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Capítulo 2 Primer día

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Eran las 7.30 de la mañana cuando sonó el despertador del móvil. La luz entraba por los cristales del balcón como si fuera pleno día y con la ilusión de un niño salté de la cama, recogiendo lo poco que tenía en la habitación. Por suerte recordé que llevaba una bolsa de basura, me serviría para guardar la ropa que se había ensuciado y cerrarla luego con un nudo para evitar la difusión de la pestilencia. Siendo sincero, me preocupaba que los demás lo identificaran con mi olor corporal, causando un rechazo grupal. Aproveché para una ducha con agua bien fresquita y liberarme así, de buena mañana, de la sensación pegajosa que ya empezaba a sentir. Por suerte, no toda la ropa se había mojado y pude ponerme algo de ropa limpia y seca que mi piel agradeció.

En la entrada nos reunimos todos, como se dijo el día anterior. Observé que algunos llevaban maletas en las que parecían traer media casa, y me pregunté si eran conscientes de a dónde íbamos. Nos esperaban cuatro grandes vehículos todoterreno blancos y nos distribuimos como don Pedro indicó, cargamos las cosas y nos subimos agradeciendo que dispusieran de aire acondicionado. Yo viajaba con don Pedro que se sentó al lado del conductor. Isabel, un chico joven que dijo ser de Nueva York, y yo, estábamos en la parte trasera, relativamente cómodos por lo amplio del vehículo.

El trayecto duró unas tres horas en las que recorrimos varios caminos llenos de socavones que nos hacían volar dentro del auto, como ingrávidos. Me pregunté de qué marca serían esos coches capaces de soportar cargas a esa velocidad y en esas condiciones. El conductor acompañó nuestro viaje cantando canciones típicas de la zona que sonaban en el radiocasete. Por suerte, no cantaba mal.

Mi mente no tardó en abstraerse observando el trayecto que recorríamos y tomando consciencia de que, poco a poco, me alejaba del mundo que conocía para sumergirme en la verde espesura.

Por fin llegamos a un recodo del río Amazonas. Descargamos los trastos y el chamán nos señaló que ayudáramos a bajar todo del maletero de los vehículos a unas canoas que nos esperaban. Observé que, aparte de las maletas había botellas grandes de agua, varias cajas de comida y unos sacos cerrados donde, por el sonido, deduje había gallinas. Los conductores se despidieron entre sonrisas y nos montamos en largas canoas, de unos 10 metros, con maderos transversales para que nos sentáramos a pares con nuestras pertenencias. En la parte trasera había un pequeño motor con un largo timón.

No fue nada fácil ubicarnos con todas las cosas ante la inestabilidad de los botes cuando uno se mueve por ellos, incrementada si eres algo torpe y portas maletas.

Don Pedro recordó que el ayuno ya había comenzado y que, desde ese preciso instante, estaba terminantemente prohibido comer nada hasta que él lo autorizara. El trayecto esta vez sería de unas dos horas hasta la llegada, nos dijo. Arrancaron los motores y en unos instantes noté cómo empezamos a planear sobre el agua.

El sol era muy fuerte, sentí su quemazón a pesar de estar acostumbrado, y con frecuencia me mojaba cabeza, hombros, brazos y piernas para aliviarme. Algún americano creo que no sabía lo que era el sol y las consecuencias de una larga exposición. Me preocupaba tan solo mirarles el blanco de sus pieles expuestas a condiciones tan extremas. A pesar de ello, poco a poco, el paisaje empezó a absorberme con sus miles de verdes, acompañados de rojos, naranjas y amarillos bordeando el río. De los majestuosos árboles surgía una multitud indescriptible de sonidos de pájaros, monos e insectos que superaban el ruido del motor fueraborda.

Algunos cocodrilos observaban atentos nuestro paso y cientos de pájaros nos sobrevolaban dándonos la bienvenida a su hogar.

