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ROUSSEAU, EL LENGUAJE Y LA MÚSICA

Sergio Sevilla

Universitat de València

El carácter póstumo de la publicación del Ensayo sobre el origen del lenguaje,su singular mezcla de teoría de la música y filosofía del lenguaje, el poderoso influjo de Emilio y El contrato social han dejado, hasta fecha relativamente reciente, en una oscuridad relativa aquel texto de Rousseau que no se sabría cómo catalogar, del mismo modo, y quién sabe si por las mismas razones, por las que él no encontró el momento oportuno para publicarlo insertándolo en la serie de sus grandes producciones.

Jacques Derrida, en su aportación al coloquio dedicado a Rousseau en Londres en febrero de 1965, avanzaba todo un programa de lectura del ensayo rousseauniano sobre el lenguaje, publicado años más tarde en Márgenes de la filosofía bajo el título «El círculo lingüístico de Ginebra»;[1]bajo ese nombre inscribía la aportación de Rousseau en la larga saga que va de la Gramática general y razonada de Port-Royale a las aportaciones, más de dos siglos después, de Saussure. Voy a ocuparme de substanciar dos posiciones que prolongan la idea de ese escrito de una unidad temática en el tratamiento de la lengua, la sociedad, la convención y la historia, si bien lo haré desde una actitud teórica no coincidente. Sostendré, en primer lugar, la posición que afirma que la ciencia del lenguaje integra en un todo, con partes matizadas, el lenguaje verbal y el musical, porque se trata de comprender la lingüisticidad como rasgo abarcante de la experiencia humana al completo; y, en segundo lugar, la tesis según la cual la actividad lingüística no puede ser comprendida si nos limitamos a la función referencial del lenguaje, lo que colocaría a la música en posición insostenible; todo apunta a una concepción del lenguaje como expresión y configuración de experiencia que, además de otras vecindades ya mentadas en la cultura francesa y ginebrina, podría contactar con la del lenguaje que encontramos en Herder, y que amplía potencialmente la historia efectual de la propuesta de Rousseau.

Si Derrida ha podido lanzar la idea de un círculo lingüístico de Ginebra, es igual de pertinente tomar en serio la de un círculo de intérpretes rousseaunianos, sin cuya lectura es hoy imposible aproximarse a los textos de J.-J. Rousseau; me refiero, como todos saben, a las aportaciones respectivas de Jean Starobinski[2]y Alexis Philonenko.[3]Si Rousseau, al diagnosticar los males de la sociedad presente, encuentra en ellos el remedio, o si lleva a cabo, mediante la crítica, un pensamiento de la desgracia, se ha convertido, a su vez, en una alternativa a la que el intérprete actual no puede escapar en mayor medida que a las antinomias que construye Rousseau en el camino de su pensar. Para reconstruir éste será preciso, por tanto, entrar en diálogo con la mencionada alternativa.

Determinar el lugar que ocupa la teoría de la música en la obra de Rousseau es cuestión discutida, puesto que de ello depende tanto la valoración de esa teoría como la de la coherencia y el sentido unitario del conjunto de su pensamiento. Jean Starobinski, en su estudio introductorio al Ensayo en la edición crítica de los escritos musicales, afirma: «el lector que preste atención al gran borrador del Principio de la Melodía, al Examen de los dos principios avanzados por el Sr. Rameau que procede directamente de ellos, y a los artículos más importantes del Diccionario de Música, constatará que el Ensayo sobre el origen de las lenguas, en los capítulos XII a XX, está estrechamente emparentado con ellos hasta el punto de, en ciertos parágrafos, ser absolutamente superponible a ellos».[4]Sin embargo, el carácter póstumo de la publicación del Ensayo sobre el origen del lenguaje en 1782 y la aparente falta de equilibrio entre los temas de los que se ocupa, el lenguaje y la música, han inclinado a Philonenko a sostener la tesis de la falta de interés teórico genuino del Ensayo, que no añadiría nada nuevo a lo ya dicho sobre el lenguaje en el Discurso sobre el origen de la desigualdad, ni realizaría una aportación genuina sobre la música que no podamos encontrar en El origen de la melodía, o en el Examen de dos principios.[5]No voy a aceptar esa posición de Philonenko. Seguiré, por el contrario, la indicación general de Starobinski, cuya tesis general permite insertar la música en el conjunto temático de la obra de Rousseau. Starobinski afirma: «Rousseau hace de la música un arte de la expresión y comunicación vivientes. Las implicaciones son considerables: la teoría musical se amplía a fin de tomar en consideración las demás modalidades de comunicación, palabra, organización de familias, pueblos y gobiernos. El sistema coherente que se desprende de los escritos de Rousseau pone en estrecha correlación música, política e historia del lenguaje».[6]No llevaré la tesis de Starobinski al extremo de buscar en Rousseau la arquitectura de un sistema; me bastará, para intentar entenderlo, con reconstruir el carácter unitario de su concepción del lenguaje y de la música, desde la perspectiva de una antropología del ser simbólico.

Intentaré hacer ver que el Ensayo sobre el origen de las lenguas donde se habla de melodía y de la imitación musical, cualquiera que sea la posición que ocupe entre Condillac y Herder, parte de una posición original: la fundación del estudio de los signos. Si Leví-Strauss ha visto en el Discurso sobre el origen de la desigualdad y en las Confesiones la fundamentación del punto de vista etnológico,[7]la delimitación de su objeto y la práctica de su método, creo que también es preciso leer el Ensayo sobre el origen del lenguaje como la fundamentación paralela de una ciencia de los signos, que unifica el problema de las pasiones con el de la convicción y el de la verdad; o, en otras palabras, el problema de la música con el de la retórica y el del conocimiento, y la inserción de los tres niveles en la antropología. El Ensayo sobre el origen del lenguaje es un intento coherente de dar un tratamiento unitario a las distintas manifestaciones del hombre como animal simbólico. Veamos en los textos de Rousseau la tesis unitaria y su caracterización semiótica de la música.

El carácter unitario de una teoría de los signos viene impuesto por la unidad del ser humano, a cuyo conocimiento aspira la obra entera de Rousseau. Así, el capítulo XII del Ensayo comienza afirmando que «los versos, los cantos y la palabra tienen un origen común» y que «los primeros discursos fueron las primeras canciones», para llegar a esta expresión de su posición general: «Una lengua que sólo tiene articulaciones y voces no tiene, por consiguiente, más que la mitad de su riqueza. Expresa ideas, es verdad, pero para expresar sentimientos, imágenes, le hace falta además un ritmo y unos sonidos, es decir, una melodía; eso es lo que tenía la lengua griega y lo que le falta a la nuestra».[8]

Una lengua completa –sea en la forma del mito de una lengua griega a cuyos sonidos y ritmo hemos dejado de tener acceso, sea un constructo modélico que equivaliera al de la noción «hombre de naturaleza», esto es, el modelo de un lenguaje perfecto que no ha existido nunca, no existe y, tal vez, no existirá jamás, pero es necesario para juzgar el estado presente de nuestras lenguas–, una tal lengua, digo, ha de expresar, a la vez, ideas y sentimientos, imágenes y melodía.

