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El Tarugo: se muere un chico, se muere un perro

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Yénifer me contó que el Tarugo no era de Lanús como sus compañeros. El Tarugo se crió en José León Suárez. José León Suárez queda en el partido de San Martín. El Tarugo fue parido en lo más duro y profundo de San Martín. Como todo pibe de José León Suárez, el Tarugo fue quemero. Ahora a los quemeros los llaman directamente cirujas. La diferencia pasa por el expertise de unos y de otros. Los cirujas revuelven basura, desperdicios y sobras a lo largo y lo ancho de la urbe. El quemero revuelve basura en la quema propiamente dicha, o sea, en los basurales más contaminantes y contaminados de la República Argentina.

Los quemeros de José León Suárez son los espectros que buscan comida y mercadería en la basura más hedionda del Relleno Norte III del CEAMSE. Hay una pequeña diferencia entre buscar comida en la bolsa de basura de la puerta de tu casa o del McDonald’s del centro porteño y hacerlo dentro del CEAMSE. La pequeña diferencia radica en que en el CEAMSE a los quemeros los cagan a tiros. Los pañales que usaron el Tarugo y sus hermanos siempre fueron pañales del basural. Los pañales usados son uno de los artículos más requeridos por los que revuelven bolsas de basura. Con una simple lavada en agua y con una hora al sol un pañal es perfectamente reciclado por las barriadas de San Martín. El Tarugo hizo su jardín de infantes pateando y abriendo bolsas de basura al mismo tiempo que esquivaban balas o se tapaban con las mismas bolsas para no morir en manos de la policía que regentea la basura, ni por los vigilantes privados del CEAMSE. Así se crió el Tarugo junto con miles de pibitos de José León Suárez. Hoy son muchos más. Hoy se han creado muchos más barrios alrededor de la quema del CEAMSE. Los barrios Costa Esperanza, La Carcova, Villa Hidalgo, Libertad, 9 de Julio, etcétera, etcétera. Son escuelas de quemeros. Le dicen barrios pero en realidad son villas. Villas miseria. Cada villa tiene un nombre y cada nombre es la marca quemera. El Tarugo y su bandita se formaron en La Carcova.

El basural del CEAMSE tiene dos caras. Una es la que vemos como ciudadanos. Los ciudadanos circulamos en auto. Mientras más caro es el auto, más ciudadano es uno, pareciera. Los que circulamos en auto cerca del basural del CEAMSE lo hacemos por el Camino del Buen Ayre. Un nombre muy propio para llevarnos a uno de los basurales más sangrientos del país. Desde la ruta sólo se ven praderas verdes igualitas a las de Heidi pero sin nieve. Cuando uno circula con el auto puede ver, paralelas al Camino del Buen Ayre, las plantaciones de pinos y cipreses que tapan los piletones de basura.

La otra cara del CEAMSE es la que ven los espectros. Los espectros no son ciudadanos. Los espectros no viajan en auto, viajan en poxirrán. Otros viajan arriba de carros tirados por caballos. Los espectros que no tienen carro con caballo ni siquiera son espectros, son la nada misma. Los espectros mueren día a día mientras rescatan basura en esa cara macabra del CEAMSE. Mueren en manos de la policía por cirujear basura o mueren atropellados por camiones que circulan en los piletones de basura. Gabriel, el primo hermano del Tarugo, fue uno de los muchos pibes muertos mientras corría paralelo al camión entre las montañas de basura. Gabriel, de siete años, resbaló, cayó bajo las ruedas y quedó enterrado y hundido entre la basura. Jamás encontraron su cuerpo.

Al menos Gabriel no murió por odio, porque a los pibes de la quema los matan con odio. La policía odia a los quemeros. El CEAMSE odia a los quemeros. El CEAMSE y la policía son lo mismo en José León Suárez. La seguridad privada y la Bonaerense trabajan juntos porque son lo mismo. La mayoría de los integrantes de la seguridad privada del CEAMSE de José León Suárez son bonaerenses de la Comisaría 5.ª de Billinghurst o de la Comisaría 2.ª de Bella Vista que hacen adicionales en el basural.

¿Y cómo labura la yuta en el basural? Hay que impedir el ingreso de chorritos al complejo de reciclaje, y la manera de defender la pestilente propiedad privada del complejo es tirando balas de plomo. La yuta labura matando a los pibes que cirujean entre las bolsas. Con las mujeres es más difícil porque las mujeres se defienden mejor que los pibitos. A las mujeres las cagan a palos o las violan, pero tratan de no matarlas para evitar quilombos en el barrio. Con los pibes es más fácil porque los pibes y los perros muertos son fáciles de tapar entre las bolsas de basura. Como dicen en La Carcova: en el Relleno Norte III del CEAMSE se muere un chico, se muere un perro.

Las muertes llevaron al barrio La Carcova a levantarse contra la Comisaría 5.ª de Billingurst. Las mujeres del barrio —siempre somos las mujeres— cortaron el Camino del Buen Ayre y apedrearon la comisaría. La bandita del Tarugo se sumó a la protesta y prendió fuego neumáticos en el Camino del Buen Ayre. El comisario Benavides, ni lerdo ni perezoso, compró paz y se llenó de guita al mismo tiempo: permitió que doscientos cincuenta personas ingresaran sólo una hora al día. En esa hora deberían ingresar, levantar la mayor cantidad de basura posible y retirarse. La coima por ese permiso ascendió a cien pesos por quemero. Al quemero (espectro) doscientos cincuenta y uno que pretendiera ingresar al predio la policía le metía bala. Benavides se comprometió a llevar ese pacto a las autoridades del CEAMSE. Los vecinos aceptaron a regañadientes. Sabían que el margen de negociación era estrecho, así que aceptaron esa propuesta con la esperanza de que a futuro se amplíe la cantidad de personas o las horas de recolección. Pero había que empezar por un número legal y la coima a un comisario es un impuesto legal en La Carcova. Así comenzó una difícil convivencia institucional con idas, vueltas, muertos y desaparecidos.

