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DE DUBOS A ROUSSEAU, Y MÁS ALLÁ

Enrico Fubini

Università di Torino

El problema de la relación entre música y palabra, entre lenguaje de los sonidos y lenguaje verbal es antiguo como el mundo y se podría escribir un imponente volumen para contar su historia. Sin embargo, hay momentos en la historia del pensamiento humano en los que tal problema ha asumido una relevancia decisiva y se ha vuelto central en las reflexiones de los filósofos. El Siglo de las Luces indudablemente representa un momento clave en el desarrollo de este problema, porque abre la puerta a una nueva visión de las relaciones entre música y lenguaje verbal. La pirámide de las artes, en cuya cúspide está la poesía y en su nivel más bajo la música, clasificación aún ampliamente sostenida al menos en la primera mitad del siglo XVIII, incluso por Voltaire, estaba destinada no tanto a un cambio como a una subversión radical que habría visto música y poesía en una situación de complicidad y estrecha relación ya no escindible. Muchos pensadores, en particular del setecientos francés, han situado este tema en el centro de sus reflexiones, abriendo nuevas vías no sólo a la estética musical, sino a todo el pensamiento estético en su globalidad.

La nueva atención de los pensadores dieciochistas a este problema ha tenido origen, sin duda, en el desarrollo impetuoso del melodrama en toda Europa. Nuevo género nacido a principios del siglo XVII, el melodrama quizá sea algo más que un nuevo género: se trata de una invención destinada a llevar savia nueva al lenguaje musical, al teatro y a la misma poesía. Acaso no sea exagerado afirmar que el nacimiento del melodrama y su desarrollo en la sociedad europea de los siglos XVII y, sobre todo, XVIII,ha representado una verdadera revolución en la historia de la música y de las artes. El problema clave planteado por el melodrama era precisamente la cooperación o, mejor, la fusión de música y poesía en la escena teatral. Pero este fenómeno no podía dejar de suscitar interrogantes fundamentales y cruciales: estos dos lenguajes que en la escala tradicional de las bellas artes se hallaban en los polos opuestos y, en cualquier caso, parecían tan heterogéneos y difícilmente congeniables, ¿cómo podían convivir y fundirse eficaz y productivamente? El primero parecía dirigirse esencialmente a los sentidos y a nuestro aparato emocional; el segundo, esencialmente a nuestra razón y nuestras facultades intelectivas. ¿Puede darse un parentesco y una cooperación entre los dos campos, tradicionalmente extraños si no enemigos? Desde el momento en el que el melodrama iba asumiendo un peso nada irrelevante, por cierto, en la vida y en la sociedad dieciochesca, es fácil de comprender que estos interrogantes, exquisitamente filosóficos y estéticos, ocuparan un lugar central en las reflexiones de los teóricos de la Edad de las Luces, debido a sus vastas implicaciones.

En el curso del siglo XVIII se pueden identificar dos corrientes en lo que respecta al pensamiento musical: por una parte, están quienes se preocupan por fundar y salvar la autonomía y la autosuficiencia del lenguaje musical, con Jean Philippe Rameau a la cabeza; este discurso crecerá y hallará terreno fértil en el Romanticismo. Por la otra, en cambio, quienes se preocupan por encontrar una nueva lógica que permita fundar sobre nuevas bases la coexistencia entre lenguaje musical y lenguaje verbal. Parecen dos caminos distintos e incluso divergentes, pero representan vías que se integrarán la una con la otra en el siglo siguiente, y que ya a finales del XVIII mostrarán su fecundidad en el plano especulativo y, al mismo tiempo, delinearán también el futuro desarrollo de la música.

Se puede incluso fijar convencionalmente el inicio de este proceso de revalorización de la música y, sobre todo, del nuevo modo de reflexionar sobre la unión de música y palabra con el abate Jean Baptiste Dubos, autor en 1719 del famoso tratado Réflexions critiques sur la poésie et la peinture. Con este arduo tratado, Dubos inaugura un camino sobre el tema de las relaciones música-poesía que en las décadas siguientes contará con muchos partidarios hasta llegar a Rousseau. No se sabe si Rousseau leyó alguna vez las Réflexions critiques de Dubos, pero indudablemente las ideas enunciadas en esta obra tuvieron un eco vastísimo en todo el siglo XVIII, y no sólo en Francia: no es arriesgado afirmar que la filosofía de la música de Rousseau no habría sido posible o habría sido diferente si no hubiesen existido las Réflexions, en las que se hallan los gérmenes del pensamiento del filósofo ginebrino.

En el siglo XVIII, la música era considerada por la mayor parte de los tratadistas, filósofos y críticos como un arte menor en la jerarquía de las artes –así aconteció durante todo el setecientos–; ocupaba el último peldaño debido a su escaso o nulo poder semántico o, como se decía en aquel tiempo, debido a su escaso o nulo poder de imitación. Obviamente, en la estética dieciochesca, el concepto clave de imitación de la naturaleza comportaba inevitablemente una desvalorización de la música: ¿qué podía imitar la música sino unos pocos y acaso inesenciales rumores del mundo natural? De por sí, esta reducida imitación no permitía la creación de obras relevantes; como mucho podía servir en el ámbito melodramático, donde el aparataje escénico era impresionante, para subrayar y exaltar tormentas, el discurrir del agua, crujidos campestres, cantos de pájaros y cosas así.

