Читать книгу La ciudad latinoamericana - Adrián Gorelik - Страница 8
ОглавлениеEl futuro de América Latina es en cierta medida susceptible de elegirse deliberadamente.
John Friedmann, 1968[2]
América Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su realización concreta.
Ángel Rama, 1982[3]
Difícil encontrar dos figuras más contrastantes entre las muchas que pensaron América Latina y actuaron en ella en la segunda mitad del siglo XX. John Friedmann y Ángel Rama nacieron ambos en 1926: uno, en Viena, de donde debió emigrar muy pronto a los Estados Unidos, su país adoptivo (en 1940, su padre Robert, historiador y filósofo, logró escapar con la familia luego de haber sido encarcelado en una redada antisemita); el otro, en Montevideo, conocería la experiencia del exilio mucho más tarde, con la llegada de la dictadura militar uruguaya en 1973 (en el momento del golpe militar, Rama estaba dando clases en Venezuela y ya nunca pudo regresar a su país). Aparte de esas coincidencias biográficas azarosas, todo parece diferenciarlos. Friedmann fue un planificador que participó en algunos de los más avanzados núcleos de elaboración del pensamiento urbano y regional en los Estados Unidos; se convirtió en experto internacional a partir de una larga trayectoria de trabajo profesional en América Latina en las décadas de 1950 y 1960 (en Brasil, Venezuela y Chile), donde produjo algunas hipótesis importantes para el debate sobre el desarrollo, como la teoría de desarrollo polarizado, en directa relación con las teorías de desarrollo desequilibrado de otro europeo norteamericanizado y devoto de América Latina, Albert Hirschman. Rama fue una de las figuras estelares de la llamada “generación de 1945” en Uruguay, como parte de esa plataforma cultural e ideológica extraordinaria que fue la revista Marcha; un intelectual que lideró tanto el proceso de modernización de los instrumentos de la crítica literaria como el sucesivo de radicalización ideológica y de conversión de la crítica literaria en crítica cultural y política, medio de indagación de los dilemas de América Latina, contribuyendo como pocos con la construcción del continente como un espacio intelectual común en las décadas de 1960 y 1970. Figuras muy diferentes, sin duda. Sin embargo, las voces del experto estadounidense y del intelectual latinoamericano suenan curiosamente unánimes en el optimismo voluntarista de las dos citas iniciales, que muestran la similar confianza de ambos en el carácter proyectivo, maleable, plástico de América Latina.
El acuerdo se vuelve más llamativo si se piensa en la disparidad de las fechas: un 68 en que el optimismo desarrollista todavía no se había apagado por completo cuando ya llegaba como relevo ese otro, incluso más futurista, el revolucionario, ante un 82 en que apenas comenzaba a disiparse el clima ominoso de la frustración política en que derivó la radicalización setentista, con la evidencia trágica de las dictaduras del Cono Sur todavía muy presente.[4] Pero la idea de una América Latina vanguardista, campo de prueba a medida para experimentos intelectuales, una idea que marca períodos completos de la imaginación social sobre el continente, se sostiene casi idéntica en ambas citas, lo que sin duda ofrece tantas pistas como interrogantes.
Este es uno de los temas principales que aborda este libro, o mejor, su paisaje de fondo: el modo en que ese optimismo latinoamericano dio forma a uno de los períodos más ricos y enmarañados de América Latina. Y si en términos generales son bastante conocidos los derroteros más amplios que componen su mapa intelectual, desde las teorías del desarrollo hasta las de la dependencia, desde el reformismo modernizador hasta la radicalización revolucionaria, Friedmann y Rama nos ayudan también a presentar el prisma particular con que los vamos a examinar aquí: el de la ciudad latinoamericana como figura de la imaginación social, una figura que jugó, entre las décadas de 1940 y 1970, un rol fundamental en la estructuración de aquel mapa y en la conformación de sus programas políticos y sociales, en el mismo momento en que las principales ciudades latinoamericanas, en su realidad urbana, se constituían en los escenarios de aplicación de esos programas y en los motores de las transformaciones a las que ellos se referían.
Por supuesto, aun bajo este prisma siguen siendo personajes muy diferentes, pero así pueden ayudar a entender, marcando sus bordes, el amplio arco de voluntades que la imaginación urbana traccionó en esos años: expertos e intelectuales, economistas y críticos literarios. Con una irradiación en muchos campos disciplinares desde un círculo más específico que concentró sectores de lo más novedoso y experimental de las ciencias sociales de la época, la interrogación por la ciudad prohijó la integración de una comunidad internacional de especialistas, en un escenario cultural latinoamericano muy dinámico y fluido, marcado por una presencia estadounidense dominante –ideas, estudiosos, instituciones–, lo que no hizo más que exasperar la cuestión siempre candente de las relaciones entre los Estados Unidos y los países latinoamericanos.
La propia manera de abordar la cuestión urbana no podría haber sido más distinta entre Friedmann y Rama, no solo por el aspecto más esperable de los enfoques divergentes del planificador y el hombre de letras, sino por el tempo en que lo hicieron.
Friedmann fue acompañando con sus intervenciones teóricas y prácticas todo el despliegue de la cuestión casi desde sus primeros momentos, un despliegue que fue también el de una maniera norteamericana del pensamiento urbano y regional a lo largo del continente, y el de una red de instituciones latinoamericanas que se fue creando muy rápidamente, síntoma de la creciente madurez de la región para abordar sus desafíos con instrumentos propios.
El caso de Rama es tan diferente que, en rigor, la obra que nos permite incluirlo en este contingente –La ciudad letrada, de 1984– es un producto único, solitario y tardío, el ramalazo postrero de los enfoques radicalizados que a mediados de los años setenta señalaron el fin del ciclo. Como se ve, La ciudad letrada es una obra póstuma en más de un sentido, ya que su mirada destemplada sobre la ciudad vino a encarnar magistralmente un estado de la opinión que había alcanzado su mayor productividad intelectual y política entre finales de la década de 1960 y mediados de la de 1970, cuando la ciudad dejaba de ser pensada como el laboratorio principal para el desarrollo de la región, palanca para su transformación modernizadora, y comenzaba a verse con desconfianza, como obstáculo principal a cualquier transformación efectiva –es decir, revolucionaria para las representaciones dominantes de entonces–: se descubría que nunca había dejado de actuar como agente principal en la producción y reproducción del poder. Es cierto que la preocupación de Rama por encontrar una alternativa regionalista a las literaturas producidas por las vanguardias urbanas cosmopolitas del continente –tal cual nos enseñó Gonzalo Aguilar– se ubica en el mismo inicio de este cambio de actitud ante la ciudad que se va a experimentar a comienzos de los años setenta, con la reanimación, a través de teorías como la del colonialismo interno, del viejo tópico latinoamericano de la oposición campo/ciudad.[5] Pero La ciudad letrada se escribe casi diez años después de que ese período haya extenuado su productividad, cuando comenzaba a abrirse una nueva fase de la imaginación urbana en la región, una suerte de giro cultural en el que todavía estamos, tan diferente de aquella producción anterior que va a volver prácticamente invisibles o ininteligibles sus realizaciones. Y aquí yace un malentendido fundamental en la recepción del libro de Rama, en especial en la academia norteamericana, donde se lo leyó con los códigos de los estudios culturales que se abrían, sin comprender hasta qué punto era el resultado de los presupuestos sobre la ciudad de una época que ya se había cerrado.
Justamente por eso Rama es tan importante para definir los alcances de nuestro prisma urbano, porque habiendo desarrollado toda su trayectoria de crítico literario al margen de esos temas, su último libro señala la magnitud de la onda expansiva con que la interrogación por la ciudad llegó a los más diversos rincones del espacio intelectual y académico latinoamericano. Y porque en su contraste con una figura como la de Friedmann permite entender todo ese período como un ciclo unitario de la imaginación social sobre América Latina. Esto difiere de las perspectivas más habituales de la historia política o cultural que nos han acostumbrado a pensar aquel tiempo escindido en dos períodos bien diferentes, que, aunque se solapan algo en la década de 1960, parecen encerrar épocas aisladas, la del modernismo desarrollista que viene de los años cincuenta y la de la radicalización revolucionaria que se desenvuelve en los “catorce años prodigiosos” –como los llamó Claudia Gilman–, entre la revolución cubana y el golpe militar en Chile.[6] En cambio, el prisma urbano pone en evidencia los fuertes hilos que conectan ambas épocas, hilos que en buena medida vienen de atrás, proyectando visiones e ideologías reformistas desde los años treinta, que se prolongan primero sobre las convicciones desarrollistas y luego sobre el ánimo revolucionario en un no siempre sutil cambio de posiciones, pero que va a estar protagonizado por similares actores e instituciones y que va a sostener un común repertorio de problemas.[7]
Señalé una inspiración similar en las frases de Friedmann y Rama, como evidencia de un optimismo que, en cada una de las fases del ciclo, pudo ser alternativamente modernizador o revolucionario. Al aplicarse a la cuestión urbana, sin embargo, esa inspiración confiada se tradujo en muy diferentes estados de ánimo, ya que, mientras el primer optimismo produjo una mirada esperanzada en las posibilidades de la ciudad, el segundo se invirtió en una decepción sin atenuantes sobre el rol jugado por la ciudad y la cultura urbana en la conformación del statu quo latinoamericano que debía ser puesto patas para arriba; y que sea coincidente en Rama el momento en que pronunciaba aquella cita inicial sobre Latinoamérica como “proyecto intelectual vanguardista”, con aquel en que escribía el libro donde desarrollaría casi como una letanía el alegato más devastador sobre el rol de los intelectuales como productores del dominio de la ciudad sobre las regiones interiores y sobre las clases populares del continente, esa coincidencia no hace más que agregar complejidades, pero también certidumbres, sobre la existencia de los lazos que conforman tal ciclo. Lo cierto es que esa inversión de posiciones en el pensamiento urbano cierra el ciclo, en cuanto clausura la productividad que la ciudad venía teniendo a lo largo de todo su desarrollo como disparador de intensos desafíos políticos e intelectuales.
Friedmann y Rama, entonces, aparecen como términos de dos cuestiones clave de este libro: la idea de un ciclo en que la ciudad latinoamericana funciona como una figura potente de la imaginación social en –y sobre– el continente; y la cuestión de las relaciones entre América Latina y los Estados Unidos, en las que el prisma urbano también parece poder incidir, no solo cuestionando las periodizaciones habituales, sino especialmente la visión convencional que la Guerra Fría cultural ha dejado de ellas.
La producción de la ciudad latinoamericana
La función integradora y el valor simbólico de Brasilia para el Brasil, el impacto geopolítico de la carretera de la selva en el Perú, las grandes rutas que unen el interior del Paraguay y Bolivia con los puertos del Brasil y de la Argentina, la ruta Panamericana, los grandes proyectos hidroeléctricos en todas partes, la concepción regional de Venezuela afirmando la vigencia de un nuevo y gran polo de desarrollo en su Guayana, demuestran que América Latina está avanzando hacia sus propias fronteras. Y nuevos centros de vida y un esquema de urbanización complementario al existente sin duda surgirán como expresión de una nueva América Latina que se desprenda de los límites del pasado y busque en la idea de integración la expresión de su modernización.
Jorge Enrique Hardoy, 1965[8]
¿Qué significa abordar la ciudad latinoamericana como categoría, como figura de la imaginación social? Sabemos que, como ocurre con “cultura latinoamericana” o incluso con “Latinoamérica”, la idea de ciudad latinoamericana aparece tanto más clara cuanto más lejos estamos de cualquier referente real. ¿Qué ciudad cabría con claridad en la categoría: La Habana o Caracas, Montevideo o México, Cusco o Buenos Aires? Lo que singulariza a una difícilmente sirva para explicar la otra. Y lo mismo ocurre si miramos dentro de cada país: ¿cómo hacer lugar en una misma categoría a Ouro Preto, San Pablo y Brasilia, en Brasil, o a Cartagena de Indias, Medellín y Bogotá, en Colombia? ¿Qué clase de ciudad latinoamericana encarnaría cada una de ellas? ¿Qué mapa sale del conjunto? Si cada ciudad presenta cualidades distintivas que dificultan su integración sin más en una categoría abarcadora, más absurdo todavía sería tratar de resolver el problema definiendo la ciudad latinoamericana a través de un ideal de representación de la mayor cantidad de cualidades supuestas para ella, como una especie de Frankenstein urbano; tan absurdo que por ese camino llegaríamos rápidamente a la conclusión de que la única ciudad latinoamericana realmente existente es Miami. No se trata de una boutade: la clásica indiferenciación de la retícula urbana estadounidense, que se percibe diferente de cualquier ciudad latinoamericana real, ha permitido sin embargo que en las últimas décadas se desarrollasen en Miami múltiples fragmentos de culturas urbanas latinoamericanas, de modo que, desde la Little Habana en adelante, la ciudad puede recorrerse como un parque temático “ciudad latinoamericana”. Así como la cultura del entretenimiento ha construido en Las Vegas un enorme hotel como una Nueva York análoga (con la estatua de la Libertad y los edificios más emblemáticos en escala), la cultura de las migraciones ha convertido a Miami en esta especie de capital latinoamericana análoga.
Si exceptuamos las etapas iniciales de la Conquista, cuando la ciudad en América formó parte de un designio centralizado por la voluntad imperial y, más específicamente, por la regularidad de un clarísimo sistema de prescripciones respecto de cómo debía ser la fundación de ciudades, lo que caracterizó el desarrollo urbano en América Latina fue, como mostró José Luis Romero, la “progresiva diferenciación” de las ciudades en función “de las necesidades y las posibilidades que aparecieron luego en cada lugar y cada circunstancia”.[9]
De allí que la ciudad latinoamericana no pueda tomarse como una realidad natural –como tampoco podría serlo la “ciudad europea” o la “ciudad asiática”, por cierto–, menos que menos como una categoría explicativa de la diversidad de ciudades realmente existentes en América Latina. Y, sin embargo, si se examina la producción intelectual sobre la ciudad en nuestro continente, es imposible no constatar que la ciudad latinoamericana existe, pero de otro modo: no como una ontología, sino como una construcción cultural, como una idea que durante un período específico de la historia tuvo la capacidad de funcionar como una categoría del pensamiento social, una figura del imaginario intelectual y político en vastas regiones del continente. Y como tal puede ser estudiada y pueden ser reconstruidos sus itinerarios conceptuales e ideológicos, sus funciones políticas e institucionales en esa coyuntura específica de la región. En verdad, no es muy diverso de lo que podría decirse de la propia América Latina: la propuesta de estudiar estas categorías en su producción y realización históricas podría tomarse también como una propuesta más abarcativa para los estudios sobre el continente.
