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4 DEL ORIGEN Y USO DEL DINERO

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Una vez que la división del trabajo se ha establecido y afianzado, el producto del trabajo de un hombre apenas puede satisfacer una fracción insignificante de sus necesidades. Él satisface la mayor parte de ellas mediante el intercambio del excedente del producto de su trabajo, por encima de su propio consumo, por aquellas partes del producto del trabajo de otros hombres que él necesita. Cada hombre vive así gracias al intercambio, o se transforma en alguna medida en un comerciante, y la sociedad misma llega a ser una verdadera sociedad mercantil.

Pero cuando la división del trabajo dio sus primeros pasos, la acción de esa capacidad de intercambio se vio con frecuencia lastrada y entorpecida. Supongamos que un hombre tiene más de lo que necesita de una determinada mercancía, mientras que otro hombre tiene menos. En consecuencia, el primero estará dispuesto a vender, y el segundo a comprar, una parte de dicho excedente. Pero si ocurre que el segundo no tiene nada de lo que el primero necesita, no podrá entablarse intercambio alguno entre ellos. El carnicero guarda en su tienda más carne de la que puede consumir, y tanto el cervecero como el panadero están dispuestos a comprarle una parte, pero sólo pueden ofrecerle a cambio los productos de sus labores respectivas. Si el carnicero ya tiene todo el pan y toda la cerveza que necesita, entonces no habrá comercio. Ni uno puede vender ni los otros comprar, y en conjunto todos serán recíprocamente menos útiles. A fin de evitar los inconvenientes derivados de estas situaciones, toda persona prudente en todo momento de la sociedad, una vez establecida originalmente la división del trabajo, procura naturalmente manejar sus actividades de tal manera de disponer en todo momento, además de los productos específicos de su propio trabajo, una cierta cantidad de alguna o algunas mercancías que en su opinión pocos rehusarían aceptar a cambio del producto de sus labores respectivas.

Es probable que numerosas mercancías diferentes se hayan concebido y utilizado sucesivamente a tal fin. Se dice que en las épocas rudas de la sociedad el instrumento común del comercio era el ganado; y aunque debió haber sido extremadamente incómodo, sabemos que en la Antigüedad las cosas eran a menudo valoradas según el número de cabezas de ganado que habían sido entregadas a cambio de ellas. Homero refiere que la armadura de Diomedes costó sólo nueve bueyes, mientras que la de Glauco costó cien. Se cuenta también que en Abisinia el medio de cambio y comercio más común es la sal; en algunas partes de la costa de la India es una clase de conchas; el bacalao seco en Terranova; el tabaco en Virginia; el azúcar en algunas de nuestras colonias en las Indias Occidentales; y me han dicho que hoy mismo en un pueblo de Escocia no es extraño que un trabajador lleve clavos en lugar de monedas a la panadería o la taberna.

En todos los países, sin embargo, los hombres parecen haber sido impulsados por razones irresistibles a preferir para este objetivo a los metales por encima de cualquier otra mercancía. Los metales pueden ser no sólo conservados con menor pérdida que cualquier otra cosa, puesto que casi no hay nada menos perecedero que ellos, sino que además pueden ser, y sin pérdida, divididos en un número indeterminado de partes, unas partes que también pueden fundirse de nuevo en una sola pieza; ninguna otra mercancía igualmente durable posee esta cualidad, que más que ninguna otra vuelve a los metales particularmente adecuados para ser instrumentos del comercio y la circulación. La persona que deseaba comprar sal, por ejemplo, pero sólo poseía ganado para dar a cambio de ella, debía comprar sal por el valor de todo un buey o toda una oveja a la vez. En pocas ocasiones podía comprar menos, porque aquello que iba a dar a cambio en pocas ocasiones podía ser dividido sin pérdida; y si deseaba comprar más, se habrá visto forzado, por las mismas razones, a comprar el doble o el triple de esa cantidad, es decir, el valor de dos o tres bueyes, o de dos o tres ovejas. Por el contrario, si en lugar de ovejas o bueyes podía dar metales a cambio, con facilidad podía adecuar la cantidad de metal a la cantidad precisa de la mercancía que necesitaba.

Para este propósito se han utilizado diferentes metales en las distintas naciones. Entre los antiguos espartanos el medio común de comercio era el hierro; el cobre entre los antiguos romanos; y el oro y la plata entre las naciones mercantiles ricas.

Al principio esos metales fueron empleados para esta finalidad en barras toscas, sin sello ni cuño alguno. Plinio, basándose en la autoridad de Timeo, antiguo historiador, nos asegura que hasta la época de Servio Tulio los romanos no acuñaron moneda, sino que empleaban en sus compras unas barras de cobre sin sellar. Estas barras en bruto desempeñaron entonces la función del dinero.

