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6 DE LAS PARTES QUE COMPONEN EL PRECIO DE LAS MERCANCÍAS

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En aquel estado rudo y primitivo de la sociedad que precede tanto a la acumulación del capital como a la apropiación de la tierra, la proporción entre las cantidades de trabajo necesarias para adquirir los diversos objetos es la única circunstancia que proporciona una regla para intercambiarlos. Si en una nación de cazadores, por ejemplo, cuesta habitualmente el doble de trabajo cazar un castor que un ciervo, un castor debería naturalmente intercambiarse por, o valer, dos ciervos. Es natural que lo que es el producto habitual de dos días o dos horas de trabajo valga el doble de lo que normalmente es el producto de un día o una hora de trabajo.

Si un tipo de trabajo es más duro que otro, habrá naturalmente alguna ventaja a cambio de esa dureza mayor; y el producto de una hora de ese tipo de trabajo se intercambiará habitualmente por el producto de dos horas del otro.

Si una clase de trabajo requiere un extraordinario grado de destreza e ingenio, el aprecio que los hombres tengan por tales talentos naturalmente dará valor a su producción, un valor superior al que se derivaría sólo del tiempo empleado en la misma. Esos talentos casi nunca pueden ser adquiridos sin una larga dedicación, y el mayor valor de su producción con frecuencia no es más que una compensación razonable por el tiempo y trabajo invertidos en conseguirlos. En el estado avanzado de la sociedad estas compensaciones por esfuerzo y destreza se hallan comúnmente incorporadas en los salarios del trabajo, y algo similar tuvo probablemente lugar en su estado más primitivo y rudo.

En ese estado de cosas todo el producto del trabajo pertenece al trabajador, y la cantidad de trabajo usualmente empleada en conseguir o producir cualquier mercancía es la única circunstancia que regula la cantidad de trabajo que con ella debería normalmente poderse comprar o dirigir o intercambiar.

Tan pronto como el capital se haya acumulado en las manos de personas concretas, algunas de ellas naturalmente lo emplearán en poner a trabajar a gentes laboriosas, a quienes suministrarán con materiales y medios de subsistencia, para obtener un beneficio al vender su trabajo o lo que su trabajo incorpore al valor de los materiales. Al intercambiar la manufactura completa sea por dinero, trabajo, u otros bienes, en una cantidad superior a lo que costaron los materiales y los salarios de los trabajadores, algo debe quedar como beneficio del empresario que arriesga en esta aventura su capital. El valor que los trabajadores añaden a los materiales, entonces, se divide en este caso en dos partes, una que paga los salarios y la otra que paga el beneficio del empleador sobre todos los materiales y salarios que adelantó. No habría tenido interés en emplearlos si no esperase de la venta de su trabajo algo más de lo suficiente para reemplazar su capital; y no estará interesado en emplear un capital mayor, antes que uno menor, a no ser que sus beneficios guarden alguna proporción con la cuantía de su capital.

Podría acaso pensarse que los beneficios del capital son sólo un nombre distinto para los salarios de un tipo de trabajo particular, el trabajo de inspección y dirección. Son, sin embargo, totalmente diferentes, los principios que los regulan son muy distintos, y no guardan proporción alguna con la cantidad, la dureza o el ingenio de esa supuesta labor de inspección y dirección. Están regulados completamente por el valor del capital invertido y son mayores o menores en proporción a la cuantía de este capital. Supongamos, por ejemplo, que en un lugar determinado, donde el beneficio anual corriente del capital industrial sea el diez por ciento, hay dos industrias diferentes, cada una de las cuales emplea a veinte trabajadores a una tasa anual de quince libras, o a un coste de trescientas libras por año en cada industria. Supongamos también que las materias primas consumidas anualmente en una cuestan sólo setecientas libras, mientras que en la otra son materias muy finas y cuestan siete mil. El capital anualmente invertido en una será en este caso sólo mil libras, mientras que el invertido en la otra será de siete mil trescientas libras. A una tasa del diez por ciento, entonces, el empresario de la una esperará un beneficio anual de apenas unas cien libras, mientras que el empresario de la otra esperará uno de setecientas treinta libras. Pero aunque sus beneficios son tan divergentes, su trabajo de inspección y dirección puede ser completa o casi completamente el mismo. En muchos talleres grandes, casi la totalidad de este tipo de labor es realizada por un empleado de alta categoría. Su remuneración refleja adecuadamente el valor de este trabajo de inspección y dirección. Aunque cuando se establece su salario se toma en consideración normalmente no sólo su trabajo y destreza sino la confianza que se deposita en él, nunca guarda ninguna proporción regular con el capital cuya administración supervisa; y el propietario de este capital, aunque resulta de esta forma liberado de casi todo trabajo, aún espera que sus beneficios mantengan una proporción regular con respecto a su capital. En el precio de las mercancías, por lo tanto, los beneficios del capital constituyen una parte componente totalmente distinta de los salarios del trabajo, y regulada por principios muy diferentes.