Pero detengámonos en esta definición de la ciudad latinoamericana como construcción cultural. Pese al carácter artificial de la categoría, la idea de construcción cultural busca ofrecer también una alternativa a la noción de “invención”, tan en boga en los estudios históricos cuando se trata de poner en evidencia procesos de construcción cultural que han sido opacos para sus propios protagonistas y que la historia ha naturalizado (esto es, “la invención de la nación”). Pero en el contexto latinoamericano, “invención”, como noción aplicada por el historiador, corre el riesgo de no poder hacerse cargo de la notable conciencia con que las élites políticas e intelectuales propusieron una y otra vez la necesidad de la invención como proceso connatural a la baja consistencia que encontraban en la realidad latinoamericana, una conciencia que, a su manera, continuaba aquella representación inicial de América como campo necesariamente abierto a la experimentación. Podría decirse que hay pocas cosas en América Latina –más aún en la ciudad desde su propio origen– que no se hayan planteado como invenciones, con una certidumbre sobre la operación que el uso de la misma categoría con fines analíticos puede llegar a opacar. ¿No había propuesto Sarmiento “inventar habitantes con moradas nuevas” como fórmula político-urbana para la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX? ¿Y no es una análoga voluntad –y la análoga conciencia de ella– lo que parece pasar del constructivismo de los fundadores de la nacionalidad moderna a los desarrollistas y vanguardistas del siglo XX, como vimos con Rama?
Lejos, entonces, de funcionar como el descubrimiento ingenioso del historiador o el crítico, la noción de “invención” debería remitirnos a una tradición intelectual latinoamericana, obligándonos a problematizar, al mismo tiempo, los supuestos ideológicos que subyacen en ella en la larga duración: la idea de América como continente nuevo, sin historia; la idea consiguiente de “continente vacío”, tanto en sus vertientes pesimistas (el fatalismo telúrico del ensayo de identidad), como optimistas (la visión de América como laboratorio de experimentación social y política); la idea de que toda innovación y todo progreso se abre camino en estas tierras a través de una productiva violencia cultural (la propuesta de implantar la civilización “de gajo”, como quería el pensamiento decimonónico); la convicción de las élites de su gran capacidad de maniobra para imponer esas nuevas realidades a medida. Con el agregado fundamental, que le pone límites estrictos a toda tarea hermenéutica, de que esos programas y esas visiones ideológicas han tenido la capacidad, como profecías autocumplidas, de producir efectos muy palpables en la realidad, transformándola de modo radical, aun cuando los resultados nunca hayan coincidido con los designios originarios.
Por ejemplo, es notable la relación entre la propuesta, típica de los intelectuales decimonónicos en el sur de América, de implantar la civilización “de gajo” y las políticas inmigratorias que se realizaron en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX en países como la Argentina. Y así como el balance del proceso inmigratorio que realizaron los grupos dirigentes fue desolador, también las ciudades y las regiones afectadas por aquel proceso cambiaron de raíz, introduciendo nuevos problemas y nuevos programas. De modo que la conciencia, muchas veces trágica, de ese desfasaje entre proyecto y realidad es otra constante de la historia intelectual latinoamericana, y la ciudad en este continente es, desde su propio origen “de gajo”, el mejor ejemplo de esta relación rica y contradictoria entre voluntad proyectual y existencia real.
En este sentido es que sostenemos que la ciudad latinoamericana es una figura de la imaginación social: existió mientras hubo voluntad intelectual de construirla como objeto de conocimiento y acción, mientras hubo teorías para pensarla y mientras hubo actores e instituciones dispuestos a hacer efectiva esa vocación. Y esas condiciones especiales, esa particular coyuntura histórica, tuvo lugar en un momento preciso: entre las décadas del cuarenta y el setenta del siglo XX.
Una coyuntura histórica
No es que la ciudad no haya sido siempre muy importante entre los temas del pensamiento social de los países latinoamericanos. Pero hasta la década de 1940 había sido siempre considerada en sus contextos nacionales, como se puede advertir tanto en el ensayo romántico –para el que la ciudad encarnaba un ideal cívico hacia donde encarrilar el sentido de la organización estatal-nacional y la producción de una ciudadanía moderna– como en el ensayo de identidad de la década de 1930 –para el que los males de la ciudad aparecían como cifra de los males de la nación. Por otro lado, desde la década de 1980 la ciudad latinoamericana ha dejado de expresar una realidad teóricamente productiva, atravesada por una ambivalencia paralizante entre dos polos. Hablamos de ciudad latinoamericana cuando nos referimos de modo general a las grandes metrópolis y sus problemas acuciantes: pobreza y marginalidad, fragmentación y violencia, tugurización de los centros históricos, urbanización descontrolada del campo, desequilibrios regionales. Y por otra parte, en los últimos años hemos desarrollado una importante cantidad de estudios (históricos, sociológicos, antropológicos, urbanísticos) sobre ciudades particulares de América Latina, que suelen demostrar la imposibilidad o, al menos, la improductividad, de las comparaciones y las generalizaciones. Así que cuando hablamos de la ciudad latinoamericana nos movemos en el registro de la denuncia catastrofista pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de mantener cierta distancia escéptica de la propia posibilidad de la enunciación, ya sea porque sabemos que los argumentos que usamos están idiosincráticamente apegados a la ciudad que mejor conocemos o, viceversa, porque esta nos resulta irreconocible en ellos. De tal modo, nuestras apelaciones a la ciudad latinoamericana oscilan entre la necesidad política de la identidad y la denuncia, y el escepticismo académico de la diferencia y la ponderación.
Entre las décadas de 1940 y 1970, en cambio, la ciudad latinoamericana no solo existió, sino que funcionó como un imán para una serie de figuras, disciplinas e instituciones que estaban conformando el nuevo mapa intelectual, académico y político del pensamiento social latinoamericano. Una peculiaridad que marca la coyuntura es la sincronía entre el nuevo protagonismo de la ciudad en América Latina, a partir de las migraciones masivas desde la década de 1940 (la “explosión urbana”, de acuerdo con la terminología de la época), y la extraordinaria productividad intelectual de la cuestión: la simultaneidad de los procesos de conformación de la ciudad como problema demográfico, social y político, la elaboración de políticas específicas para la ciudad y el territorio acordes con el conocimiento internacional disponible más avanzado, y la tematización de la ciudad en las ciencias sociales y humanas.
Así aparece con claridad en el ejemplo de Caracas y, más en general, del sistema urbano-territorial venezolano: entre las décadas de 1940 y 1960 Caracas sufre su crecimiento explosivo, por el que casi se duplica en cada década (de 350.000 habitantes en 1941 a 690.000 en 1951, 1.300.000 en 1961 y 2.200.000 en 1971), y de forma casi simultánea, desde la segunda mitad de los años cuarenta, los temas de la planificación urbana y regional van a recibir un examen sistemático, al día con las principales líneas del debate internacional, con la creación de instituciones como la Comisión Nacional de Urbanismo en 1946, la Corporación Venezolana de Fomento en 1947 y la Oficina Central de Coordinación y Planificación en 1958.[10] Ya que, gracias a la inestimable ayuda de la riqueza petrolera que, desde la dictadura de Pérez Jiménez, se volcó en buena medida en obras públicas de vivienda e infraestructura urbana y territorial, Venezuela pudo contar con la presencia de figuras internacionales, desde Maurice Rotival, en la tradición del urbanismo francés, hasta Francis Violich y John Friedmann en las diferentes camadas de planificadores norteamericanos contemporáneos. A diferencia de las giras de promoción de sus ideas de los urbanistas destacados en la primera mitad del siglo, estos se instalaron por largos períodos y realizaron estudios y propuestas en interacción con los técnicos y las instituciones locales.[11]
En este sentido, la experiencia del polo de desarrollo de Ciudad Guayana a comienzos de los años sesenta, desarrollada por el Joint Center for Urban Studies del MIT y Harvard debería considerarse uno de los experimentos mundiales más avanzados de su tiempo. Y desde la creación de la Sociedad Venezolana de Planificación en 1958 y del Centro de Estudios del Desarrollo (Cendes) en la Universidad Central de Venezuela en 1961, todos estos procesos fueron monitoreados, analizados y criticados por diferentes camadas de expertos en ciencias sociales, en una intensa y productiva confraternidad latinoamericana e internacional con el auspicio de la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe (Cepal) y la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP). Son notorias, por ejemplo, las estadías de estudio y trabajo en el Cendes de figuras como Fernando Henrique Cardoso y Milton Santos, o los cursos de economía espacial de Walter Isard, en un marco de orígenes nacionales ya muy diversificado, comenzando por el hecho de que el centro fue fundado por el chileno Jorge Ahumada (que venía de Cepal), en una situación que se extremaría en los años setenta a partir de las dictaduras militares en el Cono Sur, ya que Caracas, con México, fue uno de los principales sitios de refugio para el exilio intelectual.
Así, el sistema urbano y territorial venezolano, en el mismo momento en que se transformaba de modo radical, funcionaba como un laboratorio para las teorías que se estaban elaborando contemporáneamente y para la consolidación de una suerte de internacional latinoamericana de expertos en ciencias sociales y urbanas (que tenía en Chile, como veremos, otro foco de conformación). Es sabido que ciudades como Buenos Aires, Montevideo o San Pablo ya eran metrópolis importantes en los años cincuenta, pero también su conversión en casos para una teoría de la ciudad latinoamericana se hace posible en el marco de la explosión urbana en todo el continente y de la preocupación por la planificación territorial en cada uno de esos países, en los que las ciudades mayores comienzan a verse como partes de una red urbana mucho más compleja, a la que se aspiraba articular.
En esos mismos años, el historiador italiano Leonardo Benevolo iniciaba una de las primeras historias del urbanismo europeo de los siglos XIX y XX con la constatación pesimista de que “la historia del urbanismo moderno es al comienzo una historia de hechos desnudos”, ya que la reflexión sobre la ciudad surge siempre a posteriori y solo puede pensarse como “intervención reparadora”.[12] Producto de los cambios introducidos por la Revolución Industrial, Benevolo señalaba ese destiempo como el pecado original del urbanismo; para el pensamiento urbano progresista de la época, se trataba de una de las razones principales de su crisis: la propia empresa de hacer la historia de una disciplina de pretensiones científicas como el urbanismo surgía de esa percepción de un estado de crisis, puesto en evidencia para todos los contemporáneos con las intervenciones en las ciudades europeas destruidas por la segunda guerra. Este contraste con el ánimo con que en América Latina se experimentaba la sincronía entre transformación urbana y pensamiento planificador permite entender la fuerte atracción internacional de la ciudad latinoamericana, el optimismo que irradiaba entre los técnicos que se acercaban de todas partes. Y también permite comprender mejor la afirmación de José Medina Echavarría y Philip Hauser en uno de los primeros seminarios sobre la urbanización en América Latina, realizado en Santiago de Chile en 1959, no como una frase de ocasión, sino como una convicción de época: si “el desarrollo de la urbanización en los países más avanzados se hizo en forma no querida, regulada tan solo por las fuerzas espontáneas del mercado”, lo que redundó en un “elevado precio en sufrimiento humano”, en los países en desarrollo, en cambio, “una planificación inteligente y previsora” podría “aminorar en lo posible todos sus aspectos negativos”.[13]
En este sentido, la ciudad latinoamericana (como categoría del pensamiento y como realidad urbana, social y cultural) no solo ilumina aspectos poco conocidos del período, sino que le da una nueva inteligibilidad, al ofrecer claves de sus derroteros, mostrar las instituciones que se conformaron en él, sus redes intelectuales y sus proyectos de intervención, como la pieza faltante que permite entender todo ese período como un ciclo de la imaginación social latinoamericana, desde el optimismo modernizador de la planificación a su inversión crítica radical.
Ese ciclo se produjo en una encrucijada de factores. Por una parte, la consolidación de la sociología funcionalista y la teoría de la modernización, que le otorgan a la ciudad un rol central como agente inductor dentro de la definición weberiana de la modernidad: la ciudad comienza a ser vista como motor de la modernización social, en íntima relación con el desarrollo de las fuerzas productivas y la consolidación de poderes políticos centralizados. Por otra parte, la explosión urbana en el Tercer Mundo, gran novedad sociológica de la posguerra a la que las teorías de la modernización y las políticas del desarrollo iban a dedicar sus principales energías. Hoy podemos ver hasta qué punto ambas dimensiones, la del pensamiento y la de la dinámica urbana, forman una ecuación de época; el modo de procesar en términos funcionalistas esa peculiar explosión urbana en países que no tenían análogos desarrollos industriales o políticos implicó una interpretación necesariamente parcial de Weber, de modo que lo que había sido originalmente pensado como un proceso histórico-cultural occidental (la modernidad), se convirtió en un complejo técnico de difusión de la civilización industrial como modelo de desarrollo universal (la modernización).[14] Es entonces cuando la ciudad puede aparecer como máquina de tracción de pautas modernas de vida en regiones que carecían de ellas, como “polo de desarrollo”, por utilizar un término de la época.
