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Capítulo 5 El primer día de integración

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Cuando leí por primera vez sobre los animales de poder, siempre me identifiqué especialmente con el lobo. Su naturaleza solitaria, astuta, inteligente, observadora y majestuosa me hizo creer que manteníamos una especie de vínculo sagrado. Lo extraño de lo sucedido la noche anterior me demostró lo equivocado que estaba. Un tigre negro y un tigre blanco, el ying y el yang de un felino poderoso, la luz y la oscuridad revelados por virtud de la fuerza.

La luz del sol empezaba a penetrar tímidamente entre las hojas y abrí los ojos interrumpiendo mis cavilaciones con el cuerpo dolorido por las horas durmiendo sobre el suelo de madera. No sé exactamente cuánto estuve allí, ni qué hora era, pero estaba empapado en sudor, notando cómo mis sentidos permanecían aún agudizados. Me levanté sin dificultad y, tras ponerme las botas, regresé a mi sencillo hogar en medio de esa espesura de vida.

Las plantas y los árboles lucían más brillantes que nunca y sus vívidos colores resplandecían al sol. Los sonidos de la selva expresaban un hermoso estado de felicidad y armonía ante el nuevo día. No había quejas, ni dolor, ni pesar, solo alegría y agradecimiento que, poco a poco, me envolvió en un intenso gozo. Paré y respiré profundamente al tiempo que una plenitud inexplicable me llenó por dentro. Sonriente, proseguí mi trayecto hasta que un fuerte olor pútrido y agrio rompió mi armonía en mil pedazos, mi estómago se agitó y el pelo se me erizó ante aquella desagradable sensación en las fosas nasales.

—¡Dios, a qué huele esto! —exclamé al llegar delante de mi palapa. Decidido, y con la nariz tapada, empecé a investigar por el tambo atentamente ya que ese nauseabundo olor provenía de algo de allí. El colchón, la ropa, la mochila… Todo lo que yo había usado me producía un punzante rechazo.

Era yo, mi olor humano, del que había escuchado en documentales huía la mayoría de animales salvajes con solo percibirlo. Me desnudé rápidamente, observando que en la mesa habían dejado hojas para limpiarme y la jarra, esta vez llena de un líquido rojizo. Amontoné como pude todo aquello, excepto el colchón, en una de las esquinas y lo introduje en una bolsa grande de basura que por suerte recordé llevar en uno de los bolsillos de la mochila. El olor de la sustancia del aeropuerto era completamente horrible y tuve que hacer varios intentos antes de poder tocarla, era como si estuviera rodeada de un escudo de fuerza pestilente al cual era incapaz de acercarme sin vomitar en el intento. Finalmente, por suerte, lo logré.

Le hice un fuerte nudo para sellar su hedor, agarré las hojas, el traje blanco, y me alejé rápidamente de allí, todavía con la nariz tapada.

Desnudo, recorrí un camino que torcía hacia la izquierda del más visible, donde a lo lejos se oía la corriente de un riachuelo. No era muy grande, de unos cuatro metros de ancho por un palmo de profundidad. El agua estaba sorprendentemente fría y era uno de los pocos sitios donde había un claro por donde el sol mostraba su majestuosa fuerza.

Cuidadosamente caminé por las piedras resbaladizas llegando a un punto que parecía algo más profundo, donde podría estirarme. Observé un buen rato con mucha atención antes de sentarme ya que estaba en el Amazonas y no ver nada, no significa que no lo hubiera y más estando desnudo, donde cualquier orificio podía ser escondrijo perfecto para algún pez osado, como recordaba también de algún reportaje.

Dispuse las hojas en una piedra alta, al igual que el traje, y me relajé sintiendo el agua fresca acariciar mi sensible cuerpo, mientras esta me balbuceaba al oído hipnóticas palabras en lengua extraña. Entre ensoñaciones, un ruido que fui incapaz de identificar me devolvió a la realidad. Había perdido de nuevo la noción del tiempo porque la piel de mis manos estaba ya muy arrugada, así como la de mis pies. Empecé a frotar con fuerza las hojas por todo el cuerpo, impregnándome de un dulce olor anisado al igual que de un tono verdoso. El pelo, la cara, los brazos… concienciado en librarme de toda mi desagradable marca urbanita. Sentía que mi ser se desprendía al mismo tiempo de algo que no logré identificar, y ello me liberaba de un peso, haciéndome más ligero. Enjuagué igualmente el traje que ahora ya no era blanco, sino más bien verde claro, pero prefería teñirlo antes de que mantuviera cualquier rastro del hediondo olor. Tendí la ropa en unas ramas y me estiré libre al sol, sobre una gran piedra plana absorbiendo la maravillosa energía que brindaba a mi cuerpo. Todo era tan simple, tan puro, que mi mente, plenamente anclada al presente, olvidó por momentos la naturaleza del mundo de donde provenía para sumergirse, en cuerpo y alma, en ese rincón de planeta.

No tardé en coger el traje ya casi seco y regresar por donde había venido ante la increíble potencia del astro rey. El olor era todavía evidente pero soportable y, animado, decidí trasladar la bolsa sobre un montículo donde yacía una enorme piedra que estaba a unos diez metros de mi cama, importándome bien poco lo que sucediera con todo ello mientras su corrupción estuviera a razonable distancia de mí. Froté aplicadamente con algunas hojas sobrantes el colchón de dormir, que aún mantenía algún rastro de la primera noche. No sé si por causa de ese olor, sentía el estómago completamente cerrado y la sensación de hambre era completamente nula.

