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2.

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La mañana del primer día de clase, estábamos en el salón de actos y el señor Royce alzaba la voz por encima del murmullo. Los profesores saludaban a los antiguos alumnos desde el otro lado del salón, algunos con la boca abierta y sonrisas enormes, otros con sutiles asentimientos y estirándose la ropa; el señor Wolper-Díaz hacía reverencias corteses y saludos militares. Un alumno de primer año se sentó en el asiento roto de la fila M, pegó un grito y todos se rieron, porque cualquiera que llevara al menos cinco minutos en el instituto sabía que el asiento de la fila M te tiraba al suelo si te atrevías a ponerle el trasero encima.

El señor Royce había sido predicador, así que cuando el ruido se calmó, todos nos preparamos para escuchar su sermón. El mensaje era:

• Bienvenidos.

• Este instituto es como un microcosmos del mundo.

• Así que se impone tratar a los otros con respeto.

• Y todos tenéis que estar a la altura de tamaña tarea.

Pensé en esa expresión durante un tiempo, pero no sabía bien qué quería decir. Estar a la altura. ¿Qué significaba de verdad? ¿Trabajar duro? ¿Tomar la iniciativa? El señor Royce llevaba un traje verde de sastre, y sus manos, que gesticulaban por encima del atril, parecían grandes y fuertes. Cuando estaba en segundo año, hubo una serie de peleas y alguien acabó en el hospital, así que probablemente se refiriera a acontecimientos como ese.

Los alumnos de mi clase y yo nos habíamos sentado hacia el fondo del salón de actos. ¿Dónde estarían Jen, Tracy y Jo? No las veía por ninguna parte. A mi derecha había una chica que se llamaba Caitlin y que el año anterior había sido mi compañera de laboratorio en Biología. Me contó que quería ser criadora de perros. Empezamos a sentarnos juntos a la hora de comer, pero oírla hablar sobre razas de perros me daba una pereza infinita; fue entonces cuando me di cuenta de que podía comer en el aula de Español si me portaba bien con la señora Green. A mi izquierda estaba Sabina, que había sido delegada de clase el primer año y que se describía como «dinamita». A su lado estaba el chico que le pasaba hierba, Matt. Matt el Porrero rodeaba con el brazo a Sabina Dinamita, así que a lo mejor estaban saliendo. La exnovia de Matt, Sierra, me había preguntado una vez de qué planeta era yo. Recordar aquello me cabreó, me hizo sentir tristeza y enfado, pero en general, cuando me enfado, suelo tragármelo. Delante de mí estaba Jake Florieau, que es difícil de describir salvo como «muy gay». Habíamos sido amigos unos dos meses el primer año, pero fui a un concierto con él y resultó que allí se repartieron un montón de drogas y mis padres se enteraron y me la montaron, así que ese había sido más o menos el final de nuestra amistad.

Jake se dio la vuelta en el asiento.

—¿Qué tal, Shapelsky? —me preguntó.

—Hola —respondí—. Aquí estamos.

—¿Listo para un fascinante curso nuevo?

—Supongo.

—No pareces muy emocionado.

—Bueno…

El señor Royce nos informó de los datos demográficos del instituto, como cada año; medía con números lo que ya sabíamos todos, como que veníamos de distintos barrios de la ciudad de Baltimore, que éramos nosotros quienes solicitábamos admisión en el centro y que nos parecíamos bastante a la población de la ciudad: muchos chicos negros y latinos, unos pocos asiáticos y unos cuantos blancos. Yo era uno de los blancos.

Yo había ido a una escuela judía de enseñanza media muy pequeña con otros chicos blancos. Cuando acabé, tenía muchas ganas de estar entre personas que no se parecieran a mí; pensé que aprendería cosas de otras culturas, pero más que nada, aprendí acerca de la mía. Aprendí que la gente blanca es peculiar. La gente blanca se estresa con muchas cosas y reacciona de forma pasivo-agresiva con muchas otras. La gente blanca quiere arreglar los problemas de los demás, pero al mismo tiempo, no le gusta deberle nada a nadie. Entre los blancos, los judíos somos distintos de los católicos, por supuesto, y estos son distintos de los luteranos, pero más o menos estos son los rasgos comunes. A la gente blanca le incomoda la música rap muy alta y que otras personas los llamen blancos. Todos los años, en la inauguración del curso, recordaba por qué me gustaba venir a este instituto: me hacía más difícil escaparme de quién era. Me gustaba esa escuela, me decía, aunque aún sentía que nadie me conocía del todo.

Ahora que lo pienso, me pregunto si Jake y yo quedábamos solo porque ambos éramos blancos. Solíamos ir a un local llamado One World Café que hacía sesiones de micro abierto, nos sentábamos juntos al fondo, aplaudíamos y nos reíamos de los chistes malos, pero luego no sabíamos bien qué decirnos. Es triste, pero creo que no teníamos mucho más en común aparte de ser blancos. No sabía si él había vuelto al One World Café sin mí. Sabía que había empezado a diseñar coreografías. El año pasado, el día contra el acoso escolar,[1] hizo una coreografía de una canción muy pegadiza con botas moradas de purpurina encima de tres mesas en la cafetería. Yo nunca hacía cosas así. Tampoco me sabía ninguna canción pegadiza. Solo sonreía, hacía mi trabajo y le caía bien a la gente.

Después de la inauguración, tuvimos clases de Inglés, Historia y Español, y al final salimos a comer. Estuve a punto de sentarme con Jo, Jen, Tracy y James —estaban al otro lado de la cafetería, cerca del equipo de sóftbol—, pero en vez de eso, me senté en una mesa vacía, donde solía ponerme con Mabel. El primer día de Mabel en su nuevo centro también era hoy. Me pregunté qué tal le iría. Hice una foto de su silla y fui a mandársela, pero pensé que era un poco triste, así que en vez de eso, le escribí:

Sasha Masha

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