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Ahí viene Ramón

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—Cagaste la verga, Chori. No, no la cagaste, mejor dicho, la recontra cagaste, ñeri.

Era la cuarta vez que repetía esa frase el Kevin. Cada vez que lo decía, golpeaba la mesa. Mesa que todavía sostenía tres botellas de cerveza Quilmes vacías y centenares de cáscaras de maní.

Eran las cuatro y veinte de una noche agobiante. Cuarenta y dos grados y una humedad del ochenta por ciento. No hay ventilador que aguante los veranos en Lanús. Por eso se fueron al patio. Al patio de la casa de Graciela, la madre del Kevin. Casa como cualquier casa peronista de las afueras de Lanús. Living comedor que da a la calle. Cocina de tres por dos. Bañito con ducha, inodoro y bidet. Dos habitaciones, garaje y patio de diez por veinte con mesa y sillas de granito de la década del cincuenta. Precisamente en ese patio el Chori, el Kevin, el Tarugo y Graciela discutían sobre las consecuencias sociológicas de una masacre urbana en una sociedad posmoderna.

—Encima vos, loco, justo vos. ¿Ahora de qué mierda nos disfrazamos? Van a querer boletear a todo lo que estuvimos en el bondi. Te rescatás, ¿no?

—Bueno, m’ijo, creo que estás demasiado repetitivo. Ya quedó clara la idea. El primero en reconocer la cagada fue el Miguelito. La cosa ahora es ponerse pillo para que no nos revienten a tiros y para cobrar lo que prometieron —intervino con voz pastosa Graciela.

Graciela Esther Patiño. Es la madre del Kevin. Es la mai umbanda del barrio. Por esa razón es querida, valorada y respetada en Lanús. Es la única que llama al Chori por su nombre de pila, porque lo conoce de chiquito. El Chori es amigo del Kevin desde el Jardín de Infantes N.º 29 Tomás Espora y pasaron un montón de tardes juntos tomando mate cocido con galletitas Lincoln en la cocina de Graciela. Por ese mismo motivo el Kevin y Graciela son las únicas personas que pueden putear, contradecir o cuestionar al Chori.

—Kevin, es la primera vez que me pasa, te puedo asegurar que no van a armar bondi. El diario ya dijo que murió en ocasión de robo y que Olmedo sacó la reglamentaria para defender a la gente y qué sé yo. La gorra es la primera que quiere tapar todo esto. Eso nos ayuda a nosotros y ayuda a la gente de Fiducetti. Te juro que no nos van a descontar nada, amigo —reafirmó esta frase besándose el dedo índice y haciendo una cruz sobre sus labios.

—Chori, ni vos te la creés, hermano. Nosotros cuidamos el laburo. No matamos por matar. Eso siempre lo decías vos, loco, y ahora la calle se va a creer que mandamos a hacer laburitos a pibes en pedo de bártulos, loco, ¿quién te entiende?

—Negro, ya te dije que estás dando vuelta todo el tiempo sobre lo mismo. El Miguel ya pidió disculpas y ya se está encargando de resolver el bardo que se armó. Son casi las cuatro y media de la mañana y hasta las ocho no vas a parar, negrito, si seguís siempre con la misma sanata. Ya fue, dejala ahí mejor.

Graciela era la única que llamaba a su hijo “Negro” o “Negrito”. Para el resto del universo el negrito era el temible Kevin. La mano derecha del Chori Di Massa. El Kevin Herrera era físicamente muy parecido al Chori. Las peleas en la cárcel y en la calle los habían tallado de forma muy similar: flacos pero musculosos y atléticos, como dos boxeadores argentos. El Kevin era un poco más alto que el Chori. El Chori era un poco más sanguinario que el Kevin. Los diferenciaba el silencio. El Kevin era tan violento como taciturno e introvertido. El Chori era tan sanguinario como bocón y extrovertido. El Kevin nunca había superado el haber dejado de ser chorro para transformarse en homicida. Homicida a sueldo. Lo más bajo en la escala de los chorros con códigos. El Chori lo había sobrellevado mejor, de manera más pragmática. O al menos eso demostraba. Los dos sabían que no podían volver a caer en cana. Los homicidas duran poco tiempo vivos en los pabellones de población.

—No quiero interrumpir pero nos espera Ramón en el coche —intervino timorato el Tarugo.

—Ramón puede esperar, ya no necesitamos más de él —cortó el Kevin mirando fijamente al Chori intentando mantener la discusión a flote.