No es barato vivir de la basura. En la década de los noventa había varias ventanillas que adornar. Además de los cien pesos que había que pagarle a la policía, había que sumar otros cincuenta mangos por el alquiler del carro. Si el carro es tirado por un caballo —y el gran negocio en el basural es llevar carro con caballo para cargar la mayor cantidad de objetos o comida posibles—, el costo pasa a ochenta pesos. El quemero promedio arranca el día perdiendo ciento ochenta pesos entre seguridad y logística.

Para ser uno de los pocos privilegiados que puede ingresar, hay que levantarse muy temprano, hay que hacer la cola y pasar por el control de la seguridad privada. Pasadas las doscientos cincuenta personas, a las restantes se las echa a los palazos. Más de uno paga una coima cercana a los doscientos pesos para ingresar con posterioridad al cierre, pero son muy pocos los que poseen semejante fortuna.

Una vez dentro del Relleno Norte III empieza la carrera, porque tenés solamente una hora y en esa hora tenés que hacerte el día. Encima, la mejor mercadería, la de los supermercados con alimentos vencidos, ya está enterrada bajo miles de bolsas porque es la mercadería que entra a la noche. En los dos o tres metros de superficie está la peor basura, que es la basura domiciliaria. No importa, eso es mejor que buscar basura en las villas miseria de las cercanías. La Carcova no tiene residuos porque La Carcova se come los residuos. En esa cortísima hora autorizada por Benavides tenés que encontrar mercadería que supere los ciento ochenta pesos si es que querés llevarle algo de comida a tu familia.

Pero los gastos no terminan allí. Cuando salís del relleno la seguridad privada con sus Ithaca y sus nueve milímetros vuelve a contar a los quemeros para confirmar que no haya habido colados. Ese es el momento en que siempre un cana o dos te afanan algún artículo. No importa si encontraste mucha o poca comida. Cualquier cosa, un juguete roto, un pollo carcomido, un cuaderno usado, un fierro oxidado, lo que sea, te lo sacan. Te lo sacan para marcar la cancha, te lo sacan para sentir el poder de hacer lo que quieren, te lo sacan porque disfrutan verte humillado o te lo sacan simplemente porque el mata-quemeros tampoco llega a fin de mes y a la tarde aprovecha para comer o revender basura. Recién allí, recién cuando la guardia armada te saca parte de tu recaudación quemera, podés empezar a contar tus porotos y restar la inversión.

Tarugo nació a orillas del río Zanjón. Ya de chico comenzó a acompañar a su viejo, Edelmiro Franco Quispe, a la quema. Todas las mañanas subían al carro junto con su hermano mayor, el Jordan Franco Quispe. El Jordan tenía tres años más que el Tarugo. La madre de los chicos murió cuando quiso abortar a su tercer hijo. El raspado con cucharita fue demasiado profundo y le rompió el útero y parte del intestino. Murió desangrada a pocas horas de llegar a la salita de primeros auxilios. El Tarugo había perdido ya a dos hermanas por gripe. La madre del Tarugo sabía que Vicenta, la comadrona de La Carcova, ya estaba vieja y había matado a dos chicas en el último mes, pero no supo ver otra opción. Ya había abortado tres veces con Vicenta. La última fue difícil, pero no pasó de tres días con hemorragias. Lamentablemente Vicenta no tuvo una buena praxis la cuarta vez que cuchareó el gastado útero de la madre del Tarugo. Al poco tiempo algún vecino del barrio incendió la casucha de Vicenta con Vicenta adentro. Los abortos mortales en La Carcova continuaron de la mano de la sobrina de la difunta Vicenta.

Edelmiro Franco Quispe era descendiente de verduleros bolivianos caídos en desgracia. Edelmiro tenía claro que la única opción de que sus hijos no fueran víctimas del poxirrán, era que no tuviesen contacto con los pibes del barrio, pero esa era una misión imposible. Durante años logró mantenerlos alejados de la droga a fuerza de levantarlos a las cinco de la mañana y obligarlos a acompañarlos en el carro a recorrer no sólo los montículos de basura del CEAMSE sino el resto de pequeños basurales de la zona. De vez en cuando Edelmiro lograba ser conchabado en algún laburo de albañil. Esos días los hermanos Quispe acompañaban a su padre a la obra y ayudaban en lo que podían. Los chicos no cobraban por trabajar, ya que el capataz jamás lo hubiera aceptado. Su presencia en la obra solamente tenía el objetivo de alejarlos del barrio. Pero las changas siempre duraban poco. En los noventa el trabajo era escaso y la basura, ilimitada.