Esta idea de una completud de la lengua es juzgada por Derrida como la versión rousseauniana del mito de la transparencia y plenitud de lo real, esto es, su propia re-formulación de los conceptos básicos de la metafísica de la presencia. Sin embargo, la lengua que totaliza ideas, sentimientos, imágenes y melodía afirma también su peculiaridad frente al ideal leibniziano de una característica universalis. En esta última, la lengua es vista desde la perspectiva del conocimiento absoluto; Rousseau, en cambio, ve las lenguas como sistemas de signos destinados a producir determinados efectos en el ser humano; el problema que moviliza la indagación de Rousseau no consiste en refutar la prioridad que el Rameau teórico de la música concede a la armonía, para oponer la prioridad de la melodía. Si fuera éste el caso, tendría razón Philonenko al ver en el Ensayo una obra marginal respecto al Discurso de 1753. Digamos colateralmente que Philonenko, para afirmar eso, ha de omitir, como omite, el tratamiento que hace Rousseau de la música. Lo que mueve, a mi juicio, la investigación de Rousseau es la pregunta tácita por cómo explicar el poder de la música sobre las pasiones, es decir, cuál es su efecto sobre el verdadero ser del hombre; para responder a esa pregunta es para lo que necesita una teoría de los signos lingüísticos, que lo son por los efectos que producen sobre el «animal imitador» que es el hombre. Así, Rousseau se interroga también por los efectos persuasivos del lenguaje, sea retórico o racional. Por eso, el saber sobre las lenguas es un capítulo del saber sobre el hombre, sobre la sociedad y sobre «la relación de las lenguas con los gobiernos», título del capítulo con el que concluye el Ensayo. Por eso, «los primeros discursos fueron las primeras canciones» es afirmación propia de esa historia conjetural que Rousseau practica, y por la que nos preguntaremos después.

Rousseau trata las sensaciones como «signos o imágenes» y, como tales, tienen efectos en nuestras almas; es ese carácter de signo el que les permite tener efectos morales y no meramente físicos. «Así como los sentimientos que excita en nosotros la pintura no provienen de los colores, el poder que tiene la música sobre nuestras almas no es obra de los sonidos».[9]Lo que tiene efecto de significado es el signo y no la materialidad de la sensación; cualquier lectura sensualista o burdamente materialista de la pintura o de la música es «funesta para el buen gusto» porque, dice Rousseau, «los colores y los sonidos tienen mucha fuerza como representaciones y signos, pero poca como simples objetos de los sentidos».[10]El lugar central como objeto del saber que está instituyendo es ocupado por el signo, el único capaz de producir «efectos morales» en el sentido lato que da Rousseau a esta palabra. «Los sonidos en la melodía no actúan solamente sobre nosotros como sonidos, sino como signos de nuestros afectos, de nuestros sentimientos».[11]El «signo de nuestros afectos» es signo que causa nuestros afectos. Distintos registros de la misma idea llevan a Rousseau a dar un lugar central a la noción de «imitación», de modo que, para algunos, abre –antes de la Crítica del juicio– una problemática estética: «Así como los sentimientos que excita en nosotros la pintura no provienen de los colores, el poder que tiene la música sobre nuestras almas no es obra de los sonidos. Bellos colores bien matizados agradan a la vista, pero ese placer es pura sensación. Es el dibujo, es la imitación lo que da a esos colores vida y alma, son las pasiones que expresan las que llegan a conmover las nuestras, son los objetos que representan los que llegan a afectarnos».[12]Pero esta introducción de la temática de la estética no comporta posicionamiento a favor de la autonomía de la estética. Como señala Derrida, «si la operación del arte pasa por el signo y su eficacia por la imitación, no puede actuar más que dentro del sistema de una cultura y la teoría del arte es una teo ría de las costumbres. (...) La estética pasa por una semiología e inclusive por una etnología».[13]

Detengámonos en la noción de «imitación». La atención especial que hemos de prestar a este concepto no depende sólo de su prosapia pitagórica y platónica; Aristóteles señala el lugar metafísico central que ocupa la noción de mímesis (μίμήσις) cuando dice: «(...) Platón se limitó a un cambio de palabra; en efecto, si los pitagóricos dicen que las cosas que son existen por imitación de los números, aquél dice, cambiando la palabra, que existen por participación».[14]Pero no es tanto el lugar metafísico del concepto lo que importa, a pesar del juego que le da la lectura de Derrida, cuanto la función estética, semiótica y, por fin, antropológica, que Rousseau le asigna al afirmar, al comienzo de El origen de la melodía, que el hombre, en el estado natural, es un «animal imitador que no tarda en apropiarse de todas las facultades que puede extraer del ejemplo de los demás animales».[15]En esta acepción antropológica, que considera la mímesis (μίμήσις) como un instrumento del aprendizaje, parece que estemos lejos del sentido metafísico señalado por Aristóteles; más cerca estamos, sin embargo, de la posición de El Sofista platónico,[16]que define la imitación como «creación de imágenes y no de cosas reales», que hace de la imitación una actividad humana y no divina.

Y Platón especifica más cuando el extranjero dice a Teeteto: «Creo que cuando alguien copia con su propio cuerpo tu figura o hace parecer su voz semejante a la tuya, esta parte del arte de apariencia se llama imitación (μίμήσις)», a lo que Teeteto asiente.[17]El contexto del concepto está aquí tan restringido como en el texto en que Rousseau afirma la capacidad humana de imitar los gritos de los animales.

Entre la más amplia acepción metafísica y la más estricta, referida a la imitación corporal, la noción de mímesis (μίμήσις) abarca en Rousseau los siguientes registros. En una primera acepción permite entender lo que hay de común entre música y lengua poética, en su génesis: «(...) del esfuerzo por retener con versos el tono en que se pronunciaban, surgió el primer germen de la verdadera música, que no es tanto el acento simple de la palabra cuanto ese mismo acento imitado».[18]El acento determina lo poético. Su imitación da origen a la música. La melodía queda definida como una articulación «de los tiempos y de los tonos, es decir, del acento propiamente dicho y del ritmo».[19]En el Diccionario de música Rousseau distingue tres tipos de acento: el gramatical, el lógico o racional y el patético u oratorio. Es la mímesis del último la que da lugar a la música; pero Rousseau organiza un dispositivo para que la mímesis musical tenga en cuenta los tres tipos de acento, y así establece que una música articulada en plenitud con el lenguaje debe dar espacio a los tres tipos de acentuación. Aun reconociendo que «el primer y principal objeto de toda música es agradar al oído», Rousseau añade que «hay que consultar la melodía y el acento musical en el diseño de una canción cualquiera. A continuación, si se trata de un canto dramático e imitativo, hay que buscar el acento patético que transmite al sentimiento su expresión, y el acento racional mediante el cual el músico traduce con precisión las ideas del poeta, pues para infundir en los demás la emoción que nos arrebata cuando les hablamos, es necesario hacerles que comprendan aquello que decimos».[20]La mímesis está guiada por el ideal de volver a articular la unidad perdida entre música y lenguaje.