—Ramón ya cantó que Gendarmería copó la cocina de paco de la Carlos Gardel y que no pudo evitarlo. Que la astilla que le pasaban más que astilla era una manera de tenerlo cortito porque Morón no tenía que saber que Gendarmería tiene un kiosco fuera de su barrio.

—¿Y recién ahora me decís esto, Kevin? ¿No te das cuenta de que tenemos que avisar urgente? —dijo el Chori cambiando el semblante.

—Chori, de Ramón Escobar me encargo yo. Ese fue siempre el plan, así que no me la compliqués que yo tengo todo cocinado. Hoy nos juntamos para lo otro, para saber si tenemos que guardarnos una temporada o si podemos seguir paseando por el barrio.

—Vos te encargás de Escobar y yo me encargo de Olmedo. Como dijiste, ese fue y es el plan. Olmedo ya está resuelto, acá nadie se guarda porque no hay que cuidar el culo de nadie. A Fiducetti lo encaro yo y te prometo que nos van a dar la astilla. Tenés mi palabra, Kevin. Tenés mi palabra de que vamos a rescatar la nuestra y fue.

Y diciendo la palabra “esto” se levantó de la silla y se plantó frente al Kevin con los brazos abiertos. El Kevin lo miraba desde abajo, como resignado. Resignado a resignarse. Lo miró a los ojos y suspirando lo abrazó. Se abrazaron. El Chori lo apretó con fuerza sobre su pecho.

—Disculpen, pero Ramón nos espera en el auto —insistió el Tarugo.

—De Ramón se encarga el Kevin, boludo, ya te lo dijo, no hace falta que lo repitás veinte veces —gritó colérico el Chori mientras se separaba de su hermano del alma—. Graciela, váyase a dormir que se nos hizo tardísimo. Kevin, yo me llevo al Tarugo en el Torino y vos llevate a Ramón.

Luego de despedirse de su madre, el Chori y el Tarugo se fueron en el Torino estacionado en la puerta de la casa. El Kevin subió al Corsa que estaba guardado en el garaje.

El abrazo final con el Chori lo había aplacado. Confiaba en su amigo más que nada en este mundo, casi más que en su vieja. Prendió el motor y esperó a que el Tarugo le abriera el portón del garaje. Salió por la calle de tierra a setenta kilómetros por hora.

“Ramón, Ramón, Ramón, cómo la cagaste, hermano. La re cagaste, chabón.” El Kevin le hablaba mientras lo miraba por el espejo retrovisor. El subcomisario Ramón Escobar estaba sentado sobre el asiento trasero en diagonal al asiento del conductor que ocupaba el Cabeza.

“El Chori se encargó de Olmedo y yo me encargo de vos, Ramoncito. Así de corta la historia.” Ramón no contestaba.

“Yo te entiendo que cinco luquitas por semana más que astilla es extorsión, hermano, pero vos sos taquero viejo, no podés entrar en esa, encima con la gente de Gendarmería, hermano. Te cargaste de una sola dentada a toda la Bonaerense, papu. Eso es no tener códigos, hermano. Vos le tendrías que haber avisado a Vasabilbaso. Tendrías que haber avisado y de paso tendrías que haber compartido astilla. Eso no te lo enseñan en la Vucetich. Eso te la enseña la calle, a mí me lo enseñó la calle, pero se ve que la gorra te tapó el cerebro, Escobar.”

Ramón seguía callado. No podía moverse porque tenía las muñecas encintadas. Sobre su voluminoso cuerpo maniatado le habían puesto un poncho para que no se vieran las sogas y la cinta Silver Tape. También le habían colocado gafas oscuras por si algún control policial los detenía. Un Chevrolet Corsa gris con un pasajero atrás era el más claro ejemplo de un viaje en remise. En la guantera el Kevin tenía toda la documentación de una remisería de Lanús, y además de la documentación también había una granada y un revólver calibre 38. Todo en regla, salvo por algunos detalles.

“Por eso los chorros nos distinguimos de ustedes, Escobar. Porque los chorros defendemos los códigos, y eso nos diferencia de los ratis y la pendejada antichorra. Yo me hice en los barrios de Lanús. Al rancho todo, hermano, no se lo traiciona. El ruchi traidor es ruchi boleta. Así nos manejamos con el Chori desde los cinco años, Ramón. Desde que éramos rateritos. Desde que nos defendíamos de la banda del Gordo Requena en el Rocca. El Rocca no era para cualquiera, en esa época el Rocca era el instituto de menores más tumbero de la Capital. Espalda con espalda, Ramón. Si en el plato había arroz, se dividía arroz. Si en el plato había merca colombiana, se dividía por partes iguales. Así se hacen las cosas en Lanús.”