A medida que los hermanos crecían, crecía el rencor que ellos sentían hacia su padre. Los hermanos no soportaban vestir con ropas hediondas. Los pibes del barrio que escapaban de las casas andaban vestidos con camisetas de fútbol y tenían altas llantas Nike. Edelmiro Franco Quispe representaba lo más bajo y vulgar de la sociedad para sus hijos. Era un perdedor en toda la línea. Para empezar, no tenía trabajo, salvo que levantar basura fuera trabajo. El trabajo de su padre era el trabajo de un cobarde, según la visión de Jordan. Jordan no podía soportar ver a su padre regatear por el alquiler del carro, por el alquiler del caballo y por la coima a la policía para poder entrar al CEAMSE. La mayoría de las veces la seguridad del predio insultaba y hasta golpeaba a Edelmiro, quien soportaba los golpes y los insultos sin reacción alguna. La vida tenía que ser cualquier cosa mejor que lo que les ofrecía Edelmiro.

Jordan fue el primero en escaparse de la casa. Se fue con los pibes y no volvió por dos meses. Cuando regresó, era otro. Jordan había empezado a consumir poxirrán. Era miembro de una bandita de pungueros de Constitución. Intentó convencerlo al Tarugo de escapar juntos, pero el Tarugo tuvo miedo. El Jordan le prometió volver pero nunca más volvió. Poco tiempo después un vecino le avisó a Edelmiro que su hijo mayor había aparecido muerto flotando en el Riachuelo. No hubo funeral porque cuando le avisaron ya había sido enterrado por directivas de un fiscal. Edelmiro empezó a beber. Junto con la bebida llegaron los golpes. Edelmiro amenazó de muerte al Tarugo si llegaba a escaparse como lo hizo su hermano. El Tarugo aguantó poco esa transformación. Se escapó con un primo que desde hacía meses pungueaba en la estación de Retiro. A la semana de la fuga el Tarugo se enteró de que su padre no soportó esta nueva pérdida y a los treinta y siete años de edad se roció con alcohol de quemar y se prendió fuego. Tres días después moría en el Hospital Eva Perón de San Martín.

El Tarugo soportó el dolor gracias al poxirrán y al paco. Extraña manera de soportar la vida. El paco en los noventa era barato. Era muy barato en el conurbano y mucho más barato en Retiro. El Tarugo se escapó de La Carcova a los doce años. El paco era un viaje más copado que el del poxirrán. Más copado y más barato.

El Tarugo, formado en la quema, era un hábil sibarita de la basura porteña. Para él era un lujo pasearse a la noche por la calle Corrientes revolviendo enormes bolsas negras con los residuos de los bares y restaurantes. Un lujo impensado. La basura de la calle Corrientes le hizo ganar algo de peso.

Pero la ley seguía jodiéndole la vida. Esta vez no eran los muchachos de la Comisaría 5.ª de Billingurst sino los de la Federal que se cansaban de verlo punguear pasado de químicos baratos. De la bandita de más de quince pibes que pungueaban en Retiro quedaron sólo tres. El Perro, el Roinol y el Tarugo. Todos los demás fueron muriendo o desapareciendo, que es lo mismo. Nadie sabe cómo sobrevivieron a esa época esos pibitos pero fueron los únicos sobrevivientes que conocieron algo de la adolescencia.

Los institutos de menores Rocca y Agote fueron su segundo hogar. Allí el Perro, el Roinol y el Tarugo aprendieron a ser rancho. También aprendieron a leer, a escribir y a engordar. Durante tres años el Tarugo se fue formando en institutos de menores de los cuales salía para volver a entrar.

A los diecisiete años hizo un mal laburo. Entró a una mansión pasado de merca y cuando salía cargando un televisor treinta pulgadas, un vecino gendarme lo cruzó mientras llegaba de un operativo junto con dos compañeros. Los gendarmes le robaron el televisor, le rompieron tres costillas a patadas y lo dejaron fracturado y esposado en la reja de la casa. Fue a parar al Instituto Almafuerte de La Plata. Allí tuvo su primera experiencia sexual al ser violado por un maestro del Almafuerte. Todos los días durante veintiún días el Tarugo fue violado sistemáticamente por el maestro Luis Alberto Luque, encargado del pabellón del Tarugo. Fueron veintiún días con veintiún violaciones. Luque quiso extender la racha a veintidós pero el Tarugo lo esperó con una bombilla de mate bien afilada y le clavó cincuenta y cinco puñaladas. A los diecisiete años el Tarugo tuvo su primer homicidio y su primera condena. Tarugo estuvo detenido en el Almafuerte hasta casi cumplir mayoría de edad. Faltando tres meses para esa fecha, fue trasladado a una alcaidía para firmar una sentencia y el imaginaria que lo custodiaba lo dejó escapar. Al principio el Tarugo creyó que le estaban haciendo un favor, pero fue todo lo contrario. Los fugados, salvo que sean millonarios, caen al poco tiempo. La logística de vivir prófugo es muy cara y compleja, máxime para un guachín sufrido como el Tarugo. Lo que hizo el imaginaria fue dejarlo escapar para que sumara una fuga en su causa. En los noventa el servicio penitenciario hacía mucho eso, facilitar fugas de menores que estuvieran por cumplir mayoría de edad para que, cuando los volvieran a detener, se le agravara la situación procesal y los mandaran a Olmos por su peligrosidad pese a ser un “menor adulto”. En definitiva, era prácticamente como si lo fusilaran, ya que los menores adultos en el segundo piso de Olmos morían de inmediato o eran violados por decenas y decenas de presos durante toda la condena. El Tarugo fue detenido al muy poco tiempo, juzgado y condenado por el homicidio y la fuga. Pasaba del instituto de menores a la cárcel de mayores. Se terminó el jardín de infantes.

