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Capítulo 15 La ceremonia final de ayahuasca

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Al abrir los ojos, una profunda sensación de felicidad me embargó, aquel sería el último día de trabajo y eso significaba el principio del fin de mis penurias. Me parecía imposible imaginarme en unos días de nuevo caminando por las bulliciosas calles de la gran Lima. Aquella imagen me parecía tan lejana y distante como si formara parte de un profundo sueño en una noche olvidada en el tiempo.

Mi estado anímico me dio una dosis de fortaleza ante los lamentos de mi cuerpo para sentarse a la mesa. Lo extraño es que aquella mañana no había nada en ella y, la verdad, no me importaba mucho. Apoyado en ella, enajenado, fui divagando por los recuerdos de todas las extrañas experiencias vividas en aquel lugar.

A lo lejos, vi aparecer una forma que rápidamente identifiqué: don Pedro. Sorprendido por la inesperada visita, raudo me puse los maltrechos pantalones ceremoniales. Parecía llevar algo blanco entre sus manos que no logré identificar a primera vista.

—Buenos días, Sergi —dijo en tono cordial—. Vengo a visitarte por dos motivos: El primero, agradecer y felicitarte por el profundo esfuerzo realizado en cada trabajo, a pesar de las dificultades en las que te encuentras. Estás haciendo una labor muy loable y, sin ninguna duda, obtendrás tu recompensa. El segundo motivo, entregarte una vestimenta especialmente elaborada para ti. Es una ofrenda que regalamos a cada uno de los presentes en la última ceremonia para cerrar así el trabajo. Esta ceremonia es un tanto especial ya que se realizan dos experiencias en ella. Has trabajado muy bien y no tienes de qué preocuparte, solo queda el último tramo, lo más difícil ya pasó. Debo decirte también que hoy guardaremos ayuno completo. Te dejo las hojas para que te limpies bien y te vistas con la ofrenda.

Mi cabeza asintió sin saber exactamente qué significaba aquello, me entregó la prenda con las hojas y con una agradable sonrisa se despidió. Mi alegría se evaporó ante la idea de un doble trabajo; no sabía si sería capaz de soportarlo y una sensación de angustia empezó a recorrer mi cuerpo. Me sentía muy asustado. Notaba mi fuerza corporal absolutamente deteriorada y mi mente fracturada hacía días. Aquello era mucho y empecé a ponerme realmente nervioso ante la situación que se avecinaba. Cogí la prenda de ropa blanca y la abrí para contemplar qué de especial tenía.

Quedé anonadado al ver que era una especie de poncho en el que habían bordado a mano la cara de un tigre blanco en el pecho. Quien lo hizo era muy diestro y la belleza del diseño espectacular. Mezclaba trazos rectilíneos con otros de gran perfección que le concedían un aire ancestral. Fue una gran sorpresa y poder imaginar que realizaría el trabajo con aquella imagen en el pecho me reconfortó. No sabía muy bien a qué recurso había recurrido don Pedro para relacionar la naturaleza de esa imagen conmigo, aunque en su momento me disculpé ante el grupo por mi actitud, en ningún caso expliqué a nadie lo vivido en aquella ceremonia. Don Pedro de nuevo me sorprendía con sus dones y capacidades.

«Lo peor ya ha pasado», me repetía como si fuera un mantra. El recuerdo de lo que me dijo me fue animando, abandonando poco a poco la amarga sensación de miedo y temor.

Isabel no tardó y deduje que don Pedro la había avisado de que yo estaba disponible. De nuevo me acompañó con su cariño y dulzura que tanto bien me hacían.

En el riachuelo, las hojas parecían estar llenas de pura tinta; al limpiarme con ellas mi cuerpo fue quedando verdoso. Por suerte, era un verde tenue, pero quedaba patente que no era el tono natural de la piel. A la espera de Isabel, mi cuerpo no tardó en sentirse revitalizado; de las zonas más verdosas notaba cómo emanaba una especie de calor más que físico, energético. La sensación era parecida a como si mi cuerpo se alimentase, pero no por la boca con comida, sino a través de la piel con aquella tintura. Curiosamente, a medida que esto sucedía, la tonalidad verdosa se desvanecía recobrando mi piel su tonalidad normal, lo que me tranquilizó ante la perspectiva de aparecer en la gran palapa como una especie de ser verdoso.