Un segundo uso de «imitación» hace ambivalente su sentido al aproximarla, en la historia de la separación de la música y de la palabra, al predominio decadente de la armonía que siguió al canto natural original: «Cuando los teatros adquirieron una forma regular sólo se cantó en ellos según modos prescritos, y a medida que se perfeccionaban las reglas de la imitación, se debilitó la lengua imitativa».[21]La «imitación» vale positivamente cuando se trata de una lengua completa, que imita las pasiones de quien se expresa, y las provoca en el oyente. La imitación equivale, en ese caso, a la transparencia comunicativa entre músico y oyente. Cuando, por el contrario, se atiene a «modos prescritos», resuena en la imitación el significado de lo inauténtico, tema también decisivo en la conceptualización de Rousseau (y en algunas estéticas comunicativas actuales, como las de Apel o Habermas, que han potenciado esa dimensión de Rousseau frente a la potenciada por Marcuse). Es la lengua, pues, inauténtica la que surge de la escisión entre razón y pasión, entre verdad, comunicación y persuasión, o, más rotundamente, entre la lengua hablada y la música. Es una lengua, por así decirlo, estéticamente falsa.

En un tercer uso, también representa su papel la noción de «música imitativa» en la polémica contra la prioridad concedida por Rameau a la armonía. Para Rousseau está claro que «todo el principio de la imitación y del sentimiento está en la melodía», lo que no impide que la armonía contribuya a la mímesis haciendo «más perceptible ese piano-forte que es el alma de la melodía así como del discurso que ella imita».[22]Pero ese discurso, esa «imitación» que la melodía realiza es la de las pasiones que expresa y, a la vez, provoca. Incluso en su decadencia presente, hay que hacer de la música «un lenguaje imitativo y apasionado» y, para ello, hay que «acercarla a la lengua gramatical de la que extrae su primer ser».[23]

Ese tratamiento de la música como signos imitativos nos obliga a matizar el tipo de relación que Rousseau establece entre aquello que imita y lo imitado. No estamos ante la idea platónica de la mímesis (μίμήσις) como pálido reflejo de la verdadera realidad; estamos, como ya dije, ante el significado que establece El sofista de la imitación como creación humana; pero ni en Platón ni en Rousseau proviene de la nada esa crea ción; sólo puede ser manifestación de un hacer esencial del hombre. La teoría de los signos se inserta en una antropología que, como veremos enseguida, le da unidad y sentido. En efecto, si nos preguntamos de qué es signo la melodía, según Rousseau «la respuesta viene por sí misma»: «La melodía, al imitar las inflexiones de la voz, expresa las quejas, los gritos de dolor o de alegría, las amenazas, los gemidos. Todos los signos vocales de las pasiones son de su incumbencia. Imita los acentos de las lenguas y los giros que en cada idioma afectan a determinados movimientos del alma. No sólo imita, sino que habla, y su lenguaje articulado, pero vivo, ardiente, apasionado, posee cien veces más energía que la propia palabra. De ahí nace la fuerza de las imitaciones musicales, de ahí nace el imperio del canto sobre los corazones sensibles»..[24]Reténgase la noción capital de «imperio»; no sólo porque la música, como el lenguaje, esté en relación con los gobiernos, sino por un rasgo que establece un vínculo más profundo entre los signos y el hacer humano. La melodía expresa pasiones pero, sobre todo, habla; y habla un lenguaje cargado de energía y fuerza para conmover, esto es, para movilizar los corazones hacia la acción. La música es signo porque tiene un significado práctico, dicho sea en sentido kantiano. La imitación melódica del sistema de acentos poético ejerce su imperio sobre los corazones y, por eso, significa, esto es, opera, como un signo. El significado consiste no sólo en aquello que expresa, sino también en aquello que efectúa. La imitación en la música es cualquier cosa menos reiteración, o representación pasiva.

Para cerrar el círculo de una semiótica en una antropología, en el texto de Rousseau, ese vínculo del signo con la acción postula la noción de sujeto. Rousseau lo introduce como instancia unificadora de la pluralidad de las pasiones y los significados para reducir al absurdo la tesis de la prioridad de la armonía. Si la composición musical prioriza la armonía, «separa de tal manera el canto de la palabra que ambos lenguajes se combaten»; y ¿por qué es esto absurdo? Porque, entonces, «se quitan mutuamente todo carácter de verdad y no se pueden juntar en un sujeto patético»;[25]el sujeto y la verdad vuelven a estar tan cerca como exige la tradición epistemológica moderna; pero la noción de verdad que se atribuye no sólo al habla, sino a la misma «música imitativa» vuelve a dejar oír el registro de la autenticidad. En todo caso, el «sujeto patético» es la instancia unitaria cuya prioridad convierte en absurda cualquier escisión y, particularmente, la escisión entre el lenguaje y la melodía.

La virtualidad retórica del lenguaje, su capacidad de convencer a quienes escuchan, y de funcionar como dispositivo de comunicación, aunque el grado cero de la transparencia sea una conjetura sobre lo originario, hace posible conectar la teoría de los signos de Rousseau con su teoría política.

