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Capítulo 46 El bastión Saint Gervais

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Al llegar donde sus tres amigos, D’Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un encantador librito de horas encuadernado en terciopelo azul.

-¡Diantre, señores! - dijo-. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión. ¡Ah, y que no estuvierais allí, señores! ¡Hizo buen calor! -¡Estábamos en otro lado donde tampoco hacía frío! - respondió Porthos haciendo adoptar a su mostacho un rizo que le era particular.

-¡Chis! - dijo Athos.

-¡Vaya! - dijo D’Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero-. Parece que hay novedades por aquí.

-Aramis - dijo Athos-, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del Parpaillot.

-Sí.

-¿Qué tal está?

-Por lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más que carne.

-¿Cómo? - dijo Athos-. ¿En un puerto de mar no tienen pescado?

-Dicen - replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura - que el dique que ha hecho construir el señor cardenal lo echa a alta mar.

-Mas no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis - prosiguió Athos ; yo os preguntaba si estuvisteis a gusto, y si nadie os había molestado.

-Me parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de hecho, y para lo que queréis decir, Athos, estaremos bastante bien en el Parpaillot.

-Vamos entonces al Parpaillot - dijo Athos-, porque aquí las paredes son corno hojas de papel.

D’Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran graves, cogió el brazo de Athos y salió con él sin decir nada; Porthos siguió platicando con Aramis.

En camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguirlos; Grimaud, según su costumbre, obedeció en silencio; el pobre muchacho había terminado casi por olvidarse de hablar.

Llegaron a la cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a clarear; los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no debían ser molestados.

Por desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; acababan de tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos ligeros se sucedíar con una rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, pero que cumplía muy mal las miras de los cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a los brindis y a las bromas de sus camaradas.

-¡Vamos! - dijo Athos-. Vamos a organizar alguna buena pelea, y no tenemos necesidad de eso en este momento. D’Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os contaremos la nuestra.

-En efecto - dijo un caballo ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso de aguardiente que degustaba con lentitud ; en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores guardias, y me parece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.

D’Artagnan miró a Athos para saber si debía responder a aquel intruso que se mezclaba en la conversación.

-Y bien - dijo Athos-, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de dirigirte la palabra? Cuenta lo que ha pasado esta noche, que estos señores desean saberlo.

-¿No habrán cogido un fasitón? - preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de cerveza.

-Sí, señor - respondió D’Artagnan inclinándose-, hemos tenido ese honor; incluso hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha hecho una hermosa brecha; sin contar con que, como el bastión no era de ayer, todo el resto de la obra ha quedado tambaleándose.

-Y ¿qué bastión es? - preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que traía para que se la asasen.

-El bastión Saint Gervais - respondió D’Artagnan, tras el cual los rochelleses inquietaban a nuestros trabajadores.

-¿Y la cosa ha sido acalorada?

-Por supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los rochelleses ocho o diez.

-¡Triante! - exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.

-Pero es probable - dijo el caballo ligero - que esta mañana envíen avanzadillas para poner las cosas en su sitio en el bastión.

-Sí, es probable - dijo D’Artagnan.

-Señores - dijo Athos-, una apuesta.

-¡Ah! Sí, una apuesta - dijo el suizo.

-¿Cuál? - preguntó el caballo ligero.

-Esperad - dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que sostenían el fuego de la chimenea-, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.

-Tiene razón - dijo el suizo-, la grasa zuya, es muy fuena gon gonfituras.

-Ahí - dijo el dragón-. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor Athos!

-¡Sí, la apuesta! - dijo el caballo - ligero.

-Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros - dijo Athos que mis tres compañeros, los señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalojarnos.

Porthos y Aramis se miraron; comenzaban a comprender.

-Pero - dijo D’Artagnan inclinándose al oído de Athos - vas a hacernos matar sin misericordia.

-Estamos mucho más muertos - respondió Athos - si no vamos.

