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2 LA BRIGADA DE EXPLOSIVOS

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OCTUBRE DE 1951

La Brigada de Explosivos empezaba su turno de noche justo cuando F. P. salía del Paramount Theater aquel 22 de octubre. Los detectives mataban el tiempo en una sala de reuniones de la planta superior de un edificio de ladrillo rojo de tres plantas, situado en Poplar Street, que se recortaba sobre la larga pendiente de la salida del puente de Brooklyn, en un rincón casi desierto del barrio de Brooklyn Heights. Del techo colgaban modelos en miniatura de una docena de bombas, como aviones de juguete en el cuarto de un niño.

Los detectives estaban sentados ante grises mesas de metal, enfundados en sus trajes baratos de funcionarios del gobierno, con las estrechas corbatas aflojadas y los sombreros echados hacia atrás, gestionando papeleo y gastándose bromas. Si la noche se presentaba tranquila, quizá pudieran jugar una mano de rummy. Tras las ventanas centelleaban las luces verdes que colgaban de los cables del puente. Cabe suponer que hablarían de los New York Giants, que dos días antes habían remontado de 17–0 en el descanso a batir a los Philadelphia Eagles en el Polo Grounds. En todo caso, su charla debía de ser tranquila y desenfadada, pese al esquivo individuo que ponía bombas en serie y les amargaba los días. A fuerza de costumbre, los detectives de la Brigada de Explosivos fingían esa actitud deliberadamente relajada propia de los que trabajan en íntimo contacto con situaciones de riesgo, como si reservaran su agudeza para cuando fuera más necesaria.

La brigada se componía de diez detectives, casi todos antiguos oficiales de artillería del ejército o artificieros civiles que, por cierta singularidad de su carácter, habían decidido ganarse la vida manipulando explosivos. Todos eran voluntarios. Todos estaban casados y tenían hijos. En los círculos policiales, su labor se tenía por la más peligrosa del mundo. El valor no reportaba a esos hombres un complemento por peligrosidad ni prestaciones especiales, y su índice de rotación era de los más bajos del departamento de policía.

El trabajo conllevaba períodos de aburrimiento relevados por momentos de puro y simple terror. La conciencia de lo que podía suceder era algo de lo que no se hablaba, pero no los abandonaba. «Es un pequeño coqueteo que mantenemos con lo desconocido»,[1] dijo el capitán Finney, comandante de la brigada y de su laboratorio de criminalística.

Apenas existía entrenamiento para el terrible trabajo de manipular y desactivar explosivos. El capitán Finney les proporcionaba una instrucción informal, sin protocolos ni procedimientos, consistente tan solo en una serie de prohibiciones heredadas de los veteranos de la brigada. Jamás rendirse a la curiosidad. No fumar nunca cerca de explosivos. No manipular nunca paquetes sospechosos sin una orden previa. No inclinarlos ni darles la vuelta. No llevarlos jamás a una comisaría ni a un espacio público habitado. No cortar nunca un cordel ni levantar una tapa. No sumergir jamás una bomba en agua. No abrir nunca un maletín del modo habitual, sino extrayendo los tornillos de las bisagras. Todas eran lecciones aprendidas por las malas.

Los estadounidenses se olvidan pronto de la violencia, pero la Brigada de Explosivos nunca olvidaba. Sus diez detectives tenían muy presente lo ocurrido cuarenta y tres años antes, en enero de 1908, cuando estalló una bomba en la fachada de Pasquale Pati & Sons, un banco de Elizabeth Street al servicio de la creciente población de trabajadores italianos pobres que atestaban las sórdidas viviendas de Little Italy, donde los niños jugaban en calles llenas de excrementos de caballo y la colada ondeaba en cuerdas tendidas entre ventanas. Diecisiete años después de llegar de Calabria, Pati se había convertido en el J. P. Morgan de Little Italy y demostraba su solvencia en términos que sus depositarios entendían: cuarenta mil dólares en monedas de oro y billetes que exhibía en su escaparate para admiración de los transeúntes.

En los momentos siguientes a la explosión, Salvatore, el hijo de Pati, correteó por la calle alfombrada de cristales dando brincos para cazar los billetes que revoloteaban mientras le chorreaba sangre de un corte sobre el ojo izquierdo. Los que pusieron la bomba se escabulleron entre carretillas y clientes. No buscaban el dinero volandero: habían puesto la bomba como venganza. Unos días antes, Pati había abierto en su despacho del banco un sobre que contenía una amenaza de extorsión: pague tributo a la Mano Negra o aténgase al castigo. El papel de la misiva llevaba la silueta en tinta negra de una mano empuñando una daga. Pati se negó a ceder.

Durante los primeros quince años del siglo XX, más de tres millones de italianos desembarcaron de barcos de vapor en Nueva York. La mayoría, como Pati, llegaba en calidad de campesinos —paesani— de poblaciones rurales pobres. Calabreses, sicilianos y apulianos con raídos chalecos y sombreros hongo hacían cola en Ellis Island. Ocultos en aquella gran marea migratoria arribaron soldados de a pie de los antiguos sindicatos del crimen con sede en Nápoles y en la isla de Sicilia que se iban a América huyendo de la persecución por asesinato y otros delitos violentos. La Mano Negra abordaba a los fugitivos en los muelles y los ponía a trabajar. Uno a uno, todos los comerciantes de las calles Mulberry y Mott recibieron cartas de extorsión con el sello negro de bombas humeantes y otros símbolos amenazantes. «Ay de usted si no decide comprar su felicidad futura», advertían. «Traiga el dinero si no desea morir».[2]

Los comerciantes que se negaban a pagar la cuota —que solía oscilar entre cincuenta y cien dólares— podían esperar una bomba en el buzón o arrojada al salón donde jugaban sus retoños, o cualquier otra cruel revancha. En 1909 se halló el cadáver de uno de esos hombres que se resistían a la extorsión embutido en un barril y con los genitales metidos en la boca.