Dubos no tuvo nunca la intención ni la conciencia de ser un revolucionario, ni siquiera en materia de estética, y por eso hereda el lenguaje y los conceptos clave de la estética dieciochesca. Es sabido que en la famosa querelle des anciens et des modernes opta por los anciens, presentándose por tanto como un antiguo y un pensador conservador. Pero la gran novedad del pensamiento de Dubos consiste en los instrumentos conceptuales que usa para dar la vuelta a muchos de los juicios y prejuicios de sus contemporáneos en cuestión de estética, y en concreto de estética de la música, conservando sin embargo el viejo lenguaje.

No hay que asombrarse por tanto si en el título de las Réflexions no aparece la música: en el sentir común es obvio que el arte por excelencia era la poesía, y en segundo lugar la pintura. La revalorización de la música, que a duras penas podía considerarse un arte equiparable a los de su mismo rango, se lleva a cabo en el contexto de las Réflexions a la luz de las amplias premisas expuestas en los primeros capítulos: quizá Dubos no era siquiera del todo consciente de que su tratamiento de la música plantease problemas totalmente nuevos en el ámbito del pensamiento dieciochesco, y deberá pasar medio siglo para que los atisbos de originalidad –y bien podemos decir revolucionarios– sean recogidos y desarrollados por Rousseau, Diderot, Grimm y tantos otros pensadores, sobre todo en el círculo de los enciclopedistas. En otras palabras, en el tratamiento de la música, pero ya en el de la poesía y la pintura que precede al de la música, Dubos establece fundamentos sólidos para subvertir la bien conocida jerarquía de las artes y para superarla con una nueva concepción en la que la poesía y la música se encuentran en una posición de integración y ya no de subsidiariedad.

Dubos titula la sección XLV del primer volumen De la música propiamente dicha, y se abre así:

Nos falta hablar de la música como el tercero de los medios que las personas han inventado para dar una nueva fuerza a la poesía y ponerla en condiciones de causarnos la mayor impresión. Así como el pintor imita los rasgos y colores de la naturaleza, el músico también imita los tonos, acentos, suspiros, inflexiones de voz, en fin todos esos sonidos con ayuda de los cuales la naturaleza misma expresa sus sentimientos y pasiones. Todos esos sonidos, como ya hemos expuesto, tienen una fuerza maravillosa para emocionarnos porque son signos de las pasiones, instituidos por la naturaleza de la que han recibido su energía; en cambio, las palabras articuladas no son sino signos arbitrarios de las pasiones y cuya significación y valor procede de la institución de las personas, que no han podido darles curso más que en un determinado país.

Ya en estas primeras líneas llama la atención el hecho de que la música sea, al menos por lo que se refiere al tratamiento, equiparada a las otras artes. Además, en lo que concierne al objeto de sus imitaciones no aparece ninguna alusión a una posible jerarquización. De hecho, encontramos en las Réflexions expresiones de este tipo: «como el pintor imita...», así «la música imita todos los sonidos con que la naturaleza expresa sentimientos y pasiones...». Cada arte, pues, tiene su campo específico de imitación, y no se puede decir con certeza, desde la óptica tendencialmente empirista y sensista de Dubos, que sentimientos y pasiones sean menos importantes que los colores de la naturaleza, objeto de imitación de la pintura, desde el momento en que la finalidad del arte en general es precisamente suscitar sentimientos y emociones. Pero en la cita anterior hay todavía otro elemento de gran importancia: la música se sirve de «signos de las pasiones, instituidos por la naturaleza», mientras que la poesía se sirve de «signos arbitrarios de las pasiones». De aquéllos la música deriva su fuerza análogamente a la pintura, ya que también ésta se sirve de signos naturales y no arbitrarios o convencionales, como la poesía. Dubos no instituye ninguna pirámide de las artes, pero aún se entrevé en su discurso un cambio radical respecto a la tradición jerárquica dieciochesca, en la que la poesía siempre se encontraba en el primer lugar, gracias a su alto contenido intelectual en relación con las otras artes. En la misma cita se puede apreciar otro asunto de capital importancia: la música habría sido inventada para «dar una nueva fuerza a la poesía y ponerla en condiciones de causarnos la mayor impresión», dejando así entrever la idea de que la música posee poderes artísticos –siempre en la óptica de Dubos, para quien el arte es tanto más eficaz cuento más conmueve nuestra imaginación– superiores a los de la poesía, además de abrir una perspectiva que será después desarrollada de modo más amplio en el tercer volumen de las Réflexions, según la cual música y poesía se integran y se completan la una a la otra.

