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5 POPLAR STREET

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MARZO DE 1954

El 16 de marzo de 1954 a última hora de la tarde, el gran vestíbulo de mármol de la estación Grand Central era un torrente de prendas de lana y gabardinas. Empresarios de anchas espaldas con abrigo gris y sombrero, y mujeres con moño y falda ondulante chocaban y confluían bajo su techo azul. Por las ventanas entraban rayos de sol inclinados sobre espirales de humo de cigarrillos.

En aquel soleado martes de finales de invierno, Grand Central parecía el bullicioso corazón de la prosperidad americana. Las capitales europeas aún sufrían las persistentes secuelas de la guerra, el acoso de la corrupción y las escaramuzas de las facciones políticas, pero Nueva York estaba en auge: era una ciudad esplendorosa y segura de sí misma, de ostentosas marquesinas y bloques de oficinas de cristal apuntando al cielo, la ciudad donde Walter Winchell regaba sus cotilleos con cócteles en los bancos de cuero del Stork Club y donde Henry Luce consagraba estadistas en la portada de la revista Time. La mitad de la riqueza mundial residía en Estados Unidos, y Manhattan reinaba sobre gran parte de ella.

A las cuatro y media de la tarde, Grand Central adquirió la animación propia del final de la jornada laboral. Un clamor sordo llenó el cavernoso vestíbulo, el clamor de la liberación de la rutina y de las obligaciones del día. Por encima de aquel guirigay, los chicos de los periódicos voceaban los titulares de la tarde: el presidente Eisenhower reclama el derecho a tomar represalias sin la aprobación del Congreso si los soviéticos atacaran Londres o París.

En aquel torbellino se coló una figura apacible que pasó, rauda como una sombra, inadvertida e ignorada entre las filas de viajeros de la gran sala de mármol y descendió por una rampa embaldosada hasta un servicio de caballeros junto a la planta baja.

La explosión se produjo a las cinco de la tarde, el pico de la hora punta. Resonó como un cañonazo por los pasillos, seguido de bocanadas de humo del color de las nubes de tormenta, y fue lo bastante potente como para partir un tabique de mármol que separaba dos retretes y romper un lavabo y un inodoro en un servicio de caballeros de la planta baja. El humo aturdió a tres desafortunados transeúntes, Don Douglas, del Upper West Side; Domenic Zinno, de Brooklyn, y Tom Spellett, del norte del estado de Nueva York, a los que la policía escoltó hasta una sala de urgencias donde los médicos los trataron por conmoción y contusiones.

«Estaba en el retrete junto al mío», dijo Douglas. «Yo estaba en el de la izquierda y de pronto la puerta del tabique se hizo añicos. Volaron trozos por todas partes y no sabía qué había pasado. Estaba como atontado, con un pitido en los oídos. Un pedazo me dio y me hizo un corte en la pierna».[1]

La escena aún olía a humo cuando la Brigada de Explosivos llegó corriendo escaleras abajo e inició un barrido forense dentro del cordón de seguridad policial que se colocó para proteger la inviolabilidad de la escena del crimen. Media docena de detectives se quitaron la americana negra y se arremangaron para fotografiar y abocetar la escena desde cuatro ángulos, se arrodillaron para medir la distancia desde el epicentro de la explosión, conocido como el foco, hasta el punto con desperfectos más alejado, y etiquetaron y precintaron a gatas fragmentos de una tubería y una docena de otras pruebas: residuos quemados, pedazos de pilas incrustados en la carbonizada pared de azulejos, hebras de hilo de cobre, muelles, cinta aislante y piezas de reloj. Hasta los fragmentos más pequeños contienen información.

Varios testigos que estaban sentados en un banco de la sala de espera describieron el terrible momento: la estremecedora onda expansiva de la bomba viajando a casi ocho mil metros por segundo, los escombros atravesando la sala, los trozos de quién sabía qué volando como en un tornado. «Sentí un estallido y algo me empujó la cabeza», dijo Zinno. «Como una fuerza, como un viento que me presionara hacia abajo».[2]

¿De qué color era el humo?, preguntaron los detectives. ¿Era negro (dinamita), amarillo (nitroglicerina) o azul (pólvora)? ¿El ruido fue tan fuerte como para que les pitaran los oídos? ¿Vieron a algún individuo sospechoso merodeando por allí?

Un hombre permaneció tranquilo y alejado mientras los detectives recogían pruebas. El capitán Howard Finney, jefe del laboratorio de criminalística y de su filial, la Brigada de Explosivos, tenía la mirada curtida de un policía experimentado. Para los detectives de la brigada, su jefe era un hombre duro e inteligente, pero inescrutable y severo. Nunca bebía. Nunca bromeaba. Nunca sonreía. Cuando hablaba —cosa rara—, lo hacía con un ligero acento de Boston.