La primera unidad penitenciaria a la que fue derivado fue a la Unidad 9 de La Plata. Pero el director de la unidad no lo quiso recibir. Era un pibito con toda la pinta de ser boleta y el director no quería que le armasen una causa por un pendejito muerto en su unidad. Lo tuvo encerrado en buzones, las celdas de aislamiento, durante tres meses. Tres meses en los cuales no salió ni un solo minuto al patio. A los tres meses lo trasladaron a Mercedes. Al campo, como llaman los presos a las cárceles del interior de la provincia. Pero en Mercedes tampoco lo quisieron recibir y estuvo en buzones durante dos meses. De Mercedes a Urdampilleta dos semanas y de Urdam- pilleta, quién sabe por qué milagro maligno, a Olmos. En Olmos el jefe del penal lo esperaba leyendo su legajo con los borceguíes apoyados en el escritorio.

—Sos muy pendejo para estar acá, pibe. Sos un menor adulto y en el campo no te quiere nadie. Pero ser pendejo no te impidió reventar a un maestro. Todos te patean y te sacan de encima. Yo debería hacer lo mismo, pero me agarrás en un buen día. Además, tengo un hijo de tu edad. Parecido a vos pero no tan boludo ni tan hijo de puta. Además, vos tenés cara de anciano, pibe, de un anciano muy hijo de puta. Te puedo mandar a un pabellón de hermanitos para que aplaudas todo el día. El pastor es cheto y si le caés bien no va a dejar que te rompan el culo.

—Yo no soy foca. Yo voy a población.

El jefe del penal se quedó callado. “Foca” es la denominación peyorativa hacia los evangelistas, por su costumbre de aplaudir mientras cantan el Evangelio según Mr. América. El jefe del penal sonrió. Se levantó de su silla y acercándose al Tarugo le dijo:

—Sos muy atrevido para ser tan chiquito. En población vos no durás ni media hora. Sos una lacra, un rastrero que pasó toda su vida en institutos de menores, no tenés ni idea de lo que es vivir en un pabellón de población. Si te matan me hacen un favor, pero ya se me murieron dos negros de mierda este mes. No tengo ganas de que me hagan un sumario, ¿entendés, pendejito?

Esta última pregunta se la hizo agarrándolo del cogote y levantándolo unos centímetros del suelo. Casi ahogado, el Tarugo logró decir:

—Ya le dije, don. Yo no soy foca. A los refugiados, ni cabida. Yo voy a población.

El jefe del penal le pegó un cabezazo en plena nariz y el Tarugo cayó al suelo con el tabique roto.

—Llévenlo al dos seis. Allá necesitan varias mulas. Vamos a ver si es machito este cachorro.

La sangre le salía a borbotones de las narinas. La nariz parecía una letra L. No era la primera vez que le rompían el tabique. Ensangrentado y a los golpes entró al pabellón dos seis. Piso dos. Pabellón seis. En el dos seis conoció al Chori y al Kevin. Con el Chori Di Massa y con el Kevin Herrera comenzó el segundo round en su vida.

El Chori y el Kevin eran reconocidos y respetados chorros en el segundo piso de Olmos. El primer día en el pabellón seis, el Tarugo tuvo que cumplir el cursus honorum de todo pabellón de población. El guardiacárcel lo abandonó con su “mono” en la puerta del pabellón. Un preso lo recibió y lo ayudó a acomodar sus cosas en una cama. A los cinco minutos lo invitaron a tomar mate y entre mate y mate le pidieron las roñosas zapatillas que llevaba y una gastada remera de San Lorenzo. El Tarugo conocía la movida. Si regalaba sus zapatillas, lo iban a tomar por gato y sería la novia de todo el pabellón. Por el contrario, si se resistía y se paraba de manos, tenía una mínima posibilidad de que no lo violaran. El Tarugo tenía muchas pero muchas peleas en el Rocca y el Almafuerte, pero un instituto de menores es como un jardín de infantes frente a Olmos, que es la Complutense del mundo tumbero.

El Tarugo le dijo que ni en pedo le daba las zapatillas y menos que menos la remera de San Lorenzo. Lo invitaron a la arena a combatir. La arena estaba al fondo del pabellón. La cubrían con una frazada para que los paleros no rompieran las bolas y reprimieran. Ni bien ingresó, uno de los presos le tiró una bombilla de mate. En dos minutos el Tarugo la afiló contra el piso y colocó su remera alrededor de su brazo izquierdo a modo de escudo. Al poco tiempo entró en la arena el Gordo Ezequiel, uno de los soldados del pabellón. El Gordo Ezequiel portaba un fierro de cuarenta centímetros y le sacaba dos cabezas. Era un especialista en estocadas. El Tarugo buscaba y buscaba con su bombilla pero no acertaba ya que Ezequiel se movía como Sugar Ray Leonard, no, mejor dicho, como Nicolino Locche, así se movía el Gordo Ezequiel. El Tarugo saltaba y tiraba estocadas, el Gordo tiraba su cuerpo hacia atrás y le sonreía mientras las esquivaba. El Tarugo lanzó como veinte cuchillazos y ninguno llegó a rozar al Gordo, quien sólo lanzó tres estocadas y las tres acertaron. Dos en el brazo derecho y una en el muslo izquierdo. La cuarta estocada fue en el cachete y de inmediato pidieron parar la pelea.