La Mano Negra confirmó la opinión de muchos neoyorquinos de que los italianos que las pasarelas de los vapores vertían en masa eran una casta sucia y belicosa infectada de los hábitos violentos de Europa. Habían llevado al caos a América, igual que la fruta importada contagia una plaga.

Los ciudadanos honrados y respetuosos de la ley de Little Italy temían que la Mano Negra mancillara su buena reputación, ganada con el sudor de su frente. El Bollettino della Sera, un periódico italiano que se editaba en el Lower Manhattan, advertía de que las «puertas de este país se cerrarán a los italianos si continúan las atrocidades de la Mano Negra».[3]

En diciembre de 1908, un grupo de detectives nacidos en Italia celebró una reunión secreta encima de una taberna de Centre Street. Un teniente de rostro rollizo llamado Joe Petrosino se puso en pie para dirigirse a sus colegas. Medía solo metro sesenta, pero pesaba noventa kilos, y su gran barriga le daba aspecto de tonel. Dispensado del requisito de altura por el departamento de policía, se había incorporado al cuerpo con veintitrés años. Pese a su corta estatura, demostró ser hábil con los puños y acumuló un historial de detenciones espectacular. Sus colegas, entre cuyas filas predominaban los irlandeses, lo apodaban «el Dago»,[*] pero lo trataban con respeto. En 1895, Teddy Roosevelt, por entonces comisario de policía, lo nombró jefe de la Brigada de Homicidios.

Lo que Petrosino proponía era crear un cuerpo clandestino de policía, la Brigada de Explosivos original, para luchar contra la Mano Negra. Debían formarlo detectives italianos, ya que los comerciantes de Little Italy jamás confiarían en policías irlandeses.

El propio Petrosino superó todas las expectativas, pues detuvo a quinientos delincuentes y redujo las bombas a la mitad. Se colaba de incógnito en las tabernas y los restaurantes italianos de Prince Street y obtenía información disfrazado con un sombrero de fieltro de ala ancha, bigote falso y un pañuelo rojo atado al cuello. Infiltrándose entre los agentes de la Mano Negra descubría sus conspiraciones y planes secretos con una facilidad que sus colegas irlandeses no podían ni imaginar y consignaba todo en un diario al que llamaba «la biblioteca del crimen».

«Conocía todas las modalidades de asesinato a la siciliana y a la calabresa», escribió The Washington Post en la época, «y le bastaba con echar un vistazo a las heridas de un cadáver para saber qué había inspirado el asesinato y qué rama de la Mafia era la responsable».[4]

Sin embargo, las detenciones por sí solas no podían erradicar a la Mano Negra. Petrosino debía matar la red de raíz. Por suerte para él, una nueva ley permitía a la policía deportar a los inmigrantes condenados por un delito en otro país durante un período de tres años después de su llegada a Estados Unidos. Para sacar partido a esa ley, debía viajar a su tierra natal y obtener el historial criminal de los gánsteres sospechosos que operaban en las calles de Nueva York. «Estados Unidos se ha convertido en un vertedero de todos los criminales y bandidos de Italia, Sicilia, Cerdeña y Calabria»,[5] dijo Petrosino.

En febrero de 1909, Petrosino se despidió de su esposa Adelina y de su hija de un año y embarcó en un vapor para Génova. En su equipaje llevaba un revólver del 38 y una libreta con una lista de posibles informantes. Había pensado viajar de incógnito haciéndose pasar por un empresario aquejado de una infección intestinal que buscaba tratamiento en Italia, pero unos días antes de su partida The New York Herald publicó un artículo en el que detallaba su misión. Aquello lo ponía en peligro. Monseñor John F. Kearney, su pastor en la antigua catedral de San Patricio, en Little Italy, le advirtió de que tal vez no volvería. «Probablemente no», dijo Petrosino con una sonrisa, «pero mi deber es ir, y voy a hacerlo».[6]

El 12 de marzo a las nueve de la noche, Petrosino salió de un restaurante de Palermo para encontrarse con unos informantes en la Piazza Marina. Era una trampa. Dos hombres se le acercaron cuando se hallaba bajo una frondosa higuera y le pegaron cuatro tiros. Él sacó su revólver y devolvió el fuego. No dio en el blanco, pero el ruido alarmó a un marinero que andaba por allí y que se arrodilló a su lado cuando los ojos del detective se quedaron fijos.

La Mano Negra expiró poco después que Petrosino, pero la brigada en ciernes, rebautizada Brigada contra Radicales y Explosivos, siguió ocupándose de bombas esporádicas, casi todas obra de extranjeros. En los años del Terror Rojo posterior a la Primera Guerra Mundial era más probable que pusieran bombas los anarquistas o los bolcheviques que los extorsionadores. Los manuales de fabricación de bombas circulaban junto con manifiestos radicales, y sus objetivos, lo mismo que hoy, eran los símbolos del poder y del dinero estadounidenses.