La música encuentra, por tanto, su destino más apropiado en la fusión con la palabra poética, es decir, en el ámbito del espectáculo melodramático, arte que, aun ocupando un puesto de honor en la sociedad dieciochesca, llamaba la malévola atención de muchos filósofos y críticos: este espectáculo era, además, condenado por ser considerado artificioso y deseducador, hecho para alagar el mal gusto del público, espectáculo muy inferior al más vigoroso, educativo y tradicional espectáculo trágico, declamado pero sin el añadido inoportuno de la música.

Dubos –como se ha dicho– se mantiene todavía formalmente fiel al principio de imitación de la naturaleza y asigna a todas las artes la tarea de imitarla; sin embargo, en lo que concierne a la música, este principio se revela del todo inadecuado para comprender la naturaleza. Desde un punto de vista racionalista –y éste es el punto de vista de Dubos–, se habría debido concluir que la música no es arte en cuanto no imita nada, o que participa, aunque sea débilmente, del mundo del arte en cuanto es capaz de imitar los rumores de la naturaleza; tal aspiración no era extraña a la música francesa de aquel tiempo. Dubos, aun permaneciendo en el ámbito de tales conceptos, apenas retocó el principio de imitación de la naturaleza al afirmar que la música tiene su campo particular de imitación, y éste es el de los sentimientos. Se sabe qué fortuna estará llamada a tener en todo el siglo dieciocho la fórmula que define la música como imitación de los sentimientos, y Dubos seguramente ha sido el primero en usarla, seguido por Batteaux algunas décadas después y, un poco más tarde, por los enciclopedistas. El problema radica en mostrar cuáles son los medios de los que dispone el músico para imitar los sentimientos, desde el momento en que éstos son algo abstracto, no tangible, pero connaturales al ánimo humano, y se manifiestan además con pocos signos exteriores.

La música, por tanto, tiene la misma finalidad que las otras artes, pero no sólo ésta: de las palabras de Dubos emerge con claridad que existe una secreta complicidad y afinidad entre la música y el mundo de los sentimientos, por la cual, en relación con éste, la música aparece en una posición de privilegio respecto a la poesía y a la pintura. Indudablemente, esta teoría parece preludiar la concepción de la música de Rou sseau; de hecho, Dubos concibe la música como un complemento integrador del lenguaje verbal, el cual es por sí mismo insuficiente y carece de inmediatez porque es fruto exclusivamente de convenciones. Es importante destacar que se aleja del pensamiento de toda la crítica de su tiempo, que consideraba la música en el melodrama como un añadido inesencial, un ornamento pernicioso para el texto poético, con la función de hacerlo quizá más fácil y agradable, al escucharse halagando el oído, pero en detrimento de su dramaticidad y, sobre todo, de su verosimilitud.

Para Dubos la música es un arte como otro y está sometida, por tanto, a las mismas reglas de la verosimilitud y de la conveniencia: «Los primeros principios de la Música son, pues, los mismos que los de la Poesía y de la Pintura». La música tiene su propia verdad, y sólo colocándose en una perspectiva intelectualista se puede afirmar que un melodrama no tiene verosimilitud, porque parece insensato a nuestra razón que los personajes canten siempre en todas las circunstancias de sus vidas, incluso cuando se están muriendo. La verosimilitud aparece claramente en estas páginas más como un criterio de conveniencia interna, que nace de una regla intrínseca a la ópera misma, que como un criterio de adecuación a una realidad externa. Se puede hablar, por tanto, de verdad también para el melodrama: «Hay en nuestras óperas una verdad –prosigue Dubos–, que consiste en la imitación de los tonos, de los acentos, de los suspiros y de los sonidos que, naturalmente, se adecuan a los sentimientos contenidos en las palabras. Esa misma verdad se puede encontrar en la armonía y en el ritmo de toda composición». La verdad de la que Dubos habla aquí no es la verdad racionalista, como la entendía Boileau, sino la verdad de los sentimientos, de los cuales la música representa la expresión, o mejor –por usar el lenguaje de Dubos– la imitación más directa y natural.

Reaparece aquí un concepto ya expresado, aunque tímidamente, en otras páginas: el arte, y en este caso la música en particular, tiende a captar el sentimiento en el estado mismo en el que surge, aún no tamizado por las convenciones lingüísticas e intelectuales; el arte, que dispone de signos naturales, como la pintura o la música, en vez de imitación de la naturaleza, se puede decir que de alguna manera viene a coincidir con la naturaleza misma o con los mismos sentimientos en sus manifestaciones también sensibles. Suspiros, acentos, inflexiones de voz, conexos a la expresión de nuestros sentimientos, son ya en sí mismos música. Los signos naturales de los que se sirve la música «para aumentar la energía de las palabras cantadas, deben hacerlas más capaces de emocionarnos»; por eso la música no se configura ya como un arte que apela sólo a nuestros sentidos –y ésta era la acusación más común que se le imputaba–, sino que «el placer del oído se convierte en placer del corazón».

