y hablaba. En alguna parte había gente que lo conocía, veía su cara, oía su voz. . . Probablemente miles de personas de Nueva York y sus alrededores habían tenido algún contacto fugaz con él en un momento u otro. Se sentaba junto a otras personas en el metro y el autobús, pasaba a su lado en las aceras, se codeaba con ellas en las tiendas. Y aunque a veces pareciera hecho de una materia nocturna, etérea, incorpórea, era evidente que existía».[8]

Durante largo rato dio la impresión de que el doctor Brussel había entrado en trance, como si se esforzara en oír una señal entre el rumor de fondo de la ciudad —un repiqueteo psíquico— que lo llevara hasta el Loco de las Bombas.

Mientras observaba a los extraños arremolinarse en la calle, algo se aclaró en su mente, como cuando los píxeles se juntan para formar una imagen nítida, y apareció el retrato detallado de un hombre de carne y hueso. El doctor se volvió hacia el capitán Finney y describió a su fugitivo hasta el más mínimo detalle, incluido el corte de su chaqueta.

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