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Instrucciones para cruzar el infierno

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Todos habitamos el poder, por fortuna o desventura.

El poder es un sol nocturno. Posee la energía del astro rey y la oscuridad de la noche.

El poder es el príncipe de este mundo.

Es indispensable haber digerido este saber. La mayor parte de las veces vivimos en el mundo sin conciencia de estas breves sentencias. No imaginamos la relevancia de sus consecuencias. El poder puede estar en la dirección de la llamada telefónica, en la veloz respuesta silente de una mirada, en la risa burlona ante una presunta amenaza, en un pescado envuelto, en el título de un correo electrónico, en una cabeza de caballo en tu cama.

Y es que normalmente pasamos nuestros días sin prestar atención a la más incómoda y menos simpática de las variables: el poder. Preferimos la ingenuidad, la risa, el juego, el delirio metafísico o el frenesí de la carne. Pero en cada acción, como un submundo réplica de nuestro mundo, el poder sube o baja, como un gráfico para cada humano, como el aroma de un barrio, como el destino de una familia. El poder. Podemos disfrutar livianamente de la vida y sin embargo se mueve. El poder se mueve.

Incautos arribamos a nuestros destinos de cada día sin pensar siquiera cuánto poder hemos perdido, cuánto hemos ganado y cuánto podemos perder. Y todavía menos comprendemos que habitar el poder es compartir tu cuarto con Satanás. Siempre. Todos habitamos el poder y, por ello, en nuestro cuarto cada noche duerme Satanás, con gran calma, con la certeza absoluta de que no importa de cuántos valores nos blindemos, siempre podrá arrastrarnos al pecado en el preciso momento en que el poder exija nuestro pronunciamiento.

No es lo mismo saber que tomar conciencia. Sabemos que el poder se expresa como una montaña, con una cima radicalmente más angosta que su base. Sabemos que acumular más poder, que ir más arriba en la montaña, es difícil. Lo sabemos. Pero no tenemos conciencia. Nos imaginamos que el camino de su acumulación será un grato paseo por un parque. El poder, sin embargo, es tanto una necesidad como una maldición. Cuando ganamos en su juego, nuestros días se tornarán más difíciles. Cuando perdemos, nuestros días serán horribles. El poder no es un grato compañero. Pero sin su compañía la vida es un espanto.

Todos habitamos el poder. Él estuvo antes que el verbo.

La sombra del poder viaja por el mundo a mayor velocidad que la luz. Pero normalmente no nos enteramos. Los hombres de buena voluntad avanzan por las calles redondeando meticulosamente su odio a los poderosos. Buscan que su odio sea puro y perfecto. Suele acontecer en ciertas épocas. Y suele ser una buena noticia. Ese odio, con un poco de suerte, eliminará algo del moho que habita en los pasillos del poder. Los hombres de buena voluntad, con algo de suerte, habrán hecho quizás un aporte. Pero no siempre la suerte acompaña a las almas nobles. Y en esos casos, frecuentes a decir verdad, los buenos oficios tienen la eficacia de la pólvora mojada.

Vivimos en una era que pretende quitarle poder a la autoridad. Si la historia de la humanidad había sido intentar darle autoridad al poder, ahora sencillamente la sospecha inunda la sala de operaciones. Pero no es solo eso. También es una época donde prevalece el desconocimiento del poder. Todo se reduce a decir: el poder es malvado. Este analfabetismo es un mal compañero para la aventura de sociedades que buscan afrontar los mayores desafíos de su historia. Para cruzar el infierno no basta la buena voluntad, no basta la energía. Se requiere más. Y la historia intelectual de quienes han puesto su mente y sus manos en la cuestión del poder lo saben.

En el siglo XVI, Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe, un tratado para enseñar a administrar el poder al que lo tiene. En el siglo XX, Mario Puzo y Francis Ford Coppola crearon El Padrino, una saga literaria y cinematográfica, un opus que enseña a construir el poder al que no lo tiene. Pero esta no es solo una historia sobre la mafia, no es solo la historia del crimen. Es una historia que enseña que el poder importa.