¿Cuál es el vínculo originario entre lo sígnico y lo político? Tal vínculo existe desde el momento en que Rousseau puede afirmar que «hay lenguas favorables a la libertad», y caracterizar esa disposición a la libertad por la musicalidad de esas lenguas: «Son lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos».[26]La musicalidad de la lengua –recordémoslo– fundaba su valor persuasivo, su poder de convicción, y así articulaba música y lenguaje. Aunque Rousseau diferenciaba esa capacidad retórica del poder demostrativo meramente racional, distingue ahora, con igual fuerza, la capacidad de persuadir del poder de adoctrinar. «Nuestros predicadores [se refiere a los que hablan lenguas no sonoras ni convincentes] se atormentan, sudan en los templos sin que se sepa nada de lo que han dicho. (...) Entre los antiguos, uno se hacía fácilmente entender por el pueblo en la plaza pública».[27]No es sólo porque la sonoridad de la lengua antigua haga fácil lo que para el que habla una lengua sorda es duro y fatigoso; se trata de la diferencia entre el templo y la plaza pública: en el primero se quiere impartir doctrina; en la segunda se trata de comunicarse y de decidir conjuntamente. La lengua que convence es el instrumento adecuado para la formación de la voluntad general, la soberanía de la que trata el Contrato social. Starobinski ve el vínculo entre lenguaje y política ya trazado en el Discurso de la desigualdad, en el que Rousseau habla del tránsito del «grito de la naturaleza», apropiado en situación de peligro, al lenguaje de la comunicación «en el curso ordinario de la vida», de este modo: «Se marca aquí todo lo posible el contraste entre un prelenguaje pasivo y pasional (el grito arrancado) y una palabra perfeccionada que manifiesta su poder en el acto oratorio, es decir, el acto político por antonomasia (persuadir a hombres reunidos)».[28]En el Ensayo Rousseau sostiene, a mi juicio, una posición más explícitamente política; no menciona el Contrato porque da a la relación de las lenguas con los gobiernos un tratamiento meramente esquemático; pero no tanto como para no llegar a realizar dos afirmaciones de la mayor importancia; la primera, de principios; la segunda, un diagnóstico del que aún nos resulta difícil no darnos por aludidos. El vínculo normativo entre lengua y poder dice: «toda lengua con la que no resulta posible hacerse entender por el pueblo reunido es una lengua servil».[29]La soberanía que funda el contrato exige, por tanto, una lengua «favorable a la libertad», esto es, una lengua sonora y armoniosa, a la vez que comunicativa en condiciones de libertad. De acuerdo con tal imagen normativa, el diagnóstico de la situación presente de la relación entre música, lengua y poder afecta negativamente al sujeto, que hemos señalado como instancia unitaria: «Las sociedades han asumido su forma última: ya no se cambia nada si no es con el cañón y los escudos. (...) No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hay que tener dispersos a los sujetos; ésa es la primera máxima de la política moderna».[30]La política dispersa a un sujeto de otro, no sólo en sentido empírico; también dispersa en cada uno al sujeto de la pasión del sujeto de la libertad; por eso el esfuerzo teórico de Rousseau ha consistido en articularlos.

La vinculación de la música al ser del sujeto, a la estructura de sus pasiones, se justifica por su naturaleza esencialmente temporal. El dibujo y la pintura suponen el espacio; la música, la sucesión en el tiempo. Por eso, afirma Rousseau: «La pintura está más cerca de la naturaleza y (...) la música depende más del arte humano».[31]Ello hace que la operación mimética de la música sea diferente de la del dibujo; éste representa objetos espaciales, aquélla, la configuración de las vivencias en el tiempo. El dibujo no puede representar lo imperceptible, en tanto que la música puede expresar la soledad y, al hacerlo, nos hace saber del otro. «El arte del músico consiste en sustituir la imagen imperceptible del objeto por la de los movimientos que su presencia excita en el corazón del contemplador».[32]Por ello, la forma en que realiza su imitación es diferente a la de la representación: la música «no representará directamente estas cosas, sino que excitará en el alma los mismos sentimientos que experimentamos al verlas».[33]

La música es un sistema de signos imitativo, pero no representativo. ¿De dónde obtiene entonces la música la ley de la sucesión, la que le hace ordenar los sonidos discursivamente? También en esto la materia de los signos musicales difiere de la materia de la pintura; para Rousseau, «las propiedades de los colores no consisten en relaciones»,[34]esto es, el rojo es idéntico a sí mismo y diferente del amarillo de un modo que no se da en la identidad y diferencia entre sonidos musicales. Los sonidos significan porque forman un sistema, una estructura de relaciones recíprocas: «Un sonido no tiene por sí mismo ningún carácter absoluto que lo haga reconocible. (...) En el sistema armónico, un sonido cualquiera tampoco es nada por naturaleza: no es ni tónica ni dominante, ni armónico ni fundamental, porque todas esas propiedades no son más que relaciones, y al poder variar todo el sistema del grave al agudo, cada sonido cambia su orden y su lugar en el sistema, según éste cambie de grado».[35]La música es, por tanto, un sistema no representativo pero sí significativo. En virtud de ese significado que lo vincula a la comunicación interpersonal encuentra su punto de unidad en el sujeto de las pasiones, que habrá de operar coordinadamente con las otras manifestaciones del sujeto simbólico: la persuasión y la verdad. El sistema de los signos es y ha de ser unitario; por ello, porque tiene su propio criterio de validez, la teoría de la música no es ningún añadido estrambótico en el despliegue del Ensayo sobre el origen del lenguaje.

Hasta ahora nos han ocupado los signos como sistema, cabe decir como estructura. Pero Rousseau, aquí como en la antropología, suscita el problema de la génesis, la pregunta por el origen y una cierta consideración conjetural acerca de la evolución histórica tanto del hombre como del lenguaje y, en particular, de la música. También aquí me distanciaré de Philonenko, que efectúa una descalificación radical de la historia conjetural del lenguaje propuesta por Rousseau.

Para Philonenko, la importancia del Ensayo depende estrictamente de la enorme estatura intelectual de Rousseau, que, si no hubiera escrito otra cosa, sería un perfecto desconocido. Tal posición se justifica por el modo en que la cuestión genética se disuelve en los grandes contemporáneos que abordan filosóficamente el lenguaje (alude a Kant y Humboldt, de forma especial), y de la pauta para tomar distancias respecto a algunas lecturas contemporáneas como la realizada por Derrida. Veamos sintéticamente su argumentación. En el caso de Herder, resalta la afirmación de que en el Ensayo «Rousseau no dice nada nuevo por relación al discurso de 1753». Sin necesidad de realizar un estudio comparativo entre ambos textos puede verse que la afirmación de Philonenko, por tajante, deja fuera dos flecos: la teoría de la música, que no aparece en el Discurso de 1753, y la relevancia de la teoría del lenguaje para una teoría filosófica del paso de la naturaleza a la cultura. El primer aspecto es directamente dejado de lado por Philonenko. En cuanto al segundo, desvaloriza la contribución de Rousseau al considerar que no añade nada a lo ya dicho por Maupertius en sus Réflexions philosophiques sur l’origine des langues et la signification des mots, aun reconociendo que la teoría genética del lenguaje conducirá a Herder a una crítica de la filosofía tal que permitirá sustituir el procedimiento de la Crítica de la razón pura por una metacrítica.

