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Capítulo 6 Noche en compañía

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Ya no quedaba nadie en la palapa cuando desperté. Era de noche y solo algunos velones del círculo que colocó Raúl aún iluminaban en medio de la oscuridad.

Decidí que para regresar lo haría con una de aquellas velas; a oscuras, sería un total despropósito con alta probabilidad de final trágico. Intentando orientarme cuidadosamente, despacio, fui recorriendo el caminito embarrado de regreso a mis aposentos por llamarlos de alguna forma. Lo cierto es que no había duda de la proximidad de mi mochila en la bolsa de ropa; más que ver el trayecto con los ojos, lo olía como un sabueso hacia el lugar al que la podredumbre me llevaba. Por suerte, no tardé mucho en llegar porque varias veces me invadió la sensación de que alguien o algo me observaba, produciéndome un estado de intranquilidad y presteza por ubicarme en una zona más elevada del suelo.

Dispuse el velón encima de la mesa y busqué la bolsita en la que tenía la pequeña linterna frontal que compré justo antes del viaje, imaginando alguna situación como aquella. Regulé nuevamente la goma y me la puse recordando que tenía dos posiciones, una con luz blanca y otra con luz roja. Me era francamente cómoda y útil. Me desnudé en un intento de sentirme un poco más fresco, incluso de noche la humedad es terriblemente insoportable y pegajosa.

Estaba seguro de que ya era muy tarde y a pesar de no saber la hora, los grillos, chicharras, ranas, titís y monos aulladores, acompañados por algunos destellos de luz de luna filtrado entre la arboleda, me indicaban que ya no faltaba mucho para que amaneciera. Era momento de acostarme y, reclinándome, enfoqué sin querer parte del techo de hojas de la palapa que me cubría encima de mi cabeza. Al moverse la luz por ellas, unos destellos brillantes surgían de la nada, cambiando su tonalidad al cambiar yo de luz blanca a roja. Mirara por donde mirara, aparecían por decenas como si de una decoración navideña se tratara y sorprendido me acerqué a contemplar con atención qué era aquello.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al percatarme de que eran enormes arañas a las que les brillaban los ojos por efecto de la luz. A simple vista pude deducir rápidamente que encima de mi cabeza habría unas cien tirando muy pero que muy corto. Eran peludas y negras, de unos diez centímetros de diámetro, que asomaban en medio de las hojas sobrepuestas como techo.

Rápidamente abrí la mosquitera tirándome en el colchón aún húmedo y maloliente, procurando que ninguna parte de mí estuviera en contacto con la fina tela blanca que me separaba del exterior. Nunca he tenido miedo a arañas e insectos, pero aquello era excesivo teniendo en cuenta las circunstancias y el lugar donde me encontraba. Me acurruqué como una bola mientras el colchón se molestaba en recordarme con cada inhalación mi naturaleza humana.

Intentando no pensar en nada de todo aquello, con cierto miedo, asco y temor, acabé cayendo en una especie de sueño intranquilo que me alejó de allí.

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