“Ya fue, el pendejo se paró de mano.” Eso dijo uno de los limpieza del pabellón apodado el Kevin, el famoso Kevin Herrera.

El Tarugo fue lavado con agua y jabón blanco y le sellaron las heridas con la gotita. Ni se le cruzó pedir que un médico lo cosiera porque eso hubiese sido lo mismo que pedir ayuda al guardia y se hubiese transformado de inmediato en un marica. Ese día comió y descansó. Al otro día lo fue a visitar a su celda otro preso que también le pidió las zapatillas y la remera. La misma respuesta, la misma pelea, similar resultado. Nuevamente pararon la pelea para curarlo. Al tercer día también tuvo que combatir; esta vez la herida fue un poco más profunda y le tocó el hueso de una costilla. Tuvieron que lavarlo bastante con jabón blanco y por suerte el hueso no se infectó. Esa pelea fue la última. El limpieza líder, el Chori Di Massa, fue quien dio el veredicto final: “Ya fue, el guacho la colgó tres días seguidos. Aparte, ‘tá por robo y boleteó a un cobani. El guachín ahora va a ranchar conmigo”. El Tarugo se las bancó. Al Tarugo nadie lo tocó.

Tarugo paró con el rancho del Chori y del Kevin y fue soldado del grupo. El Chori y el Kevin tenían la misma edad y le llevaban ocho años; fueron una especie de padres para él. Por esa época el Chori y el Kevin integraban la banda de los Faluchos. Los Faluchos eran muy pero muy pesados. Trabajaban en la zona de Lanús y de San Martín y se dedicaban al robo de camiones de caudales. Los llamaban así porque usaban el arma más cotizada en el mundo del hampa de los ochenta: el FAL. Fusil Argentino Liviano. Los Faluchos al mando del Chori y del Kevin reventaron más de siete camiones repletos de dólares. Eran buenos y no transaban ni con la Bonaerense ni con la Federal.

Eran buenos soldados de la vieja escuela. Sólo se enfierraban para un laburo. Si los paraban en la calle, andaban limpios y con documentos falsos de primera calidad. Sabían guardarse. Después de cada hecho descartaban los coches y los fierros y se guardaban bien guardados en otra jurisdicción, de ser posible Rosario, Tucumán o Córdoba capital (lejos de provincia, lejos de Capital, lejos de las whiskerías de los pueblos chicos). Sabían a quién tenían que alquilarle las armas y nunca repetían armamento. Eran buenos porque no se zarpaban en droga. Si no te merqueás, controlás el pico, no hablás de más, no mostrás más pilcha de la que tenés que mostrar, ni te paseás con una nave tuneada por donde no tenés que pasear. Eran buenos porque hacían un discreto uso de la violencia. Matar botones era la última opción. Pero era una opción. Tenías tres homicidios en ocasión de robo. Tres policías. Dos de San Martín y uno de Lanús. Pero, por más que seas bueno, por más que ganes casi todas, en alguna te toca perder y a los Faluchos les tocó perder en una jodida.

Más de doscientos cincuenta mil dólares los esperaban en la sucursal Banco Provincia de Remedios de Escalada. Cuando llegaron, hubo un cambio de guardia de último momento. El datero no estaba, después se enteraron de que el datero nunca estaría porque estaba flotando sin vida en el Reconquista. Pero a falta del datero el que dijo presente fue Di Piaggio con su patota. Di Piaggio era comisario de la 1.ª de San Martín y estaba de civil porque estaba fuera de su jurisdicción. Di Piaggio fue a vengar a los dos compañeros de su comisaría que bajó la banda del Chori. Y se vengó nomás.

En la encerrona el Chori recibió dos impactos de nueve milímetros en el chaleco antibalas y el Kevin una bala que le rompió cúbito y radio de antebrazo izquierdo. Una pavada para ellos. Lo que no fue una pavada fue que boletearon al Tecla Gutiérrez y al Mago Escalante. Cuando casi se quedaban sin balas y el chapón del parripollo que los cubría no era más que un colador de tela. Ya no la contaban, pero los salvó la televisión. Después de una hora de tiroteo los periodistas de Nuevediario invadieron el lugar. Necesitaban sangre. Llegaron rápido porque Nuevediario compartía la frecuencia de la Bonaerense por una suma importante de dinero. Siempre llegaban primero y esa vuelta no fue la excepción. Frente a las cámaras y manchado de sangre el Chori pidió la presencia de un juez. El juez nunca fue, nunca van, pero mandó a su secretario. El secretario llegó cagado de miedo. No hizo nada. No tenía nada que hacer. Para cuando llegó el secretario, Di Piaggio y sus hombres habían hecho enroque con el taquero de Lanús que estaba de suplente por si Di Piaggio no podía terminar su cacería. Todo el crédito se lo llevó la Comisaría 2.ª de Lanús, que para los diarios fue la responsable de un trabajo de inteligencia de meses para desbaratar a la banda más pesada del conurbano sur. Dos delincuentes muertos, dos heridos y cinco detenidos. Di Massa y Herrera supieron perder. Lo que hizo Di Piaggio era algo que entraba dentro de los códigos en la guerra entre chorros y la Bonaerense. Fue una jugada legal y los Faluchos aceptaron la derrota sin promesas de venganzas. Los depositaron en Olmos. El Penal de Olmos es la mejor residencia de los perdedores que se creen ganadores.

