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Nemo

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MIS COLEGAS ME LLAMAN NEMO. Sí, como ese misterioso capitán de Veinte mil leguas de viaje submarino que se sumerge en los más profundos abismos del océano con la idea de no salir nunca de allí. Navego en el abismo oscuro de internet, en lo que se conoce como la red profunda, deep web. Allí no todo es malo, pero es el lugar donde se alberga la red oscura, dark web, donde todo sí es malo. Tengo que deambular entre rufianes de la peor calaña: pederastas, vendedores de drogas, traficantes de armas, terroristas y organizaciones de trata de blancas.

Al igual que el capitán del Nautilus, tengo la intención de hacer del mundo un mejor lugar para todos. A diferencia de él, no recurro a la violencia para lograrlo; sin embargo, mis métodos pueden resultar reprochables, pero son necesarios cuando se trata de explorar un mundo ilegal que se rige bajo una regla de oro: el anonimato.

La gente se imagina que un investigador como yo vive frente a una pantalla de computador espiando lo que hacen los usuarios, como un voyerista. Pero no es así. Solo puedo actuar cuando hay una investigación en curso. Y esta solo se produce cuando hay una denuncia de alguien que ha sido víctima de un acto delictivo. En mi oficina lo llamamos “noticia criminal”.

Una vez tengo la noticia criminal sobre mi escritorio, trato de actuar bajo los parámetros oficiales. Trato, pues en ocasiones hay que saltar ciertas barreras para lograr un objetivo. Eso lo saben mis jefes, pero es algo que no se comenta y se pasa por alto. Entonces, puedo decir que tengo “cierta libertad” para establecer mis propios límites.

En seguridad informática no está bien decir que uno es bueno porque siempre habrá alguien mejor. Pero me preocupo mucho porque mis equipos se mantengan actualizados. Y tengo en la oficina poderosas herramientas y un arsenal digno de una unidad de investigación: mis torpedos, como los llama Protón, nombre en clave de mi mejor amigo y compañero de trabajo.

¿Saben por qué los llama torpedos? Porque Tor, The Onion Router, es mi sitio predilecto. Tor es el navegador que más utilizo en mis incursiones a la red oscura. Por ello mi amigo Protón, ingenioso, aunque no tanto como yo, hizo un juego de palabras: tor-pedos. Porque eso es lo que lanzo, auténticos torpedos, cuando realizo una incursión en el campo enemigo. Algo así como un ataque de fuerza bruta, como denominamos en nuestro medio a una cacería de contraseñas.

Son esos torpedos, junto con mi olfato, los que me han llevado a ganar cierto prestigio entre los investigadores. Por eso me pusieron Nemo. Por eso y porque me gusta poner a prueba a todos mis colegas para que descubran no solo la vulnerabilidad de mis programas, sino también de mis personajes. Ellos saben que me esfuerzo mucho por darles todo el realismo posible. No se trata de crear un falso perfil, sino de darle vida a un bandido real que pueda vérselas de tú a tú con gente de su propia calaña.

En cierto sentido me parezco a un escritor cuando moldea sus personajes: les da vida, los hace creíbles y los pone a actuar. Solo que yo, en vez de escritor, soy un agente de la UIT, la Unidad de Investigaciones Tecnológicas de la Policía.

Euclides Torres fue una de mis últimas creaciones. Este sujeto tenía veintiocho años y vivía con su esposa y sus dos hijos en Quinta Paredes, Bogotá. Ante los ojos de todos, Euclides era un técnico electricista. Lo que nadie sabía era que tenía un socio, Richard, con quien trabajaba en la venta de videos pornográficos de menores de edad. Un día, llevado por la ambición y la avaricia, organizó una subasta para vender a sus propios hijos.

Sí, Euclides era una infame creación, como suele decir Protón, pero una creación que me habría de ayudar a desarticular a una poderosa banda de pederastas que funcionaba en varios países de América y Europa, que podría estar integrada por más de treinta mil personas. Para ello conté con Protón, con mis torpedos, con mis amigos de la Interpol y la Europol, un par de amigos en España y dos fiscales colombianos con los que comparto información.