Sin darme cuenta, de nuevo estábamos camino del tambo y, una vez allí, algo nervioso, cogí el ponche y me lo puse a la espera de iniciar la última ceremonia.

Isabel se fue, regresando de nuevo cuando el cuerno sonó. Vi que su dibujo era el de un colibrí azulado.

—Es precioso —le dije sonriendo, al tiempo que me agarraba a ella.

—Gracias, Sergi, igualmente tu tigre blanco —respondió con su enternecedora voz.

El camino se hizo corto, quizá por mis prisas en acabar con todo aquel periplo. Sorprendido al entrar, me fijé en que don Pedro tenía una gran rana de madera sobre el tapete ceremonial que disponía siempre ante sí. Todos llevaban sus vestimentas blancas con diferentes símbolos cada cual. Tengo que reconocer que la imagen era hermosa con aquellos tonos blancos resaltando fuertemente sobre los tonos de la madera y el verde del bosque. Éramos los mismos, pero diferentes.

Don Pedro cogió la figura de la rana y dijo:

—Os presento a todos a nuestra querida hermana, ella nos ofrece un presente que os permitirá entender nuestra conexión con el todo. Esta rana es de la familia Bufo Alvarius y vive en el desierto de Sonora, lejos de aquí, pero su conexión con la ayahuasca va más allá del tiempo, el espacio y el entendimiento. Por el lomo excreta una sustancia que se ordeña manualmente, apretando con cuidado unas glándulas que tiene a lo largo de la espalda. Cuando aquella sale, se acerca un trozo de cristal para que quede allí adherida y se pone a secar. Este proceso da como resultado unas escamas, parecidas a las de la sal, que se fuman para absorber sus propiedades medicinales. A diferencia de la ayahuasca, sus efectos son inmediatos y duran unos treinta minutos, para que tengáis una referencia temporal, aunque bajo su estado el tiempo no existe con lo que la experiencia puede durar mucho o poco según el individuo.

»La inhalación se hace con una pipa de cristal que yo os ofreceré uno por uno, mediante una única y profunda inspiración. Una vez el humo esté dentro de vosotros tenéis que dejarlo reposar allí hasta que ya no podáis más, y liberarlo suavemente. Es importante no moverse en la medida de lo posible para así trascender nuestro cuerpo y elevarnos más allá de lo material, ya que cualquier movimiento interferirá de forma significativa en la experiencia.

Esta vez estaban a su lado María e Inés, que de una bolsa marrón sacaron varias pipas a las que don Pedro introdujo lo que parecían piedrecitas transparentes. Una vez acabó, se dirigió con una de ellas al hombre de su izquierda, sentándose ante él. Le explicó algo y María e Inés se colocaron a los lados. Aquel se puso la pipa en la boca y don Pedro, con un mechero, quemó la sustancia, el hombre inhaló fuertemente y perdió la consciencia casi al instante, con lo que María e Inés lo ayudaron a estirarse en el suelo. Me chocó porque se quedó como muerto, absolutamente inerte en el suelo.

Don Pedro cogió la segunda pipa y repitió el proceso con idéntico resultado.

Poco a poco fueron cayendo todos, acompañados por un olor fuerte pero no desagradable de algo parecido a un tabaco negro aromático muy peculiar. Llegó mi turno y don Pedro se sentó ante mí, me miró fijamente y cogiendo la pipa le susurró algo muy flojito dentro. María e Inés ya estaban cada una a mi lado y don Pedro dijo:

—Bien, Sergi, recuerda, inhala y aguanta el aire en tus pulmones hasta que no puedas más, después, libera suavemente.

