Читать книгу Sasha Masha - Agnes Borinsky - Страница 7
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Mi padre me preguntó quién era Jen y, cuando le dije que una amiga, me guiñó el ojo. Siempre actuaba como si compartiéramos algún secreto. Cuando se comportaba así, yo ponía cara de póker. Mi padre era redactor de un periódico y escribía acerca del mercado inmobiliario en Maryland, pero no creo que fuera el trabajo de su vida. Mi madre lo describía como un poeta soñador de los ochenta que «poco a poco, se convirtió en un señor de mediana edad de lo más común y corriente».
—Pero que también resulta encantador —matizaba él.
Mi madre sí que le resultaba encantadora a la gente. Hablaba con cualquiera y siempre estaba ayudando a alguien. Era trabajadora social en una escuela de primaria, así que lo de ayudar era básicamente su trabajo. Sabía que podía contarle casi cualquier cosa, pero también se preocupaba un montón por mí, así que trataba de ocultárselo cuando no me sentía bien.
Fuéramos donde fuéramos, a mis padres les encantaba contarles mi vida a otras personas, aunque yo estuviera a su lado. Normalmente, dejaba que lo hicieran.
—A Alex le encanta el instituto, ¿verdad, cariño? —le decía mi madre a su amiga Theresa si nos la encontrábamos en el colmado.
Y yo asentía, sonreía y desviaba la vista a las estanterías donde se agolpaban los filetes envueltos en plástico.
O bien sucedía que:
—Alex está haciendo cosas muy interesantes en su clase de Historia —le decía mi padre a su editor si pasábamos por la redacción un domingo por la mañana—. ¿Qué libro te habían mandado leer?
Y yo abría la boca y le decía el título al editor.
A veces me preguntaba si los padres de otras personas se obsesionaban tanto por los detalles de la vida de sus hijos; desde luego, no parecía el caso del padre de Mabel. Ella me había contado que su padre creyó durante todo su primer año de instituto que a Mabel le encantaba el francés.
—A lo mejor, cuando te gradúes, podemos hacer un viaje a París —le dijo—. Me podrás hacer de guía y explicarme cosas.
—Papá, estudio español —le aclaró Mabel.
—¡Ah! ¿Y por qué creía yo que hacías francés?
En casa de Jen, llamé al timbre y alguien gritó:
—¡Entra, la puerta está abierta!
Dentro había un chico despatarrado al que reconocí como el hermano mayor de Jen, alto y con pantalones cortos de deporte. La televisión estaba encendida, con el volumen alto, y en la pantalla se veía a un chico con gorra de béisbol que respondía preguntas mientras se disparaban los flashes de las cámaras.
—… Muy orgullosos de nuestro equipo este año, de los entrenadores, de los jugadores, porque entre todos hemos logrado que…
—Están arriba —dijo el hermano sin mirarme.
—… Nos ha costado, pero hemos luchado y vamos por buen camino…
—Vale, gracias. —Dudé hasta que un dedo señaló al pasillo oscuro.
—… Era nuestro objetivo, el objetivo principal, llegar hasta aquí y poder decir…
Arriba se oían risas. Llamé con los nudillos a la puerta de lo que parecía el dormitorio de los padres y abrí. Jo tenía la cara muy roja.
—No es que quiera salir con él, ¡solo he dicho que alguien debería hacerlo! —insistía—. ¡Hola, Alex! Fin de la conversación.
Jo se levantó para darme un abrazo; Jen y Tracy simplemente se revolvieron un poco en el sofá. Había una cama enorme en la esquina de la habitación, hecha con pulcritud y cubierta de almohadas. Jen se quitó una goma del pelo que llevaba en la muñeca y se rehízo la cola de caballo mientras me explicaba que hablaban del señor Simon, el profesor de teatro que había empezado ese año. Por lo visto, a todas les gustaba.
La gente solía decir que Jo, Jen y Tracy parecían el anuncio de un centro que quisiera resaltar la diversidad de su alumnado. Eran inseparables desde primer año. Jo era medio coreana; Jen, blanca, y Tracy, negra.
Esta última me habló por primera vez desde la fiesta de la piscina:
—Hola, Alex.
—Hola, Tracy —respondí—. Me gusta tu corte de pelo.
