Читать книгу Cómo superar el trastorno bipolar - Alberto Caselles Ríos - Страница 10
Un pasado lejano
Оглавление“Lo has intentado dando lo mejor de ti y has fallado miserablemente. La lección es: no lo intentes”
Homer Simpson 1
El único motivo por el que he utilizado mis recuerdos como introducción de este libro es por su carácter personal. La vida de una persona marcada por el sufrimiento en todas sus formas que se vio obligado a bucear en los porqués con el fin de comprender su propia historia.
Para poder entender lo que fue mi vida durante los años de mayor sufrimiento emocional, es necesario conocer antes, quién soy y cómo soy, y cómo sufrí y por qué sufrí. Aunque la historia que voy a contarte te resultará, posiblemente, ajena a tus problemas, quizás pueda servirte para entender mejor la segunda parte del libro centrada en los malos hábitos que cultivé durante los años de mayor sufrimiento emocional.
Tímido de nacimiento y observador de mi entorno desde mi infancia, alguien podría haber llegado a pensar que no era más que un niño de cartón-piedra. En más de una ocasión me he imaginado como un niño carne de psicólogo. Aunque, para mi desgracia, también podía haber pasado desapercibido porque los psicólogos suelen tratar a niños con problemas más evidentes.
El fracaso escolar, la dificultad para prestar atención o la agresividad son algunos de los filtros de la sociedad de hoy. Sin embargo, yo era un niño obediente y sin ningún problema aparente en el colegio. El rendimiento escolar es, y ha sido siempre, una prioridad. Afortunadamente o desafortunadamente, mi problema estaba muy alejado de unas malas calificaciones. A los ojos de algunas madres, todavía hoy en día, podría haber sido considerado un niño modelo. Bajo mi punto de vista de adulto, un niño que vivía en su mundo apartado del mundo. Un niño que quería comprender viendo y escuchando, con una actitud tan pasiva como la de un espectador en el cine.
Ya de adolescente aprendí a mejorar mi sociabilidad, sin abandonar la insana costumbre de vivir hacia dentro tan arraigada en mi y tan poco recomendable para mantener el piso de arriba ordenado y bien ventilado. Muchas veces me pregunto porqué he tardado tanto en aprender ciertas cosas, y, a la vez, me alegro por haberlas aprendido todavía a tiempo.
En el momento en que llegó la hora de elegir carrera universitaria, sin ser muy consciente de que hacerlo, con mucha suerte, también supone elegir profesión, me encontré con la sorpresa de que alguien ya había elegido por mi. Mi padre, empresario sin formación y hombre hecho a sí mismo, me tenía preparado como regalo, nada más y nada menos, que una empresa. Un hombre hecho a a sí mismo puede correr varios riesgos al llegar a sus propias conclusiones. Uno de ellos es pensar que lo que ha sido bueno para él, también tiene que ser bueno para los demás. Sin pretender hacer un retrato de mi padre y para resumir, sólo decir que se trata de una persona que responde muy bien al adjetivo diferente. A menudo brillante, pero también desesperante como un verano sin sol. Un buen hombre que tuvo la mala fortuna de conocer sólo el éxito y al que agradezco todo lo bueno que aprendí de él.
Este puede ser un buen momento, aunque quizás prematuro, para explicar que me dedico a la escritura tal y como me sugirió: “tú estudias Ingeniería y luego haces lo que quieras”. Sin muchas ganas, accedí a su deseo de convertirme en ingeniero por vocación paterna. En este caso, y como casi siempre, mi padre tenía mucha razón. Lástima que tuvieran que pasar más de veinte años para que yo descubriera qué es lo que quería hacer con mi vida, el mismo tiempo que tardé en recordar estas palabras.
También ha pasado mucho tiempo desde el día en que me convenció con un engaño tan inteligente como eficaz. Hasta aquí, nada excepcional. Pensar que yo he sido la única persona llamada a continuar una empresa como tradición familiar sería demasiado inocente. El único propósito de esta pequeña introducción es ilustrar las circunstancias vitales que contribuyeron a que mi cuerpo quedara reducido a un manojo de síntomas y necesitara, por prescripción facultativa, acudir con frecuencia a la farmacia para aliviar el sufrimiento. Aliviar el sufrimiento, sin ninguna duda, supone una mejora en el nivel de bienestar, pero sólo guarda un cierto parecido con el bienestar real. Un bienestar que parecía no llegar nunca y, desgraciadamente, estuvo ausente de mi vida durante más de quince años.