La lección del poder no es hermosa, no es delicada. Su problema no es lo bello, es lo sublime. Su potencia estética radica en la grandeza, y la grandeza no se puede rechazar. Tampoco se puede ir tras ella, pues no reside en un sitio ni está a la espera de su cazador. La grandeza se produce, se construye y se conquista en cada empresa mayor, siempre riesgosa hasta lo inimaginable.

Cuando quedamos de cara al poder estamos ante lo incomprensible, normalmente por deliberada ceguera o por insuficiente precaución. El poder es una habitación oscura que nadie nos querrá mostrar. Y si deseamos no saber nada, fácilmente lo lograremos porque nadie luchará por darnos ojos ante el poder. Este libro (y el proyecto que lo sustenta) nace como un ejercicio para iluminar ese territorio oscuro. Pero no tendremos jamás una luz brillante. Así es la historia, con un poco de suerte forjaremos una tiniebla más tenue.

¿Por qué visitar ese sitio en penumbra?

Porque para protegerse de los horrores, es preciso cruzar el infierno.

Decidí escribir este libro sin las formalidades académicas, a pesar de lo que considero su profundidad, porque en este libro conservador subyace una rebeldía cuya fuerza (espero) nunca se agote. Y esa rebeldía no es meramente intelectual. Nace de dolores estomacales, de quebrantos, de soledades infames, de delicadas u obscenas traiciones. Las razones intelectuales de este libro han sido solo una parte de su génesis. Se combinaron, hace tiempo ya, con un sentido de supervivencia.

Cuando las leyes que se exponen en este libro estaban en su etapa primigenia, recurrí a ellas inquieto por mi futuro. Eran momentos en los que era fácil imaginar un destino amargo. La derrota parecía inevitable (y lo era). Y comprendí que esa derrota era por falta de poder y, peor aún, por mi dilapidación sistemática de él en cada conducta. Esto no ocurrió solo una vez. Fueron dos las ocasiones, largos procesos donde la penumbra arribó a una radical oscuridad.

En ambos episodios, mi instinto me llevó a recordar que alguna vez había detectado algo así como “las leyes del poder” en el opus de El Padrino. Y también en ambos casos, el uso de las leyes que tenía sistematizadas hasta entonces fue suficientemente impresionante como herramienta de acción y como orientación en un espacio devastado.

Esos dos sucesos se resumen así. El primero casi termina con mi salida de la vida académica por mera derrota política, a temprana edad, luego de avances muy exitosos. El segundo supuso abordar una elección presidencial en mi país, Chile, desde la total debilidad; quienes me nominaron candidato fueron presionados para retirar mi candidatura. En cuestión de horas quienes me promovieron querían sacarme, a cualquier precio, de la carrera.

Luego de estos dos episodios me tocó presenciar un tercer fenómeno (todavía me corresponde hacerlo en una posición de desagradable privilegio). Ciertos actores del mundo académico habían construido una inarmónica estructura de acumulación de poder institucional y extrainstitucional con las peores prácticas, mientras un conjunto de personas carentes de todo sentido del poder (que oficiaban en cargos de poder) creían controlarlos en el mismo instante en el que, en rigor, les construían el camino a estos personajes.

En esos tres momentos, las leyes que presento en este libro fueron útiles a tal punto de reducir los daños cuando estos eran inapelables y de generar modestas victorias en medio de un escenario muy difícil. Este ejercicio intelectual se ha hecho carne en varias ocasiones y ha tenido que batirse a duelo con ese desafiante ente llamado realidad.