Para Philonenko el camino genealógico fue definitivamente clausurado, en pri mer lugar por Kant, al aceptar como un dato inicial de su historia conjetural que el primer .hombre podía hablar, y, en segundo lugar, por Humboldt, que abrió el nuevo camino de la lingüística hasta hoy partiendo del supuesto de que el lenguaje constituye una totalidad siempre dada, con total independencia de su historia. Tanto el camino metacrítico como el camino genealógico estarían así cerrados para una indagación actual del lenguaje; ambos constituyen, para Philonenko, meras curiosidades historiográficas de otra época.[36]Pero un juicio tal supone una seguridad dogmática en una supuestamente unitaria ciencia actual del lenguaje que cierra los ojos a la pluralidad de las filosofías del lenguaje habidas en el siglo XX –y no necesariamente en la línea de Humboldt–, aunque sin duda hayan transitado en mayor medida el camino metacrítico que el de una historia conjetural del lenguaje. Para Rousseau, sin embargo, una y otra vía son inseparables. Veremos con qué resultados para el caso de la música.

La pregunta por la génesis de la música, como la pregunta por el origen del lenguaje, son elementos de la indagación más general por el origen del hombre, esto es, por el tránsito de la naturaleza a la cultura. Es, por tanto, una pregunta guiada por el interés teórico por el lugar que cabe asignar al uso de los signos en la realidad humana. Es, por tanto, parte esencial de la semiótica en su conexión con la antropología.

La misma idea de trazar una historia conjetural sobre los orígenes y la evolución del hombre da pie al escrito que menciona Philonenko, en el que Kant recurre explícitamente a la obra de Rousseau (los dos Discursos, el Emilio y el Contrato) para intentar anticipar lo que sería un estado de cultura que resultara armónico con la naturaleza humana. La pregunta por el origen reúne, por tanto, dos intereses de la razón: por una parte, el interés teórico por un saber evolutivo de la especie humana, esto es, por un saber histórico; por otra, un interés crítico que permite determinar qué rasgos en la cultura y en la sociedad son deseables, por su coherencia con el verdadero ser del hombre, y qué otros rasgos son indeseables. De acuerdo con esos dos intereses de la razón hemos de entender también la historia conjetural que practica Rousseau.

Del mismo modo que en la historia hipotética del hombre se parte de un supuesto punto cero, el estado de naturaleza, que representa el equilibrio antes de su inevitable ruptura, la historia de los signos empieza en ese momento –tal vez más lógico que histórico, en el que la melodía precede al lenguaje, el canto al discurso. El grado cero de la música es, para Rousseau, el grado cero de los signos. En ese supuesto momento inicial de gestación «la lengua se hizo al mismo tiempo melodiosa y cantarina, como la música, en vez de ser un arte particular, fue una de las partes de la gramática y... finalmente, a cualquiera que no conociese sus reglas se le consideraba como que no conocía la lengua».[37]

En ese estado la melodía se caracteriza por conjugar los tiempos y los tonos o, dicho en otros términos, el acento y el ritmo. Acento y ritmo son característicos del lenguaje de los versos, y juntos conspiran para producir el placer del oído y, más importante, «ese otro placer más vivo que llega hasta el corazón».[38]La correlación entre música y palabra es completa tanto en su materialidad como en su función. «Los símbolos agudos o graves representan los acentos análogos en el discurso, las breves y las largas las cantidades análogas en la prosodia, la medida igual y constante el ritmo y los pies de los versos, los suaves y los fuertes, la voz remisa o vehemente del orador».[39]La música es la mímesis del momento no semántico-referencial de la poesía y, a la vez que con ésta, se relaciona con el arte del orador. Hay que ver en la retórica, como arte de la producción de pasiones y actitudes en el oyente efectuadas por la modalidad discursiva del orador, una reserva de conceptos aplicables, tal vez, a la teoría de la música, en tanto ésta se define también como discurso de signos que mueve las pasiones. Poesía y retórica son compartibles como teoría de los signos verbales y musicales, siempre que entendamos que sus respectivas formas de imitación son diferentes, como ya hemos tenido ocasión de ver.

Poco importa para la historia conjetural de la música la contraposición entre culturas del norte, movidas por la necesidad, y culturas del sur, movidas por la pasión y guiadas por el deseo, que dan lugar a dos teorías sobre la génesis del lenguaje verbal. En el caso de la música, la imagen de los griegos arcaicos como modelo ideal del grado cero nos coloca ante una única línea evolutiva; las culturas del norte, con sus lenguas amelódicas, sólo irrumpirán en el momento de la catástrofe.

Pero el primer movimiento de lo histórico es hacia una especialización y un incremento de complejidad que separa el lenguaje verbal del lenguaje musical; y, para decirlo con Rousseau, «a medida que se perfeccionaban las reglas de la imitación, se debilitó la lengua imitativa».[40]El perfeccionamiento de la lengua debilitó la melodía y produjo, en suma, la especialización que hace de las palabras «el arte de transmitir las ideas», y de la melodía «el arte de transmitir los sentimientos».[41]Así, el movimiento evolutivo es progresivo en su complejidad y regresivo en lo que se refiere a su capacidad de afectar al hombre uno y total; dicho con Rousseau, «por cultivar el arte de convencer se perdió el de conmover».[42]

El segundo momento es aquél en que «los desarrollos de la razón tornaron la lengua artificial, más fría y menos acentuada. La lógica sucedió gradualmente a la elocuencia, el tranquilo razonamiento al ardor del entusiasmo y a fuerza de aprender a pensar se aprendió a no sentir».[43]Lo que conllevaba el momento anexo: «La música se volvió más independiente de las palabras».[44]Esa independencia de la música no produce en ella avances sino retrocesos, especialmente el que supone la pérdida de fuerza y ardor para cantar la libertad y el heroísmo, que supone el establecimiento del esclavismo; y el hecho de que textualmente «el latín, lengua más sorda y menos musical, perjudicó a la música al adoptarla».[45]

Un tercer estadio evolutivo viene dado por lo que Rousseau llama «la catástrofe que había de destruir todos los progresos del espíritu humano», la invasión de los bárbaros, que afectó destructivamente a las ciencias, a las artes y al lenguaje como instrumento de ambas. ¿Cómo quedó afectada la música? «Su voz dura y desprovista de acento era ruidosa sin ser armoniosa»,[46]lo que rompía la posibilidad misma del canto como base de la melodía que estuvo en la génesis del momento griego. Rousseau añade: «La articulación penosa y los sonidos reforzados concurrieron igualmente a expulsar de la melodía todo sentimiento de medida y de ritmo»,[47]lo que sólo dejaba camino a un tipo de canto que necesitaba buscar la ayuda de las consonancias; «el azar hizo que varias voces, al arrastrar sin cesar al unísono sonidos de una duración ilimitada, encontraran de forma natural algunos acordes (...) y así comenzó la práctica del discanto y del contrapunto».[48]Toda una nueva evolución que conduce a un presente problemático, que Rousseau caracterizó de forma polémica en la Carta sobre la música francesa y en el Examen de dos principios expuestos por el Sr. Rameau en su folleto titulado «Errores sobre la música en la Enciclopedia». Minimizamos aquí estos aspectos polémicos para centrar la reflexión en la dimensión crítica que la historia conjetural proyecta sobre el presente en el que Rousseau piensa y compone.