Para la música Dubos introduce también las mismas distinciones ya introducidas para las otras artes: por un lado, arte hecha para agradar sólo al oído, despliegue de habilidad técnica; por el otro, música obra del genio, música que toca nuestro corazón: «Gustosamente situaría yo la música en que el compositor no ha sabido hacer servir su arte para emocionarnos, en el mismo rango de los cuadros no bien coloreados y de los poemas no bien versificados». La música es comparada a menudo con la pintura y la poesía sin que por ello se forme una jerarquía de valores, aun cuando Dubos arroje luz sobre las diversas posibilidades inherentes a la naturaleza de cada una de las artes. Así como se había distinguido entre temas idóneos para la poesía y temas idóneos para la pintura o, descendiendo aún más a lo particular, entre temas idóneos para los diferentes géneros literarios, tampoco la música se presta a acompañar a cualquier tipo de poesía, precisamente «los versos que contienen sentimientos son más adecuados para ser musicados, al contrario de los que contienen pinturas»; es más, de los versos que expresan sentimientos la música nace casi espontáneamente: de la sola lectura de éstos nace la música, porque ella es la expresión inarticulada de las pasiones.

Dubos aspira claramente a encontrar un nexo íntimo entre las dos expresiones, la verbal y la musical, una complementariedad recíproca que redima a palabra y música de su intrínseca insuficiencia, y no sólo a un acercamiento o una justificación a una hipotética y acaso improbable cooperación entre ellas en el espectáculo melodramático. En este camino reencontramos a muchos filósofos después de Rousseau, desde Batteaux y André hasta los enciclopedistas. La mayoría de ellos recoge la herencia de Dubos, desarrollándola y buscando articularla en un sistema coherente. Pero de entre todos ellos sobresale por su originalidad Rousseau: el problema crucial de la unión de música y poesía –ya claramente expuesto por Dubos, además de muy antiguo, desde el momento en que estas dos artes han cooperado desde siempre en la historia de la civilización occidental– es retomado por el filósofo ginebrino y colocado en el centro de una reflexión que incluye la naturaleza misma del hombre, su historia y su civilización.

La revalorización del sentimiento y de las emociones como elementos constitutivos del individuo junto con las facultades racionales es común a gran parte del pensamiento filosófico del setecientos. Pero si este dato es imprescindible para llegar a una nueva concepción de la música, de su cooperación con el lenguaje verbal, y a la superación de la estética de la imitación, no es sin embargo suficiente para llegar a la perspectiva rousseauniana, según la cual música y poesía son partes de un único proceso, cuyas raíces son buscadas retrospectivamente, proyectando en un pasado mítico las imágenes de un hombre íntegro en la totalidad de sus facultades y de sus capacidades expresivas. Ya no se trata sólo de encontrar una solución cualquiera, aunque sea débil, al problema del melodrama y de su inverosimilitud: el problema es bastante más vasto y el melodrama, con sus disparates, no es para Rousseau más que un ejemplo que forma parte de una perspectiva filosófica mucho más amplia. La música para Rousseau, como recientemente se ha destacado en un importante estudio, no ha representado uno más de sus tantos intereses, sino que ha sido una constante, uno de los polos centrales de sus intereses teóricos y prácticos.[1]De sus consideraciones sobre el lenguaje musical aflora, en efecto, toda su visión del mundo, sus concepciones del individuo y de la sociedad.

Según una perspectiva rousseauniana, pero compartida por otros enciclopedistas, el lenguaje ordinario, gracias a su intrínseca musicalidad, lleva fundidos dentro de sí un elemento universal capaz de garantizar la comunicación interpersonal y un elemento particular y subjetivo capaz de garantizar la expresión del individuo, su insustituible particularidad. Como es sabido, la base consonántica del lenguaje, con sus articulaciones, representa el elemento universal, mientras que las vocales, con su musicalidad, representan el elemento subjetivo, individual. La comunicación auténtica, completa, sin embargo, no puede más que comprender los dos elementos en una íntima unión. El lenguaje privado de su musicalidad originaria, como decía Rousseau –pero con él también Diderot, Grimm, Condillac y otros enciclopedistas, si bien con matices diferentes–, se vuelve áfono, pierde su capacidad para transmitir incluso los mensajes más racionales, pierde su poder declamatorio, aquél que solamente el elemento musical le puede conferir. El mensaje verbal, privado de su musicalidad, mantiene, sí, su contenido racional, pero pierde su capacidad de transmisión y de convicción.

Puede parecer una contradicción, y quizá en parte lo sea, pero es precisamente el elemento musical el que confiere una legitimidad comunicativa al lenguaje: en definitiva, el elemento más subjetivo, más individual, más ligado a los sentimientos del individuo, es aquél gracias al cual también los razonamientos más abstractos pueden ser comunicados, compartidos por otros y, por tanto, pueden realizar concretamente la propia universalidad. La musicalidad del lenguaje que se identifica con el sentimiento es, pues, el elemento socializante del lenguaje de todas las épocas, aquél que permite a la voz humana transmitirse y comunicarse con el prójimo de modo natural. El canto parece entonces la única forma natural y completa de comunicación, no sometida a alienación, creada al mismo tiempo por necesidades comunicativas o expresivas.