Me dio las gracias y se atusó el borde del afro alto. Tenía las uñas pintadas de azul celeste, y la piel lisa y lustrosa. En su rostro estaba instalada su expresión habitual, como a punto de sonreír; una sonrisa cómplice y un tanto intimidadora.
Esperaban que me sentara a su lado, así que lo hice. Olía como la tienda tibetana que hay en el centro del pueblo, un aroma agradable y acogedor. Cuando Jen apagó la luz y comenzamos a ver la película en el enorme televisor de pantalla plana, Tracy se inclinó ligeramente hacia mí y su brazo rozó el mío. La película iba de una mujer que se enamora de un banquero sentimental que resulta ser un vampiro. Me gustaba tener otro cuerpo cerca de mí y me gustaba que fuera el de Tracy. Sentía comodidad e inquietud a la vez, como si me estuviera metiendo en la cama y echando a volar al mismo tiempo.
Era raro sentarse al lado de una persona que siempre me había intimidado. A mí me iba bien en clase, pero sobre todo porque estudiaba mucho. Tracy estudiaba mucho, pero además, era excepcional. Era la única chica en el equipo de debate y, el último año, se había clasificado en el segundo puesto de todo el estado.
Entonces empezó a sangrarme la nariz.
—¿Qué pasa, Alex?
—Ehhh… Lo siento, perdonad.
Jen saltó del sofá y me llevó al cuarto de baño del pasillo. Me dejó allí mientras yo me lavaba la sangre de las manos y me apretaba un trozo de papel higiénico contra la nariz. Me quedé allí, mirando la pared azul, esperando a que la hemorragia se cortara. A través del muro, las escuchaba, esperándome.
Un minuto o dos después, alguien llamó suavemente a la puerta:
—¿Alex?
—¿Sí?
—¿Puedo entrar?
—Sí.
Abrí la puerta. Tracy dio un paso y se quedó poco más que en el umbral.
—Solo quería ver si estabas bien.
—Sí, solo es una hemorragia nasal.
—Las odio.
—Ya ves.
—Yo encima debo de estar reseca. —Ella se rio—. Siempre se me agrieta la piel.
—No sé si lo estoy haciendo bien —dije con voz ahogada, apretándome las fosas nasales con el papel higiénico.
—No eches la cabeza hacia atrás, solo aprieta. Así. Uf, ¡qué frío hace aquí! —dijo con un escalofrío.
—Pasa si quieres.
Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Yo me separé el papel higiénico de la nariz, pero la sangre seguía fluyendo y un par de gotas cayeron sobre los azulejos del suelo. Me apreté el papel higiénico contra la nariz y tapé las manchas rojas del suelo con los pies. Luego me apoyé contra el lavabo con tanta tranquilidad como pude.
Y entonces, como de la nada, Tracy dijo:
—Oye, deberíamos quedar alguna vez.
—Vale —contesté con la misma voz ahogada.
—Tampoco tenemos por qué, si no quieres.
—No, estaría bien.
—¿Seguro?
—Sí.
—Pero de verdad que no tienes por qué si no te apetece.
—No, creo que estaría bien.
—¿Crees?
—Sí, creo que…
—Deberías aclararte, Alex. Saber bien lo que quieres.
Abrí la boca, pero no dije nada. Ella se rio y dijo que solo me estaba incordiando.
Sentí que iba demasiado despacio para la velocidad a la que ella iba, como si siempre estuviera un paso por detrás de ella. Ojalá no tuviera un puñado de papel higiénico contra la nariz. Me pregunté si esa conversación contaba como flirtear.
—Es solo que… —dije, y tragué saliva—. Es solo que me sangra la nariz.
Eso la hizo reír un poco. Yo me ruboricé, me di la vuelta y me incliné sobre el lavabo.
—Perdona, perdona —dijo ella, que me apoyó la mano en la espalda—. No quería reírme. Es solo que eres muy adorable.
—No pasa nada.
Comprobé si la hemorragia había parado y esa vez sí, así que me quité el papel higiénico de la nariz y abrí el grifo. La mano de Tracy seguía en mi espalda. Intenté limpiarme las manchas ensangrentadas y mocosas de las fosas nasales tan bien como pude, me lavé las manos y me enjuagué la cara. Me sequé con una toalla y me di la vuelta para decir algo, y en ese momento, ella me preguntó si podía besarme.
—Oh —dije—. Vale.