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PREFACIO

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Este libro trata de la locura, de una locura cargada con pólvora. En estas páginas habita un criminal en serie con predilección por las bombas, un esquizofrénico paranoide que aterrorizó Nueva York durante un largo y terrible período de la década de 1950. Sus casi tres docenas de artefactos de fabricación casera destinados a estallar en lugares públicos gestaron una cultura del miedo cuarenta años antes de que el terrorismo se convirtiera en una obsesión estadounidense. En él se encarnó todo cuanto había de perturbador en los años que W. H. Auden llamó «la edad de la ansiedad».[1] Por muy crueles que fueran, las dos guerras mundiales del siglo podían llegar a entenderse. El Loco de las Bombas, no. Era como una distorsión onírica del malestar de posguerra: desquiciado, despiadado, perpetuamente oculto entre las sombras de la gran ciudad.

El Loco de las Bombas tenía un legítimo motivo de queja contra un empresario indiferente, pero su resentimiento se transfiguró en una ira que lo corroía por dentro, alimentada por un veneno surgido de un agujero negro psíquico donde la lógica no funciona. Me corrijo: donde la lógica normal no funciona. Los esquizofrénicos se rigen por su propia lógica, que nosotros no comprendemos.

Desde luego, el Departamento de Policía de Nueva York (NYPD) no la comprendía. Los detectives de Nueva York, famosos por su tenacidad, dieron un traspié tras otro, hostigados por una jauría de periodistas a cada paso. La policía llevaba más de un siglo recurriendo a la fuerza y las piernas para atrapar a los malhechores. La calle respetaba la porra, y no había más que hablar. Sin embargo, ese eficaz método de mano dura era inútil contra un esquizofrénico que ponía bombas en serie. «Pocas veces en la historia de Nueva York»,[2] escribió la Associated Press, «ha supuesto un caso tal tormento para la policía».

La furia destructora del Loco de las Bombas se desató en un momento en que la ciencia estaba transformando la visión estadounidense del mundo. Jonas Salk halló la vacuna contra la poliomielitis y erradicó así una enfermedad que había dejado una estela de cientos de miles de tullidos; los Laboratorios Bell allanaron el camino a la electrónica moderna y a todo lo que llegó con ella al inventar el transistor de silicio, y el físico Edward Teller creó la bomba de hidrógeno.

Sin embargo, los avances científicos no hicieron mella en la rutina policial, al menos no en Nueva York. Los testarudos comandantes y corruptos capitanes de distrito del NYPD se resistieron a los nuevos métodos que preconizaban los criminólogos con estudios superiores hasta que el criminal que ponía bombas en serie los obligó a adaptarse. Solo cuando la captura de este se convirtió en una necesidad urgente, la policía dio un paso sin precedentes: preguntó a un psiquiatra qué revelaban las pruebas forenses sobre el trastornado mundo interior del aquel hombre. ¿Qué extraña clase de persona era y qué hiriente experiencia vital lo había arrastrado a su vocación asesina? En otras palabras, pidieron al psiquiatra que inventara una nueva técnica de investigación criminológica, capaz de penetrar en la mente del terrorista, si bien la expresión «perfilación criminológica» aún iba a tardar otras dos décadas en acuñarse.

Hasta entonces, los únicos investigadores que habían esbozado retratos de la historia emocional de un delincuente solo existían en los relatos de Edgar Allan Poe y sir Arthur Conan Doyle. Sherlock Holmes analizaba las pruebas y evocaba a chantajistas y asesinos con precisión fotográfica, pero ¿podía un psiquiatra hacer lo mismo en la vida real? ¿Podía la vida imitar a una novela policíaca?

Hoy suele ser el arte el que imita a la vida. La televisión y el cine nos han abrumado de tal modo con relatos ficticios sobre la perfilación criminológica que olvidamos fácilmente la innovación que esta supuso en 1957. Todos los perfiladores de hoy, reales o televisivos, descienden del psiquiatra que retrató al Loco de las Bombas con asombrosa precisión.

El que sigue es un relato sobre los albores de la perfilación criminológica. Todo lo que cuentan estas páginas es cierto, incluidas las citas (obviamente, los pensamientos del Loco de las Bombas son mera especulación). Como toda historia impactante, encierra una pregunta sin respuesta: ¿Puede la ciencia por sí sola vislumbrar los entresijos de la mente humana, o acaso la verdadera comprensión precisa del poder iluminador de la intuición? ¿Cómo se capta el ingenio de un loco? Estas cuestiones me han tenido cautivado durante los tres años que he trabajado en este libro. Por el camino he llegado a entender que escribir sobre la locura es escribir sobre uno mismo, aunque sea indirectamente.

Incendiario

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