Asentí con la cabeza y me acercó la pipa de cristal a la boca. Abrí los labios y encendió un mechero que no era normal sino de soplete para quemar lo de dentro de la pipa. Apareció un espeso humo blanco a lo que don Pedro me miró para indicarme que ya podía inhalar. A pesar de que el humo era denso no tuve problema para que entrara en mí. Mantuve brevemente la respiración al tiempo que la cara de don Pedro se desvaneció en la nada.

Mi cuerpo se movía a cientos de miles de kilómetros por hora cruzando en medio de unos cuadrados fractales de tonos anaranjado-amarillentos. Era como si mi alma se hubiera desplazado muy lejos de donde estaba a toda velocidad, cruzando cientos de dimensiones que me causaron una profunda y extraña sensación, algo identificable al vértigo.

De pronto me detuve en estado ingrávido, flotando en medio de una zona luminosa y cálida como el sol. Mi mente, aunque mantenía la capacidad de observar de forma consciente, no sabía ni quién era mi persona, ni dónde estaba, ni mucho menos qué hacía allí, ni por qué. Todo aquello que yo sabía de mí y había vivido se disolvió en las inmensidades de aquel viaje. Estaba frente a una gran bola luminosa que desprendía una profunda sensación de tranquilidad y amor. Parecía lo que algunos definen como el núcleo, la consciencia de la cual todos venimos y formamos parte.

Era majestuosa y enorme, y yo una simple mota de polvo frente a la amplitud del universo. Pero lejos de sentirme abrumado, mi estado era de completa paz y armonía, me sentía acompañado por aquella esencia como lo está alguien estirado plácidamente en la playa, al calor del sol en una tarde de primavera. Pleno, sin preguntas ni respuestas, sin nada en lo que pensar, solo viviendo ese preciso e intemporal instante de luz y amor.

Una voz surgió de la nada y me preguntó: «¿Estás vivo o muerto?». Sinceramente no sabía qué responder a esa pregunta a lo que repitió: «¿Estás vivo o estás muerto?». Mi silencio continuó ante la incapacidad de poder ofrecer respuesta válida, a lo que afirmó: «No existe la muerte; tampoco la vida; son solo diferentes estados de lo mismo».

De nuevo sobrevino el silencio y la paz. No sé el rato que me alimenté y bañé en esa majestuosa naturaleza, pero tan rápido como había llegado fui de regreso a la palapa en la selva, llenándome los oídos de todos los sonidos que hacía unos instantes eran tan lejanos y perdidos en el espacio como en el tiempo.

Al regresar, emocionalmente hablando me di cuenta de que estaba abierto y girado como una especie de salchicha. Mi piel era el interior y todo mi ser interno, el exterior que me permitía sentir todo mi entorno como si fuera parte íntegra de mí. No existía la diferencia entre el yo y el eso o aquello, todo era uno, todo era yo. Entendí a la perfección esa sensación de completa unidad con el todo, pues no había nada entre él y yo, sencillamente era lo mismo. Aquellos cantos de los pájaros eran tan míos como del pájaro que los cantaba, de la misma forma que ese pájaro formaba tan parte de mí como su canto de él. Una enorme y sincera sonrisa asomó en mi difuminado rostro al sentir ese sentimiento de plenitud y hermosura, de conexión y armonía. Poco a poco mi ser se fue reconfigurando para regresar a su estado de percepción normal.

Noté mi cuerpo enormemente pesado, de forma parecida a la de un traje de astronauta, como si fuera algo ajeno y externo a mí y mi ser. Me sentí raro e incómodo por esa sensación de estar reconectándome de una forma u otra con mi densa parte carnal. De fondo, escuchaba a don Pedro silbar sus icaros y mi mente iba y venía a su son. Fui recuperándome completamente, intentando asimilar aquello que acababa de vivir y sentir. Me incorporé levemente contemplando que la mayoría ya había regresado y sus caras mostraban inevitablemente una cierta estupefacción por lo vivido.