Inicialmente, mi vida laboral en la empresa familiar fue una experiencia de dificultades de todo tipo, muchas de ellas debidas a rasgos de mi personalidad insalvables. Otras pude superarlas con el aprendizaje y, las menos, pero más significativas, se convirtieron en experiencias emocionales que hicieron tambalear mi estabilidad hasta necesitar ayuda médica.
La sensación de pánico al verme al frente de una empresa no fue muy diferente a la que hubiera tenido si me hubieran otorgado el mando de un Airbus 380 para cruzar el Atlántico con quinientos pasajeros a bordo. La salud se quiebra definitivamente cuando una persona se siente desbordada, sin salida o las exigencias superan con creces a los recursos personales. Yo cumplí al mismo tiempo las tres condiciones y mi cuerpo dijo basta como primera señal de alarma. Mi primera depresión con la edad de treinta años transformó un dicho popular en uno nuevo: “nunca es tarde si la desdicha es buena”.
En esta primera etapa mi aprendizaje fue excesivamente particular. Con el mismo resultado que si hubiera tenido que debutar en Las Ventas habiendo visto en la televisión del salón de mi casa todas las corridas de Manolete: un auténtico fracaso con pasaporte al hospital. La analogía no es sólo un recurso cargado de sentido del humor, encierra muchas similitudes reales. Mi padre, un verdadero artista en su ruedo natural, la empresa. Yo mismo, contemplando una faena que me resultaba tan ajena como una corrida de toros, con la única motivación de no salir corneado y sin muleta ni espada. Carencias de todo tipo me impedían evitar sufrir con una profesión tan respetable como cualquier otra, pero que no era para mi.
Todavía hoy en día, aún en el caso de no sufrir el dolor crónico que padezco, me cuesta imaginar ocho horas en una oficina. Uno de los motivos principales es que tengo una necesidad de estimulación intelectual muy diferente a la que un trabajo rutinario me puede aportar. Las tareas que me encomendaban se dividían en dos tipos: las que podía desarrollar y las que me resultaban inalcanzables. Un pensamiento bipolar y, a la vez, muy frustrante. Las actividades rutinarias me impedían entrar en lo que se conoce como flujo: la placentera sensación de perder la noción del tiempo al estar plenamente concentrado e inmerso en una tarea concreta. Un verdadero problema teniendo en cuenta que, en la sociedad moderna, el noventa y nueve por ciento de los trabajos requieren si no, disfrutar de la rutina, sí ser capaz de sobrellevarla sin perder la salud. Lamentablemente, éste sólo era uno de los muchos problemas que me hacían imposible desempeñar mi profesión de una forma saludable y que no fui capaz de descubrir yo mismo. Tuvo que ser mi primera psicóloga quien lo hizo con un elocuente: “No llevas bien la rutina”. Podría continuar con una lista casi interminable de carencias que actuaban a modo de freno en mi quehacer diario como ingeniero, pero trataré de describir las más importantes en forma de sensaciones.
La primera era la sensación de no poder soportar mi propia mediocridad, no en el sentido peyorativo del término, sino en el sentido de medianía: una persona más en el mundo que desarrolla su trabajo sin otra expectativa que cobrar un sueldo como única remuneración para compensar su tiempo y esfuerzo. El inconformismo es una forma de rebeldía y, equivocadamente o no, siempre he pensado que el trabajo tiene que servir para pagar las facturas y algo más. A lo largo de mi vida, me ha costado renunciar a lo que creo que es posible, sabiendo que esta actitud es siempre un arma de doble filo. Si lo intentas una y otra vez hasta hacerlo posible, estarás de enhorabuena porque tu vida alcanzará un nivel de bienestar y felicidad admirado por todos. ¿Y qué sucede si fracasas? El efecto será justamente el contrario y te hartarás de oir decir: “Te lo dije”.
La segunda sensación, muy desagradable por cierto, era una falta de control sobre mi propia persona que acabó por inundar mi vida no sólo en el entorno laboral, sino en todos los ámbitos.
Volvamos a la plaza de toros porque allí es donde se desarrolla la acción. Después de la primera cornada, en forma de visita al psiquiatra, tratamiento y sufrimiento como principal enemigo que combatir, la vida parecía regresar a una aparente normalidad. Hasta aquí, la historia de un torero de vocación heredada que ha sufrido su primer revolcón y sigue empeñado en brindar a su público una tarde de toros memorable. Hasta que finalmente aprende a dar sus primeros pases a toros sin complicaciones.