Con su traje oscuro y su cabello gris acero cortado al rape que ya lucía entradas, Finney respondía a la perfección a la imagen hollywoodiense del detective neoyorquino, pero tras su mirada inexpresiva se ocultaba una firme determinación. «Dicen que tiene cara de póker», escribió la Associated Press, «pero cuando se enfada [. . .] parece que vaya a explotar dentro de su elegante traje».[3]

Finney pertenecía a una nueva raza de policías. Era un criminólogo de mentalidad científica con tres licenciaturas —y estaba estudiando una cuarta— e instrucción bélica en inteligencia naval. En los grises pasillos de la jefatura de policía era conocido como un defensor de las pruebas forenses, un campo que estaba experimentando una rápida evolución. (Ostentaba el mismo cargo que Mac Taylor, el personaje de la serie CSI que encarna el actor Gary Sinise). Finney creía en el análisis científico de las pruebas materiales para ayudar a resolver crímenes allí donde los anticuados métodos policiales hubieran fracasado y para respaldar esa opinión escribió un manual técnico sobre pruebas forenses para los fiscales de distrito de Nueva York. Sin embargo, no todo el mundo compartía sus ideas en el departamento de policía.

Ya de noche, una vez se hubo fotografiado y peinado con sumo rigor la escena del crimen en busca de pruebas, Finney y sus hombres se colaron por debajo del cordón policial y regresaron en sus coches por el puente de Brooklyn a sus despachos de Poplar Street. Una vez allí, subieron tres tramos de escaleras hasta el laboratorio de criminalística, una serie de salas blancas con luz fluorescente situadas en la planta superior, donde los técnicos al mando de Finney libraban su guerra contra el crimen con aparatos de infrarrojos y vasos de precipitado.

El laboratorio desprendía el mismo olor acre a tabaco que cualquier despacho policial de la época, pero estaba tan silencioso como una biblioteca de investigación. No había policías ocurrentes. Ningún delincuente maldiciendo. Nadie silbaba, nadie se reía a carcajadas. Veintidós técnicos con bata blanca que trabajaban veinticuatro horas en turnos rotativos se inclinaban sobre espectrógrafos, espectrómetros de infrarrojos, microbalanzas tan sensibles que podían pesar una sola gota de sangre y microscopios electrónicos capaces de ampliar seis mil veces una imagen. Estos instrumentos consumían tanta energía que hubo que dotar al edificio de una instalación eléctrica especial.

Todo criminal deja huellas en la escena del crimen. La tarea del laboratorio de criminalística era encontrarlas e interpretar su significado. Sus técnicos comparaban la estructura de cabellos hallados en la escena del crimen con la de los arrancados del cuero cabelludo de los sospechosos, asociaban la tierra de los zapatos de un acusado con la hallada en las rutas de escape, identificaban heroína y cocaína mediante la disolución de gránulos en disolventes, distinguían huellas dactilares en las marcas grasas dejadas en copas y pomos, cotejaban la boca de los cadáveres con archivos dentales y determinaban cuándo había ocurrido un crimen mediante análisis de sangre, semen, saliva y sudor. Si aparecía un cadáver quemado, examinaban las cenizas en busca de fragmentos de huesos. Si existía el riesgo de que las pruebas no llegaran a tiempo al laboratorio, corrían a la escena del crimen en un camión, un laboratorio portátil equipado como una navaja suiza, con su propia fuente de energía, máquina de rayos X, material para detectar huellas y cuarto oscuro.

El capitán Finney y sus técnicos analizaban a diario más de trescientos objetos de pruebas —cada uno un misterio en miniatura— y a menudo testificaban sobre su relevancia en los juicios. Identificaban cadáveres, precisaban el momento exacto del día en que una bala había penetrado en su víctima, establecían qué tipo de pistola había disparado una bala, asociaban el faro destrozado de un coche con una marca y un modelo, y determinaban el ángulo en que había goteado la sangre para formar un charco en el suelo. Finney tenía un almacén lleno de objetos a la espera de ser admitidos como prueba en juicios (botellas de whisky con huellas dactilares, cristales rotos manchados de sangre seca, fotografías de mordeduras). Asimismo, su laboratorio llevó a cabo el primer test de alcoholemia para conductores con un dispositivo provisto de un globo conocido como el «drunkometer» («borrachómetro»), que determinaba si una persona tenía más de un 0,15 % de alcohol en el sistema respiratorio.

El capitán Finney creó y dirigió el laboratorio de criminalística municipal más sofisticado del mundo, un escaparate del tratamiento científico de las pruebas que, como tal, se convirtió en objeto de atención. En 1952 recibió en una semana la visita de los cuerpos de policía de Irán, Pakistán, India, Israel, Inglaterra, Tokio, Ecuador y Hawái.

El laboratorio se había trasladado a Poplar Street porque el traqueteo del metro bajo su antigua sede de Mulberry Street, en Manhattan, alteraba los sensibles instrumentos. Sus nuevas instalaciones, encima de la Academia de Policía del distrito, evocaban su posición marginal en la intrincada jerarquía policial.

El laboratorio de criminalística aún era un proyecto relativamente nuevo en 1954. Los métodos científicos no se emplearon a fondo en la labor policial hasta principios de la década de 1920, cuando August Vollmer, jefe de policía de Berkeley, conocido como el padre de la policía moderna, sometió a ladrones y pistoleros a un rudimentario detector de mentiras que interpretaba cambios delatores en el pulso, la presión arterial y la respiración durante los interrogatorios. También ordenó a los detectives que hicieran analizar muestras de sangre, fibras y tierra o barro para resolver crímenes.