—Como ya os comenté —dijo don Pedro—, hoy la ceremonia es especial, así, antes de adentrarnos de nuevo en la madrecita, vamos a centrar nuestra mente. Para ello haremos una sesión de rapé que yo mismo os practicaré. No se trata del rapé normal de tabaco, sino uno elaborado con especies de nuestro entorno. Estas nos ayudarán a que nuestra mente se focalice en el momento presente alejando de ella las experiencias vividas hasta ahora y disminuyendo, además, el cansancio tanto físico como psíquico para lograr afrontar el último trabajo.

»Lo insuflaré por cada uno de los orificios de la nariz a través de una larga caña de bambú llamada tepi. En el orificio derecho ayuda a centrar la mente racional y el lado masculino; en el izquierdo ofrece la correcta percepción de las emociones, equilibrando plenamente nuestro lado femenino. Cuando la medicina está en el interior de ambos orificios, los dos hemisferios cerebrales se unifican, armonizándolos y creando la percepción de una mente única que trabaja emocional y racionalmente desde el mismo prisma.

»María os entregará unas bolsas de plástico y papeles para que os limpiéis cuando el rapé haya actuado y baje por nariz y garganta. No hay que sonarse la nariz hasta unos cinco minutos después del soplo, cuando notemos que los efectos de la medicina se disiparon; respiraréis exclusivamente por la boca hasta que empiece a bajar de los senos a la garganta para entonces escupirlo.

Esta vez fue Raúl el que entró en la palapa llevando consigo una larga vara de unos cincuenta centímetros con uno de los extremos en «L». Don Pedro se levantó ante el hombre a su izquierda. Mientras él sujetaba el tepi, Raúl llenó el otro extremo con unos polvos marrones colocándoselo en el orificio nasal. Don Pedro realizó un sonoro soplido que no tardó en repetir en el otro orificio. Me dio la sensación de que, si don Pedro realizaba ese soplo conmigo, me saldría el cerebro por detrás de la cabeza. El hombre se quedó en su sitio, aparentemente sin sufrir cambio alguno, solo sus ojos llorosos mostraban algo diferente en él. Repitió el proceso hasta que finalmente llegó a mí. Llenó el orificio del extremo opuesto al que soplaba con el fino polvo y lo golpeó para que cayera bien en su interior, agarró la vara y Raúl me la dispuso en el orificio izquierdo de la nariz. Con un soplido seco de don Pedro el polvo golpeó bruscamente la cara interna de mi frente, provocándome un escalofrío que recorrió mi cuerpo; repitió el proceso con el orificio derecho y no pude evitar que de mis ojos cayeran unas lágrimas.

Por mi cerebro cruzó una agradable y relajante sensación de frescor, seguida de una vibración que se desplazó de la cabeza a los pies. Noté mi mente liberada de toda tensión interna, abriéndose a un estado más amplio, más extenso y al mismo tiempo con una visión más centrada y profunda de cada pensamiento. Era como si al destensar sus capacidades, estas se canalizaran con mayor intensidad y fuerza. Todo estaba mucho más claro y sencillo.

Surgió en mí un profundo silencio interior, un silencio de sentida escucha y comprensión de todo lo que sucedía en mi entorno, sin necesidad de mediar palabra o pensamiento. Las preocupaciones y temores se habían desvanecido en el amplio silencio. Apareció en mí la claridad de que, aunque todo allí había sido muy duro y difícil, lo vivido tenía un sentido que descubriría poco a poco con el paso del tiempo.

Por mi nariz empecé a tener la sensación de que moqueaba, observando al limpiarme que el polvo se había mezclado con mucosidad y que, finalizado su proceso interno, se deslizaba fuera de mí. Un sabor agrio me invadió la boca mezclado con mucosidad, que escupía, respirando mucho mejor por la nariz. Aunque, a priori era desagradable, en el fondo tenía la sensación de estar limpiándome de una forma diferente como nunca lo había hecho antes.

Anochecía y de nuevo Raúl dispuso velones por la palapa. La luz cálida de las velas en su bailar acompañando a todos, vestidos de blanco impoluto, configuraba una escena realmente hermosa. Yo formaba parte de aquella imagen y me alegró vivir ese instante.