Pasar, en un cuarto estadio, a un diagnóstico contemporáneo, que nos indique cómo podemos recuperar la relación con la expresión armónica, con la música como signo de las pasiones, propia de una nueva «música imitativa», es más una cuestión de estructura que de historia. El análisis de Rousseau, no obstante, y la interpretación de Philonenko exigen abordar también la cuestión genética que se despliega en la historia de una degradación con la que hemos de romper.

No está interesado Rousseau, a pesar de que su perspectiva sea tanto la de un teó rico de la música como la de un compositor, en los tecnicismos propios de algunos tratadistas contemporáneos; como afirma, «el más infatigable lector no soportaría la verborrea de ocho o diez grandes capítulos de Jean de Muris (supuesto autor del Speculum musicae) para saber si, en el intervalo de la octava cortada en dos consonancias, es la quinta o la cuarta la que debe ser grave».[49]Lo que está en juego es la capacidad de remontar una sustitución, una falsa sustitución, operada por la armonía para compensar, hipotéticamente, el abandono de la verdadera melodía, propia de la música imitativa. La armonía ha intentado compensar los efectos negativos de la desaparición de una melodía que imitara genuinamente el ritmo y la tonalidad de un habla poética; la historia de esa compensación que ha llegado a nosotros es también la génesis de la degradación en la que nos encontramos: «Habiendo adoptado esta progresión el nombre de melodía, no se pudieron desconocer en efecto en esta supuesta melodía los rasgos de la madre que la hizo nacer, y al haberse vuelto de este modo nuestro sistema musical puramente armónico, no resulta sorprendente que la melodía se haya resentido y que la música haya perdido para nosotros una gran parte de la energía que tuvo en otro tiempo».[50]

El uso de la metáfora de la madre para permitir una comparación entre melodía originaria y «supuesta melodía» delata la pertenencia de la primera al estado de naturaleza como momento originario en el que se puede confundir la idea de génesis con la de estructura. Desde el punto de vista de la génesis, el momento cero del que parte la teoría de la música es, lo hemos visto, aquél en que concuerdan la palabra como «arte de transmitir las ideas» con la melodía como «arte de transmitir los sentimientos», y hemos de situarlo históricamente en la Grecia de Homero y de Eurípides. En esta historia conjetural de la música, Rousseau es decididamente más concreto al señalar un punto de partida que, en la correspondiente historia de la humanidad, comenzó cuando un hombre dijo «esto es mío», pero cuyo momento anterior es designado como un estado de naturaleza, que tal vez no existió nunca, porque es sólo un momento estructural: Derrida lo ha señalado como la noción de un supuesto equilibrio entre el movimiento del deseo, que trasciende la naturaleza como dato y como instinto, y la consiguiente conciencia de esa ruptura, que lleva a restablecer, de algún modo, en el medio de la cultura, aquel equilibrio cuya ruptura la hace posible.[51]

La mayor concreción histórica es, sin embargo, más aparente que real. De la historia conjetural en Rousseau se puede decir que es más hipotética –esto es, conceptual– que narrativa; y que marca una evolución degenerativa, o regresiva, de alejamiento nega tivo, en todo caso, de los orígenes, distancia que está llamada a provocar una corrección del rumbo y que actúa, en consecuencia, como una instancia crítica. No es difícil encontrar en ella un parentesco de familia con la genealogía de la moral nietzschea na, parecido que se hace más visible en la crítica del progreso de las ciencias y las artes por su complicidad con las cadenas del poder. Ello no obstante, Nietzsche no tuvo jamás a Rousseau como un antecedente, sino como exponente de las fuerzas reactivas que la genealogía había de denunciar. En cierto modo, se comprende esa posición si adoptamos la posición de lectura de Starobinski: la fenomenología del mal en Rousseau es, al mismo tiempo, la búsqueda del remedio; en el caso de la música: «una vez rota la unidad, música y palabras vienen a ser, degenerando ambas, extrañas mutuamente».[52]Sin embargo, esa ruptura, tan imprescindible para que haya música como para que haya hombre, apunta a una historia de reconciliación: «a pesar de lo que se pinta como caída definitiva en dispersión moral y servidumbre civil, la convicción personal de Rousseau mantiene una exigencias que son otros tantos llamamientos a buscar reparación, a hacer de lenguaje y música, tal como han venido a ser nuevamente, medios de reunir a los hombres, en otro tiempo, en otro lugar, aunque sea en lo imaginario».[53]

Pero no es fundamentalmente como historia como funciona la instancia crítica de Rousseau. Basta con leerlo en su estructura conceptual para marcar la distancia crítica: el estado de naturaleza o la situación originaria constituyen un hipotético estado de equilibrio entre la naturaleza circundante y la naturaleza del hombre –naturaleza dentro de la naturaleza– que éste rompe al no operar de un modo mecánico-instintivo, sino semiótico y desiderativo. La instancia crítica tiende –paradoja constitutiva– a restablecer un equilibrio entre lo que deseamos y lo que podemos que, no obstante, es imposible como equilibrio «natural». No hay retorno al origen. Como mucho, Kant lo expresó con claridad, la aspiración a que el estado de sociedad y de cultura sea para el hombre una «segunda naturaleza», no obligatoriamente enfrentada a la primera, sino potencialmente armonizable con ella. Pero ha de ser una armonía que elabore el hilo originario de la melodía. El problema crítico, por tanto, es el modo de responder a la pregunta por el modo de reducir esa brecha entre primera y segunda naturaleza, entre naturaleza y sociedad, entre la primera música imitativa y la recuperación actual de la función de la melodía.

La unidad que se propone es una noción estructural que delimita la posición relativa de los signos y las facultades; y por eso puede actuar como instancia crítica y puede producir un cambio de la situación presente, porque no implica un retroceso en la historia, sino un cambio en la lógica de la estructura. No hay retorno posible ni deseable a un momento inicial en el que las reglas de imitación musical eran menos perfectas; o a un momento tal que suponga la renuncia a los desarrollos de la razón y de la lógica; todos estos desarrollos son constituyentes para el ser humano que trata de superar la situación de escisión.

