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TRANSGRESIÓN DE LA LEY

Cayo Coriolano fue un gran héroe militar de la antigua Roma. Durante la primera mitad del siglo V a. C. ganó numerosas batallas que salvaron, una y otra vez, a la ciudad del desastre. Dado que pasaba la mayor parte del tiempo en los campos de batalla, pocos eran los romanos que lo conocían personalmente, lo que lo convirtió en una especie de figura legendaria.

Cuando en 1944, las cosas le fueron mal [el guionista cinematográfico] Michael Arlen se fue a Nueva York. Para ahogar sus penas, visitó el famoso restaurante 21. En el vestíbulo se encontró con Sam Goldwyn, quien le dio el consejo poco práctico de comprar caballos de carrera. En el bar, Arlen se encontró con Louis B. Mayer, un viejo conocido, quien le preguntó cuáles eran sus planes para el futuro. “Recién estuve hablando con Sam Goldwyn...”, comenzó Arlen. “¿Cuánto le ofreció?”, lo interrumpió Mayer. “No lo suficiente”, contestó Arlen evasivamente. “¿Aceptaría quince mil por un contrato por treinta semanas?”, preguntó Mayer. Esta vez, Arlen no titubeó y respondió simplemente: “Sí”.

The Little, Brown Book of Anecdotes, CLIFTON FADIMAN (ed)., 1985

En el año 454 a. C., Coriolano decidió que había llegado el momento de explotar su fama y entrar en la política. Se postuló para el alto cargo de cónsul. La tradición imponía que los candidatos a tan encumbrada posición pronunciaran un discurso público al iniciar su campaña electoral. Cuando Coriolano se presentó ante el pueblo, comenzó por mostrar las docenas de cicatrices provocadas por las heridas sufridas a lo largo de siete años de luchar por Roma. Muy pocos de los presentes prestaron atención al extenso discurso que a continuación pronunció Coriolano. Aquellas cicatrices, prueba tangible de su valor y su patriotismo, conmovieron al pueblo hasta las lágrimas. El triunfo electoral de Coriolano parecía asegurado.

Sin embargo, llegado el día de la elección, Coriolano ingresó en el foro escoltado por todo el Senado y por los patricios que conformaban la aristocracia de la ciudad. El común de la gente se sintió confundida ante semejante alarde de confianza en un resultado electoral favorable.

De inmediato, Coriolano pronunció su segundo discurso, dirigiéndose en particular a los ciudadanos acaudalados que lo habían acompañado al foro. Su tono fue arrogante e insolente. Afirmó estar seguro de obtener la mayoría de los votos, se jactó de sus hazañas en el campo de batalla, hizo algunas bromas irónicas que sólo eran comprendidas y compartidas por los patricios, acusó con agresividad a sus contrincantes e hizo especulaciones sobre las riquezas que procuraría para Roma. Esta vez el pueblo lo escuchó: no se había percatado de que su legendario militar era también un engreído fanfarrón.

Una anécdota muy conocida sobre Kissinger se relaciona con un informe en el que Winston Lord había trabajado durante días. Le entregó el trabajo a Kissinger y éste se lo devolvió con una nota que decía: “¿Esto es lo mejor que puede hacer?”. Lord reescribió y pulió el informe y se lo volvió a dar a Kissinger, y de nuevo le fue devuelto con la misma pregunta tajante. Después de volver a elaborarlo una vez más —y de recibir una vez más la misma pregunta por parte de Kissinger—, Lord contestó en el mismo tono: “¡Maldita sea! Sí, es lo mejor que puedo hacer”. A lo cual Kissinger replicó: “Bien, si es así, ahora sí lo voy a leer”.

Kissinger, WALTER ISAACSON, 1992

Las noticias acerca del segundo discurso de Coriolano se difundieron con rapidez por toda Roma, y el pueblo se congregó en masa para asegurarse de que no fuese electo. Derrotado, Coriolano volvió al campo de batalla, amargado y jurando vengarse del pueblo que había votado en su contra. Algunas semanas más tarde llegó a Roma un importante cargamento de granos. El Senado estaba preparado para distribuir el alimento gratuitamente entre el pueblo, pero cuando se disponían a someter esa decisión a votación, apareció Coriolano en escena y subió al estrado del Senado. En su discurso afirmó que una distribución masiva de ese tipo tendría un efecto negativo en la ciudad. Varios senadores se plegaron a su posición y el voto sobre la distribución gratuita fracasó. Coriolano no se detuvo allí: acto seguido condenó el concepto básico de la democracia y propuso deshacerse de los representantes de la clase plebeya —los tribunos— y entregar el gobierno de la ciudad exclusivamente a los patricios.