Cuando vives en una sociedad en la que, si no eres un engranaje y no mueves la máquina, puedes acabar sintiéndote un inútil, el riesgo de deprimirse es importante. Y eso es exactamente lo que me sucedió a mi. Leer en un informe médico “episodio depresivo recurrente” me hizo plantearme si simplemente yo era una persona depresiva, como el que es calvo o italiano. En realidad, no creo que las personas depresivas existan como tal. Pero con toda seguridad uno puede acabar sumido en una depresión de la que corre el riesgo de no volver a salir nunca si no encuentra ayuda profesional adecuada. Los libros que procuran consejo para enseñarte cómo evitar la depresión, no alcanzan en número a aquellos que tratan de divulgar los secretos de la felicidad. Desconozco si en el mundo hay más personas deprimidas que infelices o viceversa, pero la evidencia es que el mercado, aunque trata de satisfacer las necesidades del hombre, pocas veces lo consigue. La cuestión es que mi autoestima, cuando una profesión frustrante me convirtió en una persona frustrada, se vio gravemente resentida.
Dos años después, decidí buscar una mejor plaza donde torear con la intención de descubrir dónde estaba el problema. Una nueva sorpresa estaba esperándome en una multinacional, a la que accedí con una facilidad asombrosa y una ilusión desbordante. Tan desbordante que el torero se convirtió en toro y salió al ruedo derrapando y con la energía contenida de un animal atado a la sombra de un gran árbol durante demasiado tiempo.
Encontrarme de frente con una ocupación ilusionante, tras muchos años sintiéndome en cierta manera un inútil, tuvo como resultado un nuevo récord de ventas en la sección de la que era responsable. Aunque, en realidad, el récord fue doble: pasé de ser una persona motivada y feliz a una persona deprimida en el tiempo récord de cuatro meses. Quien al llegar aquí haya podido pensar que el protagonista de esta historia ya había conocido lo que es la euforia, no fue así. De hecho, el diagnóstico de trastorno bipolar llegó años después. A pesar de ello, no tengo ninguna duda de que esta experiencia, entre otras, fue la primera señal de alarma y el eslabón necesario para que un día apareciera inesperadamente en mi vida la euforia.
Aunque la experiencia así contada pueda parecer incluso divertida, el deterioro de mi salud durante los cuatro años que comprenden esta etapa de mi vida fue creciente. Además, muchas veces el sufrimiento emocional es invisible y se hace patente cuando llega el apagón total. Para la persona que ingresa por primera vez en un hospital psiquiátrico la vida es oscura como una noche sin estrellas. Aunque he sufrido esta noche en más de una ocasión, tengo una conclusión para ti. Si tu vida te ha llevado a sufrir tan amarga experiencia, no tengas miedo. Tu vida puede cambiar y es más fácil renacer que volver a morir.
Otra de las situaciones que agravó mi salud, justo en el momento en que estaba empezando a recuperarme, fue una nueva desgracia en forma de diagnóstico. A nuestro segundo hijo, en la última ecografía del embarazo de mi mujer, le detectaron, antes incluso de nacer, un aneurisma cerebral de un tamaño considerable. Conocer, en palabras de un neuropediatra, que tu hijo no va a sobrevivir al parto debido a una malformación arteriovenosa en el desarrollo del embrión, es una experiencia especialmente dolorosa. Uno de los mayores motivos de ilusión que una persona puede experimentar en su vida, se convirtió en una de las experiencias más amargas que un padre puede llegar a sufrir. Un nacimiento deseado se transformó en un duelo anticipado, incluso antes de ver el rostro de mi propio hijo. Varias semanas dedicado a intentar no transmitir a mi mujer mi preocupación antes del parto, fueron suficientes para quebrar mi salud una vez más.
Contra todo pronóstico, mi hijo sobrevivió y tras cuatro embolizaciones, tres de ellas siendo todavía un pequeño bebé, consiguió salir adelante. Hoy es el día que Roberto ya ha cumplido once años y es la viva imagen de la alegría, la vitalidad y las ganas de vivir.