La historia de mi vida es simple. Por muchos años el silencio fue mi leal compañero. Literalmente, casi no hablaba: era tímido y reservado a la vez. Desde los ocho años asumí que sería académico. Veía edificios universitarios y los sentía mi casa. Leía muchísimo, incluso cosas que no entendí en lo más mínimo. Tomaba el Metro desde mi casa, en la periferia de la ciudad, y gastaba mi poco dinero en las librerías del centro de Santiago. No creo equivocarme si digo que nunca fui a una fiesta siendo adolescente. No tomé alcohol hasta los veinticinco años. No tenía habilidades sociales y aunque ahora tengo pocas, la verdad es que he mejorado muchísimo. En pocas palabras, soy eso que llaman un nerd. Tiendo a creer que ese concepto no me abarca, pero no tengo alternativa, es lo que resume mejor. Debo decir, eso sí, que nunca fui muy obediente. Leía lo que me apetecía, no aceptaba una intromisión intelectual y me enfrentaba a los profesores cuando era el caso. Tenía una cierta dosis de rebeldía, pero nunca fui disruptivo.

En mi trayectoria inicial logré ser académico de la principal universidad de mi país relativamente rápido. Fui el profesor más joven del departamento que me albergaba y me hice cargo de todo lo que, en ese instante, fatigaba a mis colegas por ser un problema: las tesis de los estudiantes, la revista del departamento, el diseño de proyectos. De hecho, redacté un proyecto de investigación que significó grandes recursos para la Facultad… Pero nada bueno surgió de dichos esfuerzos y sus logros, pues estos me convirtieron en el enemigo público de mis colegas. No comprendí que la conquista de objetivos sin la necesaria acumulación de poder era una combinación tan inadecuada como insostenible. Pensé que ser generoso e inofensivo me haría respetable y querido. Y fue así… solo un tiempo. Por de pronto, mi esfuerzo en apoyar las tesis de estudiantes y mi preocupación en hacer más y mejores cursos significó que los estudiantes me quisieran bastante. Ese respeto y afecto duró muy poco. Bastó una operación política para que eso acabara. Los dirigentes estudiantiles pasaron al otro bando. Con una mala estructura de poder, ser enemigo del pueblo puede ser sencillo.

Dado el escenario de enorme conflicto con mis colegas, estuve a punto de retirarme de las ciencias sociales con 32 años. Demasiado joven para haber sido derrotado y demasiado viejo para comenzar de nuevo. En 2010 decidí darme una segunda oportunidad. Sería la última. Si no funcionaba, de hecho, ingresaría de nuevo a la universidad (con dos posgrados y dos licenciaturas ya a cuestas) para dedicarme a otra cosa. Pero junté fuerzas y decidí perseverar solo una vez más. Pero comprendí que debía jugar las cartas de otra manera y ello implicaba declarar la guerra a quien fuese pertinente, asumir la necesidad de hacerse fuerte, no solo emocionalmente, sino en toda la gama de recursos.

Para hacer viable mi existencia conseguí un trabajo en un banco. Y comencé a construir el camino para volver a la academia, pero no en los códigos de ellos. No quise cumplir las leyes de su mundo. El camino correcto me parecía absurdamente peligroso. Y el camino paralelo, fuera de los mapas, me parecía un poco mejor. No mucho, pero mejor. Fue por entonces que me iniciaba en la comprensión más profunda de la obra de Puzo-Coppola: no aceptes las leyes de otros, en ellas morirás.

Cuando la política desaparece solo queda el poder. Ante nuestros ojos aparece una entidad que no ha fijado sus límites, que no conoce fronteras. Y con ella aparece también la necesidad de pensar e investigar ese objeto, puro y simple, como una línea recta en medio de un cuadro, como la pregunta por la luz y su carácter ondulatorio o particular. En ese juego, en ese navegar sin instrumentos precisos, me alejé de Weber y volví a tomar aquella novela leída de adolescente luego de la fascinación por ver la película El Padrino. Volví a Puzo una vez más, ahora buscando afinar los detalles, buscando más leyes. Ávido de una verdad que me fuera útil, fatigué las noches y los días.