Inspirándose en Vollmer, J. Edgar Hoover creó en 1932 el llamado Laboratorio Técnico en el FBI. Al principio, este contaba con un solo agente, un veterano de la Primera Guerra Mundial llamado Charles Appel, equipado con una cámara y un microscopio en desuso en una sala de descanso que tampoco se usaba. Hoover le asignó aquel espacio porque era el único que tenía un lavabo. (La nota de rescate del secuestro del hijo de Lindbergh fue una de las primeras piezas que analizó Appel).

La ciencia forense seguía luchando por consolidarse cuando el capitán Finney asumió el mando del laboratorio de criminalística del NYPD, en 1950. Finney defendía métodos en rápido desarrollo como los análisis de sangre y la balística, la dactiloscopia, la odontología y la química forenses, pero tuvo que luchar de firme contra la arraigada cultura policial de porra y tentetieso. Los capitostes del cuerpo de Centre Street, sin excepción, habían ascendido desde puestos de patrullero y habían aprendido a confiar en el poder persuasivo de la fuerza y la intimidación. La sabiduría callejera sostenía que casi todas las pistas de un caso se obtenían de informantes del barrio —tenderos, camareros, vecinos sentados a la puerta de casa— y de apretar a los sospechosos en las salas de interrogatorio.

Si los tipos duros se negaban a largar lo que sabían, siempre se les podía persuadir. Lewis Valentine, comisario de policía en la época en que Fiorello La Guardia ocupó la alcaldía, autorizó tácitamente a los policías a zurrar a los individuos sospechosos antes de llevarlos a comisaría para someterlos a un interrogatorio formal. Se enojaba al ver a los sospechosos repeinados en la rueda de reconocimiento. «Ese cuello de terciopelo debería estar manchado de sangre», dijo en una ocasión. «No quiero que esos matones vengan como si acabaran de levantarse del sillón del barbero. A partir de ahora, traedlos desgreñados».[4]

La tropa se resistía a la autoridad de una agencia central especializada como el laboratorio de criminalística, compuesta por policías con diplomas universitarios, algunos incluso con licenciaturas. ¿Qué podían enseñar a los patrulleros esos científicos con bata blanca sobre cómo echar el guante a un fugitivo? ¿Quién había oído hablar jamás de un crimen resuelto con un microscopio? ¿Qué sabían los químicos de agresión y allanamiento de morada?

Muy a su pesar, el capitán Finney se daba cuenta de que el laboratorio seguía a prueba. Para convencer a los jefazos de su efectividad tendría que demostrar su valor investigativo en un caso sonado, como el del Loco de las Bombas.

El problema era que Finney aún tenía mucho que aprender sobre F. P. Suponía que era un hombre porque se coló en el servicio de caballeros sin llamar la atención. (Aunque con la mentalidad de la década de 1950, tal vez pensara que la fabricación de bombas no podía ser cosa de una mujer). Tenía que ser un hábil mecánico con acceso a un torno porque fabricaba las bombas a mano y además había tallado con gran precisión la rosca de los tapones que sellaban los extremos de la tubería. Hacía agujeros en la tubería para introducir la pólvora y luego los rellenaba con tornillos Allen de 9,5 milímetros. El capitán también sospechaba que trabajaba en un turno de noche porque sus cartas llevaban matasellos diurnos y solía poner sus bombas por la tarde, con el temporizador programado entre las cinco y las seis. Todo lo demás era un misterio.

En los días posteriores a la explosión en Grand Central, Poplar Street recibió un goteo incesante de peritos externos —recolectores de huellas dactilares, ingenieros de demolición, mecánicos— para que examinaran los fragmentos de tubería de hierro e hilo de cobre. Estudiaban las pruebas y las devolvían. Después deambulaban por allí, con las manos en los bolsillos, discutiendo con el capitán Finney como lo haría un mecánico desconcertado ante una reparación que se le resistiera.

Tras mucho discutir, el capitán Finney y sus hombres llegaron a la inquietante conclusión de que F. P. había adoptado un mecanismo de temporización más avanzado. Sospechaban que había extraído el minutero de un reloj de pulsera de cinco dólares y había insertado un tornillo en el cristal de la esfera. Un cable conectaba el tornillo, una pila y la bombilla de una linterna llena de pólvora negra. La bombilla se había encajado en el reverso del reloj. Cuando la aguja horaria giraba y tocaba el tornillo, se completaba la conexión eléctrica. La carga de la pila pasaba al reloj y prendía la pólvora introducida en la bombilla, que a su vez encendía la carga mayor de pólvora contenida en la tubería.

Si el capitán Finney localizase las tiendas donde se vendían los materiales de aquella bomba, tal vez diera con una pista. Sin embargo, el fabricante de relojes había distribuido más de treinta mil ejemplares de aquel tipo en Nueva York. Por orden del capitán, el sargento Dale y sus hombres empezaron a peinar tiendas por toda la ciudad. Barrio a barrio, calle a calle, enseñaban su placa en joyerías, talleres de relojería y grandes almacenes, siempre con el mismo resultado. «Los vendedores reaccionaban como si estuviéramos locos cuando tratábamos de rastrear el reloj para dar con su comprador»,[5] dijo Finney.