Cuando se corrió la noticia sobre el último discurso de Coriolano, la ira de la plebe no conoció límites. Los tribunos fueron enviados al Senado para exigir que Coriolano compareciera ante ellos. Coriolano se negó. En toda la ciudad se realizaron manifestaciones y se produjeron tumultos. El Senado, temeroso de la ira de la plebe, al fin votó a favor de la distribución gratuita de los granos. Los tribunos quedaron satisfechos, pero el pueblo exigía una disculpa pública de Coriolano. Si se mostraba arrepentido de su actitud y accedía a callar de allí en adelante sus opiniones, se le permitiría regresar al campo de batalla.

Coriolano apareció una última vez ante el pueblo, que se dispuso a escucharlo en respetuoso silencio. Comenzó a hablar en tono quedo y medido, pero a medida que avanzaba en su discurso se volvía cada vez más agresivo y hasta profería insultos. Su tono era arrogante; su expresión, despectiva. Cuanto más hablaba, más se iba enfureciendo la plebe. Por último, lo silenciaron a gritos.

Después de una consulta interna, los tribunos condenaron a muerte a Coriolano y ordenaron a los magistrados que el militar fuese llevado de inmediato a lo alto de la roca Tarpeya y arrojado al abismo. La plebe, entusiasmada, apoyó la decisión. Sin embargo, los patricios lograron intervenir y la sentencia fue conmutada por la condena a destierro de por vida. Cuando el pueblo se enteró de que el gran héroe militar de Roma nunca más regresaría a la ciudad, salió a celebrar a las calles. Nunca antes se había visto semejante celebración, ni siquiera ante la derrota de un enemigo extranjero.

Interpretación

Antes de su ingreso en la política, el nombre de Coriolano despertaba admiración y respeto.

Sus triunfos en el campo de batalla lo mostraban como a un hombre de gran valor y coraje. Dado que los ciudadanos sabían muy poco de él, se empezaron a tejer todo tipo de leyendas en torno de su nombre. Sin embargo, en el momento en que se presentó ante los ciudadanos de Roma y dijo lo que en realidad sentía y pensaba, todo el misterio y toda la grandeza se esfumaron. Fanfarroneaba y profería amenazas como un soldado cualquiera. Insultaba y difamaba a sus contrincantes como si se sintiera amenazado e inseguro. De pronto ya no era en absoluto lo que la gente había imaginado. La discrepancia entre la leyenda y la realidad resultó una enorme desilusión para quienes querían creer en su héroe. Cuanto más hablaba Coriolano, menos poderoso se le veía. Una persona incapaz de controlar sus palabras es también una persona incapaz de controlarse a sí misma, por lo tanto es indigna de respeto.

El rey [Luis XIV] mantiene los asuntos de Estado en el más absoluto secreto. Los ministros asisten a las reuniones del Consejo, pero él sólo les confía sus planes cuando ha reflexionado extensamente acerca de ellos y ha llegado a una decisión definitiva. Quisiera que usted pudiese ver al rey. Su expresión es inescrutable. Sus ojos son los de un zorro. Nunca discute los asuntos de Estado salvo con sus ministros, en las reuniones del Consejo. Cuando habla con los cortesanos se refiere, simplemente, a sus respectivas prerrogativas u obligaciones. Aun la más frívola de sus expresiones tiene el aire de ser el pronunciamiento de un oráculo.

PRIMI VISCONTI, citado en Luis XIV, LOUIS BERTRAND, 1928

Si Coriolano hubiese hablado menos, la plebe nunca habría tenido motivos para sentirse ofendida por él y nunca hubiese conocido sus verdaderos sentimientos. Coriolano habría conservado su poderosa aura, sin duda lo habrían elegido cónsul y, entonces sí, habría podido consumar sus objetivos antidemocráticos. Pero la lengua humana es una bestia que muy pocos saben dominar. Forcejea constantemente por escapar de su jaula y, si no se la adiestra de la manera adecuada, se vuelve contra uno y le causa problemas. Aquellos que despilfarran el tesoro de sus palabras no pueden acumular poder.

Las ostras se abren por completo cuando hay Luna llena; y cuando los cangrejos ven una ostra abierta, tiran dentro de ella una piedrita o un trozo de alga, a fin de que la ostra no pueda volver a cerrarse y el cangrejo pueda devorarla. Éste es también el destino de quien abre demasiado la boca, con lo cual se pone a merced del que lo escucha.