La cálida mañana del jueves 16 de septiembre de 1920, poco antes del mediodía, un desvencijado carromato del tipo que se usaba para repartir leche y huevos traqueteaba hacia el este por Wall Street. Su cochero tiró de las riendas para frenar a la yegua alazana frente al Banco J. P. Morgan, cuya cúpula se alzaba como una pétrea ciudadela en la esquina de Wall Street con Broad Street, un cruce conocido en los círculos financieros como «the Corner» («la Esquina»). Al otro lado de la calle se alzaba la Bolsa de Nueva York, y en la esquina opuesta se erguía una estatua de bronce de George Washington sobre los escalones de granito de la Subtesorería, señalando la sede de su investidura y el lugar donde el Congreso se reunió por primera vez.

Siete meses antes, hombres y mujeres se habían agolpado en esas calles para vitorear a veinticinco mil soldados que desfilaban a su regreso de la Gran Guerra. Durante la posguerra, los estandartes y las emotivas marchas de Sousa dieron paso a un declive —desempleo, cierre de fábricas, familias sin hogar— y a las desagradables privaciones de la Ley Seca. Llegaron tiempos duros y turbulentos. Los bolcheviques habían asesinado a la familia imperial rusa en 1918, y había motivos para creer que la revolución se propagaría a América. En 1918 y 1919 estallaron varias bombas, dos de ellas diseñadas para asesinar al fiscal general, A. Mitchell Palmer. El presidente Woodrow Wilson, temeroso de una insurrección, devolvió el golpe. El 2 de enero de 1920 fueron detenidos más de tres mil sospechosos de izquierdismo en treinta ciudades, y cientos fueron deportados bajo la sospecha de ejercer «fuerza y violencia».

Ocho meses después de las detenciones aquel carromato se detuvo en Wall Street, cortando el tráfico. En lugar de apartarlo, el cochero descendió por el estribo y se escabulló. El carromato permaneció parado unos minutos, con su yegua cabeceando contra el ronzal y espantando moscas con la cola. Enfrente, los socios del Morgan asistían a su reunión diaria en una sala de conferencias de la segunda planta. Unas manzanas al oeste, las campanas de Trinity Church anunciaron el mediodía. Un enjambre de recaderos, oficinistas y corredores de bolsa inundó la calle a la hora del almuerzo, ajeno al tictac amortiguado por la arpillera tendida sobre el carromato. Entonces, sin previo aviso, Wall Street estalló. Cuarenta y cinco kilos de dinamita hicieron trizas el carromato y su caballería. A los explosivos se habían añadido pesos de ventanas de guillotina cortados por la mitad que acribillaron a los peatones como balas dentadas y mataron a treinta de ellos. (Otros ocho murieron en el hospital). La onda expansiva barrió Wall Street e hizo saltar por los aires a cientos de civiles.

Cuando se disipó el humo, dejó a la vista ventanas hechas añicos hasta en la decimosegunda planta. Había carne de caballo y miembros humanos en medio de charcos de sangre. La cabeza cortada de una mujer, con sombrero y todo, colgaba pegada a una pared. Un banquero del Morgan encargado de las remesas de oro recibió el impacto de un proyectil metálico y se desplomó muerto sobre su escritorio. En la calle llovía metralla de cristales rotos. Los supervivientes, presa del pánico, corrieron en estampida por Wall Street pisoteando a los heridos. Varias mujeres se quedaron a ayudar e hicieron tiras de sus enaguas para vendas y torniquetes. A los pies de bronce de George Washington se alineaban cadáveres bajo sábanas blancas. Los corredores de bolsa lloraban. Por unas horas, el cruce más caro del mundo pareció una de las ciudades europeas bombardeadas sobre las que los neoyorquinos habían leído durante la Primera Guerra Mundial.

Arrastrado por una marea patriótica, el país juró vengarse de los terroristas extranjeros, al igual que ochenta y un años después, tras otro atentado de septiembre a solo unas manzanas de allí. Algunos advirtieron de que el presidente Wilson se servía del suceso como excusa para arrebatarles derechos civiles. Temían que la venganza solo provocara más violencia y mancillara la reputación internacional de Estados Unidos.

Por primera vez la palabra terrorismo ganó terreno en el léxico estadounidense. Los investigadores dedicaron meses a vigilar a anarquistas en países tan lejanos como Rusia o Polonia, sin resultado. El atentado de Wall Street contribuyó a confirmar las sospechas de que Europa era una incubadora incorregible de anarquía y odios incontrolables.

El mismo recelo planeó dos décadas después sobre los preparativos de la Exposición Universal en Flushing Meadows, en Queens. Era un curioso año para celebrar la unión de las naciones. Cuando la exposición abrió sus puertas, en abril de 1939, Hitler ya había invadido Checoslovaquia, e Italia pisoteaba Albania. Sin embargo, la muestra siguió adelante con su alegre promesa de una vida mejor. Cuarenta y cuatro millones de visitantes cruzaron sus torniquetes para admirar «el mundo del mañana», que exhibía el último grito en dispositivos y productos como televisores en blanco y negro, escaleras mecánicas, fotografía en color, hilo de nailon, lámparas fluorescentes y aire acondicionado. La exposición hablaba con sincero entusiasmo de un mundo donde las máquinas lavaban la ropa y los países avanzaban juntos en paz. El futuro sería «tan armonioso como las estrellas en su curso allá en lo alto».[7]

Aquel optimismo no impidió montar guardia al NYPD. Cuando se inauguró la segunda fase de la exposición, en la primavera de 1940, Francia había caído y en Londres estaban evacuando a los niños. Los pabellones de Gran Bretaña e Italia quedaban enfrente, con la plaza de la Paz en medio: ambos países estaban en guerra.