Esa coyuntura es internacional y se pueden encontrar propuestas similares para los más diversos sitios del entonces llamado “mundo en desarrollo”; más aún, dentro de él, serían algunos países asiáticos, mucho más que los latinoamericanos, la prioridad para los organismos internacionales y la política de asistencia estadounidense en la segunda posguerra, ya que se consideraba que iba a ser en aquel continente donde se iba a definir el nuevo diseño del mundo que surgiría después de la guerra. Sin embargo, cuando dentro de esa agenda de temas del desarrollo enfocamos en la cuestión urbana, notamos que Latinoamérica aparece bajo una luz especial, como una región privilegiada para el cambio y como un campo de prueba a la medida de la hipótesis modernizadora. Porque, a diferencia de lo que ocurría en los países asiáticos y en otras regiones del Tercer Mundo, en América Latina no solo se estaba llegando a una proporción de población urbana similar a la de las regiones más desarrolladas, sino que, todavía más importante, se trataba de una región que había sido incorporada ab initio a la modernidad occidental a través de la ciudad, la región en la que, posiblemente por primera vez en la historia humana en esa escala, la ciudad había cumplido el rol de avanzada civilizadora en un territorio extraño.[15]
Ese es el marco en el que se formaliza el desafío para las políticas modernizadoras en el continente: ¿cómo acelerar la urbanización sin exacerbar los problemas asociados con el crecimiento urbano?[16] Los dos estadios atribuidos a la ciudad por el pensamiento social de la época, el deseado y el que se verificaba en la realidad de la urbanización latinoamericana, fueron identificados con extrema transparencia por Marcos Kaplan en un comentario a la obra de Jorge Enrique Hardoy, una de las figuras principales en la constitución de la red de pensamiento urbano latinoamericano. Por un lado, señalaba Kaplan, se partía de la premisa de que la ciudad
puede y debe cumplir un papel central y positivo. Puede constituir en sí misma la expresión y el resultado de un desarrollo autosostenido, actuar como agente y como mecanismo de cambio socioeconómico y de modernización, crear o ampliar alternativas ocupacionales, institucionalizar cambios de actitudes, incorporar las normas y los valores de una sociedad industrial, generar nuevas pautas de comportamiento político y alterar en sentido democratizante el equilibrio de fuerzas y el sistema de poder. A esta acción intrínseca la ciudad puede agregar una función de integración, actuando como disolvente del aislamiento de las áreas rurales, como mecanismo de cambio y de incorporación de aquellas al sistema nacional, a lo que podría agregarse su papel eventual en un proceso de integración latinoamericana.
Por otro lado, el diagnóstico sobre las realidades urbanas no dejaba dudas:
La gran ciudad latinoamericana se caracteriza así por la violencia y el desorden de su expansión demográfica y física. Crece irregularmente, se hipertrofia sin dirección, combina la excesiva densidad con la falta de verdaderos centros, de estructura y de identidad. Las densidades poblacionales excesivas coexisten con las insuficientes. La dispersión refuerza el continuo aumento del costo de bienes y servicios por persona atendida. La urbanización no modifica ni destruye las fuerzas y las estructuras del atraso; se integra en ellas y las refuerza.[17]
El desfasaje aparece como dramático, pero en las ideas que primaron en los años cincuenta y buena parte de los sesenta sobre los modos y las posibilidades de salvarlo, en las respuestas que se ofrecieron y en el rol que para ello se le asignó a la ciudad, primó aquella mirada esperanzada, que ponía al continente como el lugar donde podía llevarse adelante la verdadera modernización que evitara los costos que los países desarrollados venían descubriendo desde la segunda posguerra. Solo se necesitaba relevar los problemas y formular las preguntas adecuadas, capacitar a los técnicos y estudiar las mejores respuestas, para asentar sobre esa base sólida –científica– los planes con que los gobiernos esperaban actuar. La ciudad latinoamericana se produce entonces como una figura clave de la teoría social, desde el meridiano teórico del funcionalismo norteamericano, panamericanizado en la segunda posguerra en una densa red de instituciones (Unesco, Cepal, SIAP, fundaciones Ford y Rockefeller, etc.). Con dos consecuencias fundamentales: buena parte de las categorías que produjeron los cientistas sociales, especialmente norteamericanos, tienen a ciudades latinoamericanas como laboratorio; y el propio campo de las ciencias sociales latinoamericanas se forma bajo esos auspicios (y bajo esa tensión operativa que llevaría el nombre de planificación). Un ejemplo prominente de lo primero es que dos categorías clave que recorren el ciclo, continuo folk-urbano (la teoría de un proceso civilizatorio común a toda la humanidad entre un polo tradicional y otro moderno) y cultura de la pobreza (que busca probar la existencia de una cultura, propia de los migrantes, que introduce lo tradicional como parte inescindible de lo moderno), son producidas por Robert Redfield y Oscar Lewis, respectivamente, a través de la observación de los procesos de transformación urbano-territorial de México (en Tepoztlán, México DF y Yucatán), como parte de un debate fundamental sobre los procesos de modernización y el rol de las migraciones rurales en ellos, derivado típico de la Escuela sociológica de Chicago. Un ejemplo claro de lo segundo es la presencia de los temas urbanos y regionales en las agendas de las instituciones latinoamericanas de ciencias sociales desde su propia creación, o las relaciones entre desarrollo y planificación urbana y regional en las políticas públicas de los países latinoamericanos en los años cincuenta y sesenta, bajo el auspicio de la Cepal o el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Curiosamente, y contradiciendo en buena medida las interpretaciones esquemáticas que suelen hacerse del funcionalismo, todo ese despliegue no careció de un fuerte voluntarismo constructivista, de modo que el mainstream del pensamiento social repropuso con su optimismo aquella vertiente ya tradicional del imaginario social latinoamericano, depositando en el continente una serie de aspiraciones que lo convertían una vez más en tierra de promisión para la construcción ex novo de Occidente. Así parecían ratificarlo la creación de ciudades nuevas, como la mencionada Guayana, y, más importante aún, Brasilia, el sueño de la ciudad moderna como solo se podía volver realidad en un continente “condenado a la modernidad” (de acuerdo con la fórmula acuñada por el crítico brasileño Mário Pedrosa). Por eso, como mostramos en la cita inicial de este apartado, Hardoy podía reunir en 1965 toda aquella serie de iniciativas (Guayana y Brasilia, las rutas interiores, las grandes infraestructuras, un nuevo esquema de urbanización), presentándolas en una visión articulada del proceso de cambio en el continente, la “expresión de una nueva América Latina que se desprenda de los límites del pasado y busque en la idea de integración la expresión de su modernización”.[18]
Las fases del ciclo
Apenas nueve años después, otra cita de Hardoy nos permite ilustrar de modo más claro la idea del ciclo, nuestra hipótesis de que, si a partir de finales de los años sesenta se entra en una fase muy diferente, de convicciones y estados de ánimo en buena medida opuestos en relación con la ciudad latinoamericana, ambos momentos componen un corpus unitario:
En el desarrollo del sistema capitalista no es posible pensar que los grupos opresores y oprimidos coincidan en los objetivos y en los alcances de las políticas nacionales de urbanización, ni en proyectos de sociedad futura de los cuales los procesos de reforma agraria y urbana forman parte,
escribía junto con Oscar Moreno en 1974.[19] Del optimismo modernizador del alegato tecnocrático al reconocimiento desencantado de sus limitaciones políticas: se trata de un ciclo que describe una completa generación de estudiosos, reconocible también en los programas y lineamientos de la red de centros de investigación que se estructuró en la oleada modernizadora, pero que continuó muy activa en su reflujo. Hardoy, arquitecto por la Universidad de Buenos Aires, con estudios de posgrado en planificación en la de Harvard, es una figura paradigmática para conducirnos en ese periplo, como “promotor académico” –la acertada caracterización es de Alejandra Monti–, animador principal de esa red desde comienzos de la década de 1960 al crear varias instituciones en la Argentina, liderar grupos de investigación y organizar congresos, movilizar cantidad de recursos de fundaciones internacionales hacia las investigaciones urbanas, dirigir la SIAP y montar su editorial a comienzos de la década de 1970; un periplo que, si bien no concluye, encuentra un momento definitorio con su exilio en Londres a partir del golpe de Estado de 1976 en la Argentina, acompañando el eclipse general del ciclo.[20]
La primera cita que usamos como acápite es un condensado de las convicciones desarrollistas, del entusiasmo modernizador de la primera fase del ciclo de la ciudad latinoamericana. Una fase en la que la perspectiva funcionalista define los temas principales vinculados al problema de la transición de la sociedad preindustrial a la sociedad moderna, en su peculiar encarnación latinoamericana, es decir, como ejemplo de las regiones o los países que “llegaron después” al momento de la “gran transformación”, en los términos clásicos de Karl Polanyi.[21]
En este marco teórico y cultural, puesto por las coordenadas no siempre concordantes del desarrollismo, el funcional-estructuralismo, la planificación regional y la economía espacial, las ciudades de la región eran percibidas con una ambigüedad que oscilaba entre la esperanza y la desconfianza: como puertas maestras de una corriente de ideas y estilos de vida que iba a liberar a América Latina de las cadenas del tradicionalismo y el subdesarrollo, incorporando las grandes masas de población rural a las nuevas pautas, económicas, sociales y políticas de la vida moderna; pero, al mismo tiempo, como monstruosos organismos parásitos, que succionaban la savia vital de sus países. Como se ve, esto enlazaba, inadvertidamente, las principales certidumbres de la planificación y la sociología urbana de la época (cuyo ideal estaba en el modelo de urbanización clásico europeo, con su miríada de ciudades pequeñas distribuidas en un territorio homogéneo) con la más larga tradición de la ensayística de interpretación nacional. Muy pocos mostraron en su momento estas sintonías escandalosas, ya que se suponía que los parámetros cientificistas constituían un estadio superador del intuicionismo de los literatos o los sociólogos impresionistas. Uno de ellos, seguramente el más agudo y mordaz de los intelectuales del período dedicados a los asuntos urbanos, fue Richard Morse, que apeló a los textos de Juan Agustín García y Joaquín Capelo, Gilberto Freyre o Ezequiel Martínez Estrada; y no hay que olvidar que La cabeza de Goliat, de 1940, le puso un sello indeleble a la comprensión del problema que la sociología urbana, más de una década después, iba a bautizar como “primacía”: el fenómeno de las ciudades desproporcionadamente grandes que concentran toda la vida económica, política y cultural de su nación, típico de la configuración urbana latinoamericana desde la misma colonización.
Esa fase formativa del ciclo transcurre, en líneas generales, entre los años cincuenta y finales de los sesenta. Podría decirse que fue, justamente por su carácter formativo (en términos de la creación de problemas, conceptos, instituciones), el período de mayor productividad. Como no podía ser de otro modo, dada la intensidad política de la problemática urbana, estuvo atravesado por crisis y mudanzas teóricas, de modo que buena parte de las polémicas y los conflictos que caracterizarán a la segunda fase del ciclo deben entenderse como producto del despliegue dialéctico de esta primera fase, despliegue protagonizado, como buscamos ejemplificar con las citas de Hardoy, por el mismo grupo de figuras e instituciones. El itinerario teórico-político de la Cepal o la SIAP, o de centros nacionales como el Cendes de Venezuela, el Centro de Estudios Urbanos y Regionales (CEUR) de la Argentina o el Centro Interdisciplinario de Desarrollo Urbano (CIDU) de Chile, son ejemplos inmejorables del pesimismo que comienza a primar en la segunda fase del ciclo sobre las posibilidades de cambio que residen en la ciudad; un pesimismo que, como se adelantó a propósito de Rama, no disminuirá el optimismo sobre las capacidades de América Latina para producir la transformación necesaria, pero esta vez por vía de una revolución que, como parecía mostrar el ejemplo cubano, no podía ya producirse en la ciudad, sino que debía llegar de fuera de ella, del campo, ese par antagónico en la historia latinoamericana.
En rigor, el proceso de revisión teórico-conceptual comenzó ya en la primera fase del ciclo, hacia los años cincuenta, ante la evidencia de que ciertos postulados de la teoría de la modernización condenaban la realidad de la urbanización latinoamericana al lugar de la anomalía. Esto es claro en los textos de Gino Germani o Phillip Hauser, que de diversas maneras advierten los límites de la capacidad explicativa de nociones como sobreurbanización o primarización (ya en 1958 Harley Browning alertaba sobre la exageración de los ataques contra la “naturaleza parasitaria” de las grandes capitales de América Latina), o sobre la misma dicotomía tradicional/moderno, nociones que trasladaban, compactos, moldes teóricos que terminaban caracterizando a la ciudad latinoamericana como patología, desviación de la norma dictada por la modernización occidental.[22]
Pero el progresivo distanciamiento que promovía la búsqueda de categorías y explicaciones específicas fue derivando, desde mediados de los años sesenta, hacia una completa inversión de las certidumbres modernizadoras, a medida que se iba reemplazando la clave del desarrollo por la de la dependencia. Así, si el primer movimiento de revisión había mostrado los desajustes de la teoría de la modernización respecto del camino de la urbanización latinoamericana hacia el desarrollo, el segundo buscaba mostrar que, en las condiciones de dependencia, la urbanización era uno de los factores del subdesarrollo y la explicación de su perpetuación. Ya no las formas de comprensión, sino los propios valores asignados a la ciudad y a la modernidad comenzaban a ser puestos en cuestión, como se percibe en los trabajos de Aníbal Quijano, uno de los principales teóricos de la “urbanización dependiente”, quien elaboró su obra desde la segunda mitad de los años sesenta en la Cepal.[23]
La mutación del desarrollo a la dependencia también supondrá, progresivamente, una mutación de los paradigmas del estructural-funcionalismo de la sociología de la modernización (de origen “panamericano”, digamos, por llamar de algún modo a esa combinación de sociología norteamericana y estructuralismo cepalino) a los del estructuralismo marxista (por lo general, althusseriano) de la sociología urbana francesa, con el protagonismo de la figura ascendente de Manuel Castells, el sociólogo español cuya experiencia en la Santiago de los albores de la “vía chilena al socialismo” fue decisiva. Castells estuvo instalado en Santiago, con intermitencias, entre 1966 y 1972, mientras elaboraba su libro La cuestión urbana, publicado en París en 1972 con gran impacto en el debate internacional sobre la ciudad.[24]
La Santiago de la segunda mitad de los años sesenta era un lugar a medida para reflexionar sobre la cuestión urbana, por varias razones en las que nos detendremos en diferentes partes del libro: por el alto nivel de movilización y organización popular en torno a los temas del suelo urbano y la vivienda; porque Chile fue uno de los países que más temprano había comenzado políticas activas de planificación del territorio que demostraron una gran continuidad; y por la concentración de instituciones transnacionales dedicadas al hábitat popular y a la planificación, como segmento especializado dentro de la notable aglomeración institucional que había llevado a considerar a la capital chilena como la “Ginebra de América Latina”. Allí se formaban y socializaban los principales expertos del continente, ante la presencia de figuras de las diferentes camadas del pensamiento latinoamericano, como Raúl Prebisch, José Medina Echavarría, Albert Hirschman, Celso Furtado, Osvaldo Sunkel, Fernando Henrique Cardoso, Aníbal Quijano, etc.; se creó un programa especial de la Fundación Ford, dirigido por John Friedmann, para asesorar al gobierno de Frei; a nivel universitario, desde 1964 existía un curso de especialización de grado en Planificación Urbana y Regional dictado por el Instituto de Vivienda, Urbanismo y Planeación (Ivuplan) de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile, y en 1966 se formó el CIDU de la Universidad Católica –con apoyo académico y financiero también de la Fundación Ford–, que a lo largo de los años sesenta conoció un importante proceso de politización. Esto puede dar alguna idea del modo en que fueron acumulando intensidad las experiencias y los debates a lo largo de más de una década en el momento de la asunción de Allende al gobierno, cuando, como tantas otras cosas de la política chilena, los temas de la transformación urbana y rural se radicalizarían.