Así fue como comenzó todo: hace un tiempo llegó a mis manos una noticia criminal sobre un caso de grooming que involucraba a un niño de trece años. Beto fue contactado por un pederasta local que se hizo pasar por un niño de su misma edad. Cuando se hicieron amigos y se ganó su confianza, el hombre le puso una cita en un parque cercano para jugar fútbol y allí lo secuestró. Durante una semana, el pederasta —que no actuaba solo— le tomó fotos a Beto, abusó de él y finalmente lo asesinó. El cuerpo del niño apareció en un potrero en las afueras de Fusagasugá, cerca de Bogotá.

Una semana después, las fotos de Beto y el video del asesinato circularon en la red oscura y fueron adquiridas por pederastas del Reino Unido y Francia. La Europol descubrió que habían sido puestas en la red desde algún lugar de Colombia.

Eso era todo lo que se sabía del caso de Beto. Todavía no se había realizado ninguna captura, pero mis colegas de la Dijin, con nuestro apoyo, iban por buen camino y tenían esperanzas de que pronto habría buenas noticias.

Así, me di a la tarea de crear a Euclides Torres. Una vez fue perfeccionado, se convirtió en la punta de lanza de la Operación Terciopelo, como se llamó en español el plan de búsqueda y futura desarticulación de la red de pederastas que compró las fotos y videos de Beto.

Si bien me esforcé en hacer creíble a Euclides, era su amigo Richard —otro invento mío— quien aparecía como el autor de las fechorías. Hasta le tuvimos un apartamento en el barrio Kennedy de Bogotá, donde trabajaba en su computador y ofrecía las fotos de los hijos de Euclides. Pero quien realmente lo hacía era otro investigador de la UIT. Yo asumo que en estos casos es más importante el mensaje que el emisor. Y en este caso, Richard es el emisor, pero Euclides es el mensaje y su relato tiene que pasar todas las pruebas.

En ese momento, Euclides aparecía en escena, pero como un personaje secundario, asediado por problemas, que estaba dispuesto a todo con tal de salir de la pobreza. Richard organizaría la subasta y de inmediato despertaría la ambición y la lujuria de cientos de pederastas, que pujarían por quedarse con los niños. Nuestra esperanza era que entre ellos se encontraran los asesinos de Beto.

En este nivel de búsqueda me topé por casualidad con un asunto que me dio muchas vueltas en la cabeza. Lo descubrí en una corta conversación en un chat de pederastas ingleses. Hacía referencia a un delfín morado que supuestamente iba a provocar una conmoción planetaria. Tres días después encontré la misma referencia, delfín morado, en un e-mail enmascarado que desapareció antes de que pudiera detectar su origen.

Lo primero que se me vino a la cabeza era que alguien estaba tramando un atentado terrorista. Así como la deep web la utilizan activistas políticos en países donde hay represión, también les sirve a las organizaciones terroristas para trazar planes y definir objetivos. Allí, en internet profundo, es más difícil rastrearlos. ¿Saben por qué? Permítanme explicarlo de una manera sencilla:

Imagine que usted es un espía que necesita saber quién es el remitente y el destinatario de un paquete que circula por las calles de Cali. Del punto A al punto B es enviado un paquete por correo. Solo con interceptar el paquete, entre A y B, sabrá la dirección del uno y del otro. Lo mismo ocurre cuando uno utiliza navegadores como Firefox o Explorer, y trata de dar con la dirección IP de un usuario emisor o receptor. Hacer eso es tan sencillo que hasta un newbie, un hacker novato, lo puede averiguar.

Pero en internet profundo, con navegadores como Tor, la cosa es a otro precio. Ese mismo paquete no circulará por las vías normales, la información no se indexará en los resultados de búsqueda y, por lo tanto, no se hará visible. Ese paquete ya no irá por las calles sino por las redes del alcantarillado, por lo que a un observador externo le será casi imposible seguir la huella.

Ya ven: mi afán era tanto que no lograba concentrarme. Mientras husmeaba en la red, iban apareciendo nuevas cosas. ¿A qué se debía mi desvelo? No voy a revelar —al menos por ahora— todos los detalles del motivo que me condujo a trabajar en la UIT, cuya oficina estaba instalada encima de un asadero de pollos de la avenida Roosevelt de Cali. Solo diré que fue por un terrible suceso que destruyó la vida de mi hermana Inés y marcó a toda nuestra familia. Y yo, que tenía otros planes para el futuro, tuve que cambiar de rumbo.