El 4 de julio a las tres y media de la tarde, un electricista halló una sospechosa bolsa de lona en un cuarto de cuadros eléctricos de la segunda planta del pabellón británico. Pegó el oído a la bolsa y oyó un sordo tictac en sus entrañas. ¿Sería la bolsa de un obrero que había dormido allí y tenía dentro una radio o un despertador? El electricista la llevó abajo y, atravesando una multitud de unos mil quinientos visitantes reunidos para tomar el té de la tarde, se la entregó a su supervisor, que a su vez la llevó de nuevo a través del gentío a un despacho de seguridad. Un guardia llamó a la policía. Dos detectives de paisano la llevaron a un tramo vacío cerca de una vía de acceso que discurría tras el pabellón de Polonia, la depositaron en el suelo y se alejaron: seguía oyéndose el tictac. Cerca «había mucha gente tomando copas en una plaza bajo alegres sombrillas»,[8] informó The New York Times.

El detective de la Brigada de Explosivos Joseph Lynch estaba en su pisito del Bronx jugando al bridge con su esposa Easter y su suegra cuando sonó el teléfono. Él y Easter tenían pensado ir a visitar a su hija de diez años, Essie, que estaba ingresada en el St. Joseph Hospital de Yonkers a causa de una dolorosa infección de huesos. En cuanto colgó el teléfono, Lynch salió disparado. Mientras se dirigía a la puerta le dijo a Easter que volvería para cenar. Luego recogió a su compañero, Freddie Socha, en el coche de su hermana. «Era su día libre», dijo después Henry, el hermano de Socha. «De haber hecho mejor día, probablemente habría salido con su mujer y no habría estado en casa cuando llamó su compañero».[9]

Los dos hombres se dirigieron —y rápido— a Flushing Meadows. Se acercaron a la bolsa con cautela, sin equipo protector, vestidos con los trajes oscuros que tanto gustaban a los detectives. Tras consultarlo entre ellos con cierto nerviosismo, Socha puso la bolsa de lado y le hizo un agujero de cinco centímetros en una esquina para que Lynch pudiera mirar dentro. Con el ojo pegado al agujero, este vio varios de los dieciséis cartuchos de dinamita que había en su interior, atados y con clavos como metralla, y dijo en voz baja: «Es cosa fina»,[10] dando a entender que era una auténtica bomba. Antes de que Socha pudiera responder, la bomba les estalló en la cara. La explosión abrió un cráter de metro y medio, y arrancó la corteza de un arce cercano cuyas hojas revolotearon hasta el suelo. El cuerpo de Socha voló a tres metros de la explosión. El de Lynch aterrizó destrozado a más de diez metros. El estallido retumbó como una descarga de artillería a través de la cápsula del tiempo de Westinghouse, la pista de carreras que coronaba el pabellón Ford y la plataforma del salto con paracaídas. La mayoría de los visitantes creyó que se trataba de fuegos artificiales.

A más de ciento veinte metros se halló un clavo incrustado en un pedazo de carne que se creía pertenecía a la nariz de Lynch y que se recogió para analizarlo en el laboratorio, un procedimiento aún relativamente nuevo. Los detectives también encontraron un fragmento de reloj de la Connecticut Clock Company, que, según determinaron, se había programado para detonar la bomba en el momento en que ambos hombres examinaban la bolsa. Se sospechó del IRA (Ejército Republicano Irlandés), pero, al igual que en el caso del atentado de Wall Street, jamás se atrapó al autor. Al explotar cinco meses antes de Pearl Harbor, es difícil no pensar en aquel haz de dinamita oculto en una bolsa como un preludio de la guerra.

El recuerdo de aquella tarde en la exposición siguió vivo durante toda una generación, como una pesadilla que se niega a soltar su presa. La súbita onda expansiva aniquiladora. Los indefensos detectives lanzados al aire como muñecos de trapo. La música festiva sonando de fondo mientras los ordenanzas se llevaban en carros sus cuerpos descuartizados, o lo que quedaba de ellos.

El eco de aquel horror seguía resonando a través de los años en las salas de la Brigada de Explosivos de Poplar Street donde los detectives estaban de turno la noche del 22 de octubre de 1951, unas horas después de que F. P. saliera del cine Paramount. Sobre la mesa donde los agentes jugaban al rummy, un cartel en el que había trozos de cinc, carbono y alambre extraídos del cuerpo de Joseph Lynch advertía de los peligros del heroísmo temerario.

Los detectives de la Brigada de Explosivos aceptaban la muerte como un riesgo laboral. El destino de Lynch podía ser el de cualquiera de ellos cualquier día. Aun así, atravesaban una racha especialmente angustiosa en su persecución de F. P. por las calles de Nueva York. Para la policía, la actuación de F. P. era una nueva y aterradora frontera. Al menos los extorsionistas y anarquistas de principios de siglo eran comprensibles: sus métodos eran cruentos, pero sus objetivos estaban claros. En la década de 1950, la Brigada de Explosivos iba tras otro tipo de dinamitero: una figura sombría impulsada por la locura.

