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Capítulo 9 La tercera ceremonia de ayahuasca

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Los sonidos de la selva penetraban por mis oídos cuando una sensación húmeda y pegajosa en la cara me despertó. Dolorido, levanté ligeramente la cabeza y vi que mi saliva impregnaba la madera. Me incorporé hasta sentarme, comprobando con preocupación mi estado corporal, básicamente, estar de una pieza; parecía estar bien, no me faltaba ni una mano ni un dedo.

Pasé la noche tirado en el suelo del tambo como un trozo de carne inconsciente, un ofrecimiento difícil de rechazar para multitud de especies que allí moraban y recordé las palabras de don Pedro en la primera ceremonia.

«La selva es muy sabia, conoce todos los procesos por los que sus individuos transcurren. No temáis, ningún animal o insecto interferirá vuestro camino hacia la evolución personal porque la ayahuasca es una planta maestra y transitar con ella es un proceso sagrado».

Sinceramente no sé si fue el caso, pero reconozco que pudieron haber pasado muchas cosas y afortunadamente no sucedió ninguna.

Sin fuerzas, me agarré a la hamaca para levantarme y entendí que a partir de entonces necesitaría del bastón para desplazarme. Mi percepción del tiempo era completamente nula, ignoraba cuánto faltaba para el siguiente trabajo, aunque, eso sí, el día estaba nublado otra vez.

El pecho y parte de la cara me dolían tras el impacto, estaba convencido de que en mi mejilla se veía un buen moratón por la sensación que tenía al tocarla. Decidí ir al riachuelo para refrescarme un poco y despejarme.

Me sorprendió ver que habían traído otro tipo de hojas y que de nuevo la jarra estaba llena, esta vez de un líquido más turbio. Cuando me acerqué a la mesa para coger las hojas vi en los extremos del tambo los restos de cuatro velones. Equivocadamente creí estar desamparado en medio de la vegetación; me sentí más tranquilo, aunque algo avergonzado por la situación que presenciara mi visita, encontrándome desnudo e inconsciente en el suelo. Bebí un poco de la jarra desconfiando que fuera agradable, pero me equivoqué, más que un brebaje parecía el zumo de alguna fruta con matices dulzones; evidentemente no era eso, la rigurosidad de la dieta no lo permitía, pero se asemejaba. Bebí hasta sentirme plenamente saciado, notando que me recuperaba un poco.

Al coger las plantas para limpiarme escuché el cuerno. Enojado, miré al cielo para intuir qué hora podía ser, temprano para la ceremonia, pensé. Nervioso e intranquilo me vestí y, con la ayuda del bastón, me encaminé a la gran palapa, deteniéndome cada diez metros para coger fuerzas y continuar. Llegué sin ninguna duda el último y don Pedro me siguió con la mirada mientras me sentaba en mi sitio. Estaba claro que quería comprobar en qué estado me encontraba. El estado del resto del grupo, por lo que observé, a rasgos generales no distaba del mío.

Don Pedro se levantó.

—Hoy la ceremonia se inicia antes porque nos interesa observar y entrar en contacto con los poderes y fuerzas que hay en los diferentes periodos de la jornada, no solo los que habitan de noche.

Encendió su gran pacheco y arrodillándose ante mí cantó un icaro sobre los poderes del tabaco. A medida que cantaba, entre estrofas, inhalaba una gran calada y la soplaba sobre mi cuerpo agitando una maraca. Empezó por la zona de los pies hasta acabar en la cabeza y mi ser se fue impregnando del fuerte olor a tabaco. Aunque no era muy agradable reconozco que me sentí más fuerte y vigoroso, como si mi alma se solidificara despertando una naturaleza dentro de mí que desconocía.

Se acercó a mi entrecejo y sorbió de él como si en mi frente hubiera una pajita. Raúl, que estaba a nuestro lado, le ofreció un cubo donde don Pedro escupía entre arcadas cada vez que succionaba de mí. Realizó el mismo ritual a otros dos de los presentes antes de ofrecernos el vasito dorado.

La medicina del alma me pareció más suave esta vez, deslizándose mansamente por dentro, pese al habitual escalofrío inicial. Me senté respirando con tranquilidad para abrirme a lo que viniera. Vi cómo Isabel se estremecía también al beber, pero al cerrar los ojos mis oídos se fueron centrando en los cientos de sonidos de la selva. En el interior de mi mente esa conjunción de cantos se abrió a un plano donde descifraba todos y cada uno de los diferentes sonidos. Se agrupaban espacialmente ocupando diferentes zonas alrededor de donde estábamos, como si de territorios se tratara. Cada individuo se comunicaba con el resto indicando dónde se encontraba, en algunos casos para evitar que se acercaran más de lo debido, en otros para aparearse. Otros sencillamente cantaban agradeciendo a la vida el momento presente de felicidad y alegría.

