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INTRODUCCIÓN

Abuelo Juan Jacobo, ¿qué te pasa que lloras?

¿Nadie te quiere? ¿Es cierto que te odia el mundo entero,

hasta, lejos, el buen salvaje y los niñitos?

(...)

Tú enseñaste a volcar el ser en la palabra,

cínico, malo o bueno, genial o tonto: siempre

sincero, en un moroso strip-tease ante el espejo.

Así, ¿cómo no amarte a ti mismo, y así,

cómo no enamoramos a todos, si te amabas,

si creías de veras en tu propio lenguaje,

y aún más si te acusabas a ti mismo –en el fondo,

como a un hijo mimado–?

A J. J. Rousseau, paseante solitario

José María Valverde

Conocido y valorado en el presente sobre todo por su teoría política y su peculiar visión del estado de naturaleza, el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau no es el producto de una mera especulación racional, sino el resultado de una vida enfrentada a toda clase de resistencias, de las que él mismo da cuenta en sus escritos autobiográficos, en especial en Las confesiones, imaginativo alegato en el que se despacha contra sus adversarios, urdidores de un complot incierto.

Como filósofo, disipa en sus Discursos la ilusión de la continuidad entre acumulación de conocimiento y perfeccionamiento moral; como novelista, transforma vidas y modas con La nueva Eloísa, un extenso relato epistolar que inaugura la novela romántica y con el que alcanza la celebridad entre sus contemporáneos; como teórico de la política, defiende en el Contrato social el origen humano del poder, afirmando que éste no puede trasmitirse, sino sólo confiarse. Pensador polivalente y paradójico, se le elogia o se le critica por lo que dice sobre la relación entre gobierno y ciudadanos, por su radicalismo, su igualitarismo, su comprensión de la libertad y su concepto de voluntad general.

Nacido en la Grand-Rue de Ginebra el 28 de junio de 1712, al fallecer el 2 julio de 1778, según los médicos a causa de un ataque de apoplejía, fue enterrado en Ermenonville, a unos cincuenta kilómetros al norte de París, donde había vivido los últimos meses. El 9 de octubre de 1794, acompañado por los compases de su propia música, el cuerpo de Rousseau fue desenterrado para ser trasladado y depositado dos días más tarde en el Panteón, corazón del París revolucionario. Y es que Rousseau, un pensador radicalmente original y aún plenamente actual, siempre que nos sumerjamos en sus primeros presupuestos antes que en el examen de sus resultados sólo, también fue músico y teórico de la música. Acerca de él escribirá el moralista francés Sebastian Roch Ni-colas de Chamfort en una de sus elocuentes Anécdotas: «De J. J. Rousseau, se decía: Es un búho. –Sí, contestó alguien, pero el de Minerva; y cuando salgo de oír el “Adivino de la Aldea”, agregaría que protegido por las Gracias».[1]

La «pasión» por la música prende en su corazón de niño huérfano de madre, según relatará en Las confesiones, gracias a su tía Suzon: «Aparte de los ratos que pasaba leyendo o escribiendo junto a mi padre, o cuando iba de paseo con mi ama, estaba siempre con mi tía viéndola bordar y escuchando sus canciones, de pie o sentado junto a ella, y sintiéndome dichoso. (...) Estoy convencido de que a ella le debo el gusto, o más bien, la pasión por la música, que no se desarrolló en mí hasta mucho tiempo después. Sabía un caudal prodigioso de melodías y canciones que cantaba con una voz dulcísima».[2]

Tras un período de latencia («mucho tiempo después», dice el autor), Rousseau se reencuentra con la música a los diecisiete años en casa de Madame de Warens. «Entre las aficiones que ella había cultivado [prosigue] no había descuidado la música. Tenía buena voz, cantaba regularmente y tocaba un poco el clavicordio; había tenido la amabilidad de darme algunas lecciones de canto, y fue preciso comenzar por los rudimentos, pues yo apenas sabía la música de nuestros salmos. Ocho o diez lecciones de canto dadas por una mujer, y muy interrumpidas, lejos de ponerme en condiciones de solfear, apenas me enseñaron la cuarta parte de los signos musicales. Sin embargo, era tal mi pasión por este arte que me propuse ejercitarme solo».[3]La música se convertirá,