Ninguno de la banda cantó. Gracias a los ahorros de sus anteriores trabajos, tenían reserva en dólares para comprar al fiscal y al juez de instrucción. Pero tenían que manejarlo con calma. Con calma y con mucha tarasca para que el abogado del Chori negociara que el juez de instrucción por “negligencia” cometiera algún que otro error en las notificaciones y en los interrogatorios a los testigos.

Con calma y con otro toco de tarasca, el fiscal se haría el boludo y dejaría pasar esas desprolijidades y cometería algún que otro error en los informes forenses. Cuando la causa llegó a juicio oral, no había que poner ni un centavo para los tres jueces del tribunal. Las nulidades procesales eran tan evidentes que el sobreseimiento era la única vía judicial posible.

Con calma y tarasca nadie apeló la sentencia de los tres jueces. Del juicio oral el único que recibió una astilla fue el fiscal del juicio, quien gracias a la generosidad de los Faluchos no apeló el fallo de inocencia por considerar harto evidentes las nulidades procesales en la etapa de investigación.

Pero la tarasca y la calma tienen un costo, porque con calma significa que todo este proceso de untar fiscales y jueces significó cuatro años en la sombra. Cuatro años para una banda que se llevó puestos a cuatro canas es nada, por eso los Faluchos se fumaron cuatro años en Olmos sin chistar. Pero no en cualquier Olmos. Se aguantaron cuatro años en el Olmos de los noventa.

El Chori y el Kevin se adueñaron del segundo piso de Olmos y recibieron al Tarugo con alma caritativa. Lo alimentaron, lo mandaron a la escuela de la unidad —para que al menos aprendiera a leer y escribir—, lo protegieron y lo perfeccionaron como soldado todo terreno. El Tarugo respondió. El Tarugo tenía la altura promedio de todo pibe criado en La Carcova, donde los que llegan al metro setenta son vistos como aleros de la NBA. El Tarugo vivió hermanado con la desnutrición. Medía un metro sesenta y dos y pesaba sesenta y un kilos. Era un sobreviviente. Un sobreviviente que poseía una determinación asesina pocas veces vista. Aprendió a pelear con la faca como ninguno y fue un combatiente de lujo durante los años que compartieron en el pabellón.

Obedecía y cumplía fielmente todas las órdenes del Chori. Si entraba un violador a la unidad, el propio Servicio Penitenciario lo anunciaba gritando pabellón por pabellón: “¡Muchachos! ¡Esta noche se sirve violín al escabeche!”. Al violeta se le aplicaba mafia. Moría al instante o moría violado por casi todos. Hasta los valerios y lavadores de tupperware —la escoria de la escoria— podían violarlo, pero que moría, moría. El Tarugo aplicaba mafia cuando se lo ordenaban y se guardaba cuando no era convocado. Luchaba, mataba, violaba o bailaba según lo que correspondiera en el mundo de Olmos.

En el segundo piso se recaudaban millones de pesos por la venta de pastillas, el alquiler de piezas higiénicas y la prostitución. El Chori era el líder, el Kevin el administrador y el Tarugo el verdugo. El cincuenta por ciento de lo obtenido se repartía con el jefe del penal. El jefe del penal era la jerarquía más alta del Servicio Penitenciario dentro del ámbito específico de los pabellones. El director de la unidad era el responsable máximo tanto del área de pabellones como de las restantes áreas administrativas (sala de primeros auxilios, escuela, talleres, administración, etcétera, etcétera). El director se llevaba una tajada, pero no mucha, ya que le sobraba con lo que recaudaba vendiendo en el mercado negro la carne que le traían de los frigoríficos y los antibióticos que se afanaba de sanidad.

Los directores de Olmos tenían la necesidad de hacerse millonarios con suma rapidez, ya que eran sumariados y puestos a disponibilidad muy seguido. Las causas de la remoción eran acusaciones que el propio Servicio Penitenciario armaba para poner a algún otro amigo para que la siguiera robando hasta que ese amigo caía en desgracia y era suplantado por otro amigote que hacía lo mismo lo más rápido posible sabiendo que los quince minutos de fama que daba la dirección de Olmos eran sólo eso, quince minutos. En el breve tiempo que tenían antes de que le hicieran una cama, los directores de Olmos tienen que hacer la diferencia, y si hay algo que saben hacer muy bien los directores de las unidades carcelarias es recaudar. La seguridad de la cárcel de Olmos no era, ni es, un tema demasiado preocupante, ya que el Servicio Penitenciario siempre la delega en los presos. Cada piso de Olmos tenía un líder, llamado limpieza, y cada líder debía velar por la seguridad y tranquilidad de sus pisos. Si la cantidad de muertos y heridos generaba suspicacias en algún fiscal o juez trasnochado, recién allí intervenía el jefe del penal, rompía el piso a balazo limpio y colocaba como nuevo limpieza a algún chorro con espaldas y generosidad para repartir la astilla que correspondiera. No es muy difícil manejar una cárcel si se siguen los protocolos bonaerenses. Al día de hoy la cosa sigue igual, con mejor maquillaje pero con el mismo patrón de funcionamiento.

El Chori y el Kevin salieron de Olmos el mismo año con unos pocos meses de diferencia. Salieron en el momento justo.