El empleo de los metales en ese estado tan bruto adolecía de dos inconvenientes muy notables; primero, el problema de pesarlos, y segundo, el de contrastarlos. En los metales preciosos, donde una pequeña diferencia en la cantidad representa una gran discrepancia en el valor, la tarea de pesarlos con la exactitud adecuada exige pesas y balanzas muy precisas. En particular, pesar oro es una operación bastante delicada. En los metales más ordinarios, donde un pequeño error tendría poca importancia, es indudable que se requiere una exactitud menor. Pero de todos modos, si cada vez que un pobre hombre, necesitado de vender o comprar bienes por valor de un cuarto de penique, debiese pesar esta moneda, encontraríamos que este requisito es extraordinariamente molesto. La operación de contrastar es todavía más difícil, todavía más laboriosa y, salvo que se deshaga una parte del metal en el crisol con los disolventes adecuados, toda conclusión que de ella se derive resultará extremadamente incierta. Sin embargo, antes de la llegada de la institución de la moneda acuñada, si no pasaban por esta ardua y tediosa operación, las gentes siempre estaban expuestas a los fraudes y estafas más groseros, y a recibir a cambio de sus bienes no una libra de plata pura, o cobre puro, sino de un compuesto adulterado de los materiales más ordinarios y baratos, pero cuya apariencia exterior se asemejaba a dichos metales. Para prevenir tales abusos, facilitar el intercambio y estimular todas las clases de industria y comercio, se ha considerado necesario en todos los países que han progresado de forma apreciable el fijar un sello público sobre cantidades determinadas de esos metales empleados comúnmente en la compra de bienes. Y ese fue el origen de la acuñación de moneda y de las oficinas públicas denominadas cecas, instituciones cuya naturaleza es la misma que las del control de calidad y peso de los tejidos de lana y de hilo. Todas ellas se dedican a certificar, mediante un sello público, la cantidad y calidad uniforme de las diferentes mercancías que son traídas al mercado.

Los primeros sellos públicos de este tipo estampados en los metales atestiguaban en muchos casos lo que era al mismo tiempo lo más difícil y lo más importante, la bondad y finura del metal, y se parecían a la marca esterlina que actualmente se graba en vajillas y barras de plata, o la marca española que en ocasiones se estampa en los lingotes de oro y que, al estar fijada en un sólo lado de la pieza y no cubrir toda su superficie, certifica la finura pero no el peso del metal. Abraham pesó a Efrón los cuatrocientos siclos de plata que había acordado pagar por el campo de Macpela. Se dice que eran la moneda corriente en el mercado, y sin embargo eran recibidas por peso y no por cantidad, de la misma forma que hoy lo son los lingotes de oro y las barras de plata. Se cuenta que las rentas de los antiguos reyes sajones de Inglaterra eran pagadas no en moneda sino en especie, es decir, en vituallas y provisiones de toda suerte. Guillermo el Conquistador introdujo la costumbre de pagarlas en dinero, un dinero que sin embargo fue durante mucho tiempo recibido por el Tesoro al peso y no por cuenta. Los inconvenientes y dificultades de pesar estos metales con precisión dieron lugar a la institución de las monedas; se suponía que su sello, que cubría por completo ambas caras y a veces también los bordes, garantizaba no sólo la finura sino también el peso del metal. Esas monedas, como ahora, fueron recibidas por cuenta, sin tomarse la molestia de pesarlas.