En este estado de cosas, el producto del trabajo no siempre pertenece por completo al trabajador. En muchos casos deberá compartirlo con el propietario del capital que lo emplea. Y tampoco es la cantidad de trabajo normalmente empleada en adquirir o producir una mercancía la única circunstancia que determina la cantidad que con ella se puede comprar, dirigir o intercambiar. Es evidente que una cantidad adicional debe destinarse a los beneficios del capital que adelantó los salarios y proveyó de materiales a dicho trabajo.

Tan pronto como la tierra de cualquier país se ha vuelto completamente propiedad privada, los terratenientes, como todos los demás hombres, gustan de cosechar donde nunca han sembrado, y demandan una renta incluso por su producción natural. La madera del bosque, la hierba del campo, y todos los frutos naturales de la tierra, que cuando esta era común costaban al trabajador sólo la molestia de recogerlos, pasan a tener, incluso para él, un precio adicional. Deberá pagar por el permiso para recogerlos, y deberá entregar al terrateniente una parte de lo que su trabajo recoge o produce. Esta parte o, lo que es lo mismo, el precio de esta parte, constituye la renta de la tierra, y es el tercer componente del precio de la mayor parte de las mercancías. Debe destacarse que el valor real de todos los varios componentes del precio viene medido por la cantidad de trabajo que cada uno de ellos puede comprar u ordenar. El trabajo mide el valor no sólo de aquella parte del precio que se resuelve en trabajo sino de la que se resuelve en renta y la que se resuelve en beneficio.

En todas las sociedades el precio de toda mercancía se resuelve en última instancia en alguna u otra de esas partes o en todas; y en toda sociedad avanzada, las tres entran más o menos como partes componentes en el precio de la gran mayoría de las mercancías.

En el precio del cereal, por ejemplo, una parte paga la renta del terrateniente, otra los salarios o la manutención de los trabajadores y el ganado empleados en su producción, y una tercera paga los beneficios del agricultor. Estas tres partes, bien de forma inmediata, bien en última instancia, forman el precio total del grano. Se podría pensar que es necesaria una cuarta parte, para reemplazar el capital del agricultor, o para compensar el desgaste y deterioro de su ganado y otros instrumentos de su labor. Pero debe considerarse que el precio de cualquiera de esos instrumentos, como por ejemplo un caballo, está a su vez compuesto de las mismas tres partes: la renta de la tierra sobre la que crece, el trabajo de criarlo y cuidarlo, y los beneficios del agricultor que adelanta tanto la renta de esa tierra como los salarios de ese trabajo. Aunque el precio del grano, entonces, puede pagar tanto el precio como el mantenimiento del caballo, el precio total sigue resolviéndose bien inmediatamente bien finalmente en las mismas tres partes: renta, trabajo, beneficio.

En el precio de la harina o del grano molido debemos añadir al precio del cereal los beneficios del molinero y los salarios de sus sirvientes; en el precio del pan, los beneficios del panadero y los salarios de sus sirvientes; y en el precio de ambos el trabajo de transportar el grano desde la casa del agricultor hasta la del molinero, y desde la del molinero hasta la del panadero, junto con los beneficios de aquellos que adelantaron los salarios de ese trabajo.