Aún recuerdo el estremecimiento que sentí cuando comprendí, como en medio de un misterio que nos ha revelado su secreto, que su novela no era sobre la mafia, no era sobre la familia, no era sobre Italia ni sobre los sicilianos en Nueva York. Comprendí que no era sobre los crímenes, que no era sobre el dolor y la necesidad de matar un hermano, que no hablaba acerca de la tragedia de huir de lo ominoso para caer en el Banco del Vaticano (Banco Ambrosiano). O mejor dicho, que sí era todo eso, pero que había algo más, algo que en realidad estaba debajo (y siempre lo que está debajo es más importante). Y eso que estaba debajo era Maquiavelo.

Mario Puzo había reescrito El Príncipe de Maquiavelo, pero lo hacía en 1969 (450 años después de su origen) inspirándose en una historia que abarcaba (en la novela) hasta 1955 (desde 1900 aproximadamente). Luego, en la versión cinematográfica tanto Mario Puzo como Francis Ford Coppola avanzaron más décadas, escribiendo un último libreto que excede las fechas originales abriéndose a una nueva generación (los nietos de Vito Corleone, el padrino), construyéndose un relato que llega hasta la década del ochenta, involucrando un radical esfuerzo por mostrar las entrañas del poder en ese lugar donde el misterio se apuesta a sí mismo, el lugar donde el poder no necesita armas porque su única arma está en aquel que concentra el poder, que con razones más o menos comprensibles, recibe la fortuna de la potencia. El vilipendiado Padrino III es en realidad una obra mayor. Los remilgos de los críticos de cine, influenciados formidablemente para no darle el Óscar ante una película que ya a nadie le importa, son irrelevantes: la obra es, además de formidable, una oda a la valentía política. Juan Pablo II, el socio ideológico de Ronald Reagan, era el papa. Y Reagan era el alma de la época en Estados Unidos. Y la película venía a decir cómo Juan Pablo II había llegado a ser papa. Y la historia era ominosa.

Puzo volvió a escribir El Príncipe como el regisseur de una ópera clásica que ha sido contratado para volver a montarla y ha decidido renovarla radicalmente ante la evidencia de la reiteración posible. Esto significa, entre otras cosas, que Puzo no se centró en la mafia, que no estuvo fundamentalmente enfocado a investigar el funcionamiento de las familias italianas dedicadas a los negocios ilegales en Nueva York o en Chicago. Significa, en cambio, que Puzo reconstruyó en un ejercicio narrativo la teoría del poder de Maquiavelo y la puso en escena en forma de novela, mezclando el juego de Dostoievski con el perfilamiento de los muy distintos hijos de Los hermanos Karamazov (además del asesinato interno en la familia), con la muy evidente filosofía del poder del autor de El Príncipe.

Conozco la historia de reescribir El Padrino. Lo he hecho. Es una plantilla formidable, en ella todo adquiere nueva luminosidad. También escribí una ópera que fue censurada, Maquiavelo encadenado, una historia contemporánea donde los gobernantes del presente han convertido en prisioneros los secretos del poder, concentrados en el cuerpo de Maquiavelo. Mientras el orden funciona, nadie piensa en Maquiavelo, que trabaja esclavizado como sirviente en un country club llamado El Príncipe. Pero cuando el orden se desbarata, emerge la necesidad de la sabiduría de Maquiavelo.

¿Por qué llaman a Maquiavelo en la crisis? Porque en el éxito, el poder es invisible a fuerza de comodidades y facilidades. Solo la carencia y sobre todo la derrota nos convocan a concentrar todas las fuerzas en la acumulación de poder. He ahí un punto relevante, imposible de omitir: el poder se acumula, se concentra, tiene la virtud de su suma sin límite.

Pero volvamos a la historia de cómo nació este libro.