LEONARDO DA VINCI, 1452-1519

OBSERVANCIA DE LA LEY

En la corte de Luis XIV, los nobles y los ministros pasaban días y noches enteros debatiendo temas de Estado. Consultaban, discutían, hacían y rompían todo tipo de alianzas, y volvían a discutir hasta que al fin llegaba el momento crucial: dos de ellos eran elegidos para presentar al rey las dos posturas opuestas, para que luego el soberano optara por una. Una vez elegidas estas personas, se planteaba otro tipo de discusión: ¿cómo se realizaría la presentación del tema? ¿Qué argumentos resultarían atractivos al rey y cuáles le inspirarían rechazo? ¿A qué hora del día y en qué lugar del palacio sería más conveniente que los representantes lo abordaran? ¿Cuáles serían las expresiones faciales más convincentes?

Las palabras irrespetuosas de un súbdito suelen calar más hondo que el recuerdo de sus delitos... El difunto duque de Essex le dijo a la reina Isabel que sus condiciones eran tan retorcidas como su esqueleto; esta expresión le costó la cabeza, lo que no le hubiese costado su insurrección, a no ser por esas palabras.

SIR WALTER RALEIGH, 1554-1618

Por fin, una vez acordados todos estos detalles, llegaba el momento crucial. Los dos hombres abordaban a Luis XIV —siempre de forma delicada y comedida— y cuando éste les prestaba atención exponían el tema en cuestión explayándose sobre las distintas opciones.

Luis XIV solía escuchar en silencio, con expresión enigmática. Cuando, ya finalizada la exposición, los emisarios le preguntaban cuál era su opinión, el rey los miraba y les decía: “Ya veré”, y se retiraba.

Los ministros y cortesanos no volvían a oírle una palabra más sobre el tema; simplemente veían el resultado, semanas después, cuando el soberano tomaba una decisión y actuaba en consecuencia. Jamás se molestaba en volver a consultarlos sobre el asunto.

Interpretación

Luis XIV era un hombre de muy pocas palabras. Su frase más famosa, “L’état c’est moi” (El Estado soy yo), no podría ser más concisa, y sin embargo más elocuente. Su famoso “Ya veré” era sólo una de varias frases muy breves que aplicaba a todo tipo de preguntas y pedidos.

Luis XIV no siempre había sido así. De joven, era conocido por su locuacidad, y se deleitaba con su propia elocuencia. La actitud taciturna de su madurez era algo impuesto, una máscara que usaba para desconcertar a quienes lo rodeaban. Nadie sabía con exactitud cuál era su posición ni podía predecir sus reacciones. Nadie podía intentar engañarlo diciéndole lo que creía que él quería oír, ya que nadie sabía qué era lo que deseaba oír. Al hablar y hablar ante el silencioso Luis XIV, los cortesanos revelaban más y más sobre sí mismos, información que luego el rey utilizaría contra ellos de manera muy eficaz.

A la larga, el silencio de Luis XIV aterrorizaba y sojuzgaba a quienes lo rodeaban. Ése era uno de los pilares de su poder. Como escribió Saint-Simon: “Nadie sabía tan bien como él cómo vender sus palabras, su sonrisa, e incluso sus miradas. En él todo era valioso, porque creaba diferencias, y su majestuosidad era realzada por su parquedad”.

Para un ministro es más perjudicial decir tonterías que cometerlas.

CARDENAL DE RETZ, 1613-1679

CLAVES PARA ALCANZAR EL PODER

En muchos aspectos, el poder es un juego de apariencias, y cuando usted dice menos de lo necesario parecerá inevitablemente más grande y poderoso de lo que en realidad es. Su silencio hará sentir incómodos a los demás. El ser humano es una máquina que de continuo interpreta y explica; necesita saber qué es lo que usted está pensando. Si usted controla con cuidado lo que revela, los otros no pueden adivinar sus intenciones ni el significado real de sus manifestaciones.

Sus respuestas breves y sus silencios pondrán a los demás a la defensiva y, nerviosos, tratarán de llenar el silencio con todo tipo de comentarios que revelarán información valiosa sobre sí mismos y sus debilidades. Saldrán de una reunión con usted sintiendo que algo les ha sido robado y se irán ponderando cada palabra que usted haya dicho. Esta atención especial a sus breves comentarios no hará más que incrementar su poder.

Decir menos de lo necesario no es algo reservado a reyes y estadistas. En la mayor parte de los aspectos de nuestra vida, cuanto menos diga, tanto más profundo y misterioso parecerá. De joven, el artista Andy Warhol comprendió que en general resulta imposible lograr que la gente haga lo que uno quiere con sólo hablarle. Se vuelven contra uno, y hacen exactamente lo contrario, o desobedecen las indicaciones por el simple gusto de desobedecer. En cierta oportunidad, Warhol le dijo a un amigo: “Aprendí que uno tiene más poder cuando se calla la boca”.

