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8 DE LOS SALARIOS DEL TRABAJO

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El producto del trabajo constituye su recompensa natural, o salario.

En el estado original de cosas que precede tanto a la apropiación de la tierra como a la acumulación del capital, todo el producto del trabajo pertenece al trabajador. No lo comparte con terrateniente ni con patrono alguno.

Si ese estado hubiese continuado, los salarios del trabajo habrían aumentado con todos aquellos progresos en su capacidad productiva ocasionados por la división del trabajo. Todas las cosas se hubiesen vuelto gradualmente más baratas. Se producirían con menos cantidad de trabajo, y como las mercancías producidas con las mismas cantidades de trabajo se intercambiarían entonces naturalmente unas con otras, se comprarían con una cantidad menor de trabajo.

Pero aunque todas las cosas se hubiesen vuelto en realidad más baratas, muchas de ellas podrían haberse convertido en más caras, o intercambiarse por una cantidad mayor de otros bienes. Supongamos por ejemplo que en el grueso de los empleos la capacidad productiva del trabajo se hubiese multiplicado por diez, o que una jornada laboral pudiese producir diez veces la cantidad de trabajo que antes; pero que en un empleo concreto se hubiese multiplicado sólo por dos, o que una jornada laboral pudiese producir sólo el doble de trabajo que antes. Al intercambiar el producto de un día de trabajo en la mayoría de las actividades, por el de un día de trabajo en esa actividad concreta, diez veces la cantidad original de trabajo en las primeras compraría sólo dos veces la cantidad original de trabajo en la segunda. Así, una cantidad particular de esta, una libra de peso por ejemplo, parecería cinco veces más cara que antes. En realidad, sería dos veces más barata. Aunque su compra requiriese cinco veces la cantidad de otros bienes, el producirla o comprarla requeriría la mitad de trabajo. Su adquisición, por lo tanto, sería dos veces más fácil que antes.

Pero ese estado original de cosas en donde el trabajador disfrutaba de todo el producto de su propio trabajo no podía durar una vez que empezó a desarrollarse la propiedad de la tierra y la acumulación del capital. Terminó, en consecuencia, mucho antes de que la capacidad productiva del trabajo registrase los progresos más considerables, y no tiene sentido especular más sobre cuál habría sido su posible impacto sobre la recompensa o salarios del trabajo.

Una vez que la tierra se convierte en propiedad privada, el terrateniente demanda una parte de casi toda la producción que el trabajador pueda cultivar o recoger de la misma. Su renta es la primera deducción del producto del trabajo empleado en la tierra.

Rara vez ocurre que la persona que cultiva la tierra disponga de lo suficiente para mantenerse hasta que recoge la cosecha. Su subsistencia en general le es adelantada a partir del capital de un patrono, el granjero que lo emplea y que no tendría interés alguno en hacerlo si no fuera a compartir el producto de su trabajo, o si su capital no le fuese reemplazado con un beneficio. Este beneficio es la segunda deducción del producto del trabajo empleado en la tierra.

El producto de casi todos los demás trabajos está sujeto a una deducción análoga por el beneficio. En todas las artes y manufacturas la mayor parte de los trabajadores necesitan de un patrono que les facilite los materiales con los que trabajan, y los salarios y subsistencias hasta que sean elaborados. El patrono comparte el producto de su trabajo, o el valor que añade a los materiales a los que se incorpora; su cuota es su beneficio.

Ocurre a veces, empero, que un trabajador independiente dispone de un capital suficiente tanto para comprar los materiales con los que trabaja como para mantenerse hasta que sean elaborados. Es a la vez patrono y obrero, y disfruta del producto completo de su trabajo, o del valor completo que añade a los materiales sobre los que se aplica. Incluye lo que normalmente son dos remuneraciones separadas, pertenecientes a personas separadas, los beneficios del capital y los salarios del trabajo.

Estos casos, sin embargo, no son muy frecuentes, y en toda Europa por cada veinte obreros que sirven a un patrono hay uno que es independiente; y se entiende que los salarios son en todas partes, como de hecho son, pagos que tienen lugar cuando el trabajador es una persona y otra el propietario del capital que lo emplea.

Los salarios corrientes dependen en todos los lugares del contrato que se establece normalmente entre dos partes, cuyos intereses en modo alguno son coincidentes. Los trabajadores desean conseguir tanto, y los patronos entregar tan poco, como sea posible. Los primeros están dispuestos a asociarse para elevar los salarios, y los segundos para disminuirlos.

No resulta, empero, difícil prever cuál de las dos partes se impondrá habitualmente en la puja, y forzará a la otra a aceptar sus condiciones. Los patronos, al ser menos, pueden asociarse con más facilidad; y la ley, además, autoriza o al menos no prohíbe sus asociaciones, pero sí prohíbe las de los trabajadores. No tenemos leyes del Parlamento contra las uniones que pretendan rebajar el precio del trabajo; pero hay muchas contra las uniones que aspiran a subirlo. Además, en todos estos conflictos los patronos pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un granjero, un industrial o un mercader, aunque no empleen a un solo obrero, podrían en general vivir durante un año o dos del capital que ya han adquirido. Pero sin empleo muchos trabajadores no podrían resistir ni una semana, unos pocos podrían hacerlo un mes y casi ninguno un año. A largo plazo el obrero es tan necesario para el patrono como el patrono para el obrero, pero esta necesidad no es tan así a corto plazo.