Esperamos relajados largo tiempo hasta que don Pedro empezó a preparar el tapete con los típicos ornamentos de la ceremonia ayahuasquera. Sacó una botella diferente de las veces anteriores, decorada con variedad de minerales incrustados en ella y, cogiéndola con visible cuidado y cariño, dijo:

—Esta ayahuasca tiene quinientos años de historia y solo la empleamos para el trabajo final de cada grupo, es la bendición que la madrecita os ofrece en reconocimiento al esfuerzo realizado en este camino.

Abrió el tapón y dijo algo a su interior. Cogió el vasito dorado y miró como de costumbre a su izquierda. Tranquilo, observé el ritual de la toma hasta que llegó mi turno. A gatas me acerqué a don Pedro que tomó el vasito, le susurró algo y me dijo bajito:

—Bendiciones, Sergi, que tengas una larga y próspera vida guiada por la luz.

Sostuve el vaso y lo tragué de un sorbo. El sabor era mucho más suave que el de las anteriores tomas, mucho más amable e incluso con algún matiz dulzón. Ese cambio de sabor me reconfortó aún más. Regresé a mi sitio con la certeza de que esa noche la experiencia sería suave y tranquila.

La ayahuasca se fue trenzando por mi cuerpo como si estuviera constituido única y exclusivamente de madera. Empecé a notar molestias en la barriga y cariñosamente dispuse mis manos encima con la intención de aplacar un poco la incisiva y penetrante presencia de la madrecita, ofreciéndole calor para tranquilizarla. Estaba hablando directamente con ella de forma emocional. Mi expresión era la de suave suave, yo te sigo, pero con calma, que estoy muy frágil.

Empecé a escuchar un sonido parecido al de la lluvia que rápidamente captó mi atención. Al abrir los ojos vi que María e Inés sujetaban cada una un grueso palo de bambú de un metro de largo al que iban dando vueltas rítmicamente. Eran los conocidos palos de agua, huecos por dentro y rellenos de piedrecitas, que al moverse creaban un efecto sonoro parecido al de las gotas de agua al impactar en el suelo.

Al cerrar los ojos ascendí raudo hasta cruzar completamente la reconocible cuadrícula de la experiencia por la que asomé mi ser anteriormente. Observé que mi cuerpo era diferente, constituido por cientos de miles de formas geométricas entrelazadas formando un organismo vivo. Del mismo lugar empezaron a surgir estructuras geométricas de naturaleza muy similar a la mía que se entremezclaron conmigo por brazos y piernas. Tenía la certeza de que me estaban reparando y que, lejos de asustarme y evitarlas, debía dejar hacer. No era la sensación de sanación o cura, era algo más lejano y profundo, algo que solo se puede entender interpretándolo desde la concepción de otra dimensión, mucho más compleja y avanzada que la nuestra, donde las formas vivas nada tienen que ver con aquello que nosotros entendemos.

Era como si la esencia de esas estructuras vivientes fuera la de ayudar a reordenar a quienes por allí transitaban para su correcto funcionamiento. Un mundo tan sumamente complejo que, sinceramente, era incapaz de entender qué era aquel lejano lugar donde las formas danzaban entrando y saliendo de mí en un zigzagueo incesante y sorprendente.

De las profundidades de ese mundo surgieron estructuras cuadradas de fondo romboidal; las líneas de sus contornos eran colores del arcoíris con un gran foco brillante en el centro. Se comunicaban entre sí a través de destellos de luz. Me di cuenta de que consensuaban algo. Dieron varias vueltas y rápidamente empezaron a acoplarse en el interior de mi estructura biomecánica como si fueran piezas de «Lego». De mi interior surgió la pregunta de si se quedarían conmigo para siempre, a lo que empezaron a producir destellos luminosos en lo que interpreté como una respuesta afirmativa. Noté que me alejaba de aquel lugar recuperando una esencia más material pero no del todo física. Percibí como si mi cuerpo fuera una especie de reja que se iluminaba en virtud de las estructuras integradas en él. Tuve una noción clara de un importante incremento en mi energía y vitalidad, tomando consciencia de que, en esencia, estábamos formados por esas naturalezas luminosas y sus entramados de colores.