Lo que más asustaba a los policías de Poplar Street era lo increíblemente escurridizo que era F. P. Su trastorno no facilitaba su captura. Al contrario, parecía poseer grandes reservas de frialdad. Siete meses antes, el 29 de marzo de 1951, había recorrido una concurrida rampa que llevaba a un paso subterráneo abovedado de la estación Grand Central, un espacio embaldosado conocido como la «galería de los susurros». Allí se detuvo y, sin que los transeúntes se dieran cuenta, dejó caer una bomba en un cenicero lleno de arena a las puertas del Oyster Bar. El artefacto explotó con una ensordecedora reverberación en plena hora punta, arrojando arena y fragmentos metálicos. El humo aún llenaba el pasaje cuando sonó el teléfono del Oyster Bar. «¿Ha habido muchos daños?», preguntó una voz de hombre con un leve acento extranjero. La bomba podría haber matado a varios viajeros si F. P. la hubiera colocado con esa intención. Al parecer escogió a propósito un lugar apartado, a modo de disparo de advertencia.

A los detectives les preocupaba más la perseverancia de F. P. que dónde pusiera las bombas. En los meses siguientes colocó artefactos en la Biblioteca Pública de Nueva York, situada en la Quinta Avenida; en el vestíbulo oeste de la estación Grand Central, y en una cabina telefónica y en el vestíbulo de la sede central de Con Ed. Además, abrió un boquete en un muro de hormigón de la estación de autobuses de la Autoridad Portuaria que llenó el vestíbulo de remolinos de humo en la hora punta. Su ritmo se aceleraba.

La Brigada de Explosivos respondió a cada aviso con total rapidez —de día y de noche—, con una flota de coches patrulla de techo blanco y un viejo furgón Chevrolet verde forrado de paneles de nogal y equipado con el complejo material antiexplosivos creado para la protección de los agentes —y del público— tras la explosión de la Exposición Universal. (Jamás volvería a acercarse un detective a una bomba sin protección, como hicieron Lynch y Socha.) La brigada hizo todo cuanto se le pidió, todo menos efectuar una detención.

Hacía tan solo una semana, F. P. había llamado a Grand Central para avisar de que había una bomba en marcha en una taquilla. «Escúchenme bien», dijo con una voz trémula que delataba su agitación. «Hay una bomba en una taquilla en la planta principal de la estación Grand Central». No dijo en qué taquilla.

La Brigada de Explosivos acordonó la sala de espera principal y llevó a cabo un tedioso registro de las tres mil taquillas que duró tres horas. La mitad estaban ocupadas. El encargado de la consigna iba a la cabeza a lo largo de las hileras de taquillas abriendo cada una de estas con un hábil giro de muñeca en el sentido de las agujas del reloj con la llave maestra que llevaba atada a una trabilla del pantalón con una larga cuerda trenzada.

El sargento Peter Dale, el larguirucho pero recio jefe de la Brigada de Explosivos, inspeccionaba su contenido con una linterna. También llevaba consigo un fluoroscopio, un aparato de rayos X que se usaba para obtener imágenes del interior de bolsas y paquetes. A las tres y media de la tarde, la brigada llegó a la última taquilla. Dentro había una vieja maleta amarilla. Dale miró por un agujero de una esquina y negó con la cabeza. No había ninguna bomba. Solo encontraron una interminable serie de maletines y bolsas deportivas y de compras. Todo había sido un truco ideado para hacerles perder el tiempo.

F. P. aún no había matado a nadie, pero se suponía que era cuestión de tiempo. El capitán Finney, el jefe de Dale, necesitaba dar pronto con alguna pista, o sus hombres acabarían sacando bolsas de cadáveres de sitios destrozados por bombas bajo los estridentes flashes de los fotógrafos de la prensa sensacionalista. Entretanto, el asedio del Loco de las Bombas empezaba a poner nerviosa a una población ya inquieta por el aumento de la delincuencia. Los periódicos llenaban columnas con noticias de robos, atracos y peleas entre bandas, pero aquella violencia aleatoria, de desconocido a desconocido, resultaba particularmente escalofriante. Quien ponía las bombas era un fantasma, un hombre del saco en el que se concitaban las ansiedades reprimidas de la era del hongo nuclear.

La noche del 22 de octubre, F. P. regresó a su hogar desde el cine Paramount mientras la Brigada de Explosivos mataba el tiempo en Poplar Street. En la calle Cuarenta y uno Oeste, el redactor jefe de la sección local del Herald Tribune estaba sentado en la sala de redacción, pálido bajo la cruda luz azulada del fluorescente, revisando un artículo sobre una huelga de estibadores que tenía paralizado el muelle neoyorquino y el transporte ferroviario de mercancías. Era una noche apremiante para la prensa. Aquel día los soviéticos habían probado un arma nuclear, y los redactores discutían sobre qué noticia debía ir en primera plana a la mañana siguiente.

A las diez y cuarto de la noche, un recadero entregó al redactor jefe un sobre llegado por correo exprés con matasellos de Mount Kisco, una ciudad dormitorio del condado de Westchester. Las cartas llegaban a cientos, pero el correo exprés requería atención inmediata. El redactor jefe cortó en seco a un combativo reportero y rasgó el sobre. Su remitente avisaba de que había una bomba en los servicios del cine Paramount, en Times Square, dos manzanas al norte de las oficinas del Herald Tribune:

LAS BOMBAS SEGUIRÁN HASTA QUE LA CONSOLIDATED EDISON COMPANY COMPAREZCA ANTE LA JUSTICIA POR SUS MEZQUINDADES CONTRA MÍ. HE AGOTADO TODAS LAS VÍAS ALTERNATIVAS. CON LAS BOMBAS INTENTO QUE OTROS CLAMEN JUSTICIA PARA MÍ. SI NO OBTENGO JUSTICIA SEGUIRÉ, PERO CON BOMBAS MÁS GRANDES.

Como de costumbre, firmaba F. P.