Mis oídos discernían y aislaban del resto cada uno de ellos, por grupos y especies, como un zoom auditivo.

Vi que por encima de ese plano residía otro más amplio en el que el conjunto de sonidos formaba como una gran orquesta filarmónica. Existía un entendimiento superior que parecía dirigirlo todo a través de su sutil voluntad. Entendí la profundidad de las palabras de don Pedro sobre el conocimiento de los procesos sagrados por todos los seres, esa fuerza superior los dirigía y sus «hijos» nunca osarían perturbarlos en forma alguna.

La majestuosidad de la sinfonía de la naturaleza se me mostraba plenamente en cada uno de sus aspectos. Permanecí embelesado, maravillado por la cantidad de vida y consciencia que sentía en cada uno de esos cánticos. Mis oídos se centraron en un ruido grave de fondo que venía de lejos y que fue poco a poco magnificándose.

El resto de sonidos variaba a medida que aquel se acercaba, hasta que identifiqué la lluvia cayendo sobre la arboleda. Del impacto de las gotas sobre las hojas surgía un extraño lenguaje en el que vislumbré fascinado un canto de agradecimiento a las nubes llenas de agua. Toda la vegetación reverenciaba los entes celestes que las cuidaban y alimentaban con esa bendita agua. La alegría de todas las almas era evidente, se respiraba en el ambiente hermosa felicidad.

La lluvia cesó al igual que los cantos y una brisa húmeda me acarició el rostro, dulcemente, como si quisiera llamar mi atención. Abrí los ojos para ver qué era y noté que los sonidos recobraron de pronto el aparente caos inicial.

Lejos de la entrada asomaba una extraña forma que no conseguí ver con claridad. Mis pupilas se dilataron cuando el sol reflejado en las hojas dibujó un rostro femenino que me sonreía. La Madre Naturaleza, la Pachamama, se mostraba ante un simple hombre como yo. Los brillos del sol bailaban al son del agua, mostrándome una hermosa y cariñosa sonrisa cuyo calor irradió por mi plexo solar. Era esa consciencia maternal que todo lo cuida cariñosamente y de cuyo amor las flores florecen como presentes a la vida. Era una imagen increíble producida por la conjunción de una infinidad de factores, algo inconcebible e imaginable, pero allí estaba, hermosa como ninguna.

Agradecido por el regalo, con el corazón rebosante de emociones y asombro, mis ojos se humedecieron hasta que las lágrimas cayeron por mis mejillas de tanta gratitud.

La sonrisa del rostro se acentuó cuando el estómago me aguijoneó y, de golpe, salió algo de mí que cayó al fondo del cubo. Miré de nuevo, pero la hermosa aparición había desaparecido con los brillos del sol.

La noche cayó mientras los icaros de don Pedro se sucedían. El grupo parecía tranquilo, algunos dormían, y yo debía de estar traspuesto cuando una extraña sensación me envolvió. Sin moverme, empecé a sentirme ingrávido, sin constancia del peso de mi cuerpo; no sentía los maderos del suelo, tampoco mi respiración. Parecía diferente a la sensación que experimentaba con la música, me sentía muy liviano, como si hubiera abandonado algo. Al abrir los ojos vi que estaba a unos tres metros del suelo, boca abajo, observando una imagen inquietante. En un círculo, unos encapuchados unidos por un lazo de luz contemplaban preocupados una esfera azul en el centro.

Aunque una parte de mí sabía que éramos nosotros y que la luz de las velas era el lazo que nos unía, reconocí en la esfera azul la imagen de la Tierra. Una emoción inmediata me hizo entender la responsabilidad del hombre sobre su planeta y habitantes, junto a la delicada situación en la que se encuentra.

No pude evitar sentir gran tristeza por la inconsciencia con que tratamos un mundo tan increíblemente hermoso y mágico, avergonzándome de la especie a la cual pertenecía. Sin darme cuenta, en un parpadeo, de nuevo estaba en mi sitio, aunque con una sensación agridulce por la percepción descrita.

Raúl se levantó para apagar las velas a pesar de que ya era negra noche y don Pedro nos señaló silencioso que miráramos lo que sucedía en el centro de la palapa. Se veía revolotear un pequeño ser que desprendía destellos de luz. Al rato fueron dos, después tres, cuatro, cinco. Todos se encendían y apagaban al unísono como si se llamaran entre sí.

Eran unas preciosas luciérnagas que nos acompañaban en nuestro trabajo, dibujando un baile de luces que nos dejó hipnotizados. Don Pedro reinició los icaros al que las luciérnagas se unieron danzando por el aire en un espectáculo de belleza difícil de expresar.

Mi ser, agradecido y agotado, se fue abandonando hasta quedar plácidamente dormido acompañado por ese maravilloso regalo de la Madre Naturaleza.

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