Pero, ¿qué significa natural? Éste es un concepto complejo y ambiguo en el pensamiento ilustrado y en la filosofía rousseauniana: en él se encuentra inextricablemente unida la idea de universalidad con la de particularidad. ¿Es natural aquello que es universal o aquello que es particular? ¿Es natural la razón con sus leyes racionales o el sentimiento y las pasiones que trascienden la razón o que están cerca de ella y, no obstante, escapan a su dominio? ¿La música es natural en tanto encarna una razón universal, una ley numérica que está en la base de su lenguaje y quizá del universo entero o es natural en cuanto cri animal, voz que brota con ímpetu irrefrenable del corazón, melodía que se despliega y se desata por encima y más allá de cualquier regla? Difícil responder de modo perentorio a estas cuestiones en el ámbito del pensamiento ilustrado. Todos los filósofos del setecientos, sin embargo, están de acuerdo en afirmar que la naturaleza se opone al artificio, a las convenciones, a las reglas impuestas o inventadas por la sociedad, y que, por tanto, la naturaleza se identifica con las estructuras más profundas, más auténticas, más originarias del ser humano. Pero el contraste nace en el momento en que se pretende dar cuerpo a este ideal.

¿La naturaleza se encuentra por detrás, retrocediendo a un tiempo mítico en cuyo seno el hombre está en el estado de naturaleza, dotado todavía de la capacidad de expresarse en un lenguaje imaginativo, sonoro y musical, o se encuentra en el futuro, en un progreso civil igualmente mítico en el que el hombre podrá ejercer plenamente su razón, descubriendo las estructuras racionales más profundas del mundo en el que vive, logrando, si no acallar, al menos poner entre paréntesis sentimientos y pasiones propios de una época primitiva que hay que superar con la natural fuerza de las luces? ¿La música, por tanto, se refiere a un mundo originario, donde la expresión todavía es global y permanece intacta, o prefigura un mundo donde dominará la ley adamantina del rigor racional? Para complicar esta alternativa, valga recordar aún que universalidad y particularidad, así como naturaleza y artificio, son conceptos que no se refieren sólo a los individuos sino también a la colectividad, a los pueblos, a los grupos étnicos. Un ilustrado de inspiración racionalista puede considerar que universal es aquello que es comunicable a cualquier hombre culto; en cambio, otros ilustrados –como Rousseau– pueden objetar que el mundo de los cultos es todo lo contrario a universal: cerrado y sectorial, restringido y académico. ¿Acaso la expresión de un pueblo que se manifiesta mediante la autenticidad del lenguaje natural que le es propio no es más universal que aquélla que tiene lugar mediante las abstractas convenciones de la ciencia? A la luz de estas diversas posiciones, ¿puede pues sostenerse aún la rígida equivalencia natural = universal? Se da aquí una sutil y compleja relación dialéctica entre particular y universal, entre razón y sentimiento, entre natural y convencional; y ésta representa el humus más apasionante de lo debatido en el seno del movimiento ilustrado y, al mismo tiempo, la herencia más estimulante que ha dejado al mundo de la Revolución y del Romanticismo.

Hay una frase en el Essai sur l’origine des langues –quizá el escrito más importante y significativo entre todos los dedicados a la música en la vasta obra de Rousseau– que puede dar pie para una reflexión sobre la filosofía de la música: «Los cantos más bellos, para nuestro gusto, impresionarán siempre mediocremente a un oído que no esté acostumbrado a ellos. Es ésta una lengua de la que es preciso tener el diccionario». Esta afirmación puede resultar sorprendente si repasamos las pocas páginas del texto del capítulo XIV, dedicado a la armonía, que se abre con una frase que puede parecer del todo contradictoria con lo citado: «La belleza de los sonidos es la de la naturaleza».[2]Esta oscilación entre los dos polos que, en lenguaje moderno, podríamos definir entre naturaleza y cultura conduce al centro de la reflexión de Rousseau, cuyo pensamiento está lleno de fecundas contradicciones no siempre resueltas. En el texto que acabamos de citar, Rousseau parece proponer una visión de la música, y en particular de la melodía, como fruto de una escisión causada por los efectos perversos de la sociedad y de la civilización: en origen existía un único lenguaje, el canto, que encarnaba la totalidad expresiva de un imaginario hombre primitivo en el que palabra y música no se habían escindido aún. Los sonidos y la palabra, que han permanecido autónomos y autosuficientes en el mundo en el que vivimos, tan lejano del mito del paraíso terrenal del hombre de los orígenes, ¿pertenecen al mundo de la convención, es decir, de la cultura, de la civilización, del progreso, de la historia, o pertenecen a la naturaleza? No es fácil responder de modo unívoco a estos interrogantes que están en la base de todo el pensamiento del filósofo ginebrino. Cuando Rousseau afirma que existe un estrecho ligamen entre la posibilidad de crear un canto auténticamente expresivo y la lengua que se habla en ese sitio, sin duda quiere afirmar que cada lenguaje, en mayor o menor medida, hunde sus raíces en un humus natural, susceptible por tanto de perder se, de corromperse y de ser inundado por elementos convencionales, como en efecto ha sucedido, en concreto con los lenguajes septentrionales, el francés en primera línea. En realidad también el elemento melódico, que constituye el núcleo más importante del lenguaje musical, puede tener el mismo destino, y su fundamento natural está sujeto al mismo proceso de corrupción y de pérdida. Es más, se diría que una vez que se han escindido y separado, melodía y palabra pierden de manera casi automática su fundamento natural.