El hombre más acosado de Nueva York en aquella época fue probablemente un tímido relojero que se ganaba la vida a duras penas yendo de tienda en tienda en busca de relojes rotos para repararlos, pulirlos y revenderlos. Los joyeros, deseosos de congraciarse con la policía local, lo señalaron sin tregua como posible sospechoso. Los detectives lo interrogaron ocho veces en ocho barrios, aunque trabajaba sobre todo en la zona de Yorkville del Upper East Side. Finalmente, para que los agentes no perdieran más el tiempo con él, un detective del Bronx le hizo un cartel que decía I AM NOT THE MAD BOMBER («No soy el Loco de las Bombas») para que se lo colgara.

Entretanto, otro equipo de detectives se desplegó en abanico por tiendas de artículos de fontanería y deportivos para indagar acerca de las tuberías de hierro y los cartuchos de escopeta rellenos de pólvora negra. En todas las visitas que hicieron comprobaron que el astuto F. P. había evitado usar componentes especializados que pudieran rastrearse hasta proveedores concretos.

Para entonces, la desesperación había contaminado la fría metodología del capitán Finney. Ante la abrumadora certeza de que estallarían más bombas —y la amenaza de los titulares de prensa mofándose del fracaso policial—, insistió en enviar a los detectives a una tienda tras otra con la esperanza ciega de encontrar una pista, pero en todos los casos los hombres regresaban a Poplar Street meneando la cabeza abatidos por la frustración. «Yo mismo he llevado el temporizador de una de las bombas que ha hecho ese payaso a setenta y cinco tiendas de los alrededores de Times Square», dijo el detective William Schmitt, a quien se asignó la tarea de catalogar los fragmentos de las bombas detonadas. «Todas tenían ese reloj».[6]

Mientras Schmitt peinaba relojerías, su colega, el detective Joseph Rothengast, visitó a proveedores de material de fontanería con una muestra del clásico racor de tubería de hierro de F. P. en la mano. «Todos tenían el tipo de acoplamiento que llevaba», dijo el detective. «Y todos me miraron como si tuviera monos en la cara cuando les pregunté si había algún modo de rastrear aquella pieza en particular».

Al final, las pruebas materiales contribuyeron poco a la idea que el capitán Finney pudiera hacerse de F. P., aparte del evidente rencor hacia Con Ed que declaraba en su carta al Herald Tribune. Además, la creciente lista de objetivos sin conexión con esa empresa —estaciones de tren y salas de cine— enmarañaba incluso esa escasa información.

Desesperados, los detectives trataron de descifrar cualquier posible patrón de conducta, por muy inverosímil que pareciera. El 24 de abril de 1951, un día después de una luna llena, había estallado una bomba en el respiradero de la parte superior de una cabina telefónica de la Biblioteca Pública de Nueva York, y las cuatro bombas siguientes habían explotado en los tres días posteriores a una luna llena. Quizá F. P. fuera lo que la policía llamaba un lunático, un individuo con brotes de locura inducidos por el ciclo lunar. Al fin y al cabo, el departamento de bomberos había hallado pirómanos que provocaban incendios cuando había luna llena. En consecuencia, la Brigada de Explosivos decidió enviar más patrulleros a posibles objetivos durante la siguiente luna llena.

El capitán Finney razonó que, si las pruebas materiales no podían revelar el carácter y los motivos de F. P., tal vez estos aflorasen en un rastreo burocrático. Con este fin, la policía examinó miles de documentos judiciales que se remontaban a 1936, cuatro años antes de la primera bomba, en busca de nombres de clientes que hubieran demandado a Con Ed. Se revisaron los historiales de cerca de diez mil enfermos mentales y se analizaron los de aquellos que hubieran trabajado como fabricantes de herramientas, mecánicos o electricistas; se buscaron pacientes que hubieran manejado artillería en los hospitales de veteranos, y Finney preguntó a la oficina de patentes de Estados Unidos si algún inventor había tratado de patentar una bomba similar a las que empleaba F. P. A medida que se ampliaba la investigación, los detectives trabajaron en colaboración con el servicio de correos, sindicatos de ingenieros y mecánicos, y escuelas de formación profesional donde pudieran fabricarse piezas de bombas.

En el laboratorio de criminalística, Joe McNally, el detective experto en caligrafía del capitán Finney, meditaba sobre los rasgos de las mayúsculas de la nota que F. P. había mandado a Con Ed con la primera bomba y de la carta enviada al Herald Tribune. «La G era una C con dos trazos horizontales»,[7] dijo McNally. «El trazo central de la M desciende hasta la base del texto. La Y es una V con un trazo vertical debajo. La S parece aplanarse en la base. Y el efecto pictórico de todo esto [. . .] es una especie de letra arrítmica; está como embrollada, no tiene ritmo, no hay regularidad. Si observas el patrón de inclinación, a veces es vertical, luego recto, y además salta de atrás hacia delante».

Lo más parecido a una certeza en la investigación era que F. P. albergaba un violento rencor hacia Con Ed. A finales de diciembre de 1954, Finney ordenó al detective Hugh Sang un laborioso registro de los archivos del personal de la sede central de Con Ed, situada en Irving Place, con la vaga esperanza de descubrir un vínculo con la excéntrica caligrafía de F. P. Era una tarea abrumadora. Como cualquier empresa de suministros, Con Ed había acumulado una infinidad de quejas, y por si eso fuera poco, sus archivos eran fragmentarios y erráticos porque con los años había absorbido a dos docenas de filiales. Por ello, muchos archivos se habían perdido o destruido.