La Brigada de Explosivos llegó al Paramount en una procesión de coches patrulla de incógnito con el furgón verde a la cola. Cerca aguardaban camiones de bomberos y ambulancias. El telón acababa de caer en una docena de salas, y las calles se inundaron de peatones apresurados en busca de taxi o camino del metro de Times Square. En las aceras, el gentío cedió el paso a los detectives, que abrieron las dobles puertas que llevaban al vestíbulo art déco del Paramount donde F. P. había comprado su entrada hacía menos de cinco horas. La policía del distrito sur del Midtown ya había acordonado los servicios de la planta baja sin alarmar al público. Era mejor que no cundiera el pánico. Mientras el detective ficticio de la pantalla de la planta superior daba caza a duros gánsteres en el muelle, los detectives de carne y hueso invadieron los servicios de abajo para buscar la bomba bajo lavabos e inodoros. Nada. Entonces un detective extrajo la rejilla de un conducto de ventilación en el baño de caballeros. Allí estaba: un trozo de tubería sellado por ambos extremos.

A continuación venía la delicada tarea de determinar la naturaleza de la bomba y retirarla de forma segura. «Cada máquina infernal es diferente», explicó William Schmitt, un mofletudo detective veterano de la Brigada de Explosivos. «Las que funcionan con ácido, las que van con un reloj, las de posición. Alejamos a la gente y luego nos planteamos qué hacer».[11]

La tarea recayó en Peter Dale, el sargento nombrado por el capitán Finney para dirigir las operaciones manuales de la brigada, mientras que él supervisaba a esta y a su filial, el laboratorio de criminalística. El capitán Finney era el director silencioso y cerebral, separado de las filas por su formación y su dominio de la teoría forense. Dale era todo lo contrario: sociable y más inclinado al trabajo físico, con un temperamento vivaracho que la inminencia del peligro no empañaba.

En el baño de la planta baja del Paramount, el sargento Dale se embutió sobre su pelo gris cortado al rape un casco de acero con forma de cubo y con ranuras para los ojos, similar a la capucha de un verdugo; se protegió los robustos brazos con guantes a prueba de balas y se ató alrededor del torso unas placas metálicas superpuestas envueltas en lona verde y ajustadas con un cinturón, de las que colgaba una tira que le protegía la entrepierna. Mientras se disponía a enfrentarse a solas con la bomba, el miedo bañó su rostro de sudor. Tras la catástrofe de la Exposición Universal, la brigada había adoptado la norma de exponer solamente a un detective en el radio de peligro.

«Este tipo de trabajo genera siempre mucha tensión», dijo Dale. «Tu cuerpo es un manojo de nervios. Quien te diga que no le importa es un chalado».[12]

El sargento Dale se había incorporado a la Brigada de Explosivos en 1940 como sustituto del detective Lynch, tres meses después de que este falleciera al estallar la bomba de la Exposición Universal, y en los once años siguientes ascendió a jefe de brigada. Su padre y su abuelo habían sido polvoristas, profesionales expertos en explosivos que dinamitaban túneles y cimientos de edificios. Durante casi toda su juventud, Dale quiso seguir sus pasos. Dejó los estudios antes de acabar la secundaria para entrar de aprendiz de barrenero y chico de la pólvora en los trabajos de su padre y estaba a punto de conseguir su licencia de artificiero cuando su progenitor enfermó. Mientras agonizaba, este le instó a abandonar la vida de dinamitero. «Es un trabajo duro y peligroso», le dijo, «y pasada una edad ya no puedes soportarlo, y no tienes derecho a jubilación ni pensión».[13] Así que Dale había ingresado en el departamento de policía en busca de seguridad, una ironía flagrante.

Ya tenía cincuenta y un años, y hacía siete que reunía las condiciones para jubilarse. Esta habría sido la maniobra más prudente, habida cuenta de la preocupación que causaba a su esposa y sus siete hijos que le esperaban en su modesta casa de dos plantas del Bronx, pero Dale quería seguir hasta los sesenta y tres, la edad reglamentaria para retirarse. Se encontraba a gusto en compañía de las bombas, pese a las terribles posibilidades. Si pecaba de algo era de valiente. «Uno de estos días voy a tener que rasparte de una pared con una espátula»,[14] le advirtió su jefe, el capitán Finney.

Al igual que muchos de sus colegas, el sargento Dale se presentaba a diario en Poplar Street armado con la confianza que le daba su fe religiosa. Le era más fácil poner sus expertas manos sobre una bomba sabiendo que a nadie le llega su hora antes del día que Dios le tiene asignado. «El de arriba ha sido muy bondadoso conmigo»,[15] decía.

Pero la confianza divina no erradicaba del todo sus miedos. Sabía que debía desactivar la bomba en el baño o sacarla de allí. El sudor le resbalaba dentro del grueso traje protector mientras se acercaba lentamente al artefacto, pertrechado con un escudo hecho de vidrio antibalas confiscado de una limusina Lincoln perteneciente al gánster Dutch Schultz y al que había puesto un marco de hierro. Avanzó hacia la bomba medio agachado, medio tumbado. Tenía el rostro protegido, o eso esperaba, pero las manos y los brazos quedaban expuestos. Sus compañeros lo observaban a cierta distancia. A Dale se le tensó el plexo solar. Para los detectives, esos cinco o seis pasos hasta la bomba eran los más largos del mundo. Esa era la única vez en que no se respetaba la inviolable cadena de mando: el que llevaba el traje protector era quien daba las órdenes y tomaba las decisiones, al margen de su rango.