Ahora bien, esta intensificación de la experiencia reformista chilena hasta culminar en el peculiar experimento de socialismo que emprende Allende es una de las explicaciones de que el golpe militar de Augusto Pinochet, en septiembre de 1973, además de su significado político y de su cruenta realidad (pero también justamente por ellos), sea el acontecimiento que con fuerza de símbolo señala el inicio del fin para el esplendor latinoamericanista, la estación final de esos “catorce años prodigiosos” que habían comenzado con la Revolución cubana. Curiosamente, los acontecimientos extremos que definen esta fase ponen frente a frente a dos de los laboratorios más importantes de América Latina en nuestros temas en esos años, Cuba y Chile. Porque también Cuba, que durante los años cincuenta había participado de las redes panamericanas de pensamiento urbano, después de la Revolución llevó adelante una intensa política de reorganización urbana y territorial tras los mismos objetivos compartidos de la planificación regional modernizadora que campeaba en todo el continente, con eje en la distribución homogénea de pequeños y medianos asentamientos, como muestra el resonante proceso de integración rural-urbana. Pero con un agregado que sería decisivo en las representaciones sobre la planificación urbana y regional en los años siguientes, ya que ese proceso supuso una desconcentración de La Habana que tuvo la capacidad de combinar las certidumbres técnicas que recorrían todo el ciclo en el continente (de indudable matriz reformista y anglosajona) con valores políticos mucho más específicos de la Revolución cubana, especialmente su desconfianza hacia la ciudad capital, a la que veía como síntesis cultural e ideológica del régimen depuesto y último bastión social por conquistar para una revolución que se representaba como llegada de los montes y el interior campesino.
Lo cierto es que el fin abrupto del experimento reformista chileno, de frente a la continuidad exitosa de la experiencia cubana y en el marco de la radicalización ideológica en todo el continente, tuvo algunas consecuencias importantes. La primera, cristalizar la convicción, que ya se había generalizado, de que no había reforma urbana o territorial posible dentro del sistema capitalista: el cambio político debía preceder a los cambios en las relaciones de la sociedad con el territorio, y todo lo que intentara invertir ese orden histórico estaba condenado al fracaso. La segunda, y de modo consecuente con esta preeminencia de la política, impedir la revisión de las ideas específicas sobre la ciudad y el territorio: si la misma reforma, con similares postulados teóricos, podía triunfar en Cuba y no en Chile, los errores no podían ser adjudicados entonces a las ideas técnicas, sino a la política. Esto tuvo un peso fundamental en la propia definición del rol de planificador –que pasó de ahí en más a ser o un propagandista en foros internacionales de una planificación imposible, o un crítico de las estructuras y del reformismo que había pretendido cambiarlas a través del saber técnico–, y congeló en América Latina, durante más de una década, un debate teórico sobre la planificación urbana y regional que en ese mismo momento estaba comenzando con fuerza en Europa. La tercera, sentar aquella convicción de que la ciudad estaba incapacitada para la transformación: la pérdida de confianza en el desarrollo había significado, desde finales de los años sesenta, una creciente pérdida de confianza en el Estado capitalista para promover el cambio y en la ciudad como su principal agente, y el contraste entre las experiencias chilena y cubana parecía dar ahora razones abundantes.
La ambigüedad de la primera camada de especialistas frente a la gran ciudad se definió con más claridad hacia posiciones antiurbanas en el pensamiento social. Esta visión crítica de la ciudad ya no tenía en la mira solamente la concentración económica y las disparidades regionales, sino el propio rol de la ciudad como agente social de reproducción del sistema capitalista y de sus clases medias como factor contrarrevolucionario. Y es que, como había anunciado ya Horowitz en 1966, por el carácter específico que la dicotomía urbana-rural asumía en las condiciones de dependencia de América Latina, “la ciudad se convierte en el área reformadora” (“representación de las necesidades y ambiciones de la clase media”) y el campo “se vuelve la zona revolucionaria” (en rigor, la “expresión polarizada de la reacción y la revolución: de las soluciones totales para los problemas totales”).[25] Este parecía ser, en definitiva, el rol de los migrantes rurales en la ciudad: introducir su presencia desestabilizadora ante la inviabilidad de una cooptación reformista como la que habían sufrido los sectores obreros tradicionales.
Y así, luego de tres décadas en que la explosión urbana había relativizado la centralidad de la cuestión rural en la cultura latinoamericana, se asistía a una nueva inversión, que resituaba por completo la oposición campo/ciudad. Pese a la modulación discursiva dominante en el pensamiento urbano, que incluía tanto la asepsia de la economía espacial como la hiperpolitización de las diferentes vertientes marxistas, esa nueva inversión iba a contribuir decisivamente con el progresivo acoplamiento entre la revisión de los valores de la ciudad y la modernidad y las visiones antiurbanas de la teoría de la dependencia.
De tal modo, la caída sin retorno del reformismo viene a confirmar toda una línea de pensamiento, ya esbozada en las ciencias sociales, que había decretado el fracaso del proyecto desarrollista en tanto proyecto de encuentro virtuoso entre el Estado, los técnicos y las necesidades sociales. Luego de haberse reunido con todos los saberes, el técnico no encuentra interlocutores, no solo porque en varios países se hubiera pasado entretanto de democracias a dictaduras (en una secuencia iniciada en Brasil en 1964), sino fundamentalmente porque en ese pasaje se había puesto en evidencia el verdadero rostro del poder:
las clases y grupos que presumiblemente deberían estar interesados en el desarrollo, el cambio, la democratización, la modernización y la autonomía externa, parecerían carecer hasta hoy de la madurez, la organicidad, el dinamismo y la voluntad para imponer las transformaciones estructurales requeridas.[26]
Esa es la señal que hace mutar la propuesta de acción técnica en crítica: así, los técnicos aspirarían a colaborar con la otra acción, popular, masiva, la única que aparece entonces como válida. Podría decirse que en este cambio se reinventa la sociología urbana como crítica a la ideología del Plan.
Rutas panamericanas: vías para pensar (una vez más) las relaciones con los Estados Unidos
¿Cómo convalidamos la naturaleza desigual del encuentro de América Latina con Estados Unidos y, a la vez, escribimos una historia que sea sensible a la cultura, multívoca e interactiva?
Gilbert Joseph, 1998[27]
Las recurrentes menciones que hemos hecho hasta aquí de ideas, figuras e instituciones de los Estados Unidos ya deben haber dado una buena medida de su centralidad en todo este ciclo de la ciudad latinoamericana. El proceso de intercambio Norte-Sur en estos temas fue, en efecto, definitorio, y no podría haber sido de otro modo, habida cuenta de que ese ciclo coincide con el período en que Estados Unidos expande su poder como protagonista casi excluyente en la definición del nuevo orden del mundo surgido de la guerra, pone el horizonte conceptual con el cual ese mundo va a ser pensado en las siguientes décadas –las nociones de modernización y desarrollo, en primer lugar– y, de modo más específico, se vuelve hegemónico el dispositivo de conocimiento social que venía produciéndose hacía tiempo en la academia estadounidense –con especial originalidad en el área del pensamiento sociourbano–, identificado desde entonces con el método científico tout court, con un impacto decisivo en la renovación tanto intelectual como institucional de las ciencias sociales en todo Occidente. Era imposible que América Latina (tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios, como afirma sobre México la célebre frase) no se norteamericanizara en el mismo momento en que el conjunto del mundo occidental lo hacía. Y, sin embargo, basta señalar ese dato obvio del período para advertir al instante que las implicancias de esa expansión son especialmente complicadas en los países latinoamericanos, por la peculiaridad de las relaciones establecidas entre ambas Américas, en términos culturales y políticos, al menos desde finales del siglo XIX.
Un intelectual europeo como Cesare Pavese, comunista por añadidura, todavía a finales de los años cuarenta podía celebrar la cultura norteamericana como una “espiral de libertad”, un “laboratorio del mundo moderno”; se trataba de una manifestación más de la admiración con que un sector de la izquierda occidental había interpretado el Amerikanismus, sinónimo de la grandeza y la rudeza purificadoras de la civilización moderna, de la osadía para producir el futuro sin las trabas opresivas del pasado siempre presente en el Viejo Mundo.[28] Pero en América Latina, mucho antes de la Guerra Fría, por lo menos desde la guerra hispano-estadounidense y la expansión de los Estados Unidos en Centroamérica –detonantes de lo que Oscar Terán llamó el “primer antiimperialismo latinoamericano”–, iba a ser muy difícil separar las representaciones culturales sobre esa nación de sus roles políticos y sus negocios en el Sur, que una y otra vez iban a desmentir buena parte de sus proclamados fundamentos liberales y modernos, hasta el punto en que cultura, política y negocios llegarían a ser interpretados como una única cosa, la alienante combinación del Pato Donald y la Coca Cola.[29]
Esa cercanía seguramente ha vuelto tan difícil como inevitable examinar una y otra vez las relaciones con los Estados Unidos, delineando una tradición literaria entre nosotros: alcanza con mencionar solo una de sus líneas, el largo y prolífico uso de las metáforas shakesperianas de La tempestad, entre el antiutilitarismo idealista del Ariel de Rodó y la epifanía ibérica de El espejo de Próspero de Morse, sin olvidar el Calibán insurrecto de Fernández Retamar, entre tantos otros, para notar que desde muy temprano los Estados Unidos han sido pensados como el otro de América Latina, una relación siempre triangulada, por cierto, con la “cultura europea” (un ente tan inexistente, pero tan real en las representaciones, como la misma “cultura latinoamericana”). Por eso, también, las relaciones entre los países latinoamericanos y los Estados Unidos de Norteamérica se han convertido en un tema ya clásico de estudio, que, si tradicionalmente estuvo enfocado en la diplomacia, los intereses políticos y económicos, en las últimas décadas ha recibido el impulso de una nueva camada de aproximaciones originales, tanto en el norte como en el sur, sobre los más variados territorios de la cultura.
Sin embargo, una dimensión importante de esas relaciones como la que se trata en este libro, la cultura urbana y territorial, ha sido todavía muy poco abordada. Han comenzado a realizarse algunos estudios importantes pero puntuales, por lo general sobre casos específicos de alguna institución o figura norteamericana con presencia en una región, o más habitualmente, alguna ciudad de América Latina, pero no disponemos de aproximaciones más generales, que permitan desarrollar un debate amplio sobre los modos en que tales relaciones pueden pensarse. Y como todo indica que la cultura urbana y territorial es un prisma a través del cual los problemas historiográficos y conceptuales que involucran esas relaciones quedan expuestos en ángulos singulares, me pareció necesario dedicar una parte de esta apertura al esbozo de un cuadro general, de modo que este ciclo de la ciudad latinoamericana, tan rico en relaciones interamericanas –hasta los nombres para designarlas distan de ser simplemente denotativos, atravesados de proyectos, engaños y decepciones–, quede adecuadamente presentado. Ya que la emergencia de la red de pensamiento urbano latinoamericano que busco reconstruir no puede ser concebida por fuera de esos vínculos, he optado aquí por llamar esa trama las “rutas panamericanas”.
Si todos los nombres con que podemos designar las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina están necesariamente connotados, este busca restituir, de modo metafórico, una instancia material en ellas, un fragmento de la utopía de la comunicación de las culturas técnicas y políticas en América que orientó muchas acciones y voluntades al sur y al norte: la idea –de claros matices saintsimonianos– de un camino que uniera las diversas partes del continente surgió en la Primera Conferencia Panamericana de 1889-1890 en Washington, en uno de los más tempranos intentos de constitución del sistema interamericano; se convirtió en una propuesta concreta en la V Conferencia realizada en Santiago de Chile en 1923; pero logró un convenio específico firmado por una mayoría de países recién en 1937, ya en medio de la cooperación más plena abierta por el contexto de la Segunda Guerra Mundial y de la expansión de la idea de planificación; y comenzó su trazado en los años cuarenta, cuando esa cooperación comenzó a recibir mayores recursos de los Estados Unidos, y la Unión Panamericana fue incorporada a la novísima Organización de Estados Americanos. No voy a abordar aquí la historia específica de la Ruta Panamericana, pero alcanza con decir que su ideación y realización fueron acompañando los diversos estadios de las relaciones interamericanas desde su mismo origen, de modo que la metáfora de la conexión gana todo su sentido: una conexión nada lineal, poblada de obstáculos, contradicciones y malentendidos, y que, como la propia carretera, no ha culminado en la forma de una simple vía bidireccional, sino de una red abierta y problemática.[30]
Ese carácter complejo puede ser ejemplificado en nuestro tema a través de una anécdota: en 1958 el arquitecto chileno Hernán Larraín Errázuriz se negaba a incorporarse a la SIAP, recién constituida en Puerto Rico, argumentando que toda la política interamericana era simple propaganda para la infiltración de los intereses norteamericanos en América Latina, organizada mediante becas, viajes de estudio y programas de asistencia técnica, y sostenida en instituciones como la Sección de Vivienda y Planificación creada por la Unión Panamericana, el Centro Interamericano de Vivienda (Cinva) que la OEA había abierto en Bogotá, la SIAP o las fundaciones Ford y Rockefeller.[31] En verdad, el fondo de la disputa era ya un clásico de las relaciones panamericanas en plena Guerra Fría: Larraín Errázuriz acusaba al presidente de la SIAP, el planificador portorriqueño Rafael Picó, entonces ministro de Hacienda de Puerto Rico, de funcionar como una marioneta de los Estados Unidos –de hecho, por la particular situación institucional de Puerto Rico como Estado Libre Asociado de la Unión, sus funcionarios solían actuar indistintamente como delegados de ambas naciones en las reuniones interamericanas–. Pero, al mismo tiempo, en la Comisión Directiva de la SIAP se encontraban algunas de las figuras clave de la modernización reformista urbana y territorial latinoamericana, como el peruano Luis Dorich o el venezolano Luis Lander –figuras, por añadidura, con formación de posgrado e incluso experiencia profesional en los Estados Unidos–, a quienes el propio Larraín Errázuriz reconocía como técnicos prestigiosos, aunque en su perspectiva quedaran enredados en las interesadas tácticas de Picó.