Pasó el tiempo desde la lectura que me reveló un maquiavelismo fino y profundo en Puzo. Por entonces comencé a trabajar el problema del poder, pero no fui capaz, no tuve la osadía de cruzar las fronteras disciplinarias y los moldes impuestos para vociferar los nombres prohibidos de un novelista y un cineasta como dos teóricos del poder al nivel de los grandes. Esa falta de valentía fue un cierre cognitivo. Hoy me avergüenza: había aceptado las leyes que me hacían débil. No pude reconocer lo que veía ni expresar lo que sentía. La juventud es temeraria, pero no osada. Los investigadores queremos el reconocimiento de los pares, una extraordinaria manera de no innovar, de convertirse en funcionario sin necesidad (nadie puede criticar a un funcionario que debe funcionar, pero un intelectual que debe pensar no debiera impregnarse del alma funcionaria). Lo cierto es que coleccioné algunas observaciones del libro en algún archivo de la computadora, algún apunte en la copia de mi libro y alguna observación se quedó pegada exitosamente en mi memoria.

Una disrupción misteriosa de la sociedad (una inusual explosión social en mi país, que luego fueron dos y pronto fueron más) me encontró bien parado, con material, trabajo en terreno, visión interpretativa y todo lo que se requiere para moverse con solidez. Di una conferencia provocadora, incluso rebelde; luego escribí un par de libros que se vendieron muy bien (gracias a la conferencia principalmente). Y como estaba cansado de vivir en un banco, me busqué la vida y conseguí entrar a una nueva universidad.

Tiempo después ocurrió lo que a veces acontece a los académicos que venden libros y aparecen en la televisión. El asunto es que llegué a ser candidato a la Presidencia de la República en unas primarias nacionales. Recorrí el país, fui a todos los programas de televisión que los candidatos deben visitar y llegué a la elección con la total claridad de una derrota segura y violenta, pero de una aventura formidable y sin más daño que el espanto económico de mi hacienda personal.

Mi modesto paso de la teoría a la praxis, en términos realistas, fue catastrófico. El grupo dominante de la coalición donde participaba consideró que mi nombre era una amenaza y que debía ser quirúrgicamente extirpado de la contienda.

Encerrado en una oficina tétrica pasé varios días observando sin ver cómo me faenaban en el matadero, amigos y enemigos. El exitoso académico que había logrado escapar del infierno, dejaba el paso a un mediocrísimo político que, ahora por otra puerta, retornaba al infierno. Con las pocas capacidades políticas que tenía había logrado ser candidato presidencial (también hay que decirlo). Recuerdo uno de esos días, solitario no por el exceso de poder, sino por algo más normal: por no tenerlo. Caminé al Metro, me subí y cavilé. ¿Cómo se sobrevive? Ya tenía asumido que perdería vergonzosamente la primaria presidencial de mi sector, pero el asunto no era ganar, era sobrevivir. El mundo académico es bastante más delincuencial de lo que parece y llegar en calidad de derrotado y defenestrado era una muy mala idea.

Atribulado recapitulé mis infinitas discusiones con mi equipo de investigación sobre el problema del poder, sobre la seducción, sobre la estrategia. Y de pronto recordé que Vito Andolini (conocido como Vito Corleone) no tenía nada, que se había tenido que parar sobre la necesidad, o sobre la vergüenza, o sobre lo que fuera. Llegué a mi casa y saqué de la biblioteca El Padrino. Encontré dos o tres rayones, dos o tres páginas dobladas para marcar algo. Busqué en mis archivos del computador lo que tenía. Existía, pero era disperso. Preferí leer, volver al inicio. Era medianoche cuando lo comencé. Lo terminé alrededor de la misma hora en la que hoy escribo esto, las 4:40 de la madrugada.

El libro, puesto en un contexto como el que vivía, era una revelación. Decidí inspirarme en la sabiduría proverbial de la obra y volví a sistematizar, en plena guerra personal. Era una escena absurda. Las preparaciones para la televisión y las reuniones dejaron de ser mi foco. Todo era Puzo. Y Coppola. La realidad era más terrible, la verdad es que ni siquiera era candidato. Para ello hay que inscribir una candidatura y cumplir requisitos formales.