El precio del lino se divide en las mismas tres partes que el del grano. En el precio del lienzo debemos añadir a dicho precio los salarios del cardador, el hilandero, el tejedor, el tintorero, etc., junto con los beneficios de sus respectivos empleadores.

En la medida en que una mercancía concreta llegue a ser más y más elaborada, la parte del precio que se resuelve en salarios y beneficios resulta ser una proporción mayor que la que se resuelve en renta. En el progreso de la industria no sólo aumenta la cantidad del beneficio sino que cada beneficio ulterior es mayor que el anterior, porque el capital del que se deriva siempre debe ser mayor. El capital que emplea a los tejedores, por ejemplo, debe ser mayor que el que emplea a los hilanderos, porque no sólo reemplaza a este capital con sus beneficios sino que paga además los salarios de los tejedores; y los beneficios siempre deben guardar una cierta proporción con el capital.

En la mayoría de las sociedades avanzadas, empero, hay siempre un puñado de mercancías cuyo precio se resuelve sólo en dos partes, los salarios del trabajo y los beneficios del capital; y un número todavía más pequeño en donde sólo consiste en salarios. En el precio del pescado de mar, por ejemplo, una parte paga el trabajo de los pescadores y la otra los beneficios del capital empleado en la pesca. Es raro que la renta forme parte del mismo, aunque a veces lo hace, como explicaré más adelante. En la pesca de río, al menos en buena parte de Europa, ocurre algo diferente. Una pesquería de salmón paga una renta, y aunque no puede llamarse renta de la tierra, forma parte del precio de un salmón tanto como los salarios y los beneficios. En algunas partes de Escocia grupos de gente pobre se ganan la vida recogiendo, a lo largo de la orilla del mar, unas piedras multicolores conocidas vulgarmente como guijarros escoceses. El precio que por ellas les paga el tallista responde totalmente a los salarios de su trabajo; ni la renta ni el beneficio forman parte de él.

Pero el precio total de cualquier mercancía debe de todas maneras resolverse finalmente en alguna u otra de esas tres partes, o en todas; cualquier parte remanente después de pagar la renta de la tierra y el precio de todo el trabajo empleado en conseguirla, fabricarla y llevarla al mercado, debe necesariamente ser el beneficio de alguien.

Como el precio o el valor de cambio de cualquier mercancía particular, tomada por separado, se divide en una u otras de esas tres partes, o en todas, así ocurre que el precio de todas las mercancías que componen el producto anual de cualquier país, tomadas en conjunto, debe resolverse en las mismas tres partes, y distribuirse entre los diferentes habitantes del país en la forma de salarios de su trabajo, beneficios de su capital o renta de su tierra. La totalidad de lo que es anualmente recogido o producido por el trabajo de cualquier sociedad, o lo que es lo mismo, el precio de esa totalidad, se distribuye así originalmente entre sus diversos miembros. Los salarios, los beneficios y las rentas son las tres fuentes originales del ingreso tanto como lo son de todo el valor de cambio. Todo otro ingreso se deriva en última instancia de alguno de ellos.

Quien derive su ingreso de un fondo de su propiedad, debe obtenerlo de su trabajo, o de su capital o de su renta. El ingreso derivado del trabajo se llama salario. El derivado del capital, por la persona que lo dirige o emplea, se llama beneficio. El derivado del capital no por la persona que lo emplea ella misma sino que lo presta a otro, se llama interés o uso del dinero. Es la compensación que el prestatario paga al prestamista por el beneficio que tiene la oportunidad de conseguir mediante el uso del dinero. Una parte de ese beneficio pertenece naturalmente al prestatario, que corre con el riesgo y las molestias de emplearlo; y otra parte al prestamista, que le da la oportunidad de conseguir ese beneficio. El interés del dinero es siempre un ingreso derivado, que si no es pagado a partir del beneficio conseguido mediante el uso del dinero, debe ser pagado mediante alguna otra fuente de ingreso, salvo quizás cuando el prestatario es un despilfarrador que contrae una segunda deuda para pagar el interés de la primera. El ingreso que procede completamente de la tierra se llama renta y pertenece al terrateniente. El ingreso del agricultor se deriva en parte de su trabajo y en parte de su capital. Para él la tierra es sólo el instrumento que le permite ganar los salarios de ese trabajo y conseguir los beneficios de ese capital. Todos los impuestos, y todos los ingresos que están basados en ellos, todos los sueldos, pensiones y anualidades de todo tipo se derivan en última instancia de alguna u otra de esas tres fuentes originales de ingreso, y son pagados directa o indirectamente de los salarios del trabajo, los beneficios del capital o la renta de la tierra.

