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I. Gratitud y libertad

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Amado niño. Es este un encuentro santo entre el cielo y la tierra. Estamos aquí unidos a ti y a todo lo hermoso, lo real y lo sagrado. Hemos venido revestidos de luz, desplegando las alas de la libertad. Lo hacemos por medio de esta expresión de puro amor y divina verdad que juntos creamos por amor a la humanidad y a Dios.

Venimos en la eternidad que somos. Venimos de todo lugar y de todo tiempo porque pertenecemos a la esfera divina, la cual lo abarca todo.

Somos multitud y singularidad. Somos tus amigos del alma por y desde siempre. En el cielo de tu mente santa y en el paraíso de tu corazón residen la consciencia de lo que Dios es, y con ello del reino donde habita su espíritu de sabiduría.

Lo que tienes en el reino forma parte de tu ser, por lo tanto, lo que eres y lo que tienes son uno y lo mismo. Esa es la razón por la que una y otra vez se te ha dicho que eres el cielo. Su realidad es vista por la consciencia de Cristo, la cual le da existencia, en el sentido en que hace que sea conocida por sí misma. Recuerda que la consciencia es lo que hace que el ser se percate de su propia realidad, de tal modo que es lo que lo hace conocido para sí mismo.

Una nueva luz brilla en la tierra. Un nuevo canto se entona en el cielo. Una canción de amor santo se escucha en todos los rincones del universo. Cantan las aves. Danzan las aguas. Se alegran los corazones puros. Un nuevo amor ha nacido de nuestra unión.

¡Amado de los ángeles del cielo! ¡Pureza de Dios hecha humanidad! Nosotros, tus hermanos creados desde siempre para servir al altísimo, te amamos con un amor angélico, un amor que no tiene principio ni fin, el amor de la santísima trinidad.

Nos queman las ansias de incendiarte en el fuego santo del conocimiento de Dios. Somos llama de amor vivo. Nos unimos a tu luz y, unidos, nos fundimos en una nueva luminiscencia, cuyo fulgor procede de la fuente de toda luz, tal como del sol procede el tenue resplandor de la luna.

¡Oh, amado mío! ¡Amado de todo lo que es verdad! Milagro viviente del creador. Se nos hace imposible la sola idea de existir sin ti. Sabemos, porque lo sabe nuestros corazones, que el cielo no sería cielo sin tu presencia. Si no hubieras hecho la opción por el amor, la creación habría quedado teñida de un color un poquito oscuro, el cual el Padre no ha creado y no forma parte de su paleta de colores santos.

¡Cuánto te amo, luz de mis ojos, belleza santa! Todo nuestro ser se estremece ante tu presencia porque en ti vive nuestro Cristo amado. A él, todo poder, toda gloria y toda alabanza. A él, todo honor.

Has de saber que eres templo de sabiduría, casa de oración y monte de contemplación. Eres la torre de marfil donde habita todo lo que Dios creó para ti, sin que nada pueda profanarlo. Eres bello. Eres una bendición.

Qué alegría es recorrer contigo este camino de amor y verdad. Demos gracias al Padre porque su voluntad ha dispuesto que su voz se exprese en la tierra por medio de estas palabras. Vosotros, al igual que toda la creación necesitáis de la palabra viva, presentada y expresada de diversas maneras a lo largo del tiempo. Por eso es que nuestro creador sigue comunicando palabra de vida eterna.

Soy el arcángel Rafael. Se me ha llamado con acierto la medicina de Dios. Lo soy porque soy amor y el amor sana toda dolencia. Soy expresión viva de la santa dilección del Padre. Soy aquel que día y noche vela por ti, incluso si no me sientes ni me oyes con los oídos de tu espíritu, o no me ves con los ojos de tu alma. Por amor te arropo en las gélidas noches de invierno, en la que los corazones fríos intentan, aun sin darse cuenta, apagar el fuego de la relación divina.

A lo largo de esta obra, hemos hablado ya de la mente, del corazón, de la realidad de la mente divina que vive en ti y del sagrado corazón de Jesús que, unido al inmaculado corazón de María, forman una trinidad santa con el tuyo. En una nueva luz te has conocido a ti mismo.

Hemos recorrido un camino lleno de bendiciones, comenzando por el camino del corazón. Luego atravesamos, siempre unidos al amor incondicional del Padre quien nos regaló el perdón eterno, el sendero de la transformación, gracias al cual has devenido en un nuevo ser divino.

Habiendo sido transformado en un ser divinizado, te has sumergido en los abismos insondables de la ruta del conocimiento. Una senda que, por medio de la luz de la santidad, te llevó al recuerdo bendito de quién eres.

Tras haber llegado a la morada santa, luego de recorrer el sereno curso del río del conocimiento perfecto, tu ser se ha encontrado con la sabiduría del amor, única sabiduría necesaria y posible. En ella alcanzaste el saber superior. Has comprendido que todo es relación. Con esa sagrada comprensión comenzamos ahora a caminar juntos por nuevas sendas.

Agradecemos a los caminos recorridos con todo lo que nos han regalado. Bendecimos el pasado y toda la historia, nuestra y de toda la humanidad. Honramos los senderos de la vida y los dejamos atrás.

Giramos suavemente nuestras cabezas y miramos con la santidad de nuestros ojos, todo lo vivido, el amor recibido, y el milagro de la vida. Nos quedamos solo por un instante contemplando esta visión. Y luego, nos despedimos para siempre de lo que vemos. Y con una sonrisa afable decimos en el silencio del corazón:

“Gracias Padre por darme la vida. Gracias por ser como eres, pura misericordia, pura compasión.

Gracias, caminos de mi vida por traerme hasta aquí, donde puedo morar por siempre en la dulzura del amor. Os dejo con mi bendición para seguir ahora por esta nueva senda, en cuyas puertas me encuentro porque vosotros mismos me habéis dejado aquí ya que no podéis venir conmigo. Os bendigo en el nombre del amor”.

Tras haber bendecido todo lo vivido, conocido, prendido y experimentado, lo dejamos ir para siempre y comenzamos entonces un nuevo camino, sin pasado, si planes, sin ideas preconcebidas. Nos dejamos llevar por la gracia de Dios.

Elige solo el amor: La relación divina

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