Noté que el ruido de la lluvia cambiaba por otro más estridente a lo que regresé. Con los ojos cerrados observé cómo don Pedro zarandeaba una especie de sonaja hecha con semillas de la selva que, vaciadas y atadas en grupos, producían tal sonido. Empecé a sentirme fluir como el agua, desplazándome de donde estaba a la plena contemplación de lo que sucedía en la palapa. Sin abrir los ojos veía sintiendo lo que acontecía de una forma tanto o más nítida que si los tuviera abiertos. Todo tenía un sentido y una correlación espacio temporal.

Don Pedro, zarandeando la sonaja, se desplazaba ante los presentes con una pluma en su mano derecha. Su brazo se movía en el aire dibujando símbolos sobre nuestras cabezas y mis oídos se percataron de que los icaros habían perdido su característica tonalidad rítmica, realizando un cántico diferente para cada una de las almas de la ceremonia.

De pronto me observé a mí mismo con cinco años. Estaba de espaldas ante mí, inmóvil, en extraña actitud de espera, como si observara algo. Justo cuando mi atención se centraba en ese hecho, don Pedro llegó y se puso enfrente moviendo la pluma verticalmente de arriba abajo. Su cántico me alentaba a recuperar mi niño interior y la importancia de sentirlo a diario para dar corazón a la vida. Fue un hermoso cántico que me emocionó y, al apartarse, observé cómo mi yo pequeño se levantaba del suelo para posicionarse poco a poco sobre mi cabeza. Sentí cómo la ayahuasca dejaba de bailar en mi interior para recogerse de una forma parecida a la de una serpiente, enroscándose en mi zona púbica para quedarse completamente quieta. Mi ser empezó a abrirse de arriba abajo o, mejor dicho, mi campo áurico, ya que no era algo físico, sino mucho más sutil. Tuve la sensación de que tenía que estirarme mientras me veía a mí mismo de espaldas encima. De forma inexplicable, mi yo descendió para encajar en mi interior como si fuera su traje o envoltura. A pesar de lo anormal de la situación sentí júbilo cuando eso sucedió, mi corazón se agitó arrítmico durante el encaje, mis manos, sin yo desearlo, inconscientemente se posicionaron una sobre otra en la base del ombligo.

Al hacerlo, empecé a sentir un enorme calor por la entrepierna, región lumbar y abdomen. Era un calor muy agradable y reconfortante, parecía alimentarme y sanar, ya que todo el dolor en esas zonas, del tipo que fuera, poco a poco se difuminó hasta desaparecer. Eran mis manos ardiendo las que transmitían esa dulce quemazón que ahora corría piernas abajo. No sé cuánto rato estuve así hasta que, sin más, mis manos ascendieron a la zona del pecho. Corazón, pulmones y omóplatos se calentaron de igual forma. Entendí que don Pedro había abierto el aura con la pluma para que recuperara esa parte de mí que había perdido en algún momento de mi vida y, lo que yo hacía ahora, era sellarla y armonizarla con el calor de mis manos.

Las lágrimas rodaron por mi rostro de tantas emociones que sentía a medida que el cuerpo se calentaba. Surgían esporádicamente recuerdos perdidos de la infancia, así como olores y sabores olvidados en el tiempo, reviviendo situaciones concretas de cuando era niño. Mi corazón empezó a latir más fuerte, distribuyendo ese calor por brazos y manos. En cada latido sentía el fluir de la sangre distribuirse por el cuerpo entero, revitalizándome y llenándome de energía. Finalmente, mis manos se pusieron sobre el tercer ojo; al calentarse la frente, pómulos, cabeza y cuello, noté cómo había un bloqueo en el chacra de la garganta que no me permitía respirar adecuadamente.

