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¿Qué es el poder?
ОглавлениеSi la virtud de las leyes de Newton radica en su capacidad de predicción, quizás las leyes de las que trata este libro tengan una capacidad similar para predecir resultados derivados de la conducta. La virtud de las leyes del poder que se enunciarán es que son de utilidad para establecer los beneficios o las catástrofes en las que puede derivar un escenario de poder para quien cumpla o incumpla dichas leyes. Y esto vale para situaciones microsociales (relaciones laborales, momentos de seducción amorosa, relaciones entre estudiantes) y para el gran teatro político del mundo con sus fenómenos estructurales (las disputas de la alta política y la alta diplomacia, las decisiones de grandes corporaciones, entre otras).
Mi hijo a los dos años miraba al cielo y sentenciaba: “Luna, sol, no se cae”. Extrañado por esos objetos voluminosos y semejantes a una pelota que no se caían, comprendía uno de los aspectos más importantes de la física de Newton: la caída en tanto forma de movimiento. ¿Por qué la pelota se cae y el Sol no se cae? Porque no solo existe el objeto, sino también el lugar que lo condiciona. Tal y como Newton vio que la Luna y el Sol no caían debido, precisamente, a las mismas leyes que hacían caer a la pelota; las leyes del poder (que también son un fenómeno de despliegue de energía y de búsqueda de movimiento) son estables en el tiempo, y su enunciación puede exceder fácilmente los ejercicios habituales de observación que conocemos con el poco lucido nombre de ‘estudios de caso’.
La observación de experiencias de poder y el uso de principios teóricos antiguos son mecanismos que normalmente sirven para arribar a estas leyes. Pero ¿es válido usar una serie de películas y/o una novela de ficción como base empírica y teórica de la comprensión del poder en la vida social? O para decirlo de otro modo, ¿podemos usar la ficción en calidad de caso real con mayor éxito heurístico3 que los casos reales? Este punto tiene una explicación. Pero la abordaremos más adelante.
¿Por qué la ficción puede orientarnos? Ante el teatro de la actividad profesional de quienes buscan poder, lo que presenciamos casi siempre es el espacio configurado y domesticado de la sociedad al que llamamos ‘política’ o incluso ‘sistema político’. Este espacio está bastante regulado en su espacialidad y en el significado de cada lugar de ese espacio. Es como la teoría de la pintura de Kandinsky, que decía que en el plano de la obra (digamos, por decirlo así, en la tela del pintor) el significado de un punto o una línea se relaciona con el valor intrínseco del espacio de la tela (arriba, abajo, al centro, entre otros). Lo cálido y lo frío, el hogar y la libertad son conceptos que están asociados a una zona del plano (de la tela, si seguimos con el ejemplo). Pues bien, el espacio formal que la sociedad le reconoce al poder, llamado ‘la política’, es un espacio geométricamente construido, con su propia gramática y con reglas del juego aprehensibles.
Los estudios basados en antecedentes ‘reales’, en ‘casos’ históricos o contemporáneos debidamente investigados tienen un defecto: solo pueden comprender el poder en la región más transparente de él, que es la política. Contrario a lo que la gente piensa, la política es enormemente transparente si la comparamos con otros escenarios de poder. La ventaja de la ficción es que nos abre a muchas posibilidades para interpretar las formas de aplicación del poder y nos permite construir un repertorio especulativo, pero verosímil, de las realidades sociales que habitan dentro de lugares a los cuales muchos investigadores no tendrán acceso jamás, como la mesa directiva de una compañía, una empresa de lobby o los negocios sucios de ciertos actores en la sociedad. ¿O de verdad un investigador del poder puede realmente investigar el Vaticano, el consejo directivo de Google o la trenza de poder en la CIA?
Ese territorio geométricamente euclidiano al que llamamos la política, la región más transparente del poder, solo invita a la confusión de los incautos. En gran medida la política es solo un mapa, pero el poder es el territorio. Hasta hace poco en la historia intelectual, las definiciones sobre nuestra propia galaxia reemplazaban al universo en su totalidad, e incluso las más acotadas cuestiones relativas al Sol y la Tierra cerraban la discusión. De igual manera hoy navegamos confundiendo lo que podemos y sabemos ver en la política con lo que no vemos ni sabemos comprender que es el poder.
El poder es un animal misterioso en la historia. Su fantasmagoría, sus vericuetos, su carácter a veces sólido y otras veces gaseoso son rasgos que configuran un ser que la ciencia política sencillamente es incapaz de comprender. No cabe duda: la literatura ha lidiado mejor con el poder que las ciencias sociales. El listado es larguísimo.
Estoy convencido de que la ficción abre una infinidad de variaciones sobre un mismo tema. Y al hacerlo, despliega un aparato de hipótesis capaz de sacarnos de la restringida asimilación poder/política. Desde el instante que operamos con esa distinción, la oportunidad de comprensión e interpretación aumentan sólidamente. Es fácil encontrar grandes obras cuyos elementos narrativos tienen la capacidad de iluminar el poder. Se puede decir incluso –¡oh, gran pecado de la ciencia política!– que gracias a ella (a la ciencia política) el ocultamiento radical del poder como problemática intelectual se ha acrecentado, que mientras detallaba los procesos políticos y sus sistemas ha conquistado el mayor demérito: privarnos de la claridad, de una sabiduría esencial sobre ese objeto último al que deseamos acceder que es el poder.