Cuando salí del colegio, mi aspiración era convertirme en actor de cine. No es que fuera un galán, ni mucho menos, sino que era bueno para exagerar cualquier situación y para meterme en la piel de otras personas. Hacía imitaciones de mis compañeros y de personajes. Yo organizaba el grupo de teatro del colegio, dirigía a los actores y me autoproclamaba personaje principal de todas las representaciones. Pero, además, era bueno para otra cosa: para los videojuegos.

En esto último me secundaba mi amigo Efraín, un auténtico cracker. Con solo decir que él se las ingeniaba para hackear el computador del rector, extrayendo de allí secretos que los alumnos no teníamos por qué saber. Yo era apenas un aficionado a consolas como Xbox 360, sin embargo, asimilaba todo lo que Efraín me enseñaba desprevenidamente. Con una o dos clases que me daba sobre un asunto particular, superaba al maestro. Aunque yo no estaba interesado en convertirme en hacker, oía a Efraín, asimilaba sus conocimientos y guardaba todo lo que aprendía sin darle ningún uso.

Entonces ocurrió lo de mi hermana y nuestra vida familiar se hizo añicos. Todo por culpa del HPZ: el HIPNOTIZADOR, como llamo a internet. Sí, echen una mirada alrededor y verán que todos andan como hipnotizados —en el bus, en la calle, en la mesa, en la cama o a la orilla de la carretera— por las imágenes que aparecen en la pantalla del teléfono. Auténticos zombis que se mueven en una aldea virtual totalmente ajenos a lo que sucede en el mundo real: ¡el gran HPZ! Y mientras la mayoría ha sido hipnotizada por la red, como en una novela distópica, unos cuantos, expertos en sondear las debilidades y puntos vulnerables de niños y jóvenes, aprovechan para asesinar a pequeños como Beto o para comprar a los hijos de Euclides.

Después de la desgracia familiar me costó mucho levantar cabeza. Cuando lo hice, me dediqué a estudiar ingeniería de sistemas y le paré bolas a todo lo que Efraín tuvo a bien enseñarme. A los cinco años, cuando me gradué con honores, ya tenía trabajo. No sé quién le llevó el cuento a la Policía de que en la Universidad del Valle se estaba gestando un genio y entonces me reclutaron. Ni siquiera fue necesario que me convirtiera en policía, empecé a trabajar para ellos como contratista civil. Acepté porque sabía que eso era lo que quería hacer por el resto de mis días.

No aparezco en la nómina oficial de la Policía, pero soy el jefe en la sombra, aunque solo mande en un pequeño cuarto que siempre huele a pollo asado. Protón, con el cargo de subintendente, figura como jefe. Así que estamos a la par: yo, jefe en la sombra, y él, jefe oficial. Tanto las órdenes suyas como las mías tienen que acatarse. ¿Quién ordena y quién obedece? ¡Vaya lío el que nos armamos en ocasiones! Menos mal que tenemos un jefe de verdad, conocido entre nosotros como Lukas3, quien despacha desde sus oficinas de la Dijin en la avenida Simón Bolívar y se encarga de poner orden cuando nosotros nos descarrilamos.

Ahora, volviendo al asunto principal, mi prioridad era mantener en alto la credibilidad de Euclides Torres, ese hombre que estaba dispuesto a vender a sus dos hijos con tal de conseguir dinero para salir de la pobreza y costearse el vicio, el licor y todo lo que se le viniera en gana. Richard, viejo conocido de la red profunda, estaba a punto de contar su historia ante los pederastas del mundo, que seguramente se frotarían las manos al ver a los dos niños que serían subastados. Podría decir que la Operación Terciopelo entraba en su fase más crítica. Esto me mantendría muy ocupado por algún tiempo y confiaba en tener suerte para desenmascarar a los asesinos de Beto.

Me hice el propósito de averiguar, en los ratos que me quedaban libres, qué se traían entre manos con eso del delfín morado. Algo me decía que era un asunto siniestro. Pero solo podría actuar cuando tuviese información significativa. Porque, como ya saben, yo no estoy aquí para observar, sino para actuar sobre hechos concretos, para resolver una noticia criminal.

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