3. para el joven Jean-Jacques y la que llama Mamá, en un punto de reunión. «Lo que le hacía volver una y otra vez a las primeras impresiones de su patria suiza –escribe Cassirer– era el sentimiento de que allí, y sólo entonces, la vida había transcurrido aún como una verdadera unidad, como una totalidad inquebrantable. Todavía no se había consumado la ruptura entre las exigencias del mundo y las del yo; la fuerza del sentimiento y de la fantasía todavía no había encontrado sus rígidos límites ante la realidad de las cosas. Y, conforme a ello, para la propia conciencia de Rousseau no se había producido aún la escisión entre ambos mundos, el mundo del yo y el mundo de las cosas».[4]En los últimos años de su existencia, el solitario Jean-Jacques, «atormentado por las preocupaciones y los sufrimientos», se sorprende «a veces llorando como un chiquillo al susurrar aquellos cantos con voz ya trémula y cascada».[5]La música será para el paseante solitario el vínculo inconsútil con un territorio sonoro y un tiempo edénico anteriores al espacio físico y al tiempo histórico («allí, y sólo entonces», los llama Cassirer). Como el trineo Rosebud para el Ciudadano Kane de Welles o la magdalena de Proust para el narrador de En busca del tiempo perdido, las canciones de Suzon se erigen para el maduro Rousseau, que acomete la novedosa tarea filosófica de «conocerse como un “él” antes de pretender ser un “yo”»,[6]en signos cuya interpretación deshace la resistencia del presente. Al arte musical está ligado en él ese instante del recuerdo que representa la clave para explicarnos a nosotros mismos.

Entre la venturosa infancia y el torturado final, Jean-Jacques se gana el pan como copista de música desde 1751 y alterna la escritura literaria con la composición musical. Sus escritos teórico-especulativos sobre el asunto fueron los que le permitieron en una primera etapa darse a conocer y establecer los primeros lazos de amistad con Diderot y D’Alembert, que le requirieron en 1749, cuando ya había publicado la Disertación sobre la música moderna (1743), su primer libro, para que escribiera los artículos de música para la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des Sciences, des Arts et des Métiers; redactó más de cuatrocientos. A dichos escritos también debe la animadversión y el rechazo de buena parte de sus contemporáneos, en especial a la Carta sobre la música francesa (1753), con la que terció en la Querelle des Bouffons, una disputa en la que apenas se menciona ninguna otra cosa que no sea la música, pero cuyos participantes no estaban hablando realmente sólo de arias y acompañamientos, sino del cambio social y la arrogancia del poder. Otros, en cuya importancia teórica hoy todos contienen, sólo serían conocidos por el público póstumamente, como el Ensayo sobre el origen de las lenguas, donde se habla de la melodía y de la imitación musical. Como compositor le debemos principalmente dos óperas-ballets –Le Devin du village, cuya huella puede descubrirse en Bastien und Bastienne, la primera ópera de Mozart, y Les Muses galantes, de la cual sólo se conserva un acto– y un centenar de canciones, publicadas con el bello título de Consolations des misères de ma vie. Recueil d’Airs, Romances et Duos en 1781, tres años después de su muerte, gracias a la iniciativa del último miembro de la larga serie de sus benefactores de la nobleza: el marqués de René-Louis de Girardin.

Toda la trayectoria musical de Rousseau está alimentada por un obsesivo deseo de simplicidad y economía, desde su propuesta de notación numérica defendida en el Proyecto concerniente a los nuevos signos para la música, que lee ante la Academia de las Ciencias de París en 1742, con la que pergeña las grandes características de su educación negativa en relación con el aprendizaje de la música, hasta la tardía apología de las cualidades espirituales de la melodía frente a la glorificación de la armonía, basada en un pretendido orden natural y llevada a cabo por Jean-Philippe Rameau.

La figura de este último se convertirá para él en la imagen misma de la música francesa, contra la que arremeterá en la Carta sobre la música francesa (1752), primer esbozo de su filosofía de la música y una vehemente defensa de la primacía de la expresión melódica, con la que imprimirá un giro radical a la Querelle des Bouffons, que abrirá el gran debate sobre la verdadera función de la música, considerada como lenguaje de los sentimientos, en un momento artístico en el que la expresividad le arrebatará el protagonismo a la mímesis: «Creo haber demostrado que no hay ni ritmo ni melodía en la música francesa, porque la lengua no es capaz de ello; que el canto francés no es más que un ladrido continuo, insoportable para cualquier oído no prevenido; que su armonía es tosca, carente de expresión y con un relleno propio de estudiante; que los aires franceses no son aires; que el recitativo francés no es recitativo, de donde concluyo que los franceses no tienen música y no pueden tenerla; o, que de tenerla algún día, tanto peor será para ellos».[7]La novedad de la Carta consiste sobre todo en afirmar que la música es imitación de la palabra; y la lengua, la imagen fiel del carácter de un lugar. Una concepción que será desarrollada con mayor amplitud y profundidad años después en el Ensayo sobre el origen de las lenguas, donde se habla de la melodía y la imitación musical y los textos que precedieron a su génesis, donde supondrá (la suya, no lo olvidemos, es una historia hipotética) que en la sociedad primitiva habla y canto no se distinguieron entre sí, que los primeros lenguajes fueron más melódicos que prácticos y no tanto pronunciados como salmodiados o cantados: «Al principio no hubo otra música que la melodía, ni otra melodía que el sonido variado de la palabra. (...) Decir y cantar eran antaño la misma cosa».[8]