¿Qué intentaba pues decir Rousseau cuando afirmaba que para entender la música es preciso conocer el diccionario? ¿No parece tal afirmación estar en contradicción con todo aquello a lo que se refería al hablar del canto originario? ¿Y a qué época de la humanidad se refiere este canto originario? No se sale de estas aparentes contradicciones del discurso de Rousseau sin profundizar en el concepto mismo de naturaleza. Cuando Rousseau se refiere a los lenguajes en plural y delinea sus evoluciones y sus transformaciones a la luz de elementos naturales, como el clima, las necesidades de los hombres o sus actitudes, evidentemente formula una idea de la naturaleza asaz distinta de aquella elaborada por la larga tradición racionalista según la cual lo que era definido como naturaleza coincidía con lo universal. Rousseau, acaso por primera vez, hace coincidir naturaleza con aquello que es singular, tanto con la identidad propia de cada individuo como con la de cada pueblo.

Por eso, lo que emerge con gran evidencia, en las postrimerías del siglo XVIII, es que la naturaleza, identificada más frecuentemente con el mundo de las pasiones y de los sentimientos, encuentra su expresión más adecuada en la particularidad y en la singularidad no sólo de los individuos, sino también de los pueblos: los diversos lenguajes humanos constituyen el testimonio más evidente de ello. Así que, si por un lado se puede afirmar que los sentimientos son universales, comunes a todos los seres humanos, por el otro es preciso, otrosí, recordar que éstos representan al mismo tiempo aquello que hay de más celosamente privado en cada individuo. También a nivel de la colectividad, el modo en que un pueblo expresa sus sentimientos y sus pasiones constituye aquello que lo diferencia y lo distingue de los otros pueblos, su unicum. Decir, por tanto, que la música es natural y, por eso mismo, universal, significa afirmar de manera casi contradictoria que ésta está estrechamente ligada a aquello que de más íntimo, de más personal, existe tanto en un individuo como en un pueblo.

No es una casualidad que entre los ilustrados, en la segunda mitad del setecientos, esté bien clara la diferencia de opinión entre quien acentúa el valor de la diferencia, de la particularidad, de la variedad de las hablas, de los estilos nacionales, y quien por el contrario minimiza tales diferencias como accidentales, poniendo más bien el acento sobre aquello que emparienta todos los estilos, sobre aquello que hace iguales a todos los hombres; y no es una casualidad si entre estos últimos, en lo que respecta a la música, hallamos primero a un racionalista como Rameau y después a un músico cosmopolita como Gluck. Precisamente este último, en una carta de 1773 en el Mercure de France, afirmaba que su deseo supremo era la eliminación de las «ridículas diferencias» existentes entre los diversos tipos de músicas nacionales. Gluck aludía evidentemente a las famosas querelles que aún arreciaban en Francia y a la exageración ideológica e instrumental, más allá de cualquier realismo, de las supuestas diferencias estilísticas radicales entre la música italiana y la francesa que habría querido ver superadas en nombre de una razonabilidad superior. Pero la historia de la música, y no sólo la de la música, avanzaba por una vía completamente distinta a la auspiciada por Gluck y, a lo sumo, tendía al subrayado y la exaltación de aquellas «ridículas diferencias» que Gluck pretendía eliminar. De hecho, para el autor del Alceste, como ya para Rameau y para el ala más racionalista de la Ilustración, las artes, y la música en particular, debían intentar alcanzar valores de universalidad y, en consecuencia, de racionalidad natural, es decir, aquellos valores que de por sí coincidían con los valores del mundo civilizado, en otras palabras, con la Europa de la Edad del Siglo de las Luces. Más allá de las particularidades nacionales, de las diversidades estilísticas no esenciales, habría surgido una música resplandeciente en sus valores esenciales, fundada sobre principios naturales, sobre leyes universales. Tal posición se ha revelado, sin embargo, claramente perdedora frente al avance impetuoso de los nacionalismos y de las escuelas nacionales, frente a la revalorización de los particularismos, de los cuales muchos enciclopedistas, con Rousseau a la cabeza, se erigieron en defensores.