La mañana fue transcurriendo sin prisa mientras fui bebiendo el amargo mejunje rojo.

Las sombras empezaron a estirarse, mi cuerpo chorreando de pegajosa humedad reclinado sobre la hamaca, mientras reflexionaba sobre lo sucedido los dos días anteriores, sin saber muy bien cómo explicarlo.

Una extraña sensación me invadió al escuchar el sonido del cuerno, según tenía entendido, hoy era día de integración y no de trabajo. Qué raro, pensé, incorporándome para vestirme con mi nuevo atuendo verde camuflaje, quizá don Pedro quiere comunicarnos algo y por ello nos reúne.

Al llegar a la Gran Palapa observé delante de donde cada uno se sentaba un trozo de piedra grande similar al carbón. Todos fueron llegando y mostrando la misma cara de sorpresa, incluida Isabel, que me miró tiernamente con una dulce sonrisa. Don Pedro estaba en su sitio habitual, pero no tenía nada distribuido encima del colorido tapete. Observé atentamente el trozo de mineral sin tocarlo. Era de color negro brillante, de forma hexagonal y parecía ajeno a este planeta, rodeado por cientos de largas estrías como pequeños canales. Me vino a la cabeza la imagen de los cuarzos blancos que había en la cueva de Superman, aunque oscuros aquí.

—Bienvenidos de nuevo —dijo don Pedro con su característico tono serio—, que hoy sea día de integración no significa que vuestro proceso de crecimiento y evolución tenga que detenerse, y aunque se sale de la norma de mis trabajos, creo que por la energía que desprende el grupo, podemos ir un poco más lejos. Este mineral que tenéis delante se llama turmalina y sirve para que vuestro ser enraíce con la Madre Tierra. Conectaremos vuestro primer chacra con el núcleo de la tierra para unificaros con la esencia de la vida y aquello que cada uno de nosotros hace aquí. Os ayudará a limpiar vuestras energías negativas fortaleciendo vuestro campo magnético, protegiéndoos de cualquier ataque psíquico u oscuro. Hoy el trabajo será exclusivamente a través de la meditación con la turmalina.

Mientras nos comentaba esto, Raúl, el chico que lo ayudaba, entró con un cuenco tibetano cobrizo del tamaño de una ensaladera. Todos estábamos algo extrañados por la fusión de conceptos, más budistas o nepalíes que amazónicos, pero, evidentemente, don Pedro era hombre de mundo y recursos.

Me senté cómodamente con la turmalina entre las manos y cerré los ojos. Su tacto era suave, aristado y frío en un inicio. El sonido agudo del cuenco empezó a fluir por todo el espacio, notando cómo la turmalina respondía a esa vibración con un ligero cosquilleo que me fue subiendo por los brazos hacia la cabeza, para posteriormente descender por la columna a las caderas, rodillas, tobillos y pies. Un zumbido muy suave y agradable empezó a resonar dentro de mí con lo que poco a poco me fui relajando aún más, sintiendo cómo mis pies en contacto con la madera del suelo literalmente se enraizaban en ella.

Ya no existía separación entre ellos, y mis raíces fueron extendiéndose, reptando hasta los pilares laterales de la Palapa, en contacto con el suelo de la selva. A través de ellos empezaron a adentrarse en la tierra hasta llegar a una gran esfera oscura y brillante que entendí se encontraba en el centro de este planeta y, al tocarla, de pronto empezó a ascender por ella una sustancia densa y negruzca que subía rápidamente hacia mí. Mi primera reacción fue la de separar los pies del suelo, pero fue imposible, estaban completamente fusionados en él, surgiendo en mi interior un golpe de miedo ante aquello que se aproximaba.

«Siente», escuché dulcemente en algún lugar dentro de mí, con lo que en contra de aquello que sentía, tomé el control de mi cuerpo y, respirando hondo, intenté exhalar esa tensión en un largo y profundo suspiro.

Penetró por cada uno de los dedos de mis pies, envolviendo como un remolino todos mis tejidos, músculos y huesos como si de una momia se tratara. No conseguía identificar qué era aquello hasta que ascendió por mi boca, nariz, ojos y frente a un sabor a tierra húmeda que me invadió completamente. Una tierra oscura que vibraba en una especie de latido al son del cuenco tibetano. La oscuridad me había envuelto completamente, aunque era una oscuridad cálida y llena de vida. No era la de la muerte que todos imaginamos, sino algo lleno de cariño y amor. Era una oscuridad completa y plena que me hizo comprender por qué los árboles y las plantas buscan enraizarse en lo más profundo de ese mundo, encontrando el cariño, la energía y bondad de la Madre Tierra.

Yo también era hijo de ese mundo y era querido igualmente. No había distinción entre seres ni formas, todos éramos parte del mismo mundo y el amor de la tierra que nos ha visto nacer siempre nos acompaña, por ser las chispas esenciales de ella misma, pues del polvo nacemos y en polvo nos convertimos al morir. Sencillamente me desintegré en la profundidad de esa negrura que todo lo completaba, al tiempo que los sonidos de la selva cambiaron para adentrarse conmigo en la oscuridad de esa inmensa noche.

El libro de Shaiya

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