La mayor parte de nosotros, frente a un computador, somos usuarios de un software. De la misma forma, la política es un mero programa que trae predefinidos los límites de su posibilidad. Los políticos son usuarios intensivos de ese programa (no necesariamente usuarios avanzados). Los expertos en política sí son usuarios avanzados de ese programa. Cuando hacen (hacemos) bien su trabajo (nuestro trabajo), entonces comprendemos las reglas del juego que dio, queriendo o sin querer, el programador. Y este último, el programador, tampoco existe. Es simplemente la historia. Suena absurdo decir ‘simplemente’, pero así es, pues resulta que la historia en algún momento crítico y/o caliente produjo un escenario que, aun cuando pudo ser temporal, finalmente sedimentó en un territorio nuevo, desdibujando las reglas del juego anterior y generando nuevas. He ahí el programador.
Alguien podría pensar entonces que el poder es el hardware. Pero no. El soporte material del programa no radica en el abstracto poder. El hardware es la vida material. Lo es porque desde allí provienen el grueso de los recursos con los que el animal social que somos opera en sus acciones de poder. No es lo mismo poseer un territorio o no poseerlo (y no me refiero necesariamente a la posesión jurídica), no es lo mismo tener herramientas (o armas) a no tenerlas, no es lo mismo tener un ejército a no tenerlo, tener organización a no tenerla. Es cierto que un buen jugador en el marco del programa (del software) puede crear nuevas formas de hacer poder. Y ello es muy meritorio y muy útil. Pero objetivamente, los recursos que están allí, materialmente esperándonos desde los confines más remotos de la historia humana, son muy densos y energéticos. ¿Reside allí el poder? Tampoco. Los recursos solo son el material de las reglas con las que se juega el juego del poder en un orden determinado.
¿Dónde reside el poder entonces? No sabemos. El poder no tiene referencia. El mayor poder es la creación de un cosmos. Y nadie puede llegar más lejos que una buena metáfora: “en el principio fue el verbo”, “hágase la luz”, “el huevo nacido de una fuerza creadora llamado caos”, la “cópula de los dioses”, “el universo resulta de la permutación de letras”, “la cosa ilimitada que existió primero”… En fin: las formas que refieren al mayor poder, el de formar un cosmos, el de producir un caos, se consuman en una figura lingüística inasible, en un gesto excesivo que no admite límites y, con ello, que no soporta ninguna definición. La creación es una rotura, un secuestro, una emanación, una luz, un sonido, una caída, una acumulación, un desvanecimiento.
Al fin y al cabo, siempre nos encontramos con dos principios opuestos en el universo: el de creación y el de destrucción. No obstante su enorme diferencia y su insalvable distancia, no obstante la diversidad de y la contradicción en las escenas que ambos conceptos convocan, hay una cosa cierta: ambos principios tienen algo en común, algo que los une inextricablemente más allá de toda consideración. Ese algo es el poder. La creación y la destrucción son energía y eficacia, son el poder del movimiento (el cambio) y el poder de lo nuevo (lo creado o lo muerto).
La sociología cuenta con cuatro misterios: el poder, el malestar social, la legitimidad y los movimientos sociales. Léase bien, se trata de misterios. No es lo mismo que decir problemas no resueltos por una disciplina (por ejemplo, la conciencia de clase), no es lo mismo que señalar la existencia de conceptos cuya diversidad implica una ausencia de definición (por ejemplo, cultura), no es lo mismo que la existencia de alguna debilidad teórica o metateórica (e incluso social) de una disciplina (por ejemplo, la incapacidad de sostener el monopolio de la verdad sobre un objeto). No nos referimos a eso. Hablamos de misterio.
Un misterio se puede estudiar, pero no se aprende. Es al mismo tiempo un rito, una revelación, una fiesta y una prohibición. El misterio no se puede contar, es una experiencia (ya sea vivirla, ya sea someterse a su conocimiento) que carece de puntos de apoyo, de direcciones prefijadas. En definitiva, un misterio es amorfo.
Fue Max Weber el primero en señalar que el poder carecía de forma. Como buen investigador kantiano, asumía que dicho objeto no era investigable con las herramientas de la ciencia. Así que decidió dar cuenta de su forma visible, la dominación, esto es, las formas de organización a través de las cuales el poder se ejerce.
Las formas de dominación son siempre y también formas de legitimidad. Y he aquí otro misterio. Lo legítimo es el extraño fenómeno que deriva de un ejercicio del poder sustentado por una idea del mundo (configuración de las imágenes de mundo); esta permite que el acto de poder tenga un pleno significado para quienes lo viven. En el ideal kantiano, nada de lo que es ejecutado desde el poder puede ser considerado impertinente o arbitrario, incluso si a un observador externo le parece un evento impertinente o arbitrario. Hacer caer diez jóvenes a un volcán, que sacerdotes posean carnalmente en un ejercicio de violación (a nuestros ojos) a un número de vírgenes en un templo, el más brutal castigo a la omisión de un movimiento corporal en un rito… Todos esos actos y muchos equivalentes pueden ser legítimos bajo un determinado escenario en el que la acción del poder queda inscrita e incorporada, sin bordes rugosos (por decirlo de alguna manera), en un marco normativo y simbólico suficientemente adecuado para darle sentido a la conducta realizada.
La reflexión sobre el poder ha sido mucho menos frecuente que la reflexión sobre la política. Y es que la política tiene forma y el poder es amorfo. En tanto tal y como buen misterio, el problema del poder se experimenta desde su ejercicio o su padecimiento, es un concepto fundamental que se resiste a la teorización. Cabe recordar que la teoría es, por necesidad, el alejamiento del objeto para poder rodearlo y construir, desde ese ejercicio, el marco que delimita su capacidad explicativa. Pero el poder es una cosa tan sencilla, tan brutalmente sencilla que, en palabras de Kant, es la fuerza que vence a otra fuerza. El poder es una relación, es un lado de la relación, es el lado triunfante, es el que puede. El poder puede. Simple sentencia que lo resume todo.