Ramón cabeceaba con cada pozo que el Corsa se llevaba puesto. No eran pocos los pozos de las calles de tierra por donde circulaban. Ramón debió de haber advertido que ingresaban desde una villa a la calle Pavón. Ramón seguía sin hablar, no hablaba porque debajo de un pañuelo que le tapaba la mitad de la cara tenía una cinta Silver Tape que le impedía hablar.

“Y mirá que nosotros la hicimos lunga, Ramón. Vos nos conocés. Desvirgamos la mitad de los camiones de caudales del sur. Los ratis nos tenían pánico, hermano. La de biyuya que manejamos con el Chori, ni te imaginás, loco. Y en todos estos años jamás se nos ocurrió esconder ni medio centavo.”

Ramón no podía distinguir por dónde andaban, pero seguramente sentía que el auto circulaba por una calle de tierra. El Kevin, usualmente tímido y callado, estaba llamativamente expresivo frente a Ramón.

“Acá nací, Ramón, acá me tuvo Graciela. En Fiorito. Acá nos hicimos con el Chori. Acá tuvimos nuestros primeros muertos que ustedes mataron, porque ustedes siempre nos matan, Ramón. Yo perdí a mi viejo y a mis dos hermanos. Mi vieja, la Graciela, había sido advertida por Oxala de esas muertes. Oxala es como el Jesús para los blancos. Ustedes tienen a la Virgen de Luján, esa es re-rati, amigo, hasta la llevan en la gorra a esa botona, y también tienen a Jesús, ¿no? Nosotros, los negros de mierda, en vez de tener a un blanquito en un pesebre calentito y careta, tenemos a Oxala, que se ve que es medio alcahuete y le pasa data a mi vieja. La Graciela se cagó en las patas con la profecía de Oxala y les dio una estampita de Changó para que los protegiera. ¿Lo conocés a Changó? Mi vieja cree en estas boludeces. Es el oriyá de la justicia, una especie de dios, Ramoncito. Miralo, acá lo tenés.” Y le mostró una imagen de una figura africana que tenía colgada del espejo retrovisor.

“A mí la religión me salvó, Ramoncito. La umbanda me salvó cuando tenía ocho años, sabés. El Hospital de Niños me dejó morir, decían que no se podía hacer nada. Cuatro días vomitando y quemándome con cuarenta grados de fiebre. Me acuerdo de que estaba todo el tiempo mojado, loco. La Graciela firmó una papeleta haciéndose responsable de no sé qué bondis y me llevó a un lugar llamado Templo del Jefe. Era la casa de Sebastián, Sebastián Araujo. Sebastián era el jefe umbanda en la villa. Sebastián era el pai, ¿entendés? Me desperté subido a las rodillas de Graciela, mi vieja todavía no era mai pero andaba cerca. El pai empezó a tirar los buzios. Me tocaba las manos y me decía que me quedé tranquilo, que todo iba a estar bien. Los buzios son una especie de caracoles miniaturas, con los nombres de cada santo que van develando el futuro. En un momento me quedé dormido. Me desperté en los brazos de mi vieja. Tenía miedo, la guacha. Me contó que me iban a trocar. Era su primera troca de vida, la primera troca de vida y justo con uno de sus hijos, pobre Graciela. Primero que nada había que preparar los animales, un chivito, palomas y tres gallinas. Y también trajeron un muñeco con mi ropa, porque al ser muy chico no podían derramar la sangre de los animales sobre mí, ¿entendés, Ramón? Nada de sangre sobre mi cuerpo. Y cuando trajeron todo ese zoológico, el pai dijo que había llegado el momento de la troca de vida. Los tambores sonaban, y Mai Iemanjá, que es la reina del mar, ingresaba en forma de espíritu dentro del cuerpo de mi vieja. Yo estaba acostado a un lado del muñeco, escuchando los gritos de los animales que estaban degollando, y veía cómo la sangre caía encima del pai. A mí me pareció como un año, pero fueron minutos. La fiesta estaba por terminar, la reina del mar se retiró. Sólo había que esperar. Quedé tres días adentro del cuarto santo, rodeado de bocha de imágenes, Pai Bara, que es el San Cayetano; Pai Ogum, el San Jorge; Pai Yango, ese es San Miguel Arcángel, y otros que no me acuerdo. Estuve tres días como drogado. Al cuarto día me desperté y no me dolía nada, Ramón. Nada de nada. Pero estaba cagado de hambre y de sed. ‘Quiero yogurt’, grité y todos salieron corriendo al kiosco. ¡Una locura, chabón! Así me salvaron. A la semana me hicieron el batuque, que es una fiesta para llamar a los santos del lado bonito. Ese día me bautizaron en la religión umbanda, Ramón.”