Al centrar mi atención esa zona se fue abriendo y tuve la sensación de respirar algo muy fresco, mentolado, que curiosamente solo sentía en esa zona, como si mi respiración se produjera única y exclusivamente desde la garganta y no desde la boca o nariz. Al liberar esa tensión noté cómo se liberaba la que mantenía en pecho, hombros y parte posterior del cuello, como si todo el conjunto estuviera unido entre sí. Mis vértebras sonaron como unas castañuelas tras cada inhalación y exhalación, recolocándose en su sitio.

Relajado ante aquellas sensaciones, de mi cabeza brotó un zumbido cuya vibración aumentó hasta que en mis oídos escuché un agudísimo pitido, tuve entonces la sensación de que mi cuerpo áurico se había sellado completamente. En medio de esa vibración surgieron unos sonidos que captaron por entero mi atención, eran los que aparecían de la mano de don Pedro al tocar su guitarra. La ayahuasca nuevamente se desplegaba en toda su amplitud danzando al son de la mágica guitarra. Se produjo un profundo silencio interior y mi atención se centró exclusivamente en la belleza de las notas. Yo, con cinco años, contemplaba extasiado la hermosura del sonido y cómo las manos maestras de don Pedro acariciaban las cuerdas. Me podía ver a mí mismo de pequeño, de espaldas, justo delante de don Pedro; podía sentir lo que yo sentía a esa edad. Era una visión tan sencilla y plena que entendí por qué los niños se quedan extasiados con cualquier cosa. Ahora yo era ese niño y mi plenitud no tenía fin. No existía nada más en el mundo ni en mí mismo que el sonido de aquellas notas. Las contemplaba desde un estado tan inocente y lleno de ilusión que parecían darme la vida y el sentido completo de mi existencia.

El silencio absoluto acompañaba aquella contemplación, un silencio tan profundo y pacífico que la mente pensante y racional parecía no haber existido nunca. Hacía tanto que no era capaz de sentir de aquella forma que perdí la noción del tiempo embriagado en el sentir del hermoso niño que un día fui.

No sé el tiempo que transcurrió cuando don Pedro dejó la guitarra para volver a sus silbidos rítmicos. De la profundidad de ese silencio que observaba y sentía, emergieron letras que se ordenaron en líneas para constituir páginas. Las letras, mecanografiadas en negro sobre fondo blanco, empezaron a unirse con las de otras páginas, creando un conjunto extraño e indivisible. No construían algo convencional, sino algo más complejo y profundo, algo que se podría interpretar con lo que debe de ser un libro en cuarta dimensión.

Una voz de mi interior dijo: «Así debe ser». Entendí de pronto que todo ese saber que se me ofreció debía expresarse por escrito en un libro, uno que debería intentar plasmar esa peculiaridad, esa conexión entre todas sus partes no de una forma puramente lineal, sino esférica. Aunque la imagen era muy hermosa, en el fondo yo no tenía nada claro ser capaz de hacerlo.

De mi interior surgió la necesidad de poner mis manos sobre la barriga, apareciendo una sincera y honesta súplica, un ruego a la abuelita ayahuasca para que por favor me acompañara y ayudara en la creación de aquella labor que tanto respeto me causaba. Inseguro ante su respuesta, noté cómo poco a poco volvía a replegarse dentro de mí para mantener una posición de quietud. No sabía bien qué significaba aquello, aunque sí me di cuenta de que no había vomitado aún, con lo que su esencia seguía dentro. Sentí cómo algo se desintegraba en mi interior en una especie de calor agradable pero muy distinto al anterior, extendiéndose por el cuerpo al tiempo que un grato escalofrío.

A pesar de ello era consciente del enorme poder que tenía la ayahuasca y solo el tiempo diría si accedería a mi súplica. Supongo que por entonces solo decidió permanecer dentro de mí para, con posterioridad, según mis actos y actitud, acabar ayudándome o no.

Me sentí profundamente honrado de que su sabiduría continuara conmigo más allá de la espesura de la selva, si ese fuera el caso. Sin duda, sería un gran regalo, pensé a medida que me invadía un profundo sueño.

Como un niño conocedor de su futuro me dejé caer en los brazos del destino para dormirme con los cánticos de las estrellas.

El libro de Shaiya

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