Estaba en el Amazonas, el pulmón verde de la tierra del que tantos documentales había visto y yo estaba allí, en medio de ese lugar increíble, y no pude evitar sentirme afortunado por la emoción de vivir ese instante en un lugar tan simbólico. Embelesado con la magnífica sensación, el dolor creciente de mi culo sobre la madera me fue recordando que las dos horas llegaban a su fin, la parada sería inminente.

De pronto aminoramos la marcha y nos dirigimos hacia un pequeño claro al borde del río. El bote ascendió un poco en el barro hasta pararse completamente de forma estable. Don Pedro indicó que recogiéramos todas las cosas y que lo siguiéramos, haciendo hincapié en la necesidad de no desviarnos de un pequeño camino, sin perdernos de vista los unos a los otros. Pensé que quizá no era para tanto, pero sí lo era. La selva es muy espesa y en solo dos metros puedes perderte, casi no pasa la luz del sol por la cantidad de árboles y plantas, con lo que resulta muy fácil desorientarse sin darse cuenta. El pequeño camino nos facilitaba ver dónde y qué pisabas, aquello no era simple bosque, era la entrada a un mundo salvaje.

Cargados, fuimos caminando por un trayecto estrecho y resbaladizo de espeso barro que me acabó cubriendo completamente las deportivas. Cruzamos dos riachuelos hasta llegar a un majestuoso claro donde se erigía una gran palapa, la estructura donde realizaríamos los trabajos de grupo, una hermosa y gran superficie de madera que se elevaba un metro por encima del suelo, al aire libre. Sus ocho troncos laterales sujetaban un alto techo octogonal de unos cinco metros que se alzaba creando una preciosa forma cónica, recubierta de grandes hojas de palma.

Fuimos llegando y formamos un círculo alrededor de don Pedro quien, en tono serio, señaló que a partir de ese instante todos los objetos que trajéramos de la civilización quedaban requisados hasta el fin de la experiencia. Ante la incredulidad de algunos, depositamos en unas cajas de cartón nuestros relojes, cámaras, teléfonos…, así como colonias, jabones, pasta de dientes… Solo podíamos disponer de un lápiz y una libreta para escribir sobre aquello que creyéramos oportuno, así como una linterna y algún instrumento musical si era el caso.

—Cada día os limpiaréis en un riachuelo que hay cerca con unas hojas que os traeré para que el olor humano desaparezca y paséis desapercibidos ante depredadores y el resto de los animales. Se trata de integrarse en el corazón de la selva, todo lo civilizado debe permanecer alejado de vuestra naturaleza —dijo don Pedro.

Decididamente señaló a un hombre alto del grupo, le indicó que cogiera sus cosas y que lo acompañara. Uno tras otro fue repitiendo la operación hasta quedar yo solo. De nuevo apareció y se dirigió hacia mí:

—Cada participante tiene un lugar en este sitio donde encontrará aquello que busca, recuerda que no podéis tener contacto entre vosotros —me advirtió.

Subimos por una cuesta embarrada hasta llegar a otra palapa, esta mucho más pequeña y escondida entre el follaje.

—Aquí pasarás tus días y tus noches. Deja tus cosas y prepárate, en un rato escucharás el sonido de un cuerno, te indicará que tienes que bajar a la casa de las ceremonias, la palapa mayor que has visto al llegar. Recuerda que tienes que vestir únicamente de blanco. —Me miró fijamente, sonrió y se fue.

Esta sería mi casa durante catorce días, una base de madera cubierta por un techo de hojas y un fino colchón en el centro rodeado por una mosquitera. En uno de los laterales colgaba una hamaca y en el otro había una pequeña mesa con un tronco cortado que hacía de silla. Me emocioné al pensar en lo afortunado que era de poder formar parte de ese mundo salvaje durante todos esos días.

Lo cierto es que no sabía lo que me estaba esperando en ese rincón del mundo.

El libro de Shaiya

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