Kevin contaba esto con una sonrisa tierna en su boca. Parecía haberse transformado en ese pibito de ocho años que la Mai Graciela había salvado. Ramón también parecía sonreír. Pero la boca no era visible desde el espejo retrovisor. Tal vez fue sólo eso, una sensación, porque Ramón seguía optando por guardar silencio.

“Pero bueno, eso fue hace una bocha. Como te decía, mi vieja les dio una estampita de Changó a mi viejo y a mi hermano. Un 4 de diciembre de 1995 les entregó unos muñequitos iguales a este que tengo colgado, porque el 4 de diciembre es el día del dios Changó, Ramón, yo te explico. Se ve que Changó cumplió su labor, porque a mi viejo y a mi hermano los ajusticiaron. A los dos meses cayeron en un laburo. Ustedes los ajusticiaron. A la mierda la familia Herrera. La bala fue de la bonaerense, de los federicos, de los gendarmes, ponele el nombre que quieras”, algo se le atragantó en la garganta al Kevin. Carraspeó y logró controlar las lágrimas que estaban por salir.

“Pero ustedes, manga de hijos de puta, no se conformaron con matar a toda mi familia. Éramos quince en la canchita de fútbol hace quince años. De esa época los únicos que quedamos vivos fuimos el Chori y yo. Y mejor ni te cuento la historia del Tarugo. Ese pibe es jailánder, hermano, nació en La Carcova y se nutrió con bolsas de basura desde chiquito, loco, y la bonaerense ni siquiera lo dejaba comer basura porque tenía que pagar para entrar al basural. ¡La de veces que lo cuetearon el Tarugo! No entiendo cómo pudo sobrevivir a tantas balas ese pibito. Balas de ratis, siempre de ratis soretes como vos, Ramón.”

Ramón estaba quieto. Siempre fue un bicho calculador. Frío y calculador.

“La guita fácil te agiló, Ramoncito. Por eso te secuestramos tan fácil. Hace unos años nos hubieses reventado a tiros, nadie se te podía acercar, pero ahora estás agilado. Sos un gil, vos te olvidaste de quién fuiste y te la creíste. Te creíste tus últimos cinco años, que te la pasaste de puticlub en puticlub con putas caras y sábanas de seda. Te agilaste fácil porque nunca sufriste la escuela de Olmos. Vos no sabés lo que es la tumba y mucho menos sabés lo que es salir de ahí y llegar a tu casa. Los que pasamos años encerrados valoramos la libertad. ¿Sabés lo que hice la última vez que salí de Olmos?”

Al Kevin le empezaron a brillar los ojos.

“Te cuento. Me esperó el Chori subido a alta nave. Me llevó a una parrillita cheta de Lanús y me quiso regalar el postre en un puticlub copado de Adrogué. Adrogué, Ramóncito, ¿te imaginás a dos negros como nosotros paseando en el conchetaje de Adrogué? ¿Sabés lo que le dije? Le dije que ni en pedo. Le dije que me llevara al departamentito donde nos guardábamos. Le dije que quería dormir con sábanas sin chinches ni cucarachas. Eso le pedí y eso hizo el Chori. Me llevó, entré y encontré el departamentito re cheto, como sabía que me lo iba a dejar el Chori. Encontré una king size con sábanas perfumaditas, Ramón. Me bañé en un baño que no tuve que compartir con nadie. Me tiré y dormí quince horas de corrido, Ramón. No me quería levantar más, sabés. Pero al otro día quise volver a dormir así de lindo y no pude, no pude porque a mitad de la noche busqué la faca debajo de la almohada y no la encontré. Entré en pánico. ¿Podía dormir sin faca debajo de la almohada? Al ratito me di cuenta de que estaba en una casa re piola y que la faca no la necesitaba. Pero durante cuatro meses me levantaba todo transpirado a las tres de la mañana buscando la faca. ¿Sabés cómo solucioné ese bondi? No fue yendo al psicólogo, Ramón. Agarré una cuchilla grande y afilada y la puse en la cabecera de la cama, entre el colchón y la madera, ahí nomás de mi mano. Hasta el día de hoy duermo con una faca grosa y pulida, Ramón.”