Los nombres de estas monedas expresaban originalmente el peso o la cantidad del metal que contenían. En los tiempos de Servio Tulio, quien primero acuñó moneda en Roma, el as romano, o pondo, contenía una libra romana de buen cobre. De la misma forma que nuestra libra llamada Troy, se dividía en doce onzas, cada una de las cuales contenía una onza verdadera de buen cobre. La libra esterlina inglesa, en la época de Eduardo I, contenía una libra, con el llamado peso de la Torre, de plata de una ley determinada. La libra de la Torre pesaba algo más que la libra romana y algo menos que la libra Troy. Esta última no fue introducida en la circulación inglesa hasta el decimooctavo año del reinado de Enrique VIII. La libra francesa contenía en los tiempos de Carlomagno una libra, peso Troy, de una ley dada. En aquel tiempo la feria de Troyes, en Champaña, era frecuentada por todas las naciones de Europa, y los pesos y medidas de un mercado tan famoso eran vastamente conocidos y apreciados. La libra de moneda escocesa contenía, desde los tiempos de Alejandro I hasta los de Robert Bruce, una libra de plata del mismo peso y ley que la libra esterlina inglesa. Asimismo, los peniques ingleses, franceses y escoceses, contenían todos originalmente el peso auténtico de un penique de plata, la vigésima parte de una onza y la doscientas cuarentava parte de una libra. El chelín fue también al principio el nombre de un peso. Un antiguo estatuto de Enrique III reza: «Cuando el trigo valga doce chelines el cuartal, la pieza de pan de un cuarto de penique pesará once chelines y cuatro peniques». Pero la proporción entre el chelín y el penique por un lado y la libra por la otra no ha sido tan uniforme y constante como la relación entre el penique y la libra. Durante la primera dinastía de los reyes de Francia el sueldo o chelín francés contuvo en diferentes ocasiones cinco, doce, veinte y cuarenta peniques. Entre los antiguos sajones un chelín contuvo en un momento sólo cinco peniques, y no es improbable que haya sido entre ellos tan variable como lo fue entre sus vecinos, los antiguos francos. Desde la época de Carlomagno entre los franceses y desde la de Guillermo el Conquistador entre los ingleses, la proporción entre la libra, el chelín y el penique parece haber sido siempre igual a la actual, aunque el valor de cada moneda ha sido muy distinto. Lo que ha ocurrido, en mi opinión, es que la avaricia e injusticia de los príncipes y Estados soberanos, abusando de la confianza de sus súbditos, ocasionó la paulatina disminución de la cantidad real de metal que sus monedas contenían originalmente. El as romano, en los últimos tiempos de la República, fue reducido a la vigésimocuarta parte de su valor original y, en lugar de pesar una libra, llegó a pesar sólo media onza. La libra y el penique de Inglaterra contienen hoy apenas una tercera parte, la libra y el penique de Escocia una trigésimosexta parte, y la libra y el penique de Francia una sexagésimasexta parte de sus valores originales. Mediante estas operaciones, los príncipes y Estados soberanos que las llevaron a cabo pudieron, en apariencia, pagar sus deudas y hacer frente a sus compromisos con una cantidad menor de plata de la que habrían necesitado en otro caso. Pero fue verdaderamente sólo en apariencia, porque sus acreedores en realidad resultaron defraudados en parte de lo que se les debía. Todos los demás deudores en el país recibieron idéntico privilegio, y pudieron pagar la misma suma nominal que debían en la moneda vieja con la moneda nueva y envilecida. Estas operaciones, por lo tanto, siempre han sido favorables para los deudores y ruinosas para los acreedores, y en algunas ocasiones han generado una revolución más amplia y universal en las fortunas de las personas privadas que la que habría producido una gran calamidad pública. Ha sido de esta manera, entonces, cómo el dinero se ha convertido en todas las naciones civilizadas en el medio universal del comercio, por intervención del cual los bienes de todo tipo son comprados, vendidos e intercambiados.

Examinaré a continuación las reglas que las personas naturalmente observan cuando intercambian bienes por dinero o por otros bienes. Estas reglas determinan lo que puede llamarse el valor relativo o de cambio de los bienes.

Hay que destacar que la palabra valor tiene dos significados distintos. A veces expresa la utilidad de algún objeto en particular, y a veces el poder de compra de otros bienes que confiere la propiedad de dicho objeto. Se puede llamar a lo primero valor de uso y a lo segundo valor de cambio. Las cosas que tienen un gran valor de uso con frecuencia poseen poco o ningún valor de cambio. No hay nada más útil que el agua, pero con ella casi no se puede comprar nada; casi nada se obtendrá a cambio de agua. Un diamante, por el contrario, apenas tiene valor de uso, pero a cambio de él se puede conseguir generalmente una gran cantidad de otros bienes.

Para investigar los principios que regulan el valor de cambio de las mercancías procuraré demostrar:

Primero, cuál es la medida real de este valor de cambio, o en qué consiste el precio real de todas las mercancías.

Segundo, cuáles son las diferentes partes que componen o constituyen este precio real.

Y, por último, cuáles son las diversas circunstancias que a veces elevan alguna o todas esas partes por encima, y a veces las disminuyen por debajo de su tasa natural u ordinaria; o cuáles son las causas que a veces impiden que el precio de mercado, es decir, el precio efectivo de los bienes, coincida con lo que puede denominarse su precio natural.

Intentaré explicar, de la forma más completa y clara que pueda, estas tres cuestiones en los tres capítulos siguientes, para lo cual ruego encarecidamente al lector que me otorgue tanto su paciencia como su atención: su paciencia para analizar detalles que podrán parecer en algunos puntos innecesariamente prolijos, y su atención para comprender lo que quizás resulte, después de la más cabal explicación de la que soy capaz, todavía en algún grado oscuro. Siempre estoy dispuesto a correr el riesgo de parecer tedioso si con ello garantizo que soy diáfano; pero aún después de todos mis esfuerzos en ser claro, todavía podrá permanecer alguna oscuridad en un asunto que es por su propia naturaleza extremadamente abstracto.

La riqueza de las naciones

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