Se ha dicho que las asociaciones de patronos son inusuales y las de los obreros usuales. Pero el que imagine que por ello los patronos no se unen, no sabe nada de nada. Los patronos están siempre y en todo lugar en una especie de acuerdo, tácito pero constante y uniforme, para no elevar los salarios sobre la tasa que exista en cada momento. Violar este concierto es en todo lugar el acto más impopular, y expone al patrono que lo comete al reproche entre sus vecinos y sus pares. Es verdad que rara vez oímos hablar de este acuerdo, porque es el estado de cosas usual, y uno podría decir natural, del que nadie oye hablar jamás. Los patronos a veces entran en uniones particulares para hundir los salarios por debajo de esa tasa. Se urden siempre con el máximo silencio y secreto hasta el momento de su ejecución, y cuando los obreros, como a veces ocurre, se someten sin resistencia, pasan completamente desapercibidas. Sin embargo, tales asociaciones son frecuentemente enfrentadas por una combinación defensiva de los trabajadores; y a veces ellos también, sin ninguna provocación de esta suerte, se unen por su cuenta para elevar el precio del trabajo. Los argumentos que esgrimen son a veces el alto precio de los alimentos, y a veces el gran beneficio que sus patronos obtienen gracias a su esfuerzo. Pero sea que sus asociaciones resulten ofensivas o defensivas, siempre se habla mucho sobre ellas. Para precipitar la solución del conflicto siempre organizan grandes alborotos, y a veces recurren a la violencia y los atropellos más reprobables. Se trata de personas desesperadas, que actúan con la locura y frenesí propios de desesperados, que enfrentan la alternativa de morir de hambre o de aterrorizar a sus patronos para que acepten de inmediato sus condiciones. En estas ocasiones los patronos son tan estruendosos como ellos, y nunca cesan de dar voces pidiendo el socorro del magistrado civil y el cumplimiento riguroso de las leyes que con tanta severidad han sido promulgadas contra los sindicatos de sirvientes, obreros y jornaleros. Los trabajadores, en consecuencia, rara vez derivan alguna ventaja de la violencia de esas tumultuosas asociaciones que, en parte por la intervención del magistrado civil, en parte por la mayor resistencia de los patronos, y en parte por la necesidad del grueso de los obreros de someterse simplemente para garantizar su subsistencia presente, suelen terminar en nada salvo el castigo o la ruina de sus dirigentes.

Pero aunque en los conflictos con sus obreros los patronos llevan generalmente ventaja, existe una tasa determinada por debajo de la cual es imposible reducir durante mucho tiempo los salarios normales incluso de los tipos de trabajo más modestos.

Un hombre ha de vivir siempre de su trabajo, y su salario debe al menos ser capaz de mantenerlo. En la mayor parte de los casos debe ser capaz de más; si no le será imposible mantener a su familia, y la raza de los trabajadores se extinguiría pasada una generación. El señor Cantillon supone por esta razón que en todas partes los trabajadores más modestos deben ganar al menos el doble de lo que necesitan para subsistir, para que puedan por parejas criar dos hijos; y supone que el trabajo de la mujer, que se encarga de criarlos, sólo alcanza para su propia subsistencia. Ahora bien, se estima que la mitad de los niños muere antes de llegar a la edad adulta. Según esto, los trabajadores más pobres deben intentar criar al menos a cuatro niños por matrimonio, para que al menos dos tengan la posibilidad de llegar a esa edad. Se supone, así, que el mantener a cuatro niños es lo mismo que mantener a un hombre. El mismo autor añade que el trabajo de un esclavo vale el doble de lo que cuesta su subsistencia; y él piensa que el del trabajador más modesto no puede valer menos que el de un esclavo. Es entonces evidente que para poder mantener a una familia, el trabajo conjunto del marido y la mujer, incluso en las labores más modestas, debe ser capaz de ganar más de lo necesario para su propia subsistencia; renuncio, sin embargo, a precisar en qué proporción, si en la antes mencionada o en alguna otra.

Hay ciertas circunstancias que permiten a veces a los trabajadores llevar una ventaja y aumentar sus salarios considerablemente por encima de ese nivel, que es evidentemente el mínimo coherente con la existencia humana.

Cuando en un país la demanda por los que viven de su salario —trabajadores, jornaleros, sirvientes de toda clase— aumenta sin cesar, cuando cada año hay empleo para un número mayor que el año anterior, los trabajadores no necesitan coaligarse para obtener un salario mayor. La escasez de mano de obra desencadena una competencia entre los patronos para conseguir trabajadores, y rompen así voluntariamente su combinación natural para no incrementar los salarios.

Es evidente que la demanda por los que viven de su salario no puede expandirse sino en proporción al aumento de los fondos destinados al pago de salarios. Estos fondos son de dos clases; primero, el ingreso que está por encima y más allá de lo necesario para la subsistencia; y segundo, el capital que está por encima y más allá de lo necesario para el empleo de sus patronos.

Cuando el terrateniente, rentista o persona adinerada tiene un ingreso mayor que el que juzga suficiente para mantener a su familia, dedica parte o todo el excedente a mantener uno o más sirvientes. Si aumenta ese excedente, él aumentará naturalmente el número de dichos sirvientes.

Cuando un trabajador independiente, como un tejedor o un zapatero, tiene más capital del suficiente para comprar los materiales con los que trabaja, y para mantenerse hasta que venda sus productos, empleará naturalmente con el excedente a uno o más jornaleros, con el objeto de obtener un beneficio de su trabajo. Si aumenta ese excedente, él aumentará naturalmente el número de sus jornaleros.

La demanda por aquellos que viven de su salario, entonces, aumenta necesariamente con la expansión del ingreso y el capital de cualquier país, y no puede aumentar sin ella. El incremento del ingreso y el capital es el incremento de la riqueza nacional. La demanda por los que viven de su salario, en consecuencia, aumenta naturalmente con la expansión de la riqueza nacional, y no puede aumentar sin ella.

Lo que ocasiona una subida en los salarios no es el tamaño efectivo de la riqueza nacional sino su permanente crecimiento. Los salarios, por lo tanto, no son más altos en los países más ricos sino en los que prosperan más, o en los que se hacen ricos más rápidamente. Los salarios, así, son mucho más altos en América del Norte que en ninguna parte de Inglaterra. En la provincia de Nueva York los peones ordinarios ganan tres chelines y seis peniques de moneda corriente por día, lo que equivale a dos chelines esterlinos; los carpinteros navales ganan diez chelines y seis peniques en moneda corriente, y una pinta de ron que vale seis peniques esterlinos, lo que en conjunto equivale a seis chelines y seis peniques esterlinos; los carpinteros y albañiles ganan ocho chelines corrientes, o cuatro chelines y seis peniques esterlinos; los peones de sastre, cinco chelines corrientes, o unos dos chelines y diez peniques esterlinos. Todos estos precios son superiores a los de Londres; y parece que los salarios son tan abundantes en las demás colonias como en Nueva York. El coste de la vida es en toda América del Norte mucho más bajo que en Inglaterra. Nunca se conoció allí una gran carestía de alimentos. En las peores épocas siempre han tenido suficiente para ellos, aunque hayan tenido menos para exportar. Si el precio monetario del trabajo, entonces, es mayor que en cualquier lugar de la metrópoli, su precio real, el poder real sobre las cosas necesarias y convenientes para la vida que proporciona al trabajador deberá ser mayor en una proporción aún más amplia.