«Lo interesante de la teoría de Rousseau sobre la música –explica Lydia Vázquez– es que quiso creerla cercana al lenguaje del corazón. Para él, el lenguaje del sentimiento se había ido separando paulatinamente de las lenguas, de los vehículos convencionales de comunicación del ser humano; no así del lenguaje artístico, mucho más cercano al corazón, en especial el musical. Y ello es verdad para Italia mucho más que para Francia. (...) Pero Rousseau no sólo se hace partidario de la música italiana frente a la francesa por inclinación al desafío, sino por entender que en la música, en la organización instrumental, se reproduce igualmente el esquema social. Y en la música francesa se observa una estructuración fuertemente institucionalizada, jerarquizada a nivel orquestal, mientras que la música italiana es más primitiva, más salvaje, más individualizada, más solitaria».[9]Más rousseauniana, en suma.

* * *

Este conglomerado de temas, articular en la obra del ginebrino, todavía era una terra incognita para las literaturas filosófica y musicológica españolas,[10]y sus textos sobre teoría musical apenas acababan de ver la luz, por vez primera, en una edición que habíamos preparado Manuel Hamerlinck y yo.[11]El asunto pedía gritos un espacio de reflexión y un tiempo dedicado al intercambio de ideas y puntos de vista (un aquí, y un ahora). Así nació este congreso, que reunió en el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad (¡qué mejor nombre, qué mejor sitio!), a algunos de los más reputados especialistas internacionales bajo el rótulo general: Rousseau: música y lenguaje. No olvidemos que para el ciudadano de Ginebra ambos son los polos en cuyo punto de equilibrio se emplaza el gozne de su pensamiento, una zona definida por el concepto de sociedad,[12]pues como proclama en el Ensayo: «Los pájaros trinan, sólo canta el hombre, y uno no puede escuchar un canto o una sinfonía sin decirse al instante: aquí hay otro ser sensible».[13]

Los trabajos que el lector tiene entre manos pueden agavillarse en tres grandes apartados.

El primero es el de las intervenciones que iluminan cuestiones de índole estética o filosófica, bien para situar las aportaciones de Rousseau acerca de las relaciones entre la música y el lenguaje en un flujo temporal que arranca con el abate Dubos y prosigue en una tortuosa dialéctica entre universal y particular que tiene en el siglo XIX uno de sus momentos más graves (Enrico Fubini); bien para responder a la pregunta de hasta qué punto la música detenta una posición central en el pensamiento del ginebrino (Michael O’Dea); bien para sostener, frente a lecturas como la que Philonenko hace del Ensayo, una interpretación según la cual Rousseau intuye las condiciones para una ciencia del lenguaje que integre en un todo al lenguaje verbal y al musical, tratando de comprender la ligüisticidad como rasgo unitario de las distintas manifestaciones del hombre en tanto que animal simbólico (Sergio Sevilla); bien para ver de qué manera los escritos sobre teoría musical de Rousseau comprometen a lo más decisivo de su filosofía, siguiendo como hilo conductor la expresión «la voz de la naturaleza», sus implicaciones y supuestos (Manuel E. Vázquez); bien para analizar la suya como una concepción del lenguaje, alternativa a la que imperaba en su tiempo, pero que se erige en una crítica ideológica de éste en su doble vertiente de diagnóstico y pronóstico (Faustino Oncina), o bien para cuestionar la existencia de un giro «lingüístico-musical» en su obra, tendente a superar las insuficiencias inherentes al paso de la psicología del hombre natural a la del hombre social y la transición entre las primeras sociedades primitivas y las posteriores sociedades civiles (Iñaki Iriarte).

