Читать книгу Sasha Masha - Agnes Borinsky - Страница 9
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El viernes por la noche, abrí la puerta del coche y entré. Estábamos emocionados de vernos y así nos lo dijimos. Ella metió una dirección en el móvil y una voz le dijo que se dirigiera al norte por Old York Road. Puso algo de música y un hombre cantaba y le pedía a una mujer: «Stay, stay, please don’t go».[3]
Durante un rato, no supimos qué decirnos o quizás yo no sabía qué decirle.
—¿Qué tal la vuelta a clase? —Se me ocurrió.
—Bien —respondió ella—. Es lo que toca, ¿no? Volver a clase. Está bien tener vacaciones, pero yo ya estaba preparada para regresar.
—Sí. —La comprendía—. Aun así, me alegraré cuando terminemos.
—¿En serio? ¿No te gusta ir a clase?
—No especialmente.
—Ah —dijo Tracy—. Pero se te da bien. Tiene que haber alguna parte de ti a la que sí le guste.
—No lo odio, solo… sigo adelante sin pensarlo mucho, supongo.
—¿Para llegar a dónde?
—¿Perdón?
—Sigues adelante, pero… ¿para llegar a dónde? ¿Qué es lo que te emociona de acabar los estudios?
Nunca había pensado en eso.
—Pues… no sé. Supongo que… ¿empezar la vida real? Ser una persona en el mundo.
—Esta ya es la vida real. Eres una persona y estás en el mundo; al menos, que yo sepa.
—Ya, pero…
—¿Pero qué?
—Quizás aún no me sienta del todo real —dije—. Es como si este mundo fuera algo que tengo que cruzar hasta que llegue a donde pueda ser una persona real. Sé que no tiene mucho sentido.
—Pero entonces, ¿qué haces? ¿Te sientes así todo el rato? O sea, ¿qué haces en tu tiempo libre? No es una pregunta tan rara, ¿verdad?
—No sé. Me gusta jugar con el gato, leer. Los documentales.
En un semáforo en rojo, se inclinó hacia mí y me dio un pellizco en el estómago.
—¡Ay!
La luz se puso en verde.
—¿Por qué has hecho eso?
—Decías que no te sentías real. —Se mordió la punta de la lengua de forma encantadora—. Quería comprobarlo por mí misma.
En el cine, compré las entradas con la tarjeta de crédito de mi madre («la próxima vez me toca a mí», dijo Tracy), y pasamos de comprar palomitas porque Tracy ya llevaba una bolsa y dos latas de refresco en el bolso. Saludó a Derek, que por lo visto era el chico que rompía las entradas, y le sacó la lengua. Él respondió algo que no entendí y Tracy soltó una carcajada.
Cuando nos sentamos en las butacas rojas, intenté decirle que la conversación de antes no importaba y que tenía razón con lo de ser real, pero ya habían empezado los anuncios y ella dijo:
—¡Chsss! —Y me palmeó la rodilla—. Quiero ver lo que echan. —Luego se giró y me dio un beso al lado de la oreja.
Después, nos enrollamos en su coche. Eso fue como si yo estuviera en una película. Al principio, sentí mucha presión por hacerlo bien, pero resultó que no iba mal sin tener que esforzarme demasiado. Imaginé que podía decir algo si se me hacía demasiado raro; podía fingir que tenía que estornudar o algo parecido. Nuestras bocas comenzaron a abrirse y sentí que la punta de su lengua buscaba la mía. Me hizo pensar en la goma de borrar de un lápiz. Tenía la nariz y la lengua frías por el refresco, pero el resto de su boca estaba caliente. Saboreé el dulzor de la cocacola y la sal de las palomitas.
Alguien tocó con los nudillos en la ventanilla: era una vigilante de seguridad. Nos separamos, pedimos perdón y nos miramos los pies. El cuerpo me ardía allí donde me había tocado Tracy. Miré por la ventanilla. Todo el mundo se había ido a casa; el aparcamiento estaba vacío, y el centro comercial, oscuro. El cielo era enorme. La vigilante de seguridad parecía cansada; parecía que le pesara hasta la linterna. Nos observó mientras nos abrochábamos los cinturones y luego se marchó.
Encendimos el motor y el reloj del coche se encendió. Ya eran más de las once. Era como si fuéramos las dos únicas criaturas vivas en un mundo muerto y silencioso. Hice como que no me importaba la hora de llegada a casa, pero me di cuenta de que a Tracy también le importaba, así que dije:
—Sí, deberíamos ir volviendo.
Tracy pisó el acelerador y nos alejamos del centro para llegar ambos a casa a tiempo. Durante todo el camino temblábamos, nos reíamos y apenas podíamos hablar. Yo no dejaba de soltar risitas; mis dedos se agitaban como pequeñas criaturas en mi regazo.
—No suelo meterme en líos —le confesé—. ¿Es raro decir eso?
—No, yo tampoco suelo hacerlo.
—¿Nos hemos metido en un lío? —pregunté, disfrazando la ansiedad de algo parecido al flirteo.
—No, no creo —respondió ella con una risa nerviosa—. Pero sé lo que quieres decir.
Tengo muy pocos recuerdos de mis padres enfadados conmigo. Recuerdo que mi padre me gritó una vez cuando tenía nueve años; había una obra que quería ver, una versión de Cenicienta que hacían en un teatro para niños, y él me dijo que no podíamos ir porque mis primos venían ese fin de semana y estaríamos demasiado ocupados y bla, bla, bla. No obstante, tras esa conversación seguí pensando en la obra y noté que algo me dolía, no dejaba de dolerme, así que decidí preguntarle a mi padre una vez más.
—¿Podemos…?
—¿Quieres dejar ya esa chorrada de obra, Alex? —me gritó él—. No vamos a ir, ¡y punto!
Me sonrojé, sentí vergüenza y le grité yo también:
—¡No es una chorrada!
Corrí a mi habitación y me senté a llorar mientras sostenía el folleto con la imagen de Cenicienta y sus hermanastras con trajes de fiesta.
Tracy aparcó enfrente de mi casa y se volvió hacia mí.
—Oye, ¿quieres que lo repitamos? Como… ¿en plan salir juntos?
La miré. Vi que su piel oscura estaba ruborizada; vi que su pelo descendía por detrás de su oreja y terminaba en un punto de su nuca. No me había dado cuenta de que no estábamos saliendo juntos. A mí ya me había cambiado la vida.
—¿Lo repetimos entonces? —preguntó ella de nuevo, y me di cuenta de que me había quedado mirándola con fascinación.
Parecía como si todas las penas que hubiera sentido hasta ese momento quedaran atrás, como si fuera imposible estar triste a partir de ese momento. Y esa voz nueva mía fue la que habló, un brote de alegría en la madrugada:
—Sí. —Sonreí—. Sí, creo que sí.