Aunque América del Norte no es todavía tan rica como Inglaterra, prospera mucho más rápido y avanza con mucha más rapidez en la consecución de riquezas. La señal más patente de la prosperidad de cualquier país es el aumento en el número de sus habitantes. En Gran Bretaña y la mayoría de los demás países de Europa se supone que no se duplican en menos de quinientos años. En las colonias británicas de América del Norte se ha comprobado que se duplican cada veinte o veinticinco años. En nuestros días este incremento no se debe a la permanente importación de nuevos habitantes sino a la enorme multiplicación de la población. Se dice que los que llegan a una edad avanzada con frecuencia llegan a ver a cincuenta o cien descendientes, y a veces incluso a más. El trabajo está allí tan bien remunerado que una familia numerosa, en vez de ser una carga, es una fuente de riqueza y prosperidad para los padres. El trabajo de cada niño, antes de que abandone el hogar, es estimado en un valor de cien libras de ganancia neta para los padres. Una joven viuda con cuatro o cinco niños, que en las clases medias o bajas de Europa casi no tendría posibilidad de encontrar un segundo marido, allí es asiduamente cortejada como una suerte de fortuna. El valor de los niños es el mayor de todos los estímulos al matrimonio. No podemos, por tanto, extrañarnos de que la gente en América del Norte se case generalmente muy joven. Y a pesar del gran aumento en la población ocasionado por esos matrimonios tempranos, hay una queja permanente por la escasez de mano de obra. La demanda de trabajadores, los fondos destinados a su manutención, aumenta más rápido que la posibilidad de encontrarlos.

Si la riqueza de un país es muy grande, pero ha permanecido estacionaria durante bastante tiempo, entonces no deberíamos esperar que los salarios sean muy elevados. Los fondos destinados al pago de salarios, el ingreso y el capital de sus habitantes, pueden ser muy copiosos, pero si se han mantenido en el mismo nivel o casi en el mismo nivel durante varios siglos, el número de trabajadores empleados cada año fácilmente satisfará, y quizás hasta más que satisfará, el número demandado el año siguiente. Rara vez ocurrirá que haya escasez de mano de obra, y no se verán los patronos obligados a competir por ella. Por el contrario, en este caso la mano de obra se multiplicará naturalmente más allá de los puestos de trabajo. Habrá una escasez permanente de empleos, y los trabajadores se verán forzados a competir entre sí para obtenerlos. Si en un país en esas condiciones los salarios habían sido en alguna oportunidad más que suficientes para mantener al trabajador y para permitirle sacar adelante a una familia, la competencia entre los trabajadores y el interés de los patronos reduciría velozmente esos salarios al nivel mínimo consistente con la existencia humana. Desde hace mucho tiempo China es el país más fértil, mejor cultivado, más laborioso y más poblado del mundo. Pero también se ha mantenido durante mucho tiempo en un estado estacionario. Marco Polo, que visitó el país hace más de quinientos años, describe sus cultivos, su industria y su población casi en los mismos términos que utilizan los viajeros en la actualidad. Es posible que incluso mucho antes de su época el país ya había alcanzado la plenitud de riquezas compatible con la naturaleza de sus leyes e instituciones. Los relatos de todos los viajeros, contradictorios en muchos otros aspectos, concuerdan en subrayar los reducidos salarios y la dificultad que un trabajador encuentra en China para sacar adelante a una familia. Cualquiera de ellos se da por satisfecho si tras cavar la tierra todo el día consigue lo suficiente para comprar un poco de arroz por la noche. La situación de los artesanos es todavía peor, si cabe. En lugar de esperar tranquilamente en sus talleres la llegada de los clientes, como ocurre en Europa, están continuamente corriendo por las calles, cada uno con las herramientas de su oficio respectivo, como si mendigaran un empleo. La pobreza de las clases más bajas en China es mucho más acusada que en las naciones más pobres de Europa. Se cuenta que en los alrededores de Cantón hay cientos y hasta miles de familias que no tienen casa en tierra firme sino que viven constantemente a bordo de pequeños botes de pesca en los ríos y canales. La subsistencia que encuentran allí es tan magra que se disputan las basuras más inmundas que arrojan desde cualquier barco europeo. Cualquier carroña, un perro o un gato muertos, por ejemplo, aunque esté semiputrefacto y maloliente, es bienvenida por ellos igual que lo es el mejor manjar por las gentes de otros países. El matrimonio es estimulado en China no por la rentabilidad de los hijos sino por la libertad de destruirlos; en todas las grandes ciudades se abandona a muchos de ellos en las calles cada noche, o se los ahoga como a cachorros. Se dice incluso que este oficio execrable es el negocio declarado mediante el cual algunos obtienen su sustento.

Pero aunque China se halle quizás en un estado estacionario, no parece retroceder. Sus habitantes en ningún sitio abandonan las ciudades; las tierras cultivadas siguen siendo cultivadas. Se debe realizar entonces el mismo o casi el mismo trabajo anual, y los fondos destinados a mantenerlo, en consecuencia, no pueden haber disminuido sensiblemente. La clase más modesta de trabajadores, así, a pesar de lo escaso de sus medios de vida, debe de alguna forma ingeniársela para mantener la especie al menos en su número habitual.

El panorama sería diferente en un país donde los fondos destinados al mantenimiento del trabajo estuviesen cayendo marcadamente. Cada año la demanda de sirvientes y trabajadores sería, en todos los distintos tipos de ocupación, menor que el año anterior. Muchos miembros de las clases más altas, al no poder encontrar empleo en labores de su rango, lo buscarían en los niveles más modestos. La clase baja no sólo resultaría sobresaturada con sus propios trabajadores sino con el excedente de las demás clases; la competencia por los puestos de trabajo sería tan intensa que reduciría los salarios a la más mínima y miserable subsistencia del trabajador. Muchos no podrían encontrar un puesto de trabajo ni siquiera en esas condiciones, con lo que o bien morirían de hambre o bien se verían empujados a buscar su subsistencia mediante la mendicidad o quizás perpetrando las mayores barbaridades. La miseria, el hambre y la mortandad prevalecerían de inmediato en esta clase y se extenderían desde allí hacia todas las clases superiores, hasta que el número de habitantes del país se redujera hasta el que pudiese ser mantenido con el ingreso y el capital que quedara; esos habitantes serían los que hubiesen podido escapar de la tiranía y las calamidades que habrían destruido al resto. Este cuadro se aproxima quizás a lo que ocurre en el presente en Bengala y en algunas otras colonias inglesas en las Indias Orientales. Si hay un país fértil, despoblado desde hace tiempo, y donde en consecuencia la subsistencia no debe ser muy ardua, pero donde a pesar de todo mueren de hambre trescientas o cuatrocientas mil personas en un año, entonces podemos estar seguros de que los fondos destinados a mantener a los trabajadores pobres están achicándose vertiginosamente. La diferencia entre el espíritu de la constitución británica que protege y gobierna a América del Norte, y el de la compañía mercantil que oprime y sojuzga a las Indias Orientales, no puede ser mejor ilustrado que mediante el estado tan diverso de esos países.