El famoso motín de Sierra Chica, en 1996, implicó un cambio de reglas desde el Servicio Penitenciario que, a la par de enriquecer y hacer millonarios a funcionarios y policías, bloqueó cualquier intento serio de amotinar cárceles. El antichorrismo fue la regla luego de Sierra Chica y Olmos se estaba transformando de cárcel de chorros a cárcel de antichorros.

El antichorro es el chorro sin códigos. El antichorro es el chorro que no respeta a nadie. El que antes era fisura o rastrero, ahora es vivo. El antichorro es un chorro limado por paco que se para de manos ante el chorro más pesado entre los pesados. El Servicio Penitenciario Bonaerense se metió de lleno a vender droga en las cárceles asociando a bandas que terminaban adueñándose de la cárcel. El Servicio Penitenciario tiene muy claro que perdió la real gestión y administración de las cincuenta y siete cárceles provinciales, pero ganó en millones de dólares y, al mismo tiempo, ganó información. Al poseer la información puede evitar con suma facilidad los motines del pasado. Con el tiempo, procurando más millones y más paz, también se metió de lleno en el negocio de los celulares. Paco y pastillas. Paco, pastillas y pajarito. Los pabellones con códigos en esa época se transformaron en pabellones arruinaguachos. Tomar pajarito siempre desnucaba a los presos, pero si al pajarito lo mezclabas con Rohypnol, Valium o Rivotril, el pabellón aparecía con cuatro o cinco heridos graves o muertos. El pajarito es el hermano pobre y tumbero de la jarra loca. El pajarito revienta millones de neuronas de pibes pobres y los transforma en pibes bobos. El pajarito se prepara fácil llenando baldes con agua de arroz, levadura, papa, naranja o alguna fruta rallada que se deja fermentar. Cuando fermenta, se toma y te llena la cabeza de engendros y espectros. No hay barreras, jerarquías, valores ni códigos cuando te hacés adicto a eso, a eso y a la cocaína y al paco y a las pastillas y todos los productos administrados por el propio Servicio Penitenciario.

El antichorro nace de la falta de filtros. El antichorro viola todos los códigos del chorro: le roba zapatillas al sufrido, le viola la esposa al compañero, pelea con facas en el SUM de visitas frente a los niños y mujeres, birla la astilla al limpieza del pabellón, negocia con la gorra, buchonea al dueño del circo, mata con faca en vez de marcar, etcétera, etcétera. Antes de los noventa el ortiva, el buche, el alcahuete, terminaba boleta. Al día de hoy en las cárceles bonaerenses se ha llegado al extremo de que el Servicio Penitenciario hace las requisas en los pabellones acompañados por presos “asociados” que entran celda por celda, revisan a sus compañeros, sus colchones y televisores, meten la mano hasta el fondo en los precarios inodoros y rastrean lo que sea, para entregárselo al vigilante, quien revende lo incautado. Eso que pasa hoy es el resultado del antichorrismo de los noventa. Gracias a ese sistema de “falta de códigos” es que el Servicio Penitenciario ha desactivado infinidad de revueltas y motines porque inundando las cárceles con droga, inundás las cárceles de socios de negocios, y por ende, de informantes. Si bien bajo esos parámetros las cárceles en la actualidad son gestionadas por los presos y no por el Estado, el Estado se garantiza que no habrá motines como los de la década de los ochenta y principios de los noventa. A fines de los noventa Olmos se transformó en la institución antichorra a escala nacional. El Chori Di Massa y Kevin Herrera odiaban a los antichorros.

El primero de la banda en salir fue el Kevin. Seis meses después le tocó el turno al Chori. Como buenos chorros con códigos, ambos pusieron mucha guita para comprar al juez de ejecución que llevaba la causa del Tarugo. A los diez meses de la salida del Chori lograron sacarlo a la calle. El miembro más joven de la banda de Di Massa.

En la calle el Tarugo empezó su segunda educación como chorro profesional. Le prohibieron el uso de droga barata. Fue duro al principio, pero nunca sufrió delirium tremens porque los muchachos le daban algunos ravioles de coca sana para ir suplantando, de a poco, la droga chota por la droga menos chota. A los dos meses de estar en libertad el Tarugo podía decir con honestidad que estaba limpio de paco y de poxirrán. Sólo cocaína, pero no demasiada, sino el Chori hacía tronar el escarmiento.

Las reglas del Chori eran claras: la falopa, para los garcas o para los boludos. Un falopero es un hombre muy débil, según el Chori, y el Chori no se rodea ni de débiles ni de garcas ni de boludos. El Tarugo acató las normas porque el único mundo mínimamente vivible para él era el mundo que le ofrecía el Chori Di Massa. El Chori Di Massa era la civilización y el Tarugo quería ser una persona civilizada.

La falta de códigos no era un problema exclusivo de los presos. En la calle las nuevas reglas obligaban a asociarse con la Bonaerense para cualquier laburo medianamente groso. Eso era inadmisible tanto para el Chori como para Kevin. Ellos jamás transarían con la yuta. Pero la Bonaerense había adquirido demasiado poder político en el gobierno provincial de Duhalde y estaba desatada. Mientras el Chori estuvo preso, se legisló una nueva constitución en la calle: robo de caudales, secuestros extorsivos y salideras bancarias serían tolerados mientras no maten y previa astilla al comisario de la zona. Pero la Bonaerense no sólo se conformaba con un porcentaje. Empezó a meter gente uniformada dentro de las escuadras de chorros para controlar el modus operandi (lo menos sangriento posible para evitar demasiada exposición mediática) y para contar los billetes en el mismo lugar del robo. Los que no cumplían esa norma eran fusilados por balas de uso oficial. De hecho una banda coordinada por miembros de la Policía Federal fue masacrada en Boulogne con más de veinte balas por barba para mandar una clara señal a los federicos —la Policía Federal— de que su poder terminaba del otro lado de la General Paz. La Federal nunca más volvió a intentar robar un camión de caudales en provincia. Pero el Chori mantuvo sus códigos y convenció a Kevin y al resto de los Faluchos de trabajar en forma independiente.