Con todo, el afable jefe de seguridad de la empresa John J. Holland, se mostró deseoso de ayudar. Proporcionó a Sang un despacho vacío en la segunda planta y todas las mañanas le llevaba varias cajas de expedientes de antiguos empleados que habían sido despedidos o habían causado problemas. Sang se sumergía en una caja tras otra para revisar solicitudes de empleo, evaluaciones de actividad y la airada correspondencia de los despedidos, dedicando especial atención a los empleados con las iniciales F. P. Al cabo de varias semanas llegó a la conclusión de que Holland solo le pasaba casos anodinos de infracciones leves, y solo los recientes. «Le insistí a Holland», explicó Sang, «y me dijo: “El departamento legal me está causando dificultades”».[8]

El capitán Finney y el sargento Dale visitaban Irving Place cada semana para ejercer presión. Holland los recibía amablemente en su despacho y los colmaba de atenciones. Sin duda debía de existir un grueso archivo de historiales que se remontara a la década de 1940 o anteriores, dijo el capitán Finney. No, le aseguró Holland, Con Ed no guardaba esos archivos, solo los recientes que tenía en Irving Place.

Mientras Sang investigaba en Con Ed, el capitán Finney se centró en otra posibilidad: ¿habría servido F. P. en el ejército? Antes de la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial había puesto dos bombas. La primera se descubrió el 18 de noviembre de 1940 (cinco meses después de la de la Exposición Universal) en una caja de herramientas de madera depositada en el alféizar de una ventana del complejo de Con Ed en la calle Sesenta y cuatro Oeste. Un empleado abrió la caja y encontró dentro un pedazo de tubería de hierro, más o menos de la longitud de su mano, bien tapada por ambos extremos y envuelta en una hoja de papel. Al desenrollar el papel vio un mensaje escrito a lápiz en letras mayúsculas: LADRONES DE CON EDISON, ESTO ES PARA VOSOTROS. La caligrafía era clara, con frases forzadas y extrañamente separadas por guiones. Bajo el mensaje había una segunda advertencia escrita con un polvo gris que se identificó como pólvora: NUNCA FALTAN CHICOS DE LA PÓLVORA.

Este mensaje desconcertaba a Finney. Si hubiera explotado, la bomba habría destruido la nota. Nadie la habría leído. ¿La había escrito F. P. para satisfacción propia o había dejado intencionadamente una bomba inactiva a modo de advertencia? «Los detectives que leyeron la nota», escribió después la revista Collier’s, «jamás imaginaron que aparecerían en la primera escena del primer acto de un fantástico melodrama que permaneció en cartelera más que ningún otro en toda la historia de la policía de Nueva York».[9]

Una bomba falsa era fácil de olvidar y no tuvo eco en la prensa. Aquella semana, demasiadas noticias exigían espacio en las columnas de los diarios: la evidencia de organizaciones nazis en el interior del país; funcionarios municipales sorprendidos aceptando sobornos, o el ataque de bombarderos de la RAF a cañoneras alemanas en la costa francesa.

Diez meses después, el 24 de septiembre de 1941, un transeúnte encontró una tubería dentro de un calcetín rojo en medio de la calle Diecinueve, a cuatro manzanas de la sede central de Con Ed en Irving Place. Tal vez F. P. tiró la bomba que llevaba en el bolsillo al ver a un policía, o quizá perdió los nervios. Al igual que su antecesora, aquella bomba era relativamente rudimentaria, pero demostraba que F. P. no era hombre de un solo delito.

Luego F. P. desapareció, al menos por un tiempo. Horas después del ataque a Pearl Harbor escribió cartas a nueve posibles objetivos —como el Radio City Music Hall, el Roxy Theater o el Hotel Astor—, en las que anunciaba que la venganza sería pospuesta, pero no olvidada:

NO HARÉ MÁS BOMBAS MIENTRAS DURE LA GUERRA / MIS SENTIMIENTOS PATRIÓTICOS ME HAN HECHO TOMAR ESTA DECISIÓN.

Fiel a su palabra, F. P. se mantuvo al margen durante casi diez años, una tregua que acabó el 29 de marzo de 1951, cuando estalló una bomba en un cenicero a las puertas del Oyster Bar, en Grand Central, proyectando arena y fragmentos metálicos por la planta baja de la estación. F. P. había construido esta tercera bomba del mismo modo que las dos primeras, pero más grande y con un mecanismo de ignición mejorado. «Es un mecanismo bien construido», dijo el detective Schmitt. «Demuestra un avance técnico considerable comparado con las bombas anteriores».[10] Sin duda F. P. había empleado los años de guerra en perfeccionar su trabajo.