Tras recuperar la salud y regresar a la empresa familiar, fui adquiriendo habilidades con una recompensa insólita: la consecución de un logro profesional importante me hace sentir que el regalo que llevaba ocho años intentando abrir no era más que una caja vacía. Si la suerte va por barrios, en el terreno laboral a mi barrio parecía no tocarle nunca. Me había demostrado a mi mismo que era capaz de desempeñar mi profesión de una manera eficiente y el resultado fue descubrir que había cumplido mi propósito. Mi único propósito era cumplir un propósito y después de haberlo logrado parecía no haber otro, con la desagradable sensación de seguir caminando con una piedra en el zapato.
La satisfacción del deber cumplido, tan conocida por muchos, seguía escondida en alguna parte o los supuestos “deberes cumplidos” no me reportaban ninguna satisfacción. Tardé tiempo en reconocer que la responsabilidad libremente asumida para elegir mi propio camino me resultaba más saludable. Cada vez que terminaba cualquier tarea sencilla o completaba un trabajo más elaborado, una pregunta me generaba una ansiedad fuera de lo normal: ¿Y ahora qué?.
Vivir una rígida rutina de trabajo como un castigo, y la inactividad como una fuente permanente de ansiedad, es una forma más de sufrimiento que, afortunadamente, no afecta a toda la población. Las personas con una semilla de creatividad no son fácilmente adaptables a la sociedad actual, dominada por la especialización y los procedimientos poco flexibles. La misma creatividad que me permitió, un día sentado frente a la mesa de mi oficina, simplificar la situación como nunca antes lo había hecho en mi vida. Llevaba más de diez años casado con una profesión en la que la convivencia nunca había sido cómoda ni agradable. Económicamente hablando, contaba con la privilegiada ventaja de poder hacer un alto en el camino. Abandonar una profesión es un salto al vacío, pero cuando uno no pisa terreno firme, puede ser una opción muy recomendable. En cualquier caso no se trató de una cuestión de valentía, sino de una cuestión de salud. Escuchar a tu propio cuerpo cuando se queja es la mejor manera de despertar a una situación imposible de manejar y a la que hay que tratar de poner algún remedio.
Curiosamente, la escritura fue la tabla que me salvó del naufragio vital. Descubrí su atracción casi instantáneamente, como en un cruce de miradas entre dos personas que nunca antes se habían visto. Jugar con las palabras, para el amante del placer de escribir, estimula la imaginación de una manera capaz de despertar incluso los sentidos más adormecidos. Además de un interés real por concluir mi primer libro y compartir una experiencia, había otros tres motivos que me parecieron importantes y pensé que jugarían a mi favor. En primer lugar, dispondría de todo el tiempo necesario para concluirlo, una oportunidad para poder marcar mi propio ritmo y llevar una vida tranquila. Era más que evidente que el estrés me estaba desgastando y necesitaba un poco de aire para acabar con una sensación de angustia que era ya parte de mi vida.
El segundo motivo tampoco lo olvidé. Aunque volviera a sufrir posibles crisis como las que había vivido en los últimos años, el libro estaría siempre esperándome en el momento de mi recuperación. El último fue simplemente una intuición: un objetivo de largo plazo me ayudaría a serenarme y mantener mi atención en una meta concreta, aparentemente alcanzable y que merecía la pena. Así lo pensé y así lo hice.
Tras comenzar una novela que supuso mi primera incursión en un mundo desconocido, comencé un ensayo que es fiel reflejo del qué, el cómo y el porqué de mi experiencia. Una vez concluido mi primer libro, todavía sin publicar, comencé el que tienes entre tus manos convencido de que podría escribir un segundo libro centrado específicamente en mis conclusiones respecto al trastorno bipolar. Un libro con un propósito muy claro y una sana intención: si te identificas en algún sentido con mi experiencia, quizás puedas interpretar la tuya desde una nueva perspectiva y reorientar tu vida si lo crees conveniente. Los próximos capítulos contienen muchas respuestas a preguntas que fueron surgiendo como una necesidad por comprender. Sin haber conseguido responder a muchas de ellas, nunca hubiera llegado a conocerme y aceptarme, primeros pasos imprescindibles para encontrar el equilibrio emocional.
Hoy es el día en que reconozco la importancia de dar siempre un primer paso en la buena dirección. El mayor premio no ha sido este libro que acabas de comenzar, sino el haber encontrado una salida al laberinto de desorientación, confusión y vacío existencial en el que me encontraba; un laberinto que me condujo a una inmensa llanura que disfruto y transito con ilusión.