De hecho, lo que en la narración de Rousseau opera como un acontecimiento, con sentido de «catástrofe», no es la emergencia del pensamiento racional, sino la entrada de los bárbaros en una Europa que «perdió a la vez sus ciencias, sus artes y el instrumento universal de unas y otras, es decir, la lengua armoniosa perfeccionada».[54]Ante esta catástrofe, Rousseau no vacila en hablar de la «destrucción de todos los progresos

del espíritu humano».[55]Es curioso que, hasta ese momento, el progreso del razonar iba en detrimento del convencer, las ideas en detrimento de los sentimientos, el lenguaje abstracto en contra del lenguaje melódico, en un movimiento internamente contradictorio que hubiera sido simplificador valorar como progreso –recuérdese la idea central de primer Discurso–. Rousseau se convierte en el primero en denunciar el carácter dialéctico de la Ilustración; y, sin embargo, los bárbaros, como acontecimiento, cambian la valoración de ésta, que pasa a ser un movimiento que se ha de corregir, pero al que no es posible renunciar. Su peor efecto es el que tiene sobre la melodía el modo de hablar de «aquellos hombres toscos que había engendrado el norte».[56]No entraré a considerar la oposición que Rousseau ha establecido entre el norte y el sur, bárbaro y griego, hombres de la necesidad y hombres del deseo. Establecen dos líneas de humanidad en una oposición difícil de articular.

Pero el efecto sobre la música es claro: el intento de superar esa catástrofe ha hecho comenzar «la práctica del discanto y del contrapunto». La escisión entre ambas formas de humanidad, la voluntad, más bien, de salir de ella es la que exige un cambio radical de dirección en el presente; un presente en el que, Rousseau dice, «ha sido preciso acercar [la música] a la lengua gramatical de la que extrae su primer ser».[57]

No trata Rousseau, tras su diagnóstico crítico de la actualidad de la música francesa y del papel que a la armonía otorga Rameau, de restituir una situación originaria; trata de componer, por el arte, la articulación unitaria de lenguaje y música que corresponde a la constitución de un hombre ya no escindido. Se trata de superar por el arte los efectos de una escisión que fue estructuralmente inevitable; y esa reconstrucción deliberada tiene uno de sus ejemplos destacados en la ópera, que en el Diccionario caracteriza como «espectáculo dramático y lírico donde el compositor se esfuerza por reunir todos los encantos de las Bellas Artes en la representación de una acción apasionada (...)».[58]La operación es artística y consiste en reconducir la multiplicidad de las artes a la unidad de la acción, que se convierte en una suerte de síntesis artística. Rousseau no propone volver al estadio supuestamente originario de la música griega, sino crear una forma de articulación nueva que supere el carácter escindido de la experiencia humana de los signos. Rousseau no habla sólo desde la teoría; en Confesiones VIII evoca el estreno en Fontainebleau de su Devin du village como un momento cumbre de reconciliación consigo mismo; pero la teoría de la ópera da una forma rigurosa a ese sentimiento de unidad de lo diverso: «las partes constitutivas de una ópera son el poema, la música y la decoración. Mediante la poesía se habla al espíritu, por la música al oído, por la apariencia escénica a los ojos, y el todo debe reunirse para conmover al corazón y llevarle a la vez una misma impresión mediante diversos órganos».[59]

Ha sido preciso concordar las «modulaciones de la voz» con «las inflexiones diversas que las pasiones dan a la voz hablante», para dar a la melodía «una nueva existencia y nuevas fuerzas».[60]Pero es en las regiones frías, hechas más para el saber que para la pasión, donde la armonía ha conservado la prioridad sobre la melodía. Para someter a crítica ese estado de cosas nos propone Rousseau que «tratemos ahora de remontarnos a la esencia de las cosas».[61]Es cuestión de esencia el remontar una historia negativa, cuestión de estructura oponerse a los efectos de una determinada génesis.

La cuestión que, para Rousseau, exige que vayamos a la esencia de las cosas es la que suscita el sensualismo fisicalista cuando quiere ver la música como una cuestión de acordes, de sonidos, en última instancia, de sensaciones. La música no puede reducirse a sonidos, como el impacto de la pintura no queda explicado por la física de los colores. «¿Qué relación puede percibir la razón entre estas vibraciones más o menos concordantes y esas emociones del alma que a veces la lanzan, según el gusto del compositor, hacia los arrebatos de las pasiones más opuestas?».[62]Lo que Rousseau plantea no es la relación entre el nivel físico y el nivel moral; lo que esclarece es el carácter unitario de esas dos instancias para explicarnos la música. Lévi-Strauss ha colocado este cambio de perspectiva que, a su juicio, proclama el fin del cogito cartesiano, en la base misma de la fundación de las ciencias humanas y de la moral que, según él, Rousseau permite: «La música [dice Lévi-Strauss] es un sistema abstracto de oposiciones y relaciones y de alteraciones de modos de la extensión cuya ejecución engendra dos consecuencias: primero, la inversión de la relación entre el yo y el otro, puesto que cuando yo oigo la música me escucho a través de ella; y luego una inversión de la relación entre alma y cuerpo, por medio de la cual la música se vive en mí».[63]Ese movimiento más allá del paradigma de la escisión cuerpo/alma, y también sujeto/objeto, permite plan tear la pregunta por la música en el nivel teórico y científico equivalente al de las otras ciencias humanas que Rousseau instituye, entre las que Lévi-Strauss destaca la etnología. Señala también la dirección de una moral en la que sólo porque escucho al otro, me puedo escuchar a mí en él.

El salto de perspectiva que la anotación de Lévi-Strauss, breve pero lúcidamente, introduce es necesario para captar la relevancia de ese texto de Rousseau tan frecuentemente subestimado, incluso por magníficos comentaristas. Si retomamos ahora su pregunta por la relación entre las vibraciones de los sonidos y las pasiones, podemos entender mejor que Rousseau minimice incluso la polémica de prioridad entre armonía y melodía; en efecto afirma: «No es que la melodía a su vez posea esta causa en sí misma, sino que la extrae de los efectos morales de los que ella es la imagen».[64]Nada, ni vibración ni pasión, es excluido del fenómeno total que es la música para el compositor y para el oyente; tampoco la armonía ha de quedar excluida; tiene, más bien, que ocupar su lugar y sirve «(...) para hacer más perceptible ese piano-forte que es el alma de la melodía así como del discurso que ella imita».[65]Armonía, melodía, discurso son elementos de esa estructura única que permite la experiencia musical. Derrida tiene razón al ver aquí una nueva articulación de la metafísica de la presencia; metafísica que, según su análisis, comparte Lévi-Strauss con Rousseau: «El ideal que subtiende en profundidad esta filosofía de la escritura [se refiere a la valoración de la escritura como violencia] es entonces la imagen de una comunidad inmediatamente presente consigo misma, sin diferencia, comunidad del habla en la que todos los miembros están al alcance de la alocución, es un ideal presente en el Ensayo de Rousseau y en la Antropología estructural».[66]Como más adelante reconoce, «no hay ética sin presencia del otro pero también y, por consecuencia, sin ausencia, disimulo, robo, diferencia, escritura. La archi-escritura es el origen de la moralidad así como de la inmoralidad».[67]La observación puede ser justa en la detección de supuestos de Lévi-Strauss como de Rousseau. Es posible pensar que la opción por la voz y la proximidad oculten el lugar de la escritura y de la diferencia, y que esa crítica nos permita situarnos en un más allá de la autenticidad. Pero, de hecho, la enorme precisión de sus análisis conceptuales, y el rigor de toda la segunda parte de De la gramatología, dedicada, como se sabe al Ensayo de Rousseau, no excede jamás el marco de esta toma de posición general en Derrida, casi previsible al formular la pregunta retórica: «¿Acaso no se trata de la pertenencia común del proyecto de Rousseau y de la lingüística moderna a un sistema determinado y finito de posibilidades conceptuales, a un lenguaje común, a una reserva de oposiciones de signos (significantes/conceptos) que, en principio, no es sino el fondo más antiguo de la metafísica occidental?».[68]