Ramón mantenía la vista fija hacia adelante. Era imposible saber lo que pensaba.

“Otra cosa que nos hace superiores a los chorros de la gorra es que sabemos que estamos jugados por siempre. Ustedes, como son asesinos oficiales, son los asesinos del Estado, siempre saben que pueden llorarle la carta a un juez o a un periodista y capaz que con un buen boga queman el expediente que los encana. A nosotros nadie nos escucha, Ramón. Y si nos escuchan, no nos creen, por la sencilla razón de ser negros de mierda, y al negro de mierda no se le cree y el día que nos crean se van asustar tanto que van a mentirse y decir que es mejor olvidarlo, porque la gente blanca no quiere enquilombarse con nosotros y con nuestros derechos. ¡Qué quilombo se armaría si empezáramos a tener derechos, boludo! ¡Qué miedito le agarraría a doña Rosa!”

Nuevo volantazo y nuevo cabezazo de Ramón contra el asiento delantero. Rebotó como roca y volvió a acomodarse en forma recta con una nueva acelerada del Corsa. El Kevin seguía hablándole como si nada.

“En eso tenía razón la Bruja Gutiérrez. Lo conocés a la Bruja, ¿no? Obvio que lo conocés. A ese antichorro hijo de puta lo conocen todos los taqueros. Pero a diferencia tuya, la Bruja tenía huevos. Cuando estuvo de director en Olmos, a fines de los ochenta, todos los viernes a la tarde entraba a los pabellones más picantes del primer y segundo piso y nos invitaba a pelear. La Bruja entraba solo y peleaba solo. Era cinturón negro de taekwondo y organizaba solito peleas mano a mano contra el que quisiera pelearle. La Bruja estaba zarpado de merca cuando peleaba, pero nosotros también, y en esos mano a mano nos cagaba a palos. Yo era re pibito en esa época pero me le paraba de manos. Tres veces me le paré y las tres veces cobré.”

El Kevin iba subiendo el tono de voz. Ahora casi gritaba. Ramón parecía no amedrentarse frente a su interlocutor.

“Muchos años después me lo encontré en la dos de Sierra Chica. Lo habían sumariado y estaba de subjefe de penal en Sierra, pero en realidad la cárcel la manejaba él. El director y el jefe de penal hacían lo que él decía. Fue la vuelta que mataron a cinco chabones en la leonera. Nunca salió en los diarios pero seguro que vos te enteraste porque entre los boleteados estaba el Cuti Ferrosa. Lo conociste al Cuti, ¿no? Taparon todo con ayuda del fiscal y dijeron que fue un ajuste de cuentas entre bandas. Lo que no contaron es que metieron a la banda de Ferrosa y a los paraguayos de Constitución en una leonera de seis por tres. Esas dos banditas se la tenían re jurada entre ellos hacía años y el Servicio Penitenciario lo único que hizo fue ponerles gratis la arena para el combate. Treinta pibes enfierrados y el calibre más chico que tenían eran 22, imaginate lo que fue eso. Murieron solamente cinco pero pudieron haber muerto veinte, los sobrevivientes quedaron hechos mierda y los trasladaron a la concha del pato. El Bruja los empapeló con esa causa a todos y se los sacó de encima. Treinta lugares menos de presos indeseables. A los tres días del combate, en una recorrida el Bruja me encontró en buzones y el muy guacho se puso a contar a todo el yompa cómo se había organizado todo. Lo contaba para que supiéramos que él era el vigi más tumbero y poronga de todo el Servicio Penitenciario. Cuando terminó la historia nos cantó la posta. ‘Les cuento esto para que sepan que si quiero los mato a todos y ningún preso puede decir nada, porque a ustedes nadie les va a creer nada. Mientras más zarpada sea la secuencia, menos les van a creer. Porque ustedes son mierda, muchachos. Ustedes pueden denunciar que no les damos de comer, que no autorizamos visitas, que hay tuberculosis, que tienen sarna, que para coger tienen que pagar, que para estudiar tienen que pagar, que para que les demos antibióticos tienen que pagar, que a sus esposas y a sus hijas las cogemos por guita. Todo eso es verdad, pero es tan pero tan zarpado que nadie puede creerlo y mucho menos si lo denuncia un chorro de mierda como ustedes. Y el día que algunos pajeros les crean, tampoco va a pasar nada porque la gente necesita no creer, muchachos’, eso nos dijo.”