A una zancada de la bomba, expuesto por completo salvo por su equipo protector, Dale la tanteó con un palo provisto de un mecanismo de agarre de goma, similar al utensilio utilizado por los tenderos para coger cajas de cereales situadas en estanterías altas. Zarandeó la bomba con las pinzas de tendero una y otra vez, por todos los lados, deteniéndose en cada ocasión durante un largo y horrible momento. Si el artefacto se había construido con el llamado «interruptor de mercurio», un golpe o un vuelco haría que una gota de mercurio rodara por un tubo de cristal y tocara un juego de contactos. O tal vez los puntos de contacto se habían colocado a corta distancia entre sí. Fuere como fuere, un golpe o una sacudida completarían el circuito eléctrico y activarían la bomba. Si Dale creía que esta podía activarse con el movimiento, él y sus compañeros no tendrían más remedio que detonarla allí donde estaba, pese a los daños que pudiera ocasionar al edificio.

Por suerte para Dale, no ocurrió nada. Una vez seguro de que el artefacto no se activaba mediante el movimiento —cosa que en la taxonomía de las bombas se conoce como «dispositivo de control posicional»—, la cuestión era cómo extraerlo. Con suma lentitud y máxima cautela la deslizó en una bolsa de malla de acero de 36 kilos a la que se llamaba «el sobre», parecida a un bolso de rejilla. Dos detectives pasaron una vara de 4,5 metros entre las anillas fijadas al sobre y, alzándolo por los extremos, lo levantaron como si fuera un cerdo asado en la hoguera. Un simple traspié podría matarlos, por lo que caminaron tan lentos como si portaran un féretro hasta la calle, donde los peatones los observaban con morbosa fascinación, tapándose la boca con las manos, tras una barrera policial.

Por precaución, la brigada debía trasladar la bomba a un lugar seguro antes de seguir manipulándola. Por ello, los detectives depositaron el sobre en la parte de atrás de la Big Bertha («Gran Berta»), una camioneta equipada con un contenedor abovedado, similar a la lona de una caravana, hecho de cable de acero trenzado de unos 15,8 milímetros de grosor procedente del material sobrante de la construcción del puente de Brooklyn. La brigada había diseñado y construido este vehículo dos meses después de la explosión en la Exposición Universal para garantizar el transporte seguro de bombas activas por calles concurridas. «Todo el mundo correría peligro en la calle si transportáramos la bomba en un coche patrulla»,[16] dijo Dale.

En teoría, la Big Bertha podía resistir la potencia explosiva de veinticuatro cartuchos de dinamita, aunque la brigada no había tenido ocasión de comprobarlo. Su puerta de acero reforzado se abría mediante un mecanismo de poleas y a los lados se leía en letras grandes la palabra PELIGRO, una advertencia para el público mientras se alejaba escoltada por policías en moto y el aullido apremiante de las sirenas.

Los detectives operaban bajo la suposición de que una bomba podía causar daños en un radio de noventa metros. Como precaución, Dale y su equipo se dirigieron hasta un solar vacío del remoto West Side. Dale espolvoreó la bomba con polvo dactilar para sacar huellas y luego, con el mimo con que se acuesta a un bebé en la cuna, la depositó en un tanque de hierro de unos ciento noventa litros lleno de aceite de motor de 10 grados para frenar o detener su mecanismo temporal y amortiguar la explosión. Luego se arrodilló para auscultar la bomba con un estetoscopio: no oyó ningún tictac, tan solo un hermoso silencio.

Para confirmar que el aceite había detenido el corazón de la bomba, Dale miró en su interior con el fluoroscopio, uno de los dispositivos que la brigada llevaba consigo en el viejo furgón verde Chevrolet. El fluoroscopio, del tamaño de un antiguo televisor en blanco y negro, analizaba mediante rayos X el mecanismo interno de una bomba en unos treinta segundos. Si la imagen resultante contenía un borrón, quería decir que la manecilla de un mecanismo de relojería estaba girando. Dale pegó los ojos al visor. Llevaba guantes de plomo y un mono también de plomo para protegerse de la radiación. En la turbia imagen oscura distinguió los cables que conectaban el reloj a una pila, pero no había borrón: estaba a salvo.

Los desactivadores de bombas solían sufrir temblores convulsivos por la bajada de adrenalina y exhalaban profundos suspiros de alivio. «Las pasé canutas con esa», dijo Dale. «Sabía que era auténtica, y aunque creía que sabía cómo funcionaba, nunca se puede estar seguro».[17]

Hasta entonces, F. P. había dejado sus artefactos caseros en cabinas telefónicas y otros lugares apartados donde podían provocar conmoción, pero daños limitados. Todo eso estaba a punto de cambiar. La bomba del Paramount marcó el inicio de una nueva y peligrosa fase de su campaña. Tal como advertía en su carta al Herald Tribune, tenía la intención de fabricar bombas más grandes y detonarlas en cines y otros lugares concurridos. Los agentes de policía de la jefatura llamaron a Whitelaw Reid, el director del Herald Tribune, y le pidieron que no publicara la carta de F. P. La publicidad no haría más que animarlo, dijeron, y probablemente generaría una ristra de imitadores.