La retribución abundante del trabajo, por lo tanto, así como el efecto necesario, también es el síntoma natural de una riqueza nacional creciente. La magra subsistencia del pobre trabajador, por otro lado, es el síntoma natural de que las cosas están estancadas; si su condición es de hambre, entonces están retrocediendo rápidamente.

En la actualidad los salarios en Gran Bretaña son evidentemente superiores a lo que apenas basta para que un obrero mantenga a su familia. Para convencernos de ello no será necesario entrar en aburridos y dudosos cálculos acerca de cuál es la suma mínima con la que dicho objetivo puede ser alcanzado. Hay muchos síntomas patentes de que los salarios no están en ninguna parte del país fijados al nivel mínimo compatible con la existencia humana.

En primer lugar, en casi toda Gran Bretaña existe una distinción entre los salarios de verano y de invierno, incluso para los empleos más modestos. Los salarios de verano siempre son mayores. Pero debido a los gastos extraordinarios en calefacción, la manutención de la familia es más cara en invierno. Al ser entonces los salarios más altos cuando esos gastos son más bajos, parece evidente que no están regulados por dichos gastos sino por la cantidad y el valor estimado del trabajo. Puede ciertamente pensarse que el trabajador debería ahorrar parte de sus salarios de verano para sufragar sus gastos en invierno, y que los salarios en el conjunto del año no superarían lo necesario para mantener a su familia también en el conjunto del año. Un esclavo, o alguien que dependiese absolutamente de nosotros para su inmediata subsistencia, no sería tratado de esa forma. Su subsistencia diaria estaría en proporción a sus necesidades diarias.

En segundo lugar, en Gran Bretaña los salarios no fluctúan con los precios de los alimentos. Estos varían en todas partes de año a año, y con frecuencia de mes a mes. Pero en muchos lugares el precio monetario del trabajo continúa siendo uniformemente el mismo en ocasiones hasta durante medio siglo. Si en estos lugares los trabajadores más pobres pueden mantener a sus familias en años de carestía, entonces podrán hacerlo con holgura en momentos de abundancia moderada, y con gran comodidad en momentos de gran baratura. El elevado precio de las provisiones durante los últimos diez años no se ha visto acompañado, en muchos lugares del reino, con ningún incremento destacable en el precio monetario del trabajo. En algunos lugares sí ha ocurrido eso, pero debido probablemente más al aumento en la demanda de trabajo que al alza en el precio de los alimentos.

En tercer lugar, como el precio de las provisiones varía más de un año a otro que los salarios, así también, por otro lado, varían más de un sitio a otro los salarios que el precio de las provisiones. Los precios del pan y la carne son los mismos o casi los mismos a lo largo de la mayor parte del Reino Unido. Estas y buena parte de las demás cosas vendidas al por menor, que es la forma como los trabajadores pobres lo compran todo, son normalmente tan baratas o más en las grandes ciudades como en los parajes más remotos del país, por razones que tendré ocasión de explicar más adelante. Pero los salarios en una gran ciudad y sus alrededores son a menudo una cuarta o quinta parte, un veinte o un veinticinco por ciento, más elevados que a unas pocas millas de distancia. Dieciocho peniques al día es el precio corriente del trabajo en Londres y sus proximidades. Pocas millas más allá cae a catorce o quince peniques. En Edimburgo y sus alrededores es de diez peniques; a unas millas de distancia baja a ocho peniques, que es el precio habitual del trabajo en la mayor parte de las Tierras Bajas de Escocia, donde varía mucho menos que en Inglaterra. Tal diferencia de precios, que no es siempre suficiente para desplazar a un hombre de una parroquia a otra, ocasionaría necesariamente un gran desplazamiento de las mercancías más voluminosas, no sólo de una parroquia a otra sino de un extremo del reino, casi de un extremo del mundo, al otro, lo que pronto eliminaría esa diferencia. A pesar de todo lo que se ha dicho de la ligereza e inconstancia de la naturaleza humana, la experiencia indica claramente que de todos los equipajes, el ser humano es el más difícil de transportar. Si los trabajadores pobres, por lo tanto, pueden mantener a sus familias en aquellas comarcas del reino donde el precio del trabajo es más reducido, deberán vivir con holgura en aquellas donde es más elevado.

En cuarto lugar, las variaciones en el precio del trabajo no sólo no se corresponden ni en lugar ni en tiempo con las del precio de los alimentos, sino que frecuentemente son opuestas.

El cereal, el alimento del pueblo llano, es más caro en Escocia que en Inglaterra, de donde Escocia recibe todos los años grandes cantidades. Pero el grano inglés debe ser vendido más caro en Escocia, el país a donde va, que en Inglaterra, el país de donde viene; y en proporción a su calidad no puede ser vendido en Escocia más caro que el cereal escocés con el que compite en el mismo mercado. La calidad del grano depende básicamente de la cantidad de harina en flor o integral que rinde en el molino, y en este aspecto el cereal inglés es muy superior al escocés; aunque más caro en apariencia o en proporción a su volumen, es en general realmente más barato, en proporción a su calidad e incluso a su peso. El precio del trabajo, por el contrario, es más caro en Inglaterra que en Escocia. Si los pobres, entonces, pueden mantener a sus familias en una parte del Reino Unido, deberán hacerlo con mucha comodidad en la otra. La harina de avena constituye la mayor y mejor parte de la alimentación del pueblo llano en Escocia, una alimentación que es en general muy inferior a la de sus vecinos del mismo rango en Inglaterra. Esta diferencia no es la causa de las diferencias de sus salarios, sino la consecuencia; sin embargo, oigo a menudo la interpretación errónea según la cual es su causa. Pero no es por el hecho de tener un carruaje o ir andando que un hombre es rico y otro pobre; por el hecho de ser rico uno tiene un carruaje, y por ser pobre el otro va a pie.