Incluso el oscuro cri animal del que habla Diderot expresa de hecho una nueva forma de universalidad, una idea de naturaleza que se refiere a aquel elemento vitalista, acaso común –sin que la cosa parezca en modo alguno escandalosa– al hombre y al animal, y en cualquier caso preexistente no tanto a la civilización como, lo que es más importante, a las convenciones de la razón. Pero, en definitiva, a la pregunta de si las pasiones, los sentimientos y las emociones que constituyen el alma de la expresión musical son individuales o universales, se puede intentar dar una repuesta, permaneciendo siempre dentro de la óptica ilustrada, afirmando que la capacidad de experimentar sentimientos, de expresarlos a través del lenguaje y del canto, de comunicarlos y de manifestarlos al prójimo mediante los acentos y las inflexiones de las palabras es universal, y por tanto natural, en todos los hombres y en todos los pueblos. Sin embargo, los sentimientos y las emociones son precisamente sentimientos y emociones experimentadas por un individuo o por una colectividad y no pueden manifestarse más que a través de una expresión individual, particular, y no a través de convenciones dotadas de un convencionalismo abstracto y universal. El sentimiento es la sustancia vital más profunda, más celosamente personal y privada de los individuos y de los pueblos, y no es asimilable o reducible a una fórmula matemática o a una convención vacía y abstracta estabilidad entre pueblos distintos. Universales pues los sentimientos, en el sentido de que todos los poseen; pero particulares las formas a través de las cuales ellos se expresan. Universal es la capacidad de expresarse mediante la música, pero distinta la modalidad musical mediante la cual cada pueblo se expresa a sí mismo.

Se diría que, a la luz de esta nueva concepción, la naturaleza, según Rousseau, deriva de un indefinible amasijo de historia y metahistoria, de naturaleza y de convención, de aquello que abstractamente existe antes de la civilización y de la misma civilización, entendida como un proceso en el que los hombres aspiran a reencontrarse juntos para salir de la soledad del primitivismo y de la barbarie. La música, o mejor el canto, es lo que hace sentir al hombre que existen otros hombres: las pasiones y los sentimientos –de los cuales el canto es signo y expresión– no pueden existir en soledad. Por eso el canto es el primer signo de que existe una sociedad. La degeneración de la sociedad por un efecto perverso del progresar de la civilización es lo que ha hecho degenerar también al canto, escindiendo la palabra de la melodía sobre la que se fundaba y que le era propia.

Se puede así entrever el significado profundo que Rousseau atribuye al conocimiento de aquel diccionario sin el cual el hombre se queda frío incluso frente al canto más conmovedor. No se trata evidentemente de un diccionario de términos musicales, diccionario en el que quizá pensaba Rameau cuando teorizaba sobre la armonía como lenguaje natural en el sentido de universal y atribuía a las diversas figuras de la armonía significados emotivos prefijados. El diccionario, al que alude más veces Rousseau, es la lengua de cada pueblo, con su individualidad, con su particularidad, derivada de la historia vivida por ese pueblo; y por ello mismo es un vocabulario no universal, sino propio de cada comunidad humana. La llaneza expresiva de las lenguas, proyectada por Rousseau en un origen mítico y metahistórico, puede convertirse incluso en un ideal de proyectarse en un futuro mesiánico.

La individualización de la escisión entre palabra y música, efecto pero acaso también causa de la corrupción del mundo moderno, puede transformarse de igual modo en un arma eficaz de la crítica contra la sociedad. No en vano Rousseau concluye su tratado con un epígrafe que, en una lectura atenta, se revela central en su razonamiento, sobre la relación entre las lenguas y los gobiernos, que ante todo podría parecer un forzamiento en un ensayo en el que se debería tratar de algo completamente distinto, a saber, del origen de las lenguas y, por tanto, de la música. «Hay lenguas favorables a la libertad. Son las lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos...».[3]Las lenguas en las que no se ha verificado todavía esta escisión entre palabra y sonido, entre significado conceptual y acento sonoro y melódico del lenguaje, son las lenguas consonantes con la democracia: se trata evidentemente de una democracia mitificada, democracia que llega a identificarse con la Grecia antigua o con imaginarios países en los que vive una democracia participativa, en los que todo el pueblo colabora en la conducción de la cosa pública. No es importante que tal forma ideal de gobierno y de lenguaje acaso nunca haya existido, desde que el hombre ha salido de la selva; lo importante es la crítica que aflora en la sociedad actual, a la que se identifica con una sociedad autoritaria, privada de cualquier clase de democracia participativa. «Las sociedades han asumido su forma última: ya no se cambia nada, si no es con el cañón y los escudos; y como no se tiene nada que decir al pueblo salvo dad dinero, se le dice con carteles en las esquinas de las calles o con soldados en las casas. No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hay que tener dispersos a los sujetos; ésa es la primera máxima de la política moderna».[4]

Rousseau identifica pues el problema de la democracia con el de la comunicación auténtica y no alienada: no existe la una sin la otra. Pero la comunicación es auténtica solamente cuando se sirve de instrumentos que poseen un cierto grado de naturalidad: «Las lenguas se forman de modo natural según las necesidades de los hombres. Cambian y se alteran conforme a los cambios de estas mismas necesidades. En los tiempos antiguos, en que la persuasión ocupaba el lugar de la fuerza pública, la elocuencia era necesaria. ¿Para qué serviría hoy, cuando la fuerza pública suple a la persuasión? (...)».[5]Hay, por tanto, una estrecha relación entre lengua, música, comunicación auténtica y sociedad democrática. Donde prevalece la comunicación basada únicamente en instrumentos convencionales y donde la naturaleza ha sido suprimida no se puede tener otra cosa que un hombre alienado en sus facultades fundamentales y una sociedad autoritaria donde la persuasión y la participación han sido sustituidas por el orden y la fuerza como únicos elementos de cohesión social.