La cosa había empezado bien: la banda de los Faluchos robó un camión de caudales sin sangre. Ningún muerto, ningún herido. Pero cuando salieron del centro de Moreno e ingresaban al barrio Las Flores fueron emboscados por personal de la Policía Bonaerense que los reventó a balazos. El Kevin y el Tarugo salieron malheridos. El Chori recibió un balazo en el hombro y otro en la pantorrilla. Los tres escaparon robando un Peugeot 504 de un vecino. El resto de la banda fue detenida con vida, pero a las dos horas murieron en un presunto intento de fuga. La víctima del robo denunció más del doble de lo realmente robado y la policía se quedó con más del doble de lo que realmente denunció como recuperado. El comisario puso las balas. Los Faluchos pusieron los muertos. El seguro puso la plata. Para la Bonaerense fue un trabajo perfecto.

Los Faluchos fueron evaporados de la escena delictiva por no entender que los nuevos códigos de los noventa implicaban no tener códigos. Sin banda, sin guita y sin coordenadas, el Chori Di Massa tuvo que reinventarse al mismo tiempo que se recuperaba de las heridas. Casi sin tropa ni ahorros, tuvo que achicar el negocio y traicionar los códigos de chorro transformándose en un killer. Alta traición para la vieja escuela. Empezó a matar por guita. Contactos le sobraban y pases de factura en el ambiente delictivo nunca faltan. El Kevin y el Tarugo se vieron forzados a entrar en el mismo engranaje.

Fue un cambio que al Kevin Herrera le destrozó la autoestima, la psiquis y la sonrisa. Porque ser killer implicó que dejara de reír, de bailar y de divertirse. Se tatuó la palabra “TRAICIÓN” en la nuca. Se la tatuó en letras góticas para toda la vida. Quería que la gente viera lo que era desde una perspectiva que lo dejara vulnerable. El Kevin invitaba al mundo a que le clavara un puñal por la espalda. El Chori no se tatuó nada ni dio muestras exteriores de sufrir mucho con su transformación en sicario, salvo por empezar a consumir más cocaína que lo aconsejable. El Tarugo observaba, no hablaba y seguía haciendo lo que le ordenasen.

La banda empezó por necesidad a hacer el trabajo sucio de los narcos, otros parias del mundo chorro. El único límite que se impuso fue que las víctimas tenían que ser o narcos o transas o yutas o financistas de la merca. Nada de matar piberío, guachas o gente sufrida. Algún código querían rescatar. Los temas delicados y más caros los tomaba el Chori, que era el más locuaz y poseía un léxico un poco menos tumbero. Era carismático y era el único que había terminado el primario. Eso lo posicionaba como el RR. PP. del grupo. Por tal motivo, los contactos con la clientela los manejaba él. Las tareas de logística y casos más baratos quedaban en manos del Kevin y del Tarugo.

De a poco el liderazgo compartido entre el Chori y el Kevin quedó exclusivamente en manos del primero. La apatía y la vergüenza lo apagaban a Herrera, quien prefería evitar la toma de decisiones, costase lo que fuere. El Chori ocupó ese espacio. El Tarugo lavaba culpa ayudando en un comedor de La Carcova. Cuando el Kevin le presentó a Yénifer, su novia, el Tarugo se dio cuenta de que tenían algunos amigos en común, como el Perro y el Roinol, y por esa vía también empezó a ayudar en el comedor de Retiro y en otro de Villa Albertina. El Tarugo era una especie de Robin Hood, pero menos compasivo porque el Tarugo era una máquina de matar.

De a poquito la banda comenzó a hacerse famosa por lo efectivo, rápido y eficiente de su tarea. Entre laburo y laburo mezclaban algún choreo fácil y la cosa empezó a funcionar. Del conurbano pasó a Capital Federal y en la metrópoli laburaron para empresas de cobranza premium, apretando y matando a deudores o competidores, toda gente vinculada al mundo narco.

En ese contexto el Chori conoció a Jorgelino “Poncho” Lanta y con Jorgelino el Chori entró en el gran negocio de las finanzas y los narcos. Finanzas y narcos también era el negocio de un estudio jurídico pujante y exitoso que tenía entre sus abogados estrella al doctor Fiducetti. Cuando el Chori entró en este mundo, las jerarquías estaban clarísimas: Lanta era el empresario narcoindustrial, el Chori su mano derecha, y el Kevin y el Tarugo eran el músculo.

Con el tiempo Lanta delegó gran parte del manejo administrativo de la acción territorial en manos del doctor Aníbal Fiducetti. Para cuando Lanta murió, hacía rato que al Chori no le había quedado otra que manejarse directamente con el abogado Fiducetti.

Los noventa fueron tiempos duros hasta para los duros.

El origen de la furia

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