Como se ve, la anécdota nos introduce de lleno en el papel protagónico que las instituciones panamericanas tuvieron en el ciclo y, en especial, el que jugó Puerto Rico, cuya importancia decisiva ha sido por lo general muy poco apreciada –o directamente ignorada– seguramente por el delicado lugar cultural y político que siempre ha ocupado la isla tanto para los países latinoamericanos como para los Estados Unidos. Por supuesto, también muestra con claridad el modo en que la politización de la idea de América Latina a lo largo de la década de 1950 (y en particular de la de 1960) iba a socavar el ideario panamericano; pero, al menos en el campo que analizamos, eso no iba a impedir crecientes formas de interacción y colaboración. Y en ese marco, uno de los principales dilemas al analizar las relaciones técnicas e intelectuales entre América Latina y los Estados Unidos al que nos enfrenta la intervención de Larraín Errázuriz es la necesidad de asumir al mismo tiempo que su suspicacia antinorteamericana no era injustificada, como se vio pocos años después, cuando el estallido del escándalo del Proyecto Camelot en Chile dejó empequeñecidas las sospechas más delirantes; y que Dorich o Lander tampoco eran tan ingenuos, como demuestra a la perfección la trayectoria posterior de la propia SIAP, una de las instituciones que más empeño puso en la formación de un pensamiento crítico latinoamericano. Este carácter dilemático de las relaciones entre América Latina y los Estados Unidos, siempre marcadas por la sospecha, la desconfianza, el interés, pero que también generaron episodios de contacto cultural de alta productividad, marca el ciclo completo que proponemos estudiar; el problema, en todo caso, es cómo lidiamos con eso en cada caso específico, cómo lo interpretamos sin reducir sus ambivalencias y complejidades, sin caer, podríamos decir, en las trampas que el mismo clima de la Guerra Fría que estudiamos nos pone a cada paso.
¿Y qué decir del propio Picó? De acuerdo con la mirada de Larraín Errázuriz (la hipótesis, digamos, conspirativa), debería ser considerado como una suerte de doble agente, aunque en la historia del pensamiento urbano de América Latina debería ocupar un sitial de honor como organizador de la primera Junta de Planificación en 1942 –con atribuciones garantizadas por una ley nacional especialmente promulgada entonces– que con adaptaciones se utilizó en varios países del continente como modelo. ¿Y qué de la multitud de figuras norteamericanas, como el propio Morse, que recorrieron América Latina a lo largo de todo el ciclo, interviniendo con ideas y acciones en la transformación urbano-territorial, estableciendo contactos, generando intercambios de ideas y experiencias, participando en debates, construyendo instituciones? El elenco es más que heterogéneo: de Robert Redfield a Francis Violich, de John Friedmann a William Mangin, de Nelson Rockefeller al matrimonio de Anthony y Elizabeth Leeds, de Rexford Tugwell a Caroline Ware: antropólogos, historiadores, economistas, planificadores, políticos, empresarios. Algunos de ellos, sin duda, podrían dar bien el tipo del quiet american que presentó Graham Greene en su conocida novela sobre la guerra de Indochina, según la cual no es difícil concluir que, cuando de relaciones internacionales se trata, los bienintencionados son los peores: cuando se actúa con esa mezcla de ingenuidad, soberbia e ignorancia característica del yanqui, muestra Greene, es imposible que las cosas salgan peor.[32] Sin embargo, al tratar con el tipo de figuras que usualmente se dedicaron durante nuestro ciclo a estudiar los problemas sociourbanos y territoriales de América Latina, vemos que la mayoría de ellas responde a un tipo bastante diferente: no bienintencionados abstractos indiferentes a cualquier cosa ajena a la misión civilizatoria que se trazaron, sino técnicos, académicos o intelectuales sensibles a la nueva realidad que conocían, y que lograron, en muchos casos, establecer vínculos muy sólidos y comprometidos con ella, lo que ha permitido que algunos de ellos fuesen reconocidos como parte de los sectores más originales y creativos del pensamiento latinoamericano.
Al mismo tiempo, es imposible eludir las connotaciones más amplias de su actividad, su inserción en las tramas institucionales, ideológicas y políticas que iban convirtiendo a los Estados Unidos en nueva potencia mundial. Como ha señalado Mark Berger al estudiar el campo de los estudios latinoamericanos en los Estados Unidos, los discursos y las prácticas sociales que produjeron el objeto “América Latina”, más allá de las intenciones de muchas de las figuras que los vehiculizaron, fueron parte principal en la construcción de dispositivos que, tomados en conjunto, dieron sostén a la expansión de la hegemonía norteamericana.[33] Pero en otra vuelta de tuerca, su rol de agentes implícitos de esa expansión tampoco agota su significado cultural, que da forma en las experiencias históricas concretas a un encuentro dinámico y multifacético, en términos de Gilbert Joseph, ya que “las relaciones de poder concomitantes a esas mediaciones pueden haber sido asimétricas, pero la comunicación circuló en ambas direcciones y a menudo tuvo consecuencias inesperadas y paradójicas”.[34] Esta voluntad de asumir las ambivalencias y el doble juego en cada uno de los múltiples aspectos con que las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina enfrentan al historiador es uno de los rasgos más inspiradores que ofrece el nuevo contingente de estudios, especialmente en lo que hace a la Guerra Fría cultural. De allí proviene una doble transformación de los enfoques: su “descentralización” (el término es de Joseph), para prestar atención ahora a lo que ocurre desde cada una de las regiones latinoamericanas con las miradas locales sobre la relación con los Estados Unidos; y su “desideologización”, no en el sentido de suspender todo juicio frente a las fuentes, sino de salirse de los marcos estrechos puestos por la propia polaridad ideológica de la Guerra Fría.[35]
Todo esto implica también la necesidad de tomar en serio (es decir, no como mero ornato que oculta las verdaderas intenciones) las autorrepresentaciones norteamericanas en el ciclo de su expansión, lo que supone, entre otras cosas, reconocer las diferencias ideológicas existentes entre las variadas corrientes intelectuales que protagonizaron ese ciclo: por ejemplo, entre las posiciones clásicamente etnocentristas, que constituyen al “otro” latinoamericano como el buen salvaje que debe ser civilizado, y las corrientes que sostenían la idea de una realidad y una historia común entre las dos Américas, lo que prohijó toda una camada de intelectuales e instituciones norteamericanas lanzadas a la reivindicación cultural de América Latina.[36]
Una maniera norteamericana
Tratemos entonces de pensar, en el marco puesto por la historiografía más renovadora, cuál sería la especificidad que la cultura urbana y territorial imprime a las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, para lo cual, en primer lugar, tenemos que definir qué significa esa maniera norteamericana del pensamiento sociourbano que va a expandirse durante nuestro ciclo. Se trata de un estilo de pensamiento que se apoyó, por cierto, en tradiciones europeas (el survey británico y la teoría social continental), pero que fueron procesadas en los Estados Unidos de un modo original, a través de una combinación de teoría y praxis que se volvería muy exitosa en el conjunto del pensamiento social –especialmente a partir de la sistematización funcionalista–, con el énfasis en la cuantificación de los datos recolectados en el trabajo de campo y la construcción de modelos, desde el punto de vista intelectual; y, desde el punto de vista institucional, la constitución del “centro” como forma organizativa de una investigación que se piensa colectiva e interdisciplinaria.
En el caso específico del pensamiento sobre la ciudad y el territorio, esta maniera tuvo un doble foco de irradiación: las ideas de la Escuela de Chicago, que elabora en las décadas de 1920 y 1930 un dispositivo de estudio e interpretación socioetnográfica de la ciudad moderna; y la experiencia de planificación de cuencas desarrollado por la Tennessee Valley Authority en la década de 1930, una experiencia que se volvió emblemática del New Deal y de una concepción de la planificación que amplía su accionar al conjunto del territorio. Así, podríamos decir que la maniera norteamericana del pensamiento sociourbano y la planificación se caracteriza por un tipo de relación programática (intelectual e institucional) de tres partes: los temas urbano-territoriales, la “ciencia social” (que se estaba consolidando como tal) y un ideario de regionalismo. La expansión de ese modo de abordar la cuestión socioterritorial significó en América Latina un novedoso proceso de espacialización del pensamiento social, entre el reformismo regionalista de los años treinta y el desarrollismo de los sesenta.
Por supuesto, es muy difícil, en este como en cualquier otro tema, unificar la experiencia de las regiones latinoamericanas en su relación con los Estados Unidos: mientras al norte del Ecuador, por ejemplo, al compás de una presencia económica dominante de la nueva potencia hegemónica, las élites políticas e intelectuales ya habían comenzado desde finales del siglo XIX a estar mucho más abiertas también culturalmente a las pautas estadounidenses de modernización, siendo habitual que pasaran allí sus exilios o hicieran su formación universitaria, en la mayor parte del Cono Sur, por el contrario, la referencia norteamericana fue más o menos exótica hasta los años 1930, por los tradicionales vínculos con Europa, que continuaron siendo fuertes, lo que generó una serie de conflictos entre diversas tradiciones de pensamiento, aunque las ideas norteamericanas tendieron a ser más y más dominantes.
Por supuesto, también es posible encontrar algunas referencias norteamericanas tempranas en la cultura sociourbana del Cono Sur del siglo XX, como la asunción de formas descentralizadas de desarrollo urbano en Montevideo desde el comienzo del siglo, o la atenta mirada que el urbanismo público de Buenos Aires de los años veinte puso en el movimiento City Beautiful, o el ingreso de los patrones municipalistas en la administración urbana brasileña de los primeros años treinta, con asesoramiento directo de instituciones norteamericanas, o el temprano ingreso en Brasil de los estudios etnográficos sobre “comunidad” a través de la figura de Donald Pierson. Sin embargo, fue recién desde finales de los años treinta cuando, en la coyuntura de la guerra y en el marco de una expansión ya internacional del pensamiento sociourbano y la planificación norteamericanos, estuvieron preparadas las condiciones en toda América Latina para trazar vínculos más intensos. Se trató, como es sabido, de una coyuntura muy especial, que fue mezclando en ambos hemisferios el ya instalado americanismo por convicción (la idea de que el continente americano encarnaba una alternativa a la “decadencia” europea que venía advirtiéndose desde la Primera Guerra), con un nuevo americanismo por necesidad (el tradicional viaje a Europa estaba vedado para todos), propiciando descubrimientos mutuos.[37] A esto se agregaba la realidad inapelable del nuevo poder mundial (técnico y económico) de los Estados Unidos, que obligaba a América Latina a enfrentar, en el mismo momento del reconocimiento de la pertenencia común al Nuevo Mundo, la creciente certidumbre de formar parte subordinada de su “área de influencia” (o menos eufemísticamente, su “patio trasero”), lo que conectaba esa incomodidad con aquella más larga tradición de antiimperialismo latinoamericano ya mencionada.
Así que las miradas latinoamericanas hacia el norte mezclarían una nueva fascinación por el progreso técnico con el más tradicional recelo despectivo que, por su parte, mezclaba antiguos aristocratismos con flamantes ideologías. Mientras, desde el norte las mezclas no serían menores, ya que el “atraso” latinoamericano impulsaría en los Estados Unidos tanto vocaciones redentoras de transformación (seguidas con frecuencia por simétricas frustraciones) como sucesivas revelaciones edénicas, en las que la pobreza del continente se vuelve su más preciado tesoro ante la deshumanización del mundo moderno. Uno de los episodios bastante estudiados que muestra con riqueza algunos de estos matices es el de la gestión como coordinador de la Office of Inter-American Affairs (OIAA) en la década de 1940 de Nelson Rockefeller, quien en su contribución a la política de apertura de los Estados Unidos hacia América Latina supo combinar con audacia filantropía, propaganda y negocios. Dentro del amplio espectro de actividades de la OIAA, por lo general los estudios culturales se han centrado en las producciones romántico-pintorescas (del estilo de películas de Disney como Saludos amigos o The three caballeros), que muestran una visión estereotipada de lo latinoamericano, mientras que los estudios sobre la arquitectura lo han hecho sobre sus apuestas modernistas de gran sofisticación cultural (como la muestra Brazil Builds realizada en 1942 en el MoMA); pero en ambos casos se ha tendido a acentuar la connotación manipuladora de la política de propaganda norteamericana en el marco de la guerra.[38] Dando por sentado ese rasgo, al mismo tiempo no debería soslayarse un aspecto sustancial desde nuestro punto de vista: esas políticas se producían en un contexto de “mutua seducción” entre los Estados Unidos y América Latina –de acuerdo con Sol Glik–, con un “magnetismo de doble mano” que explica, entre otras cosas, la fascinación que produjo en la cultura popular norteamericana una figura como Carmen Miranda y su “South American Way”.[39]
Pero el ejemplo de Rockefeller muestra la otra novedad de los años treinta: el inicio de un nuevo tipo de relaciones interamericanas mucho más activas, que incluso van a contar con un creciente –si bien modesto, en términos comparativos con el de otras regiones del mundo– flujo de recursos; anunciado con la política del “buen vecino” de Roosevelt, ese nuevo tipo de relaciones tendrá sus momentos de intensificación en el Punto IV del discurso de asunción del presidente Truman en 1949, que instaura como política de Estado la asistencia técnica a las regiones subdesarrolladas del mundo; y, por supuesto, en la Alianza para el Progreso, lanzada por Kennedy en 1961. Y si en general en América Latina ha quedado una idea bastante caricaturesca de toda la empresa de la Alianza, no habría que olvidar que la Cepal, sin duda una de las más sólidas usinas de pensamiento autónomo que alguna vez haya tenido la región, depositó también una gran dosis de confianza en ella. Lo cierto es que fue durante ese ciclo, como señalamos, cuando se construyó la red continental de pensamiento urbano, que convirtió a toda América Latina en un campo de debate –que, propiamente, permitió la existencia de la ciudad latinoamericana como una figura dinámica del horizonte intelectual internacional del período–, con la asistencia protagónica de las ideas, las figuras y las instituciones de la planificación norteamericana.