El segundo bloque es el de los escritos musicológicos, centrados en algún aspecto de la producción musical rousseauniana; en este bloque, el primer trabajo repasa la naturaleza de los textos escogidos por él para las obras vocales de Les Consolations, la identidad de sus autores y la modalidad de su tratamiento musical, con objeto de formular algunas hipótesis que respondan a la cuestión sobre qué representaba la composición musical para Rousseau en su práctica privada (Pierre Saby); para el segundo, el análisis de la «Chanson nègre» contenida en Les Consolations, con una música compuesta sobre un poema de la literatura criolla, revela a Jean-Jacques como uno de los primeros compositores antillanos y permite resolver el enigma de su silencio a propósito del drama esclavista (Claude Dauphin); la tercera aportación en este ámbito hace mención a tres puestas en escena distintas, en la Sicilia de finales del siglo XVIII, de Pygmalion, el melólogo escrito por Rousseau en 1762, y una de estas representaciones sicilianas, en concreto, permite reflexionar sobre el sentido de la invención teatral del filósofo y sobre cómo fue acogida en la isla (Amalia Collisani).

El tercer y último bloque lo constituyen aquellas contribuciones que ponen el acento en la relación de Rousseau con sus contemporáneos o trazan una línea de continuidad que lo vincula con otros hitos filosófico-musicales de los siglos venideros, sea ponderando su participación en la disputa estética que más vehementemente convulsionó su tiempo, la Querelle des Bouffons (Jenaro Talens); sea para valorar su ambivalente relación con Christoph Willibald Gluck, que poco antes de asentarse en París, en febrero de 1773, había expresado su deseo de colaborar con él en el terreno de la composición musical (David Medina); sea para, desde de la crítica al teatro realizada por Rousseau en la Lettre à d’Alembert y por Wagner en la trilogía de Zúrich, trazar falsos paralelismos en las propuestas con el fin de superar el elitismo social del teatro, sus insuficiencias como institución dirigida al entretenimiento rutinario, la separación entre actor y espectador o el papel de la música y la ruptura de la fiesta como remedios (Enrique Gavilán); sea para intentar ahondar en una perspectiva crítica de la música partiendo de la Ilustración y de su dialéctica, entre Rousseau y Adorno (Antonio Notario), o sea, finalmente, para acometer una original exploración en la noción rousseauniana de originalidad, entendida como el descubrimiento de aquella raíz primigenia de la actividad artística que escapa al encadenamiento lógico del desarrollo histórico, lo que permite encontrar artistas que, como el compositor norteamericano Morton Feldman, respondan a dicho concepto (Antoni Marí y Lluís Nacenta).

* * *

El formato del encuentro fue el que viene siendo habitual en los congresos internacionales de historia del pensamiento que el MuVIM ha dedicado con anterioridad a Kant (Filosofía razón. Kant, 200 años después, 2004), a Schiller (Ilustración y modernidad en Friedrich Schiller, 2005), a Lévinas (Lévinas, la filosofía como ética, 2006) y a Hegel (Figuraciones contemporáneas de lo absoluto, 2008). Las conferencias alternaron, durante las tres jornadas que duró el encuentro, con dos mesas redondas en las que se presentaron publicaciones preparadas para la ocasión o recientemente aparecidas,[14]un concierto con música de Rousseau,[15]la proyección de una película[16]y una excelente muestra bibliográfica dedicada a Jean-Jacques y su tiempo.[17]Nada de esto habría sido posible sin el entusiasmo y la competencia de Romà de la Calle, timonel de este singular «museo de ideas», que desde el primer momento acogió la idea del congreso con la misma ilusión e idéntica entrega que su director académico, que gestionó ayudas y congregó sinergias sin las cuales no hubiese sido posible materializar un proyecto tan complejo. El apoyo institucional recibido procedió del MuVIM, del Área de Cultura de la Diputación de Valencia, de la Institució Alfons El Magnànim, de la Universitat de València, de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, del Institut Français, de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos y de la Caja de Ahorros del Mediterráneo. Quiero dar las gracias a los presentadores y moderadores –Romà de la Calle, Sergio Sevilla, Carlos Mínguez, Neus Campillo, Manuel E. Vázquez, Manuel Ramos, Manuel Hamerlinck y Joan del Alcàzar–, a los traductores e intérpretes –José García Roca, Josep Monter, Amparo Zacarés, Christine Comiti y Alan Scopel– y a Vicent Flor, Ada Moya y Helena Mansanet, del equipo técnico del MuVIM, pues el trabajo realizado por todos ellos fue determinante para que las jornadas discurriesen con fluidez siguiendo el apretado programa previsto. A los asistentes, que fueron muchos y constantes, debo agradecerles también su colaboración y su interés.