Durante el último siglo, en promedio, el cereal fue más caro en ambas partes del Reino Unido que en el presente. Esto es un hecho que no admite hoy ninguna duda razonable; y la prueba del mismo es si cabe todavía más evidente con respecto a Escocia que con respecto a Inglaterra. En Escocia existen los datos de las tasaciones públicas, valoraciones anuales hechas bajo juramento, según el estado real de los mercados de todos los diversos tipos de cereal en cada condado de Escocia. Si una prueba tan clara requiriese confirmación mediante un testimonio colateral, yo observaría que este fue el caso también en Francia y probablemente en la mayor parte de Europa. Con respecto a Francia existen las pruebas más claras. Pero aunque es patente que en ambas partes del Reino Unido el cereal fue más caro en el siglo pasado que en el actual, es también indudable que el trabajo era mucho más barato. Si los trabajadores más pobres pudieron sacar adelante a sus familias entonces, lo harán con mucho más comodidad hoy. En el siglo pasado, los jornales más habituales del trabajo ordinario en la mayor parte de Escocia eran de seis peniques en el verano y cinco en el invierno. Se sigue pagando casi el mismo precio, tres chelines por semana, en algunas comarcas de las Tierras Altas y en las islas occidentales. En la mayor parte de las Tierras Bajas de Escocia los salarios habituales del trabajo ordinario son hoy de ocho peniques al día; y de diez peniques, a veces un chelín en los alrededores de Edimburgo, en los condados que limitan con Inglaterra, probablemente debido a esa vecindad, y en otros sitios donde se ha registrado últimamente un aumento considerable en la demanda de trabajo, cerca de Glasgow, Carron, Ayrshire, etc. En Inglaterra las mejoras en la agricultura, la industria y el comercio comenzaron mucho antes que en Escocia. La demanda de trabajo, y en consecuencia su precio, debió necesariamente aumentar con esas mejoras. En el siglo pasado, en consecuencia, igual que en este, los salarios eran mayores en Inglaterra que en Escocia. También han aumentado considerablemente desde entonces, aunque debido a la mayor variedad de salarios pagados en diferentes lugares es más difícil determinar en cuánto lo han hecho. En 1614, la paga de un soldado raso era la misma que hoy, ocho peniques por día. Cuando se estableció por vez primera, debió haber correspondido al salario normal de los peones ordinarios, la clase del pueblo de donde se reclutan comúnmente los soldados rasos. Lord Hales, Justicia Mayor, que escribió en tiempos de Carlos II, estimó los gastos necesarios para la familia de un trabajador, compuesta de seis personas, el padre, la madre, dos niños capaces y otros dos no capaces de trabajar, en diez chelines por semana, o veintiséis libras por año. Afirmó que si no podían ganar este dinero con su trabajo, deberían conseguirlo con la mendicidad o el robo. Parece haber investigado esta cuestión con mucho cuidado. En 1688 el señor Gregory King, cuya destreza en la aritmética política fue tan alabada por el doctor Davenant, calculó que el ingreso corriente de trabajadores y sirvientes no domésticos en quince libras al año, para una familia que él supuso integrada en promedio por tres personas y media. Su estimación, por lo tanto, aunque en apariencia diferente de la del juez Hales, es en el fondo muy parecida. Ambos suponen que el gasto semanal de las familias es de unos veinte peniques por cabeza. Tanto el ingreso como el gasto pecuniarios de esas familias han aumentado notablemente desde esa época en la mayor parte del reino; en algunos lugares más que en otros, aunque quizás en ninguno tanto como han pretendido algunos exagerados informes sobre los salarios actuales, publicados recientemente. Debe subrayarse que el precio del trabajo no puede ser determinado con mucha precisión en ninguna parte; con frecuencia se pagan en un mismo lugar y por un mismo trabajo sumas diferentes, no sólo debido a la diversa destreza de los trabajadores, sino a la gentileza o dureza de los patronos. Allí donde los salarios no están fijados por la ley, lo único que podemos aspirar a determinar es cuáles son los más corrientes; y la experiencia nos demuestra que la ley nunca puede regularlos adecuadamente, aunque a menudo pretende hacerlo.

La recompensa real del trabajo, la cantidad real de cosas necesarias y cómodas para la vida que procura al trabajador, ha crecido durante el siglo actual probablemente en una proporción aún mayor que su precio monetario. No sólo el cereal se ha abaratado algo, sino que muchas otras cosas de las que los pobres laboriosos obtienen un alimento variado, apetecible y saludable, se han abaratado muchísimo. Las patatas, por ejemplo, en el grueso del Reino Unido, no cuestan hoy ni la mitad de lo que costaban hace treinta o cuarenta años. Lo mismo podría decirse de los nabos, zanahorias, coles, bienes que antes sólo eran cultivados mediante la azada y hoy lo son mediante el arado. Las frutas y hortalizas de todas clases se han abaratado también. La mayor parte de las manzanas y hasta de las cebollas consumidas en Gran Bretaña eran en el siglo pasado importadas desde Flandes. Los apreciables avances en las manufacturas ordinarias de los tejidos de lana y lino permiten a los trabajadores pagar menos y vestirse mejor; y los registrados en las industrias de los metales les proporcionan mejores y más baratos instrumentos de trabajo, así como muchos muebles cómodos y agradables. Es verdad que el jabón, la sal, las velas, los cueros y los licores fermentados se han encarecido bastante, debido principalmente a los impuestos con que han sido gravados. Pero la cantidad de estos bienes que los trabajadores más pobres necesitan consumir es tan pequeña que el incremento en su precio no compensa la disminución en los precios de tantas otras cosas. La queja habitual de que el lujo se está extendiendo incluso hasta las clases más bajas del pueblo, y que los pobres no están satisfechos hoy con la misma comida, el mismo vestido y la misma vivienda que antes, nos convencerá de que no es sólo el precio monetario del trabajo lo que ha aumentado, sino su recompensa real.

¿Debe considerarse a esta mejora en las condiciones de las clases más bajas del pueblo como una ventaja o un inconveniente para la sociedad? La respuesta inmediata es totalmente evidente. Los sirvientes, trabajadores y operarios de diverso tipo constituyen la parte con diferencia más abundante de cualquier gran sociedad política. Y lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser considerado un inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Además, es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestimenta y alojamiento para todo el cuerpo social reciban una cuota del producto de su propio trabajo suficiente para estar ellos mismos adecuadamente bien alimentados, vestidos y alojados.