La desaparición del Loco de las Bombas después de Pearl Harbor sugirió al capitán Finney que quizá hubiera pasado la guerra vestido de uniforme, posiblemente en una brigada de demolición, donde pudo haber estudiado el mecanismo de explosivos estadounidenses y extranjeros. Ello explicaría por qué la primera bomba que fabricó después de la guerra tenía un diseño semimilitar. El detective Schmitt, que había manipulado artefactos explosivos en la marina, dijo que la bomba se parecía a las cargas de profundidad que él lanzaba en el Pacífico: «El mecanismo de ignición era tan intrincado que estaba seguro de que formaba parte de un artefacto militar».[11]

El capitán Finney solicitó a un grupo de artillería del Picatinny Arsenal de Dover (Nueva Jersey), que determinara si aquellas muestras de bombas se parecían a las granadas que usaban japoneses, rusos, franceses o italianos. Su respuesta no fue concluyente. También pidió a la Veterans Administration que revisara todo su archivo de militares dados de baja —con decenas de miles de casos—, en busca de artilleros con un historial de conducta desequilibrada. Su personal no encontró ningún veterano que respondiera a esa descripción.

Finalmente, las deducciones de Finney condujeron a una pista. Un exsoldado proporcionó la descripción de un sospechoso, un conocido suyo con el que había servido en una brigada de demolición en el extranjero. El sospechoso era un mecánico profesional y exempleado de Con Ed que tenía un taller de reparaciones en el barrio de South Bronx. Según el informante, este peculiar personaje se dedicaba a alimentar gatos callejeros al anochecer. «Era un tipo con los pies en el suelo, como usted y como yo, pero ahora está chiflado. Tiene un taller de reparaciones aquí en la ciudad, pero pasa mucho tiempo encerrado en la trastienda, como si estuviera construyendo algo que no quiere que nadie vea».

El capitán Finney repasó los rasgos confirmados: es un antiguo y excéntrico empleado de Con Ed; es capaz de fabricar bombas y tiene un taller equipado con material eléctrico y herramientas mecánicas. Tras meses de darse de bruces con pistas sin salida, al fin tenía un sospechoso que encajaba a la perfección con lo poco que sabían de F. P.

Un grupo de detectives vigiló por turnos el taller, día y noche, desde un gran Plymouth negro de incógnito aparcado en las inmediaciones. Al cabo de seis semanas de vigilancia, detuvieron al sospechoso y lo interrogaron en una comisaría de la calle Cuarenta y siete Oeste mientras el capitán Finney y sus hombres peinaban el taller y su casa. Pero por mucho que lo intentaron, no pudieron hallar ni un solo fragmento de prueba incriminatoria: ni linterna, ni cable, ni tubería de hierro. La policía no tuvo más remedio que soltarlo. «Unos dan de comer a los gatos», dijo el sospechoso. «Otros coleccionan sellos. Todos tenemos nuestras rarezas. Una vez conocí a un tipo al que le gustaba el ruibarbo, ¡por el amor de Dios!».[12]

En el invierno de 1953, F. P. aceleró el ritmo. Iba a diario al taller de su garaje con la seguridad de que sus bombas serían más fiables, y más imprevisibles, que los rudimentarios artefactos que las precedieron. Hasta entonces había puesto las bombas con cuidado en busca de espectacularidad, limitándose astutamente a un rincón bajo la estación Grand Central y a otros lugares apartados, pero tras años de frustración había llegado a la conclusión de que su comedimiento había hecho que la prensa lo ignorara. Ahora reclamaría su atención. La obligaría a reconocer su sufrimiento, aunque fuera a costa de vidas. Por primera vez estaba dispuesto a usar las bombas como instrumentos letales.

Decidió que los cines eran los objetivos más prometedores porque, al reunir a un numeroso público en un espacio reducido, la posibilidad de hacer daño era mayor. Hasta entonces había atacado la sala Paramount en Times Square y había puesto dos bombas en el Loew’s Lexington Theatre, la mayor sala de cine del East Side. La tarde de finales de invierno del 10 de marzo de 1953 se dirigió al Radio City Music Hall, la sala de espectáculos más grande y espléndida del mundo. Mientras caía la noche sobre la Sexta Avenida, cruzó entrada en mano su vestíbulo art déco, con su rutilante araña colgando desde una altura vertiginosa y su mural que representaba la búsqueda de la fuente de la juventud, entró en el auditorio con aforo para seis mil personas donde se tocaban clásicos populares en un par de Wurlitzers entre pases de una película de Kirk Douglas y se sentó en la fila L, hacia el final de la platea. Cuando las luces se apagaron siguió su rutina habitual: hizo un corte en la tapicería de una butaca contigua con una navaja de bolsillo de cuarenta centavos y luego, discretamente, al amparo de la oscuridad, introdujo la bomba y la navaja en las tripas del asiento.

Momentos después se levantó y se abrió paso por la fila de butacas. Vio que una espectadora que había entrado tarde acababa de sentarse en el asiento que él había dejado vacío. Se dirigió hacia el vestíbulo a un paso deliberadamente comedido, tratando de parecer un espectador normal que iba al baño o a comprar palomitas. Ya estaba casi en la salida cuando la bomba explotó, antes de tiempo. La gran sala relampagueó. Un estremecedor estallido reverberó en sus paredes con forma de vieira. La mujer que había ocupado su butaca saltó por los aires y aterrizó unas filas más adelante. Asombrosamente, solo sufrió heridas superficiales.

F. P. corrió al vestíbulo con el abrigo flotando a su alrededor. Un acomodador lo detuvo agarrándolo con fuerza del brazo. Aquel era el momento que F. P. había temido durante años.