ANACLETO FERRER

[Universitat de València]

[1] Chamfort: Máximas, pensamientos, caracteres y anécdotas, Madrid, edición de Antonio Martínez Carrión, Aguilar, 1989, § 348.

[2] Jean-Jacques Rousseau: Las confesiones, traducción de Aníbal Froufe (traducción cedida por ediciones Edaf), Barcelona, Ediciones Orbis, 1991, p. 32.

[3] Rousseau, op. cit., pp. 121-122.

[4] Ernst Cassirer: Rousseau, Kant, Goethe. Filosofía y cultura en la Europa del Siglo de las Luces, Madrid, edición de Roberto R. Aramayo, FCE, 2007, pp. 55-56.

[5] Rousseau: Las confesiones, op. cit., p. 32.

[6] Claude Lévi-Strauss: «Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del espíritu», traducción de Jorge Pérez, en VV. AA.: Presencia de Rousseau, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1972, p. 15.

[7] Rousseau: Escritos sobre música, traducción de Anacleto Ferrer y Manuel Hamerlinck, Publicacions de la Universitat de València, Colección Estètica & Crítica, Valencia, 2007, p. 216.

[8] Rousseau: Escritos sobre música, op. cit., p. 290.

[9] Lydia Vázquez y Jean Goulemot: Jean-Jacques Rousseau: de la ficción sentimental a la escritura autobiográfica. Biblioteca virtual E-EXCELLENCE, <www.liceus.com>, 2006, p. 10.

[10] Con la salvedad del excelente trabajo de David Medina: Jean-Jacques Rousseau: lenguaje, música y soledad, Barcelona, Ediciones Destino, Colección “Ensayos/Destino”, 1988.

[11] Rousseau: Escritos sobre música, traducción de Anacleto Ferrer y Manuel Hamerlinck, Publicacions de la Universitat de València, Colección Estètica & Crítica, Valencia, 2007, 328 pp. Este mismo año vería también la luz la primera traducción de su Diccionario de música, realizada por José Luis de la Fuente Charfolé para la Editorial Akal.

[12] Claude Dauphin: «Le vertige des origines», Musique et langage chez Rousseau, Voltaire Foundation, University of Oxford, 2004, p. ix

[13] Rousseau: Escritos sobre música, op. cit., p. 301.

[14] Grimm, Diderot, Rousseau, D’Alembert: La querella de los bufones. Selección, estudio introductorio y notas de Anacleto Ferrer; traducción de Benedicta Chilet, Anacleto Ferrer y Manuel Hamerlinck. Valencia, MuVIM, 2009; Rousseau: Les Consolations des Misères de ma Vie. Airs, Romances et Duos. Coor dinación y estudio histórico de Anacleto Ferrer, edición musical de Rodrigo Madrid y versión rítmica de los textos de José García Roca. Institució Alfons El Magnànim, Colección Partituras, Valencia, 2009. En el contexto de una de estas mesas, Claude Dauphin, profesor del Departamento de Música de la Université du Québec en Montreal, presentó su reciente edición crítica del Dictionnaire de musique de Jean-Jacques Rousseau (Meter Lang, Berna 2008, 890 pp.), en la que ha colaborado un equipo de especialistas de la Université Lumière Lyon 2 compuesto por Raymond Court, Yves Jaffrès, Michael O’Dea, Daniel Paquette y Pierre Saby; y Amalia Collisani, profesora de Filosofía de la música de la Università di Palermo, dio a conocer su libro La musica di Jean-Jacques Rousseau, que acaba de ver la luz en Palermo, L’Epos, 2008, 353 pp.

[15] El concierto sirvió de presentación del disco Jean-Jacques Rousseau: Les Consolations des Misères de ma Vie. Airs, Romances et Duos (Alboraya, Valencia, Ed. E. G. Tabalet, 2009), que recoge una veintena de piezas del libro homónimo que adaptó y grabó la Capella Saetabis bajo la dirección de Rodrigo Madrid, a partir de un raro ejemplar original de 1781 localizado por mí en un anticuario de Londres un año antes y que el MuVIM había adquirido para su biblioteca histórica.

[16] La pasión del rey (Le roi danse, 2000), de Gérard Corbiau.

[17] La exposición estuvo a cargo de Anna Reig y Benedicta Chilet, bibliotecarias de MuVIM, que con dedicación ejemplar han trabajado en los últimos años en la creación de un importante fondo bibliográfico de libro antiguo relacionado con la Ilustración.

Rousseau: música y lenguaje

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