Cuando estas tres distintas fuentes de ingreso pertenecen a personas distintas son claramente distinguibles, pero cuando pertenecen a una misma persona resultan a veces confundidas unas con otras, al menos en el lenguaje corriente.

Un caballero que cultiva una parte de su propiedad, después de pagar los gastos del cultivo, deberá ganar tanto la renta del terrateniente como el beneficio del agricultor. Sin embargo, tenderá a llamar beneficio a todo lo que gana, confundiendo así la renta con el beneficio, al menos en el hablar cotidiano. Es la situación de la mayor parte de nuestros cultivadores en América del Norte y las Indias Occidentales. La mayoría cultiva sus propiedades, y por eso rara vez oímos hablar de la renta de sus plantaciones, y frecuentemente de sus beneficios.

Los agricultores en contadas ocasiones contratan a un supervisor para que dirija las operaciones de la granja. En general trabajan mucho ellos mismos con sus propias manos como labradores, rastrilladores, etc. Lo que resta de la cosecha después de pagar la renta, en consecuencia, debería no sólo reemplazarles el capital invertido en el cultivo, junto con los beneficios corrientes, sino también pagarles su salario, como trabajadores y como supervisores. Todo lo que resta después de pagar la renta y mantener el capital se llama beneficio, pero es evidente que los salarios forman parte de él. El agricultor, al ahorrarse el pago de estos salarios, debe evidentemente ganarlos él. Así, en este caso los salarios resultan confundidos con los beneficios.

Un industrial independiente, que cuenta con un capital suficiente para comprar materiales y para mantenerse hasta que pueda llevar su producción al mercado, deberá ganar tanto el salario del jornalero que trabaja para un patrón como el beneficio que ese patrón obtiene de la venta del trabajo del jornalero. Su ganancia total, sin embargo, recibe habitualmente el nombre de beneficio y también en este caso, entonces, el salario aparece confundido con el beneficio.

Un jardinero que cultiva una huerta con sus propias manos, unifica en sí mismo las personalidades diferentes del terrateniente, el agricultor y el trabajador. Su producto, en consecuencia, deberá pagarle la renta del primero, el beneficio del segundo y el salario del tercero. Pero comúnmente se considera al conjunto como los ingresos de su trabajo. En este caso tanto la renta como el beneficio se confunden con el salario.

Así como en un país civilizado hay muy pocas mercancías cuyo valor de cambio emerja sólo del trabajo, porque la renta y el beneficio representan una parte importante de la mayoría de ellas, el producto anual de su trabajo será siempre suficiente para comprar o dirigir una cantidad de trabajo mucho mayor que la empleada en conseguir, preparar y llevar ese producto al mercado. Si la sociedad emplease cada año todo el trabajo que podría comprar anualmente, como la cantidad de trabajo se incrementaría considerablemente cada año, así el producto de cada año sucesivo sería de un valor vastamente superior al del anterior. Pero no hay país en donde todo el producto anual sea empleado en mantener a las personas laboriosas. Los ociosos consumen en todas partes una porción muy grande de él, y según sean las diferentes proporciones en las que se divida anualmente entre esos dos grupos de personas, así su valor corriente o medio deberá aumentar, o disminuir o permanecer constante de un año a otro.

La riqueza de las naciones

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