Reformismos
Partimos, entonces, de la hipótesis de que la expansión de la maniera norteamericana de planificación puede inscribirse en una más amplia era reformista de pensamiento sobre las cuestiones urbano-territoriales, que arranca en la década de 1930 con el impulso del New Deal. Por supuesto, no puede sino ser un reformismo muy peculiar, en tanto coincide con la consolidación en todo el mundo del poder estadounidense y de su modelo de ciencia social (sus teorías, sus prácticas y sus instituciones): la clave está en entender los muy diversos significados que asumió entonces la palabra reformismo. Siguiendo a David Ekbladh en su impactante estudio sobre la “misión (norte)americana”, la expansión mundial del poder de los Estados Unidos estuvo movida por tres convicciones arraigadas: la fe irreductible en las virtudes de la sociedad liberal; la idea de que los Estados Unidos eran el modelo más avanzado de ella (por lo cual no cabía otra medida más progresista que buscar generalizarlo); y la confianza ingenua de que un mundo “moderno” (es decir, urbano, industrial y democrático) iba a ser más acogedor para su implantación y desarrollo.[40] Es un conjunto de convicciones que explica el surgimiento de una idea-fuerza de todo el ciclo: la idea salvacionista de que los Estados Unidos pueden (y deben) rehacer otras sociedades, como señaló Jules Benjamin, lo que convierte la empresa en un expansionismo reformista, con todas las paradojas y aporías que esa fórmula implica, tanto en los fenómenos históricos que produjo como en las conciencias de los actores que lo llevaron adelante.[41] Por añadidura, aun creyéndose siempre igual a sí mismo, ese reformismo fue atravesado –sigo el razonamiento de Benjamin– por las enormes transformaciones del siglo XX que invirtieron su signo ideológico: si se formuló como la alternativa militante (de un democratismo radical) frente a las monarquías, los imperios y los totalitarismos europeos, a medida que avanzó la década de 1930 y, especialmente, la Segunda Guerra, quedó como el bastión también militante del combate contra la revolución socialista.
Esta conceptualización de la era reformista organiza el entramado sobre el cual sostener una reflexión general, pero es indudable que la especificidad de nuestro tema demanda todavía otras precisiones. El pensamiento urbano y territorial permite una mirada diferente sobre aquel proceso de contacto cultural porque la planificación –esa palabra de orden desde 1930 en todo el mundo– tensiona hasta el límite la matriz liberal que está en el corazón de la expansión reformista estadounidense, en cuanto supone una creciente participación estatal en la actividad económica y la vida social.
Esta tensión se haría sentir dentro de los Estados Unidos de forma periódica, a través de fuerzas y actores políticos y sociales poderosos que buscarían ponerle estrictos límites a cualquier experimento planificador. Y también a cualquier proyecto de asistencia externa, que sería visto como parte del mismo paquete intervencionista, abriendo una brecha ideológica en el propio seno de la empresa expansionista, que quedaría en manos de los sectores más progresistas. Más allá de que los resultados de sus acciones hayan sido virtuosos o catastróficos, son figuras del progresismo a quienes vamos a encontrar durante nuestro ciclo participando de la experiencia latinoamericana, como parte de su voluntad de reformar el mundo, ante las críticas aislacionistas de los sectores conservadores que preferían que los Estados Unidos se cerrasen sobre sí mismos. Y de allí la paradoja que va a convertir a muchas de esas figuras en casi parias, acusados de “rojos” en su país y de imperialistas fuera de él. Ekbladh muestra que el clima del macartismo y la Guerra Fría produce en los Estados Unidos un desplazamiento de los equipos de newdealers desde las oficinas del Estado norteamericano a las fundaciones privadas, que se convierten en el canal fundamental del expansionismo reformista. Y por eso se vuelve tentador pensar a una porción de los técnicos e intelectuales norteamericanos que en los años cincuenta y sesenta circulan por América Latina como batallones fantasmas de reformistas a la búsqueda de nuevos territorios (y nuevos soportes estatales) en los cuales practicar un New Deal que ya no podía realizarse en su propio país. Esta constatación permitiría matizar la definición de Sergio Miceli sobre los operadores de las fundaciones norteamericanas en el Tercer Mundo: él ve en ellos un cruce “entre los criterios mercadológicos de eficiencia-desempeño-productividad y el salvacionismo liberal”, pero deberíamos agregar la variable nada desdeñable de las raíces reformistas de su ideología.[42]
Hay tres nociones clave de los lenguajes ideológicos del período que van a funcionar como un único cuerpo de doctrina, aunque muchas veces se las utilice descriptivamente como términos técnicos: modernización, desarrollo y planificación. Lo interesante, más allá de todo lo que se ha escrito sobre ellas por separado, es que durante el despliegue de la expansión reformista norteamericana las tres sufren peculiares refracciones en cada campo de aplicación específico (cada cultura profesional, por ejemplo) y, especialmente, una análoga mutación de significados que debe ser historizada, para entender qué se nombraba con esas nociones en cada momento y evaluar el modo en que el viaje de las ideas norteamericanas, entre el reformismo y la Guerra Fría, va quedando encarnado también en sus cambios.
Hemos visto con Habermas que el término modernización es ya el producto de una mutación: se trató de una elaboración funcionalista que desgajó la idea weberiana de modernidad de sus orígenes moderno-europeos “para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados en cuanto al espacio y el tiempo”; desde nuestro punto de vista, no es secundario que esa mutación haya comenzado a producirse en América Latina, a través del trabajo de Redfield en México, a quien se le adjudica el primer uso de la noción de modernización.[43] Pero, al mismo tiempo –como muestra toda la literatura reciente sobre el desarrollo– puede decirse que tal “neutralización” fue una y otra vez desmentida por las propias experiencias –tan llenas de historia y geografía– y por las propias propuestas funcionalistas –tan llenas de ideología–. En este sentido, es interesante asumir todas las implicancias del título completo de una de las biblias de la teoría de la modernización, el libro de Walter W. Rostow, Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no comunista, de 1960: si es razonable considerarlo como un tratado de la Guerra Fría, un gesto que muestra la conciencia del autor del plano profundamente ideológico en que se producía la investigación social, al mismo tiempo, la idea de “manifiesto no comunista” (expresión que significativamente los editores del libro en castellano decidieron que no figurara en la tapa) muestra que, para el reformismo, la modernización era también un sucedáneo de la revolución, el camino liberal en pos de objetivos que consideraban análogos.
Desarrollo es, por cierto, una noción intrínseca a ese concepto de modernización, y sufre una análoga mutación, ya que, como sugirió Cullather, su constitución contemporánea supone un “significado transitivo”: el desarrollo dejó de ser el proceso contingente que se despliega dentro de una historia local específica con sus propias reglas y tiempos, para convertirse en un dispositivo técnico-económico acumulativo que aplica un país sobre otro, algo que, siguiendo al mismo autor, ocurrió especialmente a partir de 1949 con el Punto IV de Truman, cuando la modernización se convirtió en un instrumento de la estrategia de la Guerra Fría.[44] Pero si la Guerra Fría fue, entre otras cosas, una guerra de símbolos, lo paradójico es que el desarrollo se volvió un símbolo universal y, por eso, en un período tan marcadamente ideológico, sufrió un proceso de rápido vaciamiento al ser compartido por ambos bandos (y también por quienes pretendían mantenerse al margen de la confrontación, pensando incluso que podían aprovecharse de ella para construir una tercera vía… al desarrollo, por supuesto). Como señaló ya hace tiempo Tulio Halperin sobre la política del bloque socialista ante las nuevas naciones descolonizadas, “lo que fue una fe revolucionaria parece transformarse así en una técnica rival para alcanzar el progreso económico”.[45] De modo que la batalla ideológica de la Guerra Fría se convierte, en un aspecto clave de ella (quién podía mostrar mejores y más rápidos resultados en la aplicación transitiva del desarrollo), en una batalla meramente instrumental.
Planificación, por último, tiene muchas de las implicancias de las dos nociones anteriores. Sabemos que el signo de la planificación que marca al siglo XX no es solo norteamericano: ya en la década de 1930 se encuentran similares premisas de pensamiento socioterritorial en la Unión Soviética, Inglaterra, Italia o Alemania (en verdad, la crisis de 1929 institucionalizó los cambios que algunos de esos países habían puesto en marcha pragmáticamente durante la Primera Guerra). Y en los países latinoamericanos se era bien consciente de ello, de las similitudes entre las diversas experiencias tanto como de sus diferencias. Sin embargo, el uso de la palabra señala ya en América Latina el impacto de las ideas norteamericanas; y seguir las diversas instancias de reemplazo, superposición o solapamiento de la palabra urbanismo (de ascendencia latina y con significados modernos traducidos del francés) con la palabra planificación desde la década de 1930 permitiría trazar el mapa, fragmentado y discontinuo, de la nueva “conquista” anglosajona del continente, aun cuando, en diferentes grados en cada país, la noción de planning tuviera que compartir, como veremos, la escena con figuras y corrientes del pensamiento europeo (que, por cierto, también comenzaban a estar afectadas ellas mismas por las ideas y las prácticas norteamericanas). Pero esa noción de planificación sufre, en el marco de la posguerra, una mutación léxica: en Occidente se vuelve “planificación democrática” por motivos menos sofisticados que los que pensó Karl Mannheim cuando usó la fórmula; ahora era simplemente para diferenciarse en la competencia de la Guerra Fría con la “otra” planificación.[46]
Estas tres nociones están en la base de los lenguajes técnicos asumidos por los planificadores latinoamericanos del período, pero si bien se adoptaron como una lengua natural, fueron motivo permanente de crisis conceptuales y de críticas ideológicas. Así, en la suerte que corren estas tres nociones puede verse que la expansión de los modelos norteamericanos no fue la simple transmigración de un ideario exótico que se aclimató sin conflicto, y que lo que ocurre en la segunda fase de nuestro ciclo –el rechazo a esos modelos y las búsquedas alternativas– es en verdad una consumación de un proceso que dobla la apuesta sobre las mismas cuestiones problemáticas. En efecto, ya mencionamos que desde el momento en que la expansión del funcionalismo se asentaba en los años cincuenta puede identificarse un trabajo de crítica interna a las nociones de modernización y desarrollo. Esta crítica buscará, en una primera instancia, encontrar las categorías adecuadas para los procesos locales evitando que desempeñen el papel de la anomalía, la alteración patológica a la norma de la urbanización occidental. Como expuso con elocuencia Milton Santos, “el objeto de la teoría del desarrollo no puede ser el de describir el curso de una sociedad que no se comprende hacia otra que no existirá jamás”.[47] Pero, desde mediados de los años sesenta, esa crítica se radicalizará, entendiendo ya francamente que modernización equivalía a una occidentalización que debía evitarse (la ciudad moderna comienza entonces a ser vista como causa de la falta de desarrollo, no como su remedio), y que desarrollo equivalía a una coartada para encubrir la dependencia.
Con la noción de planificación, en cambio, sucede algo bien diferente, ya que, si marca todo el momento expansivo, no va a ser menos fuerte durante el momento de crítica radical, en tanto perdurará la convicción de que los obstáculos para su buena aplicación estaban en la política, no en la propia técnica, que por lo tanto podía permanecer incuestionada. Es notable, por ejemplo, la coexistencia desproblematizada en los escritos de la época, de las posiciones ideológicas más pasionales con el neutro cientificismo de la economía espacial, cuyo centro de irradiación se encontraba en los Estados Unidos. Los ejemplos contrapuestos de Chile y Cuba, como vimos, funcionarían justamente para confirmar que la planificación era el camino correcto, aunque no podría implantarse dentro del sistema capitalista. Y esto llevó a que los planificadores urbanos latinoamericanos mantuvieran todavía por décadas el malentendido que, según Tafuri, ya había confundido a las vanguardias arquitectónicas de los años de la entreguerra: confiar en la total armonía entre plan y socialismo.[48]
Latinoamérica en una isla
La idea de una era reformista permite, entonces, entender un tipo particular de relación con los Estados Unidos que se sostiene a lo largo de un período pocas veces considerado como tal: comienza en las décadas de 1930 y 1940 con la conformación de América Latina como campo de elaboración y experimentación de nuevas teorías sociourbanas, y continúa en las décadas de 1940 y 1950 con los “planes de cuenca”, siguiendo el modelo de la Tennessee Valley Authority. Pero los planes de cuenca todavía forman parte de una cultura de la planificación para la emergencia y la catástrofe, típica del New Deal y la guerra, mientras que la consolidación de la maniera norteamericana de la planificación se produjo en el pasaje a una nueva cultura de la planificación para el desarrollo, desde mediados de la década de 1950 hasta mediados de la de 1970. Esta no solo señala la expansión definitiva de la planificación norteamericana en América Latina, sino que puede también ser pensada como producto de la experiencia norteamericana en este continente, específicamente en Puerto Rico.
Las dos partes centrales del libro colocan la experiencia de reforma planificada que Puerto Rico realiza en las décadas de 1940 y 1950 como un momento fundamental de cambio con capacidad de afectar lo que se venía haciendo tanto al norte como al sur de América. Esa experiencia debe ser situada en el marco de los primeros esbozos de la expansión reformista que los Estados Unidos realizaban en Filipinas y Corea; en ese contexto, Puerto Rico suponía para la planificación norteamericana un primer aprendizaje directo de la más próxima América Latina; próxima no solo en términos geográficos, sino también conceptuales, por el lugar en que el continente era situado dentro de la línea evolutiva que proponía la fórmula del folk-urban continuum, ya que, si bien el fenómeno de urbanización que se experimentaba aquí era tan “explosivo” como en el resto del mundo en desarrollo, la larga historia de la ciudad latinoamericana permitía entenderla como el caso más cercano al polo moderno. Además, la experiencia de Puerto Rico conecta directamente la expansión reformista estadounidense en América Latina con la tradición del New Deal. Y, sobre todo, dio por resultado una renovación radical de los instrumentos técnicos y postulados teóricos dentro incluso de los Estados Unidos.