A la luz de estas precisiones sería necesario reconsiderar toda la participación de Rousseau y también de otros enciclopedistas como D’Alembert, Grimm, Diderot, De Joucourt y del mismo Rameau, en las vívidas querelles dieciochescas sobre qué opera era superior, si la italiana o la francesa. Leyendo con la distancia que da el tiempo las crónicas de estas disputas, uno se queda a veces estupefacto por la virulencia de las polémicas y parece imposible que, en relación con aquello que podía parecer una mera cuestión de gusto, se planteasen batallas tan ásperas. En realidad, a menudo detrás de estas querelles se escondían problemas de un espesor bien distinto; y, en una época de severa censura, una discusión sobre la supremacía de Italia o de Francia en cuestión operística tal vez podía ser una estratagema para hablar de otros problemas hábilmente enmascarados por un asunto de artistas. También el libelo de Rousseau Lettre sur la musique francaise es difícilmente comprensible si no se tiene en cuenta este vasto contexto ideológico y político en el que asimismo se inscriben, sin duda, diferencias de gusto, pero cuya importancia era totalmente marginal y a menudo excusatoria.

La aspereza de las batallas por la música italiana contra la francesa y la bien conocida teoría de Rousseau según la cual los franceses no habrían podido tener nunca una música propia a causa de su lengua, parece completamente desproporcionada respecto al objeto de la disputa; en realidad, amaga una batalla bastante más densa e importante por la defensa de otros valores mucho más relevantes que una mera cuestión de gusto. La batalla era por una sociedad más justa y más democrática. El mito de la música italiana en los escritos de Rousseau iba parejo con el mito de la tragedia griega y de la música griega, una realidad mitificada pero del todo desconocida. Pero a menudo los mitos tienen una fuerza propulsora de la que la realidad carece; y éste es precisamente el caso de Rousseau y de sus teorías sobre la música, que tanta importancia tuvieron en todo el siglo XIX hasta Wagner y más allá: no se puede dejar de recordar que, cuando Rousseau escribía sus ensayos sobre la música, la Revolución francesa estaba a las puertas.

Acaso éste es el mensaje más importante que Rousseau legó a sus contemporáneos y al siglo siguiente, mensaje que fue recogido no sólo por tantos filósofos de la edad romántica sino por los músicos mismos de las escuelas nacionales: de hecho, sus obras parecen seguir en el plano operativo propio el pensamiento de Rousseau y hacerse partícipes de su batalla, en la que la música ocupaba un lugar no secundario en la creación de una sociedad mejor, en la cual el hombre reencontrase la perdida unidad de sus facultades y su individualidad personales y nacionales.

El interés manifestado por los primeros románticos, desde Herder en adelante, por las músicas populares, por aquellas expresiones específicas, insustituibles e intraducibles del genio de una nación, confirma lo que los enciclopedistas ya habían entrevisto en sus vivaces querelles. Acaso sea posible reconocer un recorrido intelectual análogo, pasando del campo de la música al de la política, al recordar la manera en que la Revolución concibió los sagrados principios de liberté, égalité et fraternité: derechos universales, naturales, de todos los hombres y de todos los pueblos, pero que hallan su expresión, su realización, en las constituciones de cada una de las naciones, en las normas propias de cada pueblo, distintas en función de su propia historia, de su propio origen y de sus propias condiciones. Tal vez la gran invención de la Revolución, que hunde sus raíces en el pensamiento de los enciclopedistas, sea precisamente la idea de que lo universal puede expresarse sólo a través de lo individual, lo personal y lo particular; de otro modo la universalidad permanece abstracta y vacía de contenido.

Pero la historia de los hombres camina siempre por vías más tormentosas y a menudo más violentas y brutales que las de las disputas filosóficas. Esta compleja y tortuosa dialéctica entre universal y particular tiene en el siglo XIX uno de sus momentos más graves; no habrá, sin embargo, en el futuro, una fácil solución a este problema. Así, ésta continuará siendo una de las constantes que marcará la historia de la música, y no sólo de la música, de modo dramático durante todo el siglo XIX y más allá.

Traducción de Anacleto Ferrer

[1] Cf. Amalia Collisani: La musica di Jean-Jacques Rousseau, Palermo, L’Epos, 2007.

[2] Cf. Gli Illuministi e la musica, a cargo de E. Fubini, Milán, Principato, 1969, p. 176.

[3] Ibíd, p. 190.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

Rousseau: música y lenguaje

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