Al cabo de unas semanas, tras años de contratiempos y frustración, callejones sin salida y reveses, el capitán Finney y su equipo consiguieron por fin dar con una pista: después de buscar en los expedientes de cientos de empleados agraviados por Con Ed, encontraron una muestra de escritura cuyas letras parecían coincidir con las mayúsculas de las cartas de F. P. Al día siguiente, y acompañados por la policía estatal, detuvieron en North Stonington (Connecticut) a un hombre bajo y de pelo cano de cincuenta y seis años llamado Frederick Eberhardt, que había trabajado para Con Ed durante más de veinte años empalmando cables y realizando otros trabajos de mantenimiento en el exterior y había sido despedido por robar en lugares de trabajo. Un juicio con jurado lo absolvió de estos delitos. Entonces presentó una demanda civil contra la empresa por daños y perjuicios, pero al parecer esto no le bastó como venganza. Durante el interrogatorio policial admitió haber enviado a Con Ed amenazas por escrito y también confesó haber mandado por correo una falsa bomba de tubo llena de azúcar al jefe de personal de la empresa.

«Este acusado es particularmente molesto para la policía de Nueva York», dijo un ayudante del fiscal del distrito al juez en la comparecencia de Eberhardt. «Estamos firmemente convencidos de que no se halla en pleno uso de sus facultades».[18] La esposa de Eberhardt, Louise, sollozó al ver a los guardias llevárselo esposado a la conocida ala psiquiátrica del Hospital Bellevue para tenerlo allí un mes en observación. «Esta detención es un ultraje», dijo a los periodistas. «Él nunca mandó esas cosas. No haría daño a una mosca».[19] La policía había detenido a Eberhardt con pruebas muy escasas, pero estaba segura de que, una vez lo tuvieran bajo custodia, se materializaría una ingente cantidad de pruebas condenatorias.

Los neoyorquinos se sintieron aliviados al saber que por fin se había detenido a un sospechoso. Daban por sentado que la policía no habría detenido a Eberhardt sin alguna certeza sobre su culpabilidad. Durante los días siguientes, el capitán Finney, sentado en su despacho de Poplar Street, confió en que, una vez Eberhardt encerrado, se acabasen las bombas. Cada día que pasaba sin que estallara un artefacto confirmaba su culpabilidad.

Habría sido una enorme satisfacción haber puesto fin al terror del Loco de las Bombas. En el otoño de 1951, a la alarma creciente generada por sus actos aleatorios se sumó el temor a un mundo más peligroso. En octubre, el presidente Truman firmó un pacto que garantizaba protección militar para «los pueblos libres». Si los comunistas daban un paso, Estados Unidos estaba dispuesto a intervenir, desde Hanoi hasta La Habana. La guerra nuclear ya no era una posibilidad abstracta. A las 10.33 del 28 de noviembre, un día húmedo y gris, Nueva York llevó a cabo su primer simulacro de posguerra de un ataque aéreo. Rasgando el frío aire de la mañana, las sirenas silenciaron el bullicio habitual. El tráfico se detuvo, y conductores, pasajeros de taxis y peatones corrieron a los refugios. Un silencio fantasmal se adueñó de las calles. Parecía una escena de una película de ciencia ficción. Millones de personas se hallaban a cubierto, salvo la policía y el servicio de defensa civil, uniformado con cascos blancos. Diez minutos después sonó el aviso de fuera de peligro y se reanudó el bullicio.

Aquella tarde se produjo una explosión en un par de taquillas que funcionaban con monedas en la entreplanta situada sobre las vías de la estación de metro de Union Square, un tramo de pasillo muy frecuentado, repleto de puestos de limpiabotas, floristerías y quioscos. La descarga hizo volar por los aires las puertas de las taquillas como si fueran frisbis. Earl Scott, un teniente del departamento de bomberos que estaba fuera de servicio y pasaba por allí vestido de paisano, dijo que había sonado como «un cartucho de dinamita».[20]

Scott hizo lo que hubiera hecho cualquier ciudadano: llamó a la policía. La jefatura transmitió la alerta a la sede de la Brigada de Explosivos de Poplar Street, donde respondió al teléfono el detective William Foley, que acababa de empezar su turno de noche. «¿Es él otra vez?», se preguntó. Sorprendentemente nadie resultó herido, pero F. P. había actuado pérfidamente al programar la detonación para el final de un día tan angustioso para Nueva York.

Aunque esta explosión exoneraba a Eberhardt, los agentes lo retuvieron hasta que cumplió su sentencia de un mes. El 15 de mayo de 1952 salió por las puertas de hierro forjado del Bellevue a la Quinta Avenida. Más tarde dijo de su encarcelamiento que pasó «los días más terribles de mi vida».

En los meses siguientes, F. P. echó varias cartas en buzones de Westchester (nunca dos veces en el mismo para no dar pistas sobre sus hábitos y auténtico paradero). En todos los casos se cuidó de limpiar muy bien el sobre con un trapo para no dejar huellas antes de meterlo por la ranura del buzón. En esas cartas se mofaba de la policía por sus chapuzas y prometía poner más bombas —y más grandes— en lugares públicos muy concurridos, donde podían mutilar, destrozar y matar.

El remitente se identificaba como F. P., pero la prensa sensacionalista, como es propio de ella, lo llamaba el Loco de las Bombas de Nueva York. Ya tenía nombre, pero no rostro. Los detectives curtidos de Nueva York decían que a veces se formaban la imagen mental de un sospechoso a medida que acumulaban información, del mismo modo que se empieza a ver en un puzle una granja de Nueva Inglaterra o un campo de amapolas al ir encajando piezas en su sitio. Generalmente podían imaginarse al sospechoso caminando hacia ellos por la calle. Pero en este caso, no. Esta vez, no. Los detectives de la Brigada de Explosivos coincidían en que, cuando pensaban en F. P., cuando trataban de retratarlo en su mente, veían una figura de espaldas, irreconocible e incognoscible.

Incendiario

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