Más adelante, Warhol utilizó esta estrategia con gran éxito. Sus entrevistas eran verdaderos ejercicios de discurso oracular: solía decir algo vago y ambiguo y el entrevistador se rompía la cabeza tratando de descubrir el significado de sus palabras, imaginando que había algún profundo significado oculto tras sus frases carentes de significado. Warhol raras veces hablaba de su trabajo, sino que dejaba que los demás lo interpretaran. Decía haber aprendido esa técnica del maestro del enigma, Marcel Duchamp, otro artista del siglo XX que se dio cuenta bien pronto de que, cuanto menos decía de su obra, más la gente hablaba de ella. Y cuanto más hablaba la gente de su obra, tanto más valiosa se tornaba ésta.

Al decir menos de lo necesario se genera la apariencia de significado y poder. Además, cuanto menos diga, menos riesgo correrá de decir algo tonto, hasta peligroso. En 1825, un nuevo zar, Nicolás I, subió al trono de Rusia. De inmediato estalló una rebelión liderada por los liberales, que exigían la modernización del país, es decir, que sus industrias y sus estructuras civiles se pusieran a la altura de las del resto de Europa. Nicolás I aplastó brutalmente aquella rebelión (la insurrección decembrista) y condenó a muerte a uno de sus líderes, Kondraty Ryleyev. El día de la ejecución, Ryleyev subió a la horca y le pusieron la soga al cuello. Cuando se abrió la trampa, la cuerda se cortó y el hombre cayó al suelo. En aquella época, hechos como éste eran considerados como señales de la Providencia o de la voluntad divina y el hombre que se salvaba de esta forma de una ejecución solía ser indultado. Cuando Ryleyev se puso de pie, sucio y magullado pero convencido de haber salvado la vida, le gritó a la muchedumbre: “¿Ven? En Rusia no hacen nada bien... ¡Ni siquiera son capaces de fabricar una buena soga!”.

De inmediato un mensajero se dirigió hacia el Palacio de Invierno con las noticias de la fallida ejecución. Furioso por el frustrante desenlace, Nicolás I se dispuso, sin embargo, a firmar el perdón. De pronto preguntó: “¿Ryleyev dijo algo después de este milagro?”. “Señor —le contestó el mensajero—, dijo que en Rusia ni siquiera sabemos fabricar una soga.”

“En este caso —replicó el zar— vamos a demostrarle lo contrario.” Tras estas palabras, rompió el papel. Al día siguiente Ryleyev fue llevado de nuevo a la horca. Esta vez la cuerda no se cortó.

Aprenda la lección: una vez que las palabras han salido de su boca, no es posible retirarlas. Manténgalas bajo control. Tenga especial cuidado con el sarcasmo: la satisfacción momentánea que obtenga con sus cáusticas palabras siempre será menor que el precio que deberá pagar por ellas.

Imagen: El oráculo de Delfos. Cuando los visitantes consultaban el oráculo de Delfos, la sacerdotisa pronunciaba algu- nas palabras enigmáticas que parecían tener un importante contenido. Nadie desobedecía las palabras del oráculo: ejercían poder sobre la vida y la muerte de quienes lo consultaban.

Autoridad: nunca comience a mover los labios antes que sus subordinados. Cuanto más tiempo guarde en silencio, más pronto sus labios los demás moverán. Y a medida que ellos muevan los labios, usted podrá entender sus verdaderas intenciones... Si el soberano no se muestra misterioso, los ministros encontrarán la oportunidad para exigir y exigir. (Han-fei-tzu, filósofo chino, siglo III a. C.)

INVALIDACIÓN

Hay momentos en los que no es inteligente guardar silencio. El silencio puede despertar sospechas e incluso inseguridad, sobre todo en sus superiores. Un comentario vago o ambiguo puede exponerlo a interpretaciones que usted no espera ni desea. El silencio y el decir menos de lo necesario es un arte que debe ejercerse con cautela y en las situaciones adecuadas. A veces es más inteligente imitar al bufón de la corte, que se hace el tonto pero sabe que es más inteligente que el rey. Habla, habla y entretiene, y nadie sospecha que es mucho más que un simple tonto.

A veces, las palabras también pueden actuar como una especie de cortina de humo, útil para engañar a sus adversarios. Al llenar con palabras los oídos de su interlocutor, puede distraerlo e hipnotizarlo. Cuanto más hable, menos sospechoso resultará. Las personas verborreicas no suelen ser consideradas falsas o manipuladoras, sino incapaces y poco sofisticadas. Éste es el reverso de la política del silencio empleada por los poderosos: hablando más y mostrándose más débil y menos inteligente que su víctima, podrá engañarla con suma facilidad.

Las 48 leyes del poder

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