Rexford “Red Rex” Tugwell es una figura clave para esta conexión de doble vía: economista de formación, enérgico miembro del ala radical del team de Roosevelt, una vez agotado el ciclo del New Deal en los Estados Unidos buscó prolongarlo como último gobernador estadounidense de la isla, entre 1941 y 1946, comenzando, mediante una sólida alianza con el Partido Democrático Popular de Luis Muñoz Marín, el proceso de transformación de la economía de plantación hacia una economía manufacturera moderna que se profundizaría en los años cincuenta. Al terminar su gobernación, Tugwell se hizo cargo, entre 1947 y 1956, junto con Harvey Perloff, un joven economista que había llevado como asesor a la isla, de un programa de formación de posgrado en la Universidad de Chicago que enfatizó el enfoque interdisciplinario (sobre todo en la consideración de la planificación como parte de las ciencias sociales) y la combinación entre investigación y práctica implícitos en el ideario regionalista, con gran impacto en el resto del mundo académico y profesional. Es como si la experiencia de comprehensive planning –como llamaron al modelo de intervención que desarrollaron en Puerto Rico– hubiese sido la llave para llevar la formación norteamericana de los planificadores desde la ideología bastante roma de city planning que dominaba hasta entonces, centrada casi por completo en el control del uso del suelo, hacia una visión más global del desarrollo –pensado en términos teóricos y filosóficos– como eje de un nuevo paradigma disciplinar.[49] En rigor, podría decirse que la experiencia de Puerto Rico permitió transformar la praxis del New Deal en un nuevo estadio técnico y conceptual de la planificación.
No vamos a detenernos aquí en el proceso específico que ocurrió en Puerto Rico, algunas de cuyas facetas abordaremos en las partes centrales del libro. Pero conviene subrayar desde ahora un par de aspectos de la experiencia planificadora vinculados con condiciones muy especiales que se daban en la isla. Desde el punto de vista de las propias técnicas del planning, el carácter comprehensivo o integral que comenzó a anhelarse desde entonces significaba una planificación integrada y coordinada en todos los niveles gubernamentales, articulando los programas federales, nacionales, regionales y municipales, conducida por una Junta de Planificación nacional que garantizaba todo el proceso: un grado de coherencia y centralización institucional como solo podía alcanzarse en un país pequeño, con un Estado de poca complejidad y relativo aislamiento, como era el caso de Puerto Rico para esa época –el sitio ideal para poner a punto las ambiciones del reformismo radical y tecnocrático del New Deal que en los propios Estados Unidos se habían mostrado muy complicadas de realizar–. La peculiar situación institucional de Puerto Rico permitió que la planificación norteamericana pudiera tomarlo como un “microcosmos” para experimentar con “los problemas y aspiraciones […] de las regiones superpobladas y subdesarrolladas”, en los términos de Perloff, una de las figuras clave entre las que marcarían el curso de la planificación internacional en las décadas siguientes.[50] Y en ese microcosmos se produjo no solo una transformación del pensamiento planificador en los Estados Unidos, sino la maduración de la primera generación de expertos locales (todos con estudios de posgrado en universidades estadounidenses, como será el caso mayoritario de la siguiente generación de planificadores en América Latina).
Por otro lado, algunas de esas condiciones especiales también volvieron a Puerto Rico un tema controvertido en las relaciones panamericanas; entre otras cosas, por la insistencia de los Estados Unidos en que la experiencia de la isla fuese considerada un modelo para el resto del continente. Hirschman, con su aguda sensibilidad para las razones latinoamericanas, explicaba el rechazo a ese modelo recordándole a sus interlocutores norteamericanos que “nunca podrá demostrarse, de manera irrefutable, que ese desarrollo económico no se ha comprado al precio de una cantidad de independencia que otros países no están dispuestos a pagar”.[51]
De todos modos, ni los términos de ese debate de época ni la suerte posterior de la economía y la política portorriqueñas deberían ocultar el hecho de que Puerto Rico constituyó un eslabón decisivo de todo el ciclo de la planificación reformista que, de ambos lados del Río Grande, va del New Deal a la Alianza para el Progreso. Fue el campo de entrenamiento para una generación de técnicos norteamericanos de gran predicamento en América Latina y de planificadores latinoamericanos que cumplieron roles centrales en la constitución de la red institucional de la planificación. Y el semillero de las instituciones panamericanas de la planificación urbana y territorial creadas en la posguerra, cuyos nombres ya introdujimos: el Cinva, creado en Bogotá en 1951, que formaría decenas de expertos latinoamericanos en las propuestas de autoconstrucción por ayuda mutua (marca de agua del experimento portorriqueño) con un enorme suceso en toda América Latina en las décadas de 1960 y 1970; y la propia SIAP, constituida en Puerto Rico en 1956, que establecería una de las principales plataformas para el tendido de la red de pensamiento urbano en el continente, con sus encuentros periódicos y sus publicaciones –un caso inmejorable, como veremos, para notar la rapidez y la fuerza con que se iban a afirmar los nuevos paradigmas teóricos y políticos en la segunda fase del ciclo de la ciudad latinoamericana–.
Coda: periodizaciones
La identificación de la expansión de la maniera norteamericana de la planificación como parte de una era reformista (lo que aquí denominamos con el paradójico giro de “expansionismo reformista”) puede contribuir con la revisión de la periodización habitual en los temas de las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina en dos sentidos. En primer lugar, porque obliga a reinterpretar la matriz ideológica de la presencia norteamericana: mientras que siempre se la leyó retrospectivamente desde la evidencia de la Guerra Fría (la completa ideologización anticomunista de la ayuda estadounidense, con énfasis en la asistencia militar), ahora es posible entender que la Guerra Fría resignificó sin duda muchas de las valencias ideológicas de aquel liberalismo reformista así como complejizó su accionar, pero en un proceso que tiene raíces muy diferentes, que se nutren del New Deal y seguirán alimentando las ideas y las prácticas posteriores (esto es claro en muchas instituciones y muchos técnicos norteamericanos en América Latina que, fieles a aquellas raíces, van a tratar de escapar con suerte diversa del clima maniqueo de la Guerra Fría).
Incluso un episodio tan extremo como el Plan Camelot, en el cual una investigación académica se concibió desde el inicio como fachada para el espionaje militar, mantiene esos trazos y nos obliga a prestar atención a otras variables de la mera penetración norteamericana.[52] Como se sabe, Camelot fue un plan de investigación sociológica sobre las condiciones de desorden social y rebelión en zonas sensibles del mundo en desarrollo, concebido y financiado por el ejército estadounidense; el protagonismo del ejército en el diseño del proyecto se mantuvo en secreto, tanto por la “sensibilidad” de esas zonas por investigar, como por la propia problematicidad del vínculo entre el interés del ejército estadounidense y el del conocimiento científico en esos países. Que resultaba más que problemático, se hizo evidente con rapidez: el carácter del plan se conoció a partir de una filtración en Chile cuando apenas comenzaba a organizarse, en 1965, motivando el rechazo político y un escándalo internacional que obligó a desmantelarlo, en el marco de una crisis interna en los Estados Unidos, que opuso a los diversos sectores del gobierno involucrados y a estos con el Congreso. Fue el inicio de la más radical deslegitimación de todo tipo de asistencia técnica o financiera estadounidense para las ciencias sociales latinoamericanas que se haya conocido, con el marco imponente a través de todo el continente de una oleada de movilizaciones estudiantiles, que finalmente podían exponer con claridad el interés estratégico de la penetración imperialista en el mundo académico: casi como en una novela de John Le Carré, la sospecha latinoamericana se veía confirmada por una disparatada conspiración del ejército estadounidense, que anticipaba así intervenciones mucho más trágicas.
Pero, al mismo tiempo, el affaire Camelot es una comprobación por el absurdo de la profundidad de las bases liberal-reformistas del expansionismo norteamericano (incluso cuando se hundía hasta el cuello en los pantanos de la Guerra Fría) y, muy especialmente, expresa los cambios que se habían estado produciendo en la figura del experto norteamericano: Camelot es importante porque marca el momento en que el peso objetivo de la expansión global de las ciencias sociales maniera norteamericana (las teorías, las prácticas, las instituciones) se superpone casi sin residuo con las implicancias ideológicas y políticas de su intervención en los países subdesarrollados.
Esto fue advertido con sagacidad por Robert Nisbet, quizás porque su conservadurismo le hacía tomar distancia de toda la empresa norteamericana de expansionismo reformista y, por lo tanto, le permitía señalar sus puntos ciegos. Ironizando acerca del hecho de que hubiera sido justamente el progresismo de la academia estadounidense el que se había comprometido en un contrasentido político y científico como Camelot, Nisbet dio dos explicaciones: por una parte, el desorientado voluntarismo reformista, con su afán de convertir a las ciencias sociales en un instrumento del cambio social, incapaz de percatarse de que, llevado fuera de los Estados Unidos, ese instrumento no podía sino convertirse en un arma de intervención; por otro lado, la transformación intrínseca del campo de la investigación social en los Estados Unidos a lo largo de nuestro ciclo, el cambio de escala que estaba ocurriendo en la proyección de la academia norteamericana sobre el mundo, desde los viajes de estudio de los primeros investigadores de la década de 1930, artesanos de la ciencia social, hasta el momento en que la “industria norteamericana del conocimiento [comenzaba] a producir en masa para los mercados externos”.[53] En clara provocación a la cultura académica progresista embarcada en el expansionismo reformista, Nisbet apeló a una expresión leninista para calificar esa nueva etapa como “la fase imperialista de la industria de la investigación norteamericana”, alertando sobre los enredos tanto mayores que iban a ocurrir cuando multitudes de jóvenes scholars bienintencionados se dedicaran a hurgar en la vida social y política de cada rincón del planeta.
En segundo lugar, la idea de era reformista obliga también a revisar las cronologías instaladas. Como se sabe, los cambios principales en la relación entre Estados Unidos y América Latina se suelen fechar en 1959, con la Revolución cubana, porque a partir de ella los Estados Unidos habrían cambiado su tradicional actitud hacia los países latinoamericanos (centrada en la exigencia de apertura de los mercados), intentando moderar la expansión de la revolución con el apoyo a las políticas de reforma social (que habría encontrado forma en la Alianza para el Progreso); y porque también en ese momento se habrían reorientado los imaginarios intelectuales latinoamericanos hacia la revolución y, especialmente, el antiimperialismo. Sin embargo, la experiencia de la planificación ilumina un cuadro algo diferente, ya que, si el reformismo social en la asistencia técnica norteamericana –incluso con coloración populista– nació en el New Deal, la Alianza para el Progreso no sería entonces un momento de cambio, sino un punto de llegada (y clausura); y, por otra parte, también es posible ver que durante toda la década de 1960 y comienzos de la de 1970, los sectores más avanzados de la planificación latinoamericana que protagonizaban el proceso de radicalización política y disciplinar perseveraron en su ligazón umbilical con la planificación norteamericana.
De hecho, y para seguir con el mismo ejemplo, el estallido del escándalo del Plan Camelot –que en tantas áreas supuso el veto definitivo de los sectores movilizados (en general, estudiantes) a cualquier investigación realizada con fondos norteamericanos– no impidió que en Chile, el epicentro del estallido, continuara en funciones uno de los programas norteamericanos de planificación más elaborados que se desarrolló en América Latina, el Programa de Asesoría en Desarrollo Urbano y Regional (Urdapic, según su nombre en inglés) de la Fundación Ford, dirigido por John Friedmann. Como veremos en la Parte II, este programa funcionó entre 1964 y 1969 no solo como gabinete de planificación del gobierno democristiano, sino como foco clave del debate planificador para todo el espectro ideológico chileno y sudamericano, al contribuir en forma decisiva (con asesoramiento y fondos) con la creación en 1965 del CIDU, que, junto con su revista Eure, se convirtió en uno de los nodos principales de la red de pensamiento urbano en ese tiempo de rápida radicalización.
Y es que, parafraseando a Silvia Sigal en su estudio sobre los intelectuales argentinos en la década de 1960, podríamos hablar de una “identidad bifronte” del pensamiento urbano en América Latina, que podía ser políticamente progresista –lo que entonces significaba marxista, nacionalista y antiimperialista– y culturalmente modernizador –lo que entonces significaba estar atentos a lo que sucedía en los Estados Unidos–.[54] Lo cierto es que, hasta finales de la década de 1960 e incluso hasta avanzada la década de 1970, ningún planificador que volviera con su máster o su doctorado corría el riesgo de ser descalificado con el tipo de críticas a las que un par de décadas atrás había respondido Carmen Miranda con el célebre “Disseram que voltei americanizada”. Pero fenómenos como el de Urdapic no se explican solo con esa identidad bifronte de los planificadores latinoamericanos, sino también con el propio radicalismo con que algunos técnicos e intelectuales norteamericanos interpretaron (en el doble sentido de la palabra, como explicación de un sentido y como actuación) su era reformista. Es ese plano común en el que se produjo la idea de ciudad latinoamericana, con todos sus malentendidos, a veces trágicos y a veces cómicos, pero también con todos sus logros, lo que este libro se propone reconstruir.
[2] John Friedmann, “El futuro de la urbanización en América Latina: algunas observaciones sobre el papel de la periferia”, Programa de Asesoría en Desarrollo Urbano y Regional, Fundación Ford, Santiago de Chile, octubre, 1968, edición mimeografiada, p. 37.
[3] Ángel Rama, La novela en América Latina. Panoramas 1920-1980 (1982), Montevideo-México, Fundación Ángel Rama - Universidad Veracruzana, 1986, p. 16.
[4] La prematura muerte de Rama en 1983 le impidió asistir a la retirada del gobierno militar de Uruguay.
[5] Véase Gonzalo Aguilar, “Ángel Rama y António Cândido: salidas del modernismo”, en Raúl Antelo (ed.), António Cândido y los estudios latinoamericanos, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Serie Críticas.