La pobreza, aunque desanima a los matrimonios, no siempre los impide; incluso parece que incentiva la procreación. Una mujer medio muerta de hambre en las Tierras Altas escocesas con frecuencia llega a tener más de veinte hijos, mientras que una dama mimada y elegante muchas veces es incapaz de tener ninguno y generalmente queda exhausta después de dos o tres. La esterilidad, tan extendida entre las señoras de alto rango, es muy rara en las de humilde condición. El lujo en el sexo bello, aunque quizás inflama el afán de placer, casi siempre debilita las facultades reproductivas, y a menudo las destruye por completo.

Pero aunque la pobreza no impide la procreación, resulta extremadamente desfavorable para criar a los hijos. La planta tierna nace, pero en un suelo tan frío y un clima tan severo pronto se marchita y muere. Me han relatado muchas veces que no es extraño que en las Tierras Altas de Escocia de una madre que ha tenido veinte hijos sólo sobrevivan dos. Varios oficiales muy experimentados me han asegurado que al hacer la recluta para sus regimientos nunca son capaces de conseguir los tambores y pífanos a partir de los hijos de los soldados. En parte alguna se ven más muchachos magníficos que en las barracas de los soldados, pero muy pocos llegan a la edad de trece o catorce años. En algunos lugares la mitad de los niños mueren antes de los cuatro años; en muchos, antes de los siete; y en casi todos antes de los nueve o diez. Pero esta enorme mortalidad se limita fundamentalmente a los hijos del pueblo llano, que no puede dedicarles tantos cuidados como los otorgados a los de las clases superiores. Aunque sus matrimonios son generalmente más prolíficos que los de la gente elegante, una proporción menor de sus hijos llega a una edad madura. En los hospicios y entre los niños de los asilos de las parroquias la mortalidad es aún mayor que entre el pueblo llano.

Toda especie animal se multiplica naturalmente en proporción a sus medios de subsistencia, y ninguna especie puede multiplicarse más allá. Pero en una sociedad civilizada es sólo en las clases más bajas del pueblo donde la escasez de subsistencia puede trazar un límite a la ulterior multiplicación de la especie, y lo hace destruyendo una gran parte de los hijos que sus fecundos matrimonios generan.

Una retribución generosa del trabajo, al permitirles cuidar mejor a sus hijos, y en consecuencia criar un número mayor, tiende naturalmente a ampliar y extender ese límite. Merece ser destacado también que lo hace necesariamente de forma ajustada a la proporción requerida por la demanda de trabajo. Si esta demanda crece permanentemente, la remuneración del trabajo debe inevitablemente incentivar de tal forma al matrimonio y multiplicación de los trabajadores, como para permitirles satisfacer esa demanda siempre creciente con una población también creciente. Si en algún momento dado la remuneración es menor que lo necesario para alcanzar este objetivo, la escasez de mano de obra pronto la elevaría; y si es mayor, su multiplicación excesiva pronto la rebajaría hasta la tasa necesaria. El mercado estaría tan desabastecido de mano de obra en un caso y tan saturado en el otro, que rápidamente forzaría de nuevo al precio hasta la tasa requerida por las circunstancias de la sociedad. De esta forma la demanda de personas, igual que la de cualquier otra mercancía, necesariamente regula la producción de personas; la acelera cuando avanza muy despacio y la frena cuando lo hace muy rápido. Es esta demanda lo que regula y determina la procreación en todos los países del mundo, en América del Norte, en Europa y en China; es lo que hace que sea velozmente progresiva en el primer caso, lenta y gradual en el segundo, y completamente estancada en el tercero.

Se ha sostenido que los gastos de mantenimiento de un esclavo corren por cuenta de su amo, mientras que los de un sirviente libre corren por su propia cuenta. Pero la manutención del segundo en realidad es pagada por su patrono tanto como la del primero. Los salarios de los jornaleros y sirvientes de toda suerte deben ser tales que les permitan continuar la raza de jornaleros y sirvientes según requiera la creciente, decreciente o estacionaria demanda social. Pero aunque el mantenimiento de un sirviente libre corresponda también al patrono, le costará en general mucho menos que el de un esclavo. El fondo destinado a reemplazar o reparar el desgaste de un esclavo, si se me permite hablar así, está normalmente administrado por un amo negligente o por un capataz descuidado. El destinado a cumplir el mismo papel en el caso de un hombre libre es administrado por el propio hombre libre. Los desórdenes que generalmente prevalecen en la economía del rico se introducen naturalmente en la administración del primero; la estricta frugalidad y cuidada atención del pobre se establecen también naturalmente en la administración del segundo. Con manejos tan distintos, la ejecución del mismo propósito debe exigir grados de gasto muy diferentes. Y así ocurre a mi juicio a partir de la experiencia de todos los tiempos y naciones que el trabajo de las personas libres llega al final a ser más barato que el realizado por esclavos. Esto es cierto incluso en Boston, Nueva York y Filadelfia, donde los salarios del trabajo corriente son tan elevados.

La retribución generosa del trabajo, entonces, así como es la consecuencia de una riqueza creciente, también es la causa de una población creciente. Lamentarse por ella es lamentarse por el efecto y la causa indispensable de la máxima prosperidad pública.

Debe subrayarse, quizás, que en el estado progresivo, cuando la sociedad avanza hacia la consecución de la riqueza plena, más que cuando ya la ha adquirido, es cuando la condición del pueblo trabajador, la gran masa de la población, es más feliz y confortable. Su condición es dura en el estado estacionario y miserable en el regresivo. El estado progresivo es realmente el alegre y animoso para todas las clases de la sociedad. El estacionario es desvaído; el regresivo, melancólico.