Ramón acercó su cabeza al asiento delantero. Parecía que estaba a punto de saltarle al cuello al Kevin, pero fue sólo una sensación. En una curva volvió a acomodarse. Si pensaba escaparse, no iba a ser en ese barrio. Parecía que los años de mutismo del Kevin implosionaron frente a la figura de Ramón Escobar. Las palabras salían a raudales de su boca. El Kevin ya ni lo miraba por el espejo, porque ni siquiera miraba por dónde circulaba. Su organismo estaba en fase locutoria. Era un relato vivo. Hacía años que quería escupir toda la bronca que llevaba adentro y Ramón parecía ser el interlocutor ideal. El verborrágico Kevin y el silencioso Ramón.

“Lo dijo dos veces, sabés, dos veces para que lo grabáramos bien grabado: ‘La gente necesita no saber qué hacemos adentro de la cárcel para no comprometer su conciencia, muchachos. El laburo sucio lo hacemos nosotros y ellos miran para otro lado, por eso esto nunca va cambiar y es mejor que ustedes, chorros apestosos, lo sepan’, dijo y se fue. Todo eso nos dijo, Ramón. Nadie en la vida me había mostrado la realidad de una manera tan dura como la Bruja Gutiérrez. Hasta el día de hoy le agradezco a la Bruja lo que me dijo. Todos los jefes de penal son iguales o peores que la Bruja, todos matan, todos coimean, todos extorsionan a las hijas y mujeres de los presos, con la ayuda de otros presos hijos de puta que les hacen la segunda, pero la Bruja nos cantó la posta, la Bruja nos cantó por qué nada va a cambiar. Nadie nos va a creer porque nadie nos quiere creer. Es importantísimo no saber y no hay mejor manera de no saber que no escuchar. Por eso nadie nos escucha a nosotros. ¡Un genio, la Bruja! Ahora el muy sorete es alto estrelludo en jefatura. Nadie le toca el culo a ese hijo de puta, tiene más muertos que Robledo Puch, pero los únicos que sabemos eso somos nosotros, los chorros, y como los chorros no somos nadie, entonces nadie sabe nada de la vida en la cárcel y entonces nunca nada va a cambiar.”

Silencio. El Kevin quemó las cuerdas vocales en ese discurso, el discurso más largo que dio en su vida. Sólo le quedó guardada una última reflexión.

“Por eso ustedes son más blandos que nosotros, porque nosotros no tenemos salida. Morimos en la nuestra y la tenemos clara y por eso no nos ablandamos como vos. Por eso tengo colgado acá al muñequito de Changó. El año pasado, el 4 de diciembre del 99, mi vieja me lo dio porque Oxala se le apareció de vuelta. Se le apareció y le dijo que me quieren llevar a mí, y Gracielita, pobrecita, todavía sigue creyendo que Changó me va a defender. Yo sé lo que va a pasar. Changó es el dios de la justicia y va a aplicar justicia. Yo merezco que me ajusticien. Eso me parece justo. Por eso no le dije nada a mi vieja cuando me dio al diosito Changó. Yo sólo espero el momento. El momento en que me ajusticien, Ramón.”

De pronto el Corsa empezó a aminorar la marcha hasta detenerse por completo.

“Bueno, preparate que llegamos, bráder.”

El Kevin se bajó a orillas del río Matanza. Abrió el baúl, cargó las cadenas con las pesas. Sacó a Ramón del asiento trasero. Ramón pesaría ochenta kilos. El Kevin era puro músculo. Lo cargó sin problemas y lo llevó al botecito. Lo tiró sin miramientos y sin que Ramón emitiera el más mínimo gruñido. Cargó las cadenas y las pesas. En total, setenta kilos de hierros. Ya dentro del bote y a veinte metros de la costa terminó de atar cadenas, pesas y cuerpo de Ramón. Era una masa compacta que jamás se separaría.

El subcomisario Ramón Escobar cayó estoicamente al río Matanza sin humillarse, sin pedir por su vida, sin llorar, sin prometer falsas resurrecciones.

Escobar no dijo nada.

No podía decir nada.

Llevaba más de cuatro horas muerto.

El origen de la furia

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