«Lo sentimos, señor», dijo el acomodador. «Lamentamos las molestias».[13]

F. P. no iba a dejarse atrapar así. Sacudió el brazo para librarse del empleado y adoptó el aire de un cliente disgustado. Estaba ileso, le dijo, y prefería marcharse. El acomodador le dio una entrada gratuita y le invitó a volver otra noche, asegurándole que aquello no volvería a ocurrir.

«Si vuelvo», pensó F. P., «seguro que ocurre otra vez».

Luego se perdió entre el gentío que desfilaba por la Sexta Avenida. El Midtown se llenó de sirenas convergentes. Solo unos minutos separaron a F. P. de Finney, a la presa y su depredador.

El incidente del Radio City no fue el único en que F. P. se escapó por los pelos. Tenía por costumbre esperar hasta que llegaba a Manhattan para cargar la bomba con pólvora y programar el temporizador. De este modo no corría el riesgo de que el artefacto explotara mientras conducía. Un día estaba aparcado en la calle Noventa y seis Oeste introduciendo la pólvora en una bomba que sujetaba entre los pies, cuando un agente motorizado se detuvo a su lado y lo miró sin sospechar nada, solo estaba comprobando si había algún coche aparcado de forma ilegal. Sin embargo, aquel encuentro espantó a F. P., que recogió su material y se fue derecho a casa. «Estaba tan asustado que apenas podía hablar»,[14] dijo después. Desde entonces cargó la pólvora en su garaje y envolvió las bombas en trapos para protegerlas de golpes y vaivenes durante el viaje a la ciudad.

F. P. no podía librarse de la sensación de que la policía lo seguía. Semanas después de su encuentro con el agente motorizado viajaba en el IRT en dirección al centro con una bomba en el bolsillo del abrigo cuando se fijó en una mujer sentada frente a él, vestida de negro de pies a cabeza, que parecía irradiar intenciones malignas. En su imaginación la llamó «la Reina Negra». Ella se lo quedó mirando durante largo rato con fijeza. Él la miró a su vez. Ella le sostuvo la mirada con fría determinación. La mirada de él se desvió a su bolso, el clásico de correa larga que llevaban las policías. F. P. se bajó del metro en la calle Ochenta y seis. La Reina Negra lo siguió. Él subió un tramo de escaleras y abordó el tren local al centro. Ella también. Él aguardó dos paradas y se apeó en la calle Cincuenta y nueve. Ella hizo lo mismo. La policía había dado con él, estaba seguro. Ya iba a echar a correr cuando la Reina Negra dobló una esquina y se alejó.

F. P. estaba convencido de que la policía seguía acorralándolo. Podía ver señales de sus maquinaciones por doquier. Hojeando un periódico vio un anuncio de relojes de pulsera de la misma marca que él usaba como temporizadores, a 3,85 dólares la pieza, mientras que por lo general él pagaba entre cinco y siete dólares. Estaba claro que era una treta, una emboscada. Hizo trizas el anuncio.

F. P. se sabía demasiado listo para las tretas de la policía. Se regodeaba con su talento para eludirla, para dejarla en evidencia. Era fácil, casi demasiado fácil. Podía jugar con ella —tomarle el pelo— con impunidad. A esas alturas estaba convencido de que no podían aplicársele las leyes corrientes. Él estaba por encima de esas cosas, como un héroe con poderes sobrenaturales.

Las bombas continuaron, y la lista de daños fue creciendo. La decimoctava bomba estalló el 7 de noviembre de 1954 en la fila quince del Radio City durante un pase multitudinario de la película de Bing Crosby Navidades blancas. Causó heridas profundas en piernas y codos a dos mujeres de mediana edad, que fueron atendidas en el Hospital Roosevelt. Dos chicos sufrieron contusiones. «Hubo un gran ruido», dijo Edward Paolella, un chico de trece años que había ido al cine en metro desde Brooklyn con su hermano Larry. «Mi hermano empezó a gritar diciendo que le dolía la espalda, y yo lo arrastré al pasillo, y alguien vino y preguntó qué había pasado, y la gente empezó a evacuar el local».

Dos meses después, una bomba destrozó unas taquillas en el área del ferrocarril de Long Island de la estación de Pensilvania. Abrió un boquete en una pared de hormigón y provocó un incendio que llenó la explanada inferior de la estación de asfixiantes nubes de humo en la hora de la tarde en que los trabajadores volvían a casa. Un bombero voluntario que se encontraba allí vio salir humo de las taquillas y las roció con una manguera de emergencia.

Luego, mientras los detectives recogían los restos carbonizados de la bomba y demás residuos, los agentes de la comisaría local llevaron al capitán Finney hasta un hombre al que habían sacado de entre el gentío, un individuo que vendía enormes globos en Times Square y solía almacenar globos sin inflar y otros artículos en una taquilla. Este dijo al capitán Finney que había visto a un hombre con abrigo oscuro dejar algo en la misma taquilla que él usaba casi siempre. Treinta minutos después, la taquilla explotó. El hombre se fue antes de que el vendedor de globos pudiera verlo mejor. Era como si el capitán Finney persiguiera a un fantasma. F. P. estaba tentadoramente cerca, pero nunca al alcance de la mano.