Comprendí que llegar al final era imprescindible. Y ordené mis armas para ello. Mi coalición tenía doce partidos y movimientos. Formalmente me apoyaba solo un movimiento. En la realidad era peor. Honestamente no me apoyaba ninguno (ese movimiento no tenía el poder para defender su ridícula idea de tener un presidenciable y luego de filtrar mi nombre a la prensa estaban suficientemente arrepentidos de la irreflexiva osadía desplegada). La tarea era ridículamente difícil. Para inscribirme legalmente en las primarias necesitaba una cantidad de firmas que era inviable recolectar, por logística y por costo económico. Debía entonces producir un escenario imposible: que el partido político que podía contar con las firmas, y que eran mis enemigos acérrimos, fuera justamente la entidad que inscribiera mi candidatura. Había que convencer primero al partido de que juntara dichas firmas, que gastara dinero, que cambiara su planificación y que luego además me inscribiera como uno de sus candidatos. Y era ese mismo partido el que había operado hasta el cansancio para sacarme del juego con toda clase de armas. ¿Cómo convertir el odio en amor? Es casi imposible, menos si no hay sexo.

Solo quedaba una fórmula: el miedo. Maquiavelo, Puzo y Coppola me acompañaron. Producir miedo en la estructura del partido era difícil. Los partidos son entidades muy insensibles. Pero ese partido, ante mi candidatura, había tenido que convocar una candidata desde fuera de su estructura partidaria, un rostro de televisión, mucho más visible que yo. Me enfoqué en demostrarle a ella que estaba expuesta a ser vista como una persona poco seria si no aceptaba ir a primarias competitivas y legales (argumento que, de todos modos, era cierto). Ella entonces, preocupada por el qué dirán, exigió las primarias a su partido. Indignados y desconsolados, tuvieron que cambiar todo el diseño. Su odio crecía hacia mí. Y el escenario se tornaba tóxico. Pero ya había dado el paso y no convenía retroceder.

La lucha terminó con un triunfo: el partido político que me detestaba me inscribía como candidato a las primarias porque no tenían otra alternativa. Fue entonces cuando tomé la decisión de sistematizar con más fuerza los recursos de poder como una herramienta poderosa. El Padrino ingresó a mi mochila y viajó en gira por el país. No tenía dinero, tenía diez veces menos apariciones de televisión que el siguiente candidato menos visto, pero tenía a Puzo-Coppola.

La historia tuvo un final feliz: perdí con dignidad. Volví a la universidad con toda tranquilidad, nadie me miró con cara de muerto. Y comprendí que había que organizar esa sabiduría.

La larga historia de ordenar un conocimiento dio paso a algo más concreto, las leyes del poder. Primero fueron veinte. Las lecturas pasaron y luego fueron treinta. Después cuarenta. Finalmente el número se fijó en cincuenta. Y nos pusimos, junto a Darío Quiroga (sociólogo de profesión y asesor de oficio), que me había ayudado en la campaña, a hacer seminarios al respecto. Y fue entonces que fundamos una Cosa Nostra, que adquirió su forma final con el arribo de Mirko Macari (periodista de profesión y provocador de oficio).

¿Por qué se llaman leyes? Porque son leyes, a la manera de Moisés, pero también a la manera de Newton. Hay pecadores que creen que se trata de una metáfora, de un ejercicio relativo, que son recomendaciones genéricas. Diré que no. Son leyes. Y el que quiere incumplir la ley puede hacerlo (lo he hecho), pero sabrá también padecer las consecuencias.

Sí, son leyes para las que no existen los abogados. Debes saberlo. Ante el poder siempre estarás solo, arrojado al mundo, con la enorme probabilidad de que el poder se olvide de ti dejándote en un lugar hostil o, peor, que se recuerde de ti para esperar el siguiente callejón oscuro y clavar un cuchillo en tu espalda.

El poder es el único veleidoso que siempre triunfa. No es poco.

50 leyes del poder en El Padrino

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