Así como la remuneración abundante del trabajo estimula la procreación, también incrementa la laboriosidad del pueblo llano. Los salarios son el estímulo del esfuerzo, que como cualquier otra cualidad humana mejora en proporción al incentivo que recibe. Una subsistencia copiosa eleva la fortaleza física del trabajador, y la confortable esperanza de mejorar su condición y de terminar sus días quizás en paz y plenitud lo anima para ejercitar esa fortaleza al máximo. Por eso siempre veremos que los trabajadores son más activos, diligentes y eficaces donde los salarios son altos que donde son bajos; más en Inglaterra, por ejemplo, que en Escocia; en los alrededores de las grandes ciudades que en los parajes remotos del campo. Es verdad que algunos trabajadores, allí donde pueden ganar en cuatro días el sustento de una semana, permanecerán ociosos durante los otros tres días. Pero esto en modo alguno sucede con la mayoría de ellos. Al contrario, cuando los trabajadores a destajo reciben una paga abundante, son capaces de trabajar en exceso y de arruinar su salud y su constitución en pocos años. Se cree que un carpintero en Londres, y en algunos otros sitios, no puede trabajar con su máximo vigor más de ocho años. Algo similar ocurre con muchos otros oficios en los que los trabajadores son pagados a destajo, como sucede generalmente en las manufacturas e incluso en el trabajo agrícola, siempre que los salarios superen su nivel corriente. Casi todas las clases de artesanos están expuestas a alguna enfermedad particular ocasionada por una aplicación excesiva a su labor. Ramazzini, un eminente médico italiano, ha escrito un libro acerca de estas dolencias. No solemos considerar a nuestros soldados como el grupo de gente más laboriosa entre nosotros, y sin embargo cuando los soldados han sido empleados en algún trabajo concreto y pagados abundantemente a destajo, sus oficiales se han visto con frecuencia obligados a estipular con el empresario que no se les permitiría ganar más de una suma determinada por día con arreglo a la tasa que recibían. Hasta que se fijó este requisito, la mutua competencia y el deseo de ganar más los empujaban a esforzarse en demasía y a dañar su salud por el trabajo excesivo. Una aplicación exagerada durante cuatro días por semana es habitualmente la causa real del ocio durante los otros tres, que ha suscitado tantas y tan ruidosas quejas. Una labor intensa, sea de la mente o del cuerpo, continuada a lo largo de varios días, es naturalmente seguida en la mayoría de las personas por un agudo deseo de descanso que, si no es bloqueado por la fuerza o por alguna necesidad perentoria, resulta casi irresistible. Es el llamado de la naturaleza, que exige algún alivio, a veces sólo el descanso pero otras veces también la distracción y las diversiones. Si ese llamado no es atendido, las consecuencias son normalmente peligrosas y a veces fatales, y casi siempre generan tarde o temprano la enfermedad típica del oficio de que se trate. Si los patronos escucharan siempre los dictados de la razón y la humanidad, tendrían repetidas ocasiones para moderar más que para animar la dedicación de muchos de sus trabajadores. Puede comprobarse, creo, en todos los oficios, que la persona que trabaja tan moderadamente como para poder trabajar sin cesar, no sólo conserva su salud durante más tiempo sino que a lo largo del año ejecuta la cantidad máxima de trabajo.

Se afirma que en los años de abundancia los trabajadores son en general más perezosos que lo habitual, y en los de carestía más laboriosos. Se ha concluido, a partir de ello, que una subsistencia copiosa relaja sus esfuerzos y una escasa los incentiva. No puede dudarse que un poco más de abundancia de la habitual convertirá a algunos trabajadores en perezosos; pero no es probable que tenga el mismo efecto sobre la mayor parte, ni que los hombres en general trabajen mejor cuando están mal que cuando están bien alimentados, cuando están desanimados que cuando están animados, cuando están habitualmente enfermos que cuando gozan generalmente de buena salud. Nótese que los años de carestía son entre el pueblo llano años de enfermedad y mortalidad, lo que inevitablemente disminuirá el producto de su trabajo.

En años de abundancia, los sirvientes abandonan frecuentemente a sus patronos y confían su subsistencia a lo que puedan obtener con su propio esfuerzo. Pero la misma baratura de las provisiones, al incrementar el fondo destinado al mantenimiento de los sirvientes incentiva a los patronos, especialmente a los granjeros, a emplear un número mayor. En estas ocasiones los granjeros esperan obtener un beneficio mayor de sus cereales por contratar unos trabajadores más que por la venta de los mismos en el mercado a un precio bajo. La demanda de trabajadores aumenta mientras que el número de los que están dispuestos a satisfacer dicha demanda disminuye. Por eso el precio del trabajo a menudo aumenta en los años de abundancia.

En periodos de escasez, la dificultad e incertidumbre de la subsistencia hacen que todas esas personas estén ansiosas de regresar a sus empleos. Pero el elevado precio de los alimentos, al contraer los fondos destinados al mantenimiento de los sirvientes, vuelve a los patronos más dispuestos a reducir que a aumentar los que tienen contratados. Asimismo, en años de escasez los trabajadores independientes pobres frecuentemente consumen los pequeños capitales que utilizaban para suministrarse los materiales de su trabajo y se ven obligados a convertirse en jornaleros para sobrevivir. Hay más gente buscando un puesto de trabajo de la que puede conseguirlo; muchos están preparados a aceptar unas condiciones peores a las habituales, y en tales años los salarios tanto de los sirvientes como de los jornaleros suelen hundirse.

Los patronos de todas las clases, por lo tanto, entablan mejores tratos con sus sirvientes en años caros que en años baratos, y los encuentran más dóciles y sumisos en los primeros que en los segundos. Es por ello natural que consideren a los años caros como los más favorables para la laboriosidad. Los terratenientes y los granjeros, las dos clases más abundantes de patronos, tienen además otra razón para sentirse satisfechos con esos años: las rentas de unos y los beneficios de otros dependen estrechamente del precio de los alimentos. Por añadidura, sería totalmente absurdo pensar que las personas en general trabajan menos cuando lo hacen para sí mismas que cuando lo hacen para otras personas. Un pobre trabajador independiente será normalmente más activo que un jornalero que trabaje a destajo; uno disfruta del producto total de su labor, el otro debe compartirlo con su patrono; el primero, en su situación de independencia, es menos susceptible a las tentaciones de las malas compañías, que en las grandes fábricas a menudo arruinan el ánimo del segundo. La superioridad del trabajador independiente con respecto a los sirvientes que son contratados por un mes o por un año, y cuya manutención y cuyos salarios son siempre los mismos sea que se esfuercen mucho o poco, será probablemente aún mayor. Y los años baratos tienden a incrementar la proporción de trabajadores independientes sobre la de jornaleros y sirvientes de diversa suerte, mientras que los años caros tienden a disminuirla.