La tarde del 2 de mayo de 1955, en la sala de redacción del Herald Tribune, con techos de más de tres metros y abarrotada de escritorios, reinaba el ajetreo propio de los cierres de edición mientras los periodistas preparaban artículos sobre la decisión de la administración Eisenhower de instruir a tropas de la Royal Air Force para misiones nucleares y sobre el vapuleo de rebeldes por la artillería vietnamita en las afueras de Saigón. A medida que se acercaba la hora de cierre de la tarde, el repiqueteo de las máquinas de escribir iba in crescendo, y el humo de cigarrillos se espesaba. A las 17.34 sonó el teléfono de la mesa de un redactor jefe. Un hombre que se negó a identificarse le dijo que había puesto una bomba en el Radio City.

Sesenta policías, bomberos y detectives de la Brigada de Explosivos acudieron al Radio City y acordonaron la entrada bajo su gran marquesina art déco. Registraron los aseos y los puestos donde se vendían refrescos y palomitas, y pasaron al menos dos horas inspeccionando las setenta y cuatro filas de butacas —las 5.933 butacas rojas— sin hallar nada sospechoso. El sargento Dale le dijo al director que podía continuar con el espectáculo de las 18.18, protagonizado por las Rockettes, un acróbata y perros amaestrados, y seguido por la película La zapatilla de cristal, una versión contemporánea de la Cenicienta con la etérea Leslie Caron.

Aquella noche, después de que las Rockettes guardaran sus zapatos de baile en las taquillas y Leslie Caron conquistara el corazón de su príncipe, el equipo de limpieza pasó por todas las filas, una por una, barriendo cartones de palomitas y papeles de caramelo. A las 3.15, una escoba chocó con un objeto duro que estaba en el suelo bajo la butaca 125, en el extremo derecho de la platea. Era una tubería oculta en un calcetín de hombre. Por segunda vez en once horas, la Brigada de Explosivos se personó en la entrada de la Sexta Avenida con una flota de coches patrulla sin distintivo, con las sirenas a todo trapo, seguidos por el furgón policial verde y la Big Bertha. Se sacó el material de protección y se cargó la bomba en la Big Bertha para trasladarla a un solar vacío de la calle Cincuenta y tres, donde los detectives le aplicaron el fluoroscopio. Por la mañana temprano, cuando la luz aún baja del este se reflejaba en las calles del Midtown, la brigada salió para Fort Tilden, una base de misiles guiados situada en el extremo occidental de la península de Rockaway, en Queens, antes de que el traslado de la bomba resultara demasiado peligroso a causa del tráfico de la hora punta.

La bomba permaneció casi todo el día siendo objeto de estudio y de debate en un búnker de hormigón oculto entre las dunas. Los detectives convenían en que probablemente se trataba de un artefacto activo que no había estallado a causa de un temporizador fallido, pero no podían saberlo con certeza sin abrirlo manualmente para echarle un vistazo. Este procedimiento era con diferencia el más delicado que los detectives llevaban a cabo. La bomba era lo bastante potente como para descuartizar a un hombre si le explotaba en las manos y le llenaba de metralla el torso y la cara. Ningún equipo protector podría salvarlo. Por ello, la disección debía hacerse con precisión quirúrgica bajo una tensión insoportable y prácticamente sin margen de error. Nada de manos temblorosas o torpezas.

El sargento Dale cambió impresiones confidencialmente con su jefe, el capitán Finney. Ambos estaban de acuerdo en que el modo de proceder más seguro era saltarse la inspección y detonar la bomba en condiciones controladas, pero aquella podía ser su oportunidad —tal vez la única— de examinar la obra de F. P. intacta. Hasta ese momento solo habían hecho conjeturas sobre su construcción basándose en los fragmentos de las pruebas forenses. De modo que aquella tarde, el detective Schmitt, el veterano más duro de la brigada, se acercó a la bomba con una caja de herramientas sin elementos metálicos. «Si no hay más remedio», dijo Schmitt a un periodista, «podemos entrar y cortar los cables con una navaja de vidrio; el vidrio no es conductor de la electricidad».

Schmitt llevaba un equipo protector sin guantes para poder usar las manos sin estorbos. Metódicamente y con suma lentitud desatornilló una de las tapas que sellaban los extremos de la tubería con la mano derecha, girando despacio en sentido contrario a las agujas del reloj para no crear una chispa al rozar metal con metal. Una vez desenroscada la tapa, la dejó a un lado. Ya podía retirar el dispositivo con seguridad. Con manos tan firmes como las de un relojero desconectó un cable conectado a la pila, desactivando así la carga. Pudo ver que el reloj de pulsera se había programado para que la bomba estallara a las seis y media de la tarde, pero había fallado. Ya podían reunirse a salvo a su alrededor los demás detectives de la brigada para ver de cerca cómo había cableado F. P. el reloj, la bombilla de la linterna y la pila en un circuito eléctrico. El artilugio era más impresionante de lo que habían imaginado, y muy capaz de matar. El capitán Finney sabía que cuando un delincuente en serie se sale con la suya en sus primeros crímenes, sus métodos y su comportamiento suelen evolucionar. Y eso le ocurría a F. P. Era bueno, y estaba mejorando.

Incendiario

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