A pesar de lo problemático que resulta aceptar, no en los hechos sino como estrategia de análisis deconstructivo de los conceptos, un principio tan general que propone el mismo tratamiento para la historia de la metafísica y la de la semiótica, Rousseau parece dársela al concluir el Ensayo con estas palabras: «No pensemos pues que con proporciones y cifras se nos explica el poder que tiene la música sobre las pasiones (...). El principio y las reglas sólo son el material del arte, hace falta una metafísica más fina para explicar sus grandes efectos».[69]

Me parece difícil de sostener, sin embargo, la imposibilidad en que Derrida queda para valorar la aportación que Lévi-Strauss atribuye a Rousseau, porque no hay diferencia entre metafísica y ciencias humanas si comparten las nociones básicas de nuestro lenguaje teórico; y no parece contar tampoco que, como vimos, Lévi-Strauss vea en el proceder de Rousseau «el único fundamento posible de la moral».[70]Con su crítica, Derrida da un paso decisivo más allá del estructuralismo y realiza una importante aportación temprana a lo que será la deconstrucción; a pesar de lo cual me parece que hay razones de peso para reconsiderar el sentido y valor de ese paso, y la necesidad presente de volver sobre él para evitar un ascetismo que produzca pérdidas no reemplazables.

[1] J. Derrida: Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1989, pp. 175-192.

[2] De J. Starobinski puede consultarse su estudio preliminar al Essai sur l’origine des langues en Oeuvres Complètes V. Écrits sur la musique, la langue et le theâtre, pp. CLXV-CCIV. Pero, sobre todo, su Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, Madrid, Taurus, 1983; su Remedio en el mal, Madrid, Machado libros, 2000, y su El ojo vivo, Madrid, Cuatro, 2002.

[3] De A. Philonenko ha de consultarse su monumental obra en tres volúmenes Jean-Jacques Rousseau et la pensée du malheur, París, Vrin, 1984.

[4] J. Starobinski: Essai sur l’origine des langues, en Oeuvres Complètes V. Écrits sur la musique, la langue et le theâtre, pp. CXCI-CXCII.

[5] A. Philonenko, op. cit., vol. I, p. 134.

[6] J. Starobinski: Remedio en el mal, op. cit., pp. 231-232.

[7] Véase Cl. Lévi-Strauss, «Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hombre», en AA.VV.: Presencia de Rousseau, Buenos Aires, Nueva Visión, 1972.

[8] Cito la versión castellana del Ensayo de A. Ferrer y M. Hamerlinck, recogida en Escritos sobre música, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2007, p. 291. Citaré en adelante como Escritos sobre música.

[9] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 293.

[10] Ibíd., p. 299.

[11] Ibíd., p. 297.

[12] Ibíd., p. 293.

[13] J. Derrida: De la gramatología, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971, p. 261.

[14] Aristóteles, Met., A6, 987b 12-16. Trad. cast. T. Calvo, Madrid, Gredos, 1994. p. 95.

[15] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 219.

[16] Platón: El Sofista, 266 a, ss. Trad. cast. A. Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, p. 97.

[17] Platón: El Sofista, 267 a, 9-12. Trad. cast. A. Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, p. 99.

[18] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 223.

[19] Ibíd., p. 225.

[20] J.-J. Rousseau: Diccionario de música, Madrid, Akal, 2007, p. 61.

[21] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 227.

[22] Ibíd., p. 233.

[23] Ibíd., p. 230.

[24] Ibíd., p. 296.

[25] Ibíd., p. 296.

[26] Ibíd., p. 308.

[27] Ibíd., p. 308

[28] J. Starobinski: Remedio en el mal, op. cit., pp. 232-233.

[29] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 308.

[30] Ibíd., p. 307.

[31] Ibíd., p. 301.

[32] Ibíd., pp. 301-302.

[33] Ibíd., p. 302.

[34] Ibíd., p. 300.

[35] Ibíd., p. 300.

[36] Las ideas citadas y aludidas pueden encontrarse en A. Philonenko: J.-J. Rousseau et la pensée du Malheure, París, Vrin, vol. I, 1984, pp. 134-135.

[37] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 224.

[38] Ibíd., p. 225.

[39] Ibíd., p. 226.

[40] Ibíd., p. 227.

[41] Ibíd., p. 226.

[42] Ibíd., p. 304.

[43] Ibíd., pp. 227-228.

[44] Ibíd., p. 228.

[45] Ibíd., p. 228.

[46] Ibíd., p. 229.

[47] Ibíd., p. 229.

[48] Ibíd., p. 229.

[49] Ibíd., pp. 229-230.

[50] Ibíd., p. 230.

[51] J. Derrida: De la gramatología, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971. Véase especialmente p. 235.

[52] J. Starobinski: Remedio en el mal, op. cit., p. 236.

[53] Ibíd., p. 240.

[54] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 228.

[55] Ibíd., p. 228.

[56] Ibíd., p. 228.

[57] Ibíd., p. 230.

[58] J.-J. Rousseau: Diccionario de música, op. cit., p. 308.

[59] Ibíd., p. 308.

[60] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, pp. 230-231.

[61] Ibíd., p. 231.

[62] Ibíd., p. 231.

[63] C. Lévi-Strauss: Jean Jacques Rousseau fundador de las ciencias del hombre, recogido en el volumen colectivo Presencia de Rousseau, Buenos Aires, Nueva Visión, 1972, pp. 14-15.

[64] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 232.

[65] Ibíd., p. 233.

[66] J. Derrida: De la gramatología, op. cit., p. 176.

[67] Ibíd., p. 180.

[68] J. Derrida: La lingüística de Rousseau, en AA. VV.: Presencia de Rousseau, Buenos Aires, Nueva Visión, 1972, p. 25.

[69] J.-J. Rousseau: Escritos sobre música, p. 233.

[70] C. Lévi-Strauss: Jean Jacques Rousseau..., op. cit., p. 19.

Rousseau: música y lenguaje

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