-¡Ah! A fe que es una hermosa apuesta - dijo Porthos retrepándose en su silla y retorciéndose el mostacho.

-Acepto - dijo el señor de Busigny ; ahora se trata de fijar la puesta.

-Vosotros sois cuatro, señores - dijo Athos ; nosotros somos cuatro; una cena a discreción para ocho, ¿os parece?

-De acuerdo - replicó el señor de Busigny.

-Perfectamente - dijo el dragón.

-Me fa - dijo el suizo.

El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la cabeza una señal de que aceptaba la proposición.

-El desayuno de estos señores está dispuesto - dijo el hostelero.

-Pues bien, traedlo - dijo Athos.

El hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas traídas.

Grimaud comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta, empaquetó las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al brazo.

-Pero ¿dónde se van a tomar mi desayuno? - dijo el hostelero.

-¿Qué os importa - dijo Athos-, con tal de que os paguen?

Y majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.

-¿Hay que devolveros algo mi oficial? - dijo el hostelero.

-No, añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las servilletas.

El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de Champagne.

-Señor de Busigny - dijo Athos-, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner el mío con el vuestro? -De acuerdo, señor - dijo el caballo ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj rodeado de diamantes ; las siete y media - dijo.

-Siete y treinta y cinco minutos - dijo Athos ; ya sabemos que el mío se adelanta cinco minutos sobre vos, señor.

Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino del bastión Saint Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.

Mientras estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro amigos no intercambiaron una palabra; además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de ella.

Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo, D’Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento de pedir una explicación.

-Y ahora, mi querido Athos - dijo-, tened la amabilidad de decirme adónde vamos.

-Ya lo veis - dijo Athos-, vamos al bastión.

-Sí, pero ¿qué vamos a hacer all?

-Ya lo sabéis, vamos a desayunar.

-Pero ¿por qué no hemos desayunado en el Parpaillot? -Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que se pegan a la mesa; ahí por lo menos - prosiguió Athos señalando el bastión - no vendrán a molestarnos.

-Me parece - dijo D’Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él a una bravura excesiva-, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.

-Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.

-Sí - dijo Aramis-, Athos tiene razón: Animadvertuntur in desertis.

-Un desierto no habría estado mal - dijo Porthos-, pero se trataba de encontrarlo.

-No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más vale, pues, seguir nuestra empresa, ante la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin vergüenza; hemos hecho una apuesta, una apuesta que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos atacados o no lo seremos. Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para hablar, y nadie nos oirá, porque respondo de que los muros de este bastión no tienen orejas; si lo somos, hablaremos de nuestros asuntos al mismo tiempo, y además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya veis que todo es beneficio.

-Sí - dijo D’Artagnan-, pero indudablemente pescaremos alguna bala.

-Vaya, querido - dijo Athos-, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del enemigo.

-Pero me parece que para semejante expedición habríamos debido al menos traer nuestros mosquetes.

-Sois un necio, amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso inútil?

-No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y un cebador.

-Pero bueno - dijo Athos-, ¿no habéis oído lo que ha dicho D’Artagnan?

-¿Qué ha dicho D’Artagnan? - preguntó Porthos.

-D’Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y otros tantos rochelleses.

-¿Y qué?

-No ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había otras cosas más urgentes.

-Y ¿qué?

-¡Y qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.

-¡Oh, Athos! - dijo Aramis-. Eres realmente un gran hombre.

Porthos inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

Sólo D’Artagnan no parecía convencido.

Indudablemente Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.

-¿Dónde vamos? - preguntó por gestos.

Athos le sañaló el bastión.

-Pero - dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud - dejaremos ahí nuestra piel.

Athos alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.

Grimaud puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.

Athos cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.

Grimaud volvió a ponerse en pie como por un resorte.

Athos le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.

Grimaud obedeció.

Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.

Llegados al bastión, los cuatro se volvieron.

Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.

Athos se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el aire.

Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.

Tras lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido Grimaud.

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