[6] Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 35. El libro de Gilman es imprescindible para la revisión cultural de esta “segunda fase” del ciclo que examinamos, tanto por los contenidos de su investigación sobre la conformación de una red de intelectuales revolucionarios en América Latina, como por la propia perspectiva que aplica al estudio del “intelectual latinoamericano”. Para Gilman, “lo latinoamericano” no es un dato de la realidad sino un horizonte problemático que se constituye con fuerza de realidad en contadas coyunturas por la acción de sujetos colectivos que apuestan a su existencia.
[7] Siguiendo el curso del pensamiento social, en especial, del religioso, David Lehmann traza un ciclo análogo al nuestro, con excelentes definiciones tanto del desarrollismo como del dependentismo: Democracy and development in Latin America, Filadelfia, Temple University Press, 1990.
[8] Jorge Enrique Hardoy, “El rol de la ciudad en la modernización de América Latina” (1965), en Las ciudades en América Latina. Seis ensayos sobre la urbanización contemporánea, Buenos Aires, Paidós, 1972, p. 44.
[9] José Luis Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976, p. 45.
[10] Véase Marco Negrón, Ciudad y modernidad, 1936-2000. El rol del sistema de ciudades en la modernización de Venezuela, Caracas, Ediciones Instituto de Urbanismo, FAU-UCV, 2001.
[11] Véase Juan José Martín Frechilla, Planes, planos y proyectos para Venezuela: 1908-1958. Apuntes para una historia de la construcción del país, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1994; Sonia Barrios, El moderno estado intervencionista en Venezuela. El caso de la Corporación Venezolana de Fomento, Caracas, Cendes, 1998; y Ocarina Castillo D’Imperio, Los años del Buldózer. Ideología y política, 1948-1958, Caracas, Tropykos, 2003.
[12] Véase Leonardo Benevolo, Orígenes de la urbanística moderna (1963), Buenos Aires, Tekné, 1967, p. 9 (traducción de Floreal Mazzia).
[13] “Informe de los relatores” (Medina Echavarría y Hauser), en Philip Hauser (ed.), La urbanización en América Latina (París, Unesco, 1962), Buenos Aires, Solar-Hachette, 1967, pp. 22-23.
[14] Sigo aquí el análisis que realiza Jürgen Habermas de ese pasaje instrumental de la “modernidad” weberiana a la “modernización” funcionalista, en El discurso filosófico de la modernidad (Buenos Aires, Taurus, 1989).
[15] Hacia 1950, el porcentaje de población urbana total en el mundo era de 29,7%, pero distribuido de manera muy despareja entre un 54,9% en las regiones más desarrolladas y un 17,8% en las menos. En ese contexto, América Latina contaba con 41,4%, en pleno proceso de ascenso (con casi 10 puntos de aumento durante la década de 1950), frente al 14,7% de África y el 17,4% de Asia. Véase Alfredo E. Lattes, “Población urbana y urbanización en América Latina”, en Fernando Carrión (ed.), La ciudad construida: urbanismo en América Latina, Quito, Flacso, 2000.
[16] Gloso los términos con que Glenn Beyer resumió algunos de los objetivos del encuentro “The role of the city in the modernization of Latin America”, realizado en la Universidad de Cornell en 1965, que reunió algunos de los principales expertos del momento, como Harley Browning, Gino Germani o Ralph Gakenheimer. Véase Glenn Beyer (ed.), The urban explosion in Latin America. A continent in process of modernization, Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 1967, p. vii.
[17] Marcos Kaplan, “Prólogo”, en J. E. Hardoy, Las ciudades en América Latina, ob. cit., pp. 15 y 19 respectivamente.
[18] J. E. Hardoy, “El rol de la ciudad en la modernización…”, ob. cit., p. 44.
[19] Jorge Enrique Hardoy y Oscar Moreno, “Tendencias y alternativas de la reforma urbana”, Desarrollo Económico, 52, Buenos Aires, enero-mayo, 1974, p. 647.
[20] Véase Alejandra Monti, “Jorge Enrique Hardoy: promotor académico, 1950-1976”, tesis de doctorado, Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño, Universidad Nacional de Rosario, 2014.
[21] Véase Karl Polanyi, La gran transformación (1945), Buenos Aires, Claridad, 1947. Para su uso en los términos de nuestro tema, véase Gino Germani, “La ciudad, el cambio social y la gran transformación”, en Gino Germani (comp.), Urbanización, desarrollo y modernización, Buenos Aires, Paidós, 1976.
[22] Harley Browning, “Recent trends in Latin American urbanization”, Annals of the American Academy of Political and Social Science, marzo, 1958, p. 116.
[23] Puede encontrarse una síntesis de los principales trabajos de Aníbal Quijano sobre la urbanización dependiente en Dependencia, urbanización y cambio social en América Latina, documento producido en Cepal en 1967 y que se editó como libro en 1977 por Mosca Azul, de Lima.
[24] Manuel Castells, La cuestión urbana (París, 1972), Madrid, Siglo XXI, 1974. El capítulo “Urbanización, desarrollo y dependencia” remite directamente a su experiencia chilena.
[25] Irving Louis Horowitz, “La política urbana en Latinoamérica”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 28, nº 1, Ciudad de México, 1966, p. 90.
[26] Marcos Kaplan, “Prólogo”, en J. E. Hardoy, Las ciudades en América Latina…, ob. cit., p. 19.
[27] Gilbert Joseph, “Encuentros cercanos. Hacia una nueva historia cultural de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina”: se trata de un texto programático que introdujo la importante compilación de textos Close encounters of empire, realizada por Joseph junto con Catherine Legrand y Ricardo Salvatore en 1998. Cito según la traducción de H. Pons en Ricardo Salvatore (comp.), Culturas imperiales. Experiencia y representación en América, Asia y África, Rosario, Beatriz Viterbo, 2005, p. 107.
[28] La frase de Cesare Pavese está tomada de un artículo de L’Unità en agosto de 1947, citada por Umberto Eco en “El modelo americano”, en Umberto Eco y Gian Paolo Ceserani, El redescubrimiento de América, Barcelona, Península, 2000, p. 13.
[29] Véase Oscar Terán, “El primer antiimperialismo latinoamericano (1898-1914)”, En busca de la ideología argentina, Buenos Aires, Catálogos, 1985.
[30] Para una historia de la Ruta Panamericana, puede consultarse Rosa Ficek, “Imperial routes, national networks and regional projects in the Pan-American Highway, 1884-1977”, The Journal of Transport History, vol. 37, n° 2, 2016, que da cuenta de esa complejidad: la idea de la ruta provocó “conflictos diplomáticos, generó sueños de desarrollo y progreso, territorializó proyectos de construcción nacional, inspiró esquemas para expandir la influencia norteamericana y desafió esos designios” (p. 129) [La traducción es nuestra, como en todos los casos de textos que se citan directamente en otras lenguas].
[31] La revista argentina Nuestra arquitectura publicó fragmentos de la carta con que Larraín Errázuriz rechaza la invitación de Picó (nº 352, marzo, 1959, pp. 47-48). Como impulsor (en representación de Chile) en las instituciones inter- y panamericanas de la creación de un Banco Interamericano de Fomento a la Vivienda de Interés Social, Larraín venía experimentando muy de cerca el boicot de los Estados Unidos a cualquier iniciativa que excediera el marco de los acuerdos binacionales, más allá de que hubieran sido promovidas y aclamadas en encuentros panamericanos, cuya utilidad quedaba así cuestionada: la creación del Banco de la Vivienda fue elaborada en una comisión del Consejo Interamericano Económico y Social de la Unión Panamericana en 1953, impulsada por la X Conferencia Panamericana realizada en Caracas en 1954 y nuevamente en el IX Congreso Panamericano de Arquitectos realizado también en Caracas en 1955, pero nunca se concretó. Véase Unión Panamericana, Compilación de resoluciones sobre planeamiento, vivienda y edificación, Washington, Unión Panamericana,1958, pp. 21 y 22.
[32] The quiet American se publicó en 1955; en general ha sido traducida como El americano impasible.
[33] Mark Berger, Under northern eyes. Latin American studies and United States hegemony in the Americas, 1898-1990, Bloomington e Indianápolis, Indiana University Press, 1995.
[34] Gilbert M. Joseph, “Encuentros cercanos”, en R. Salvatore (comp.), Culturas imperiales, ob. cit., p. 111.
[35] Destaco, en este sentido, el libro de Patrick Iber, Neither peace nor freedom. The cultural Cold War in Latin America, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2015. Véanse también los enfoques presentados en Fernanda Beigel (comp.), Autonomía y dependencia académica. Universidad e investigación científica en un circuito periférico: Chile y Argentina (1950-1980), Buenos Aires, Biblos, 2010; y Benedetta Calandra y Marina Franco (eds.), La guerra fría cultural en América Latina. Desafíos y límites para una nueva mirada de las relaciones interamericanas, Buenos Aires, Biblos, 2012. Un buen balance sobre el estado del tema, en Ximena Espeche y Laura Ehrlich, “Guerra fría cultural en América Latina: prácticas del saber en conflicto”, presentación al dossier “Guerra fría cultural en América Latina”, Prismas, nº 23, Bernal, UNQ, 2019.
[36] Sobre estas corrientes, que alimentaron la idea de una única América, véase el sugerente ensayo de Charles Jones, American civilization, Londres, Institute for the Study of the Americas, 2007.
[37] Es notable en los relatos autobiográficos de dos figuras clave de estos intercambios, Francis Violich y Richard Morse, la coincidencia en señalar el descubrimiento de América Latina por la imposibilidad del viaje a Europa, que había sido, hasta la guerra, la primera opción. Véanse las declaraciones de Violich en Juan José Martín Frechilla, Diálogos reconstruidos para una historia de la Caracas moderna, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2004; y el relato de Morse en Paul Goodwin, Hugh Hamill y Bruce Stave, “A conversation with Richard M. Morse”, Journal of Urban History, vol. 2, nº 3, 1976.
[38] Para el caso de Brasil, puede verse Antônio Pedro Tota, O imperialismo sedutor, San Pablo, Companhia das Letras, 2000. Una excelente guía sobre la literatura del tema y más específicamente sobre los archivos de la OIAA, en Gisela Cramer y Ursula Prutsch, “Nelson A. Rockefeller’s Office of Inter-American Affairs (1940 - 1946) and Record Group 229”, Hispanic American Historical Review, vol. 86, nº 4, Duke University Press, noviembre, 2006.
[39] Véase Sol Glik, “No existe pecado al sur del Ecuador. La diplomacia cultural norteamericana y la invención de una Latinoamérica edénica”, en B. Calandra y M. Franco, La guerra fría cultural en América Latina…, ob. cit., p. 80.
[40] David Ekbladh, The great American mission. Modernization and the construction of an American world order, Princeton, Princeton University Press, 2010.
[41] Jules Benjamin, “The framework of U.S. relations with Latin America in the twentieth century: An interpretative essay”, Diplomatic History, vol. 11, nº 2, abril, 1987.
[42] Sergio Miceli, A desilusão americana: relações acadêmicas entre Brasil e Estados Unidos, San Pablo, Sumaré, 1990, p. 28.
[43] Lo hace Nick Cullather en The hungry world. America’s Cold War battle against poverty in Asia, Cambridge, Mass.-Londres, Harvard University Press, 2010, p. 47. La cita de Habermas, en El discurso filosófico de la modernidad, ob. cit., p. 12.
[44] N. Cullather, The hungry world, ob. cit., pp. 40-41.
[45] Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina (1969), Buenos Aires, Alianza, 1986, p. 397.
[46] Karl Mannheim comienza a elaborar sus ideas sobre la “planificación democrática” después de su salida de Alemania en 1933. El libro principal en que las desarrolla es Man and society in an age of reconstruction. Studies in modern social structure (Londres, Routledge & Kegan Paul, 1940) que fue traducido al castellano como Libertad y planificación social (México, FCE, 1942). Como muestra Alejandro Blanco, Mannheim fue el autor más editado por Fondo en su colección de Sociología (algunos de sus libros fueron verdaderos best sellers), de la que además fue consultor informal: véase “Karl Mannheim en la formación de la sociología moderna en América Latina”, Estudios Sociológicos, vol. XXVII, nº 80, México, El Colegio de México, 2009.
[47] Citado en Richard Morse, La investigación urbana latinoamericana: tendencias y planteos, Buenos Aires, Ediciones SIAP, 1971, p. 101.
[48] Manfredo Tafuri, “El socialismo realizado y la crisis de las vanguardias”, en Alberto Asor Rosa y otros, Socialismo, ciudad, arquitectura. URSS 1917-1937, Comunicación, Madrid, 1973.
[49] Así lo señaló John Friedmann, el primer doctor recibido en el programa creado por Tugwell en Chicago (con dirección de Perloff): “100 Years of planning education in North America”, City Planning Review, nº 2, 2005. Para Friedmann, el libro de Perloff, Education for planning: City, state, regional, de 1957, fue el impulso para que la planificación para el desarrollo se aplicara en el resto de los posgrados estadounidenses. Véase también el recuento de la experiencia que hizo Friedmann en “A life in planning”, en The prospect of cities, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2002.
[50] Harvey Perloff, Puerto Rico’s economic future, Chicago, The University of Chicago Press, 1959.
[51] Albert Hirschman, Desarrollo y América Latina: obstinación por la esperanza, México, FCE, 1973, p. 168.
[52] Entre las decenas de textos que se le dedicaron al tema en la época, el que compiló Irving Louis Horowitz, The rise and fall of Project Camelot: Studies in the relationship between social science and practical politics (Cambridge, MIT Press, 1967) sigue siendo uno de los más útiles por el abanico de posiciones que presenta. Entre las buenas revisiones críticas recientes desde América Latina, véase Gastón Julián Gil, Las sombras del Camelot. Las ciencias sociales y la Fundación Ford en la Argentina de los sesenta, Mar del Plata, Eudem, 2011; y Juan José Navarro y Fernando Quesada, “El proyecto Camelot (1964-1965). La dependencia académica entre el escándalo y el mito”, en F. Beigel (comp.), Autonomía y dependencia académica…, ob. cit.
[53] Robert Nisbet, “Project Camelot: An autopsy”, The Public Interest, nº 5, Nueva York, otoño, 1966, p. 68.
[54] Silvia Sigal, Intelectuales y poder en Argentina. La década del sesenta, Buenos Aires, Puntosur, 1991.