Un autor francés de gran sabiduría e inteligencia, el señor Messance, recaudador de la taille en la circunscripción de St. Étienne, procura demostrar que los pobres trabajan más en los años baratos que en los caros, y compara la cantidad y el valor de los bienes elaborados en esas ocasiones en tres industrias distintas: una de tejidos ordinarios de lana en Elbeuf; otra de tejidos de lino y otra de seda, ambas muy extendidas en la zona de Ruán. Según sus cálculos, basados en datos tomados de registros públicos, la cantidad y el valor de los artículos producidos en esas tres industrias han sido en general mayores en años baratos que en años caros, y la diferencia siempre ha sido máxima en los años más baratos y mínima en los más caros. Las tres manufacturas parecen ser estacionarias: su producción puede variar algo de año a año, pero en líneas generales ni avanza ni retrocede.

La manufactura del lino en Escocia y la de tejidos ordinarios de lana en el West Riding de Yorkshire son industrias en crecimiento, cuya producción en general, aunque con oscilaciones, aumenta tanto en cantidad como en valor. Y al examinar los registros que han sido publicados sobre su producción anual, no he podido detectar ninguna conexión significativa entre sus variaciones y la abundancia o escasez de los distintos periodos. En 1740, un año de gran escasez, ambas industrias retrocedieron marcadamente. Pero en 1756, otro año de acusada escasez, la manufactura escocesa experimentó un progreso notable. La industria de Yorkshire, en cambio, decayó y su producción no recuperó el nivel que había registrado en 1755 hasta 1766, tras la derogación de la ley del timbre americana. En ese año y el siguiente superó con mucho cualquier nivel anterior, y no ha dejado de crecer desde entonces.

La producción de todas las grandes industrias que se exporta a mercados distantes debe depender necesariamente no tanto de la escasez o abundancia que experimenten los países productores como de las circunstancias que determinen la demanda en los países consumidores, de si hay paz o guerra, de la prosperidad o depresión de otras manufacturas rivales y del buen o mal humor de sus principales clientes. Además, una buena parte del trabajo extra que probablemente se realiza en los años baratos jamás es recogido por los registros públicos de las industrias. Los sirvientes que abandonan a sus patronos se transforman en trabajadores independientes. Las mujeres vuelven a la casa de sus padres y normalmente tejen su propia ropa y la de sus familias. Incluso los trabajadores independientes no siempre trabajan para la venta al público sino que son empleados por algunos de sus vecinos en manufacturas de uso familiar. El producto de su trabajo, por lo tanto, frecuentemente no aparece en esos registros que se publican de cuando en cuando con tanta ostentación, y a partir de los cuales nuestros comerciantes e industriales a menudo pretenden vanamente anunciar el auge o la caída de los mayores imperios.

Aunque las variaciones en el precio del trabajo no sólo no se corresponden siempre con las variaciones en el precio de los alimentos, sino que muchas veces son totalmente opuestas, no debemos por ello pensar que el precio de los alimentos no tiene influencia alguna sobre el precio del trabajo. El precio monetario del trabajo está necesariamente determinado por dos circunstancias: la demanda de trabajo y el precio de las cosas necesarias y cómodas para la vida. La demanda de trabajo, según sea creciente, estacionaria o decreciente, o según requiera una población creciente, estacionaria o decreciente, determina la cantidad de las cosas necesarias y convenientes para la vida que deben ser entregadas al trabajador; y el precio monetario del trabajo está determinado por lo que se necesita para comprar esa cantidad. Así, aunque a veces el precio monetario del trabajo es alto cuando el de los alimentos es bajo, sería todavía mayor si el precio de los alimentos fuese alto, siempre que la demanda no cambie.

Debido a que la demanda de trabajo aumenta en años de abundancia súbita y extraordinaria, y disminuye en los de escasez, el precio monetario del trabajo a veces aumenta en los primeros y disminuye en los segundos.

En un año de repentina y extraordinaria plenitud, muchos empleadores disponen de fondos suficientes para mantener y emplear a un número de trabajadores mucho mayor que el que empleaban un año antes; y no siempre pueden encontrar esta cantidad extra. Estos patronos que buscan más obreros, entonces, compiten entre sí para contratarlos, lo que a veces eleva tanto el precio monetario del trabajo como el precio real.

Lo contrario sucede en un año de sorpresiva y aguda escasez. Los fondos destinados al empleo son menores de lo que eran el año anterior. Un número considerable de personas se quedan sin sus puestos de trabajo, y compiten entre sí para recuperarlos; en ocasiones esto reduce tanto el precio monetario del trabajo como el precio real. En 1740, ante una gran escasez, mucha gente estaba dispuesta a trabajar por la subsistencia mínima. En los años prósperos sucesivos era más difícil conseguir trabajadores y sirvientes.

La escasez de un año caro, al disminuir la demanda de trabajo, tiende a rebajar su precio, a la vez que el elevado precio de los alimentos tiende a aumentarlo. La abundancia de un año barato, por el contrario, al incrementar esa demanda, tiende a subir al precio del trabajo, a la vez que la baratura de los alimentos tiende a bajarlo. En las fluctuaciones normales del precio de las provisiones, esas dos causas opuestas parecen contrapesarse mutuamente; lo que probablemente explique en parte por qué los salarios son en todas partes mucho más estables y permanentes que los precios de los alimentos.

El incremento de los salarios necesariamente eleva el precio de muchas mercancías, al ampliar la parte de las mismas que se resuelve en salarios, y por ello tiende a disminuir su consumo, tanto en el interior como en el exterior. Pero la misma causa que sube los salarios, o sea, la expansión del capital, tiende a aumentar la capacidad productiva del trabajo, y a hacer que una cantidad de trabajo menor produzca una cantidad de producto mayor. El dueño del capital que emplea a un gran número de trabajadores inevitablemente procurará, por la cuenta que le trae, establecer aquella división y distribución del empleo que conduzca a la máxima producción posible. Por idéntica razón, intentará suministrarles la maquinaria que su juicio o al de ellos sea la mejor. Lo que tiene lugar entre los trabajadores de una fábrica en particular sucede también, por la misma razón, en toda la sociedad. Cuanto mayor sea su número, más naturalmente se dividirán entre las distintas clases y subdivisiones del empleo. Habrá más cerebros ocupados en la invención de la maquinaria más adecuada para ejecutar la labor de cada persona, con lo cual es más probable que sea efectivamente inventada. Habrá, entonces, tantas mercancías que debido a estos progresos serán producidas con tanto menos trabajo que antes que el aumento en el precio del trabajo resultará compensado con la disminución de su cantidad.

La riqueza de las naciones

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