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Capítulo 39 Una visión

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A las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta un temor futuro.

De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D’Artagnan.

Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.

La otra era una gran epístola rectangular y resplandeciente con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.

A la vista de la carta pequeña, el corazón de D’Artagnan saltó, porque había creído reconocer la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.

Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.

«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»

Sin firma.

-Es una trampa - dijo Athos-, no vayáis, D’Artagnan.

-Sin embargo - dijo D’Artagnan-, me parece reconocer la escritura.

-Quizá esté amañada - replicó Athos ; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.

-Pero ¿y si vamos todos? - dijo D’Artagnan-. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro; además, cuatro lacayos; además, los cabal1os; además, las armas.

-Además será una ocasión de lucir nuestros equipos - dijo Porthos.

-Pero si es una mujer la que escribe - dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D’Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.

-Nos quedaremos detrás - dijo Porthos-, y sólo él se adelantará.

-Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que va al galope.

-¡Bah! - dijo D’Artagnan-. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.

-Tiene razón - dijo Porthos-. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras armas.

-¡Bueno, démonos ese placer! - dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.

-Como queráis - dijo Athos.

-Señores - dijo D’Artagnan-, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis en la ruta de Chaillot.

-Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a prepararnos, señores.

-Pero esa segunda carta - dijo Athos : os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D’Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón-.

D’Artagnan enrojeció.

-Pues bien - dijo el joven-, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.

Y D’Artagnan abrió la carta y leyó:

«El señor D’Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el Palais Cardinal esta noche a las ocho.

LA HOUDINIÈRE

Capitán de los guardias.»

-¡Diablos! - dijo Athos-. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma distinta.

-Iré a la segunda al salir de la primera - dijo D’Artagnan ; la una es para las siete, la otra para las ocho; habrá tiempo para todo.

-¡Hum! Yo no iría - dijo Aramis ; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.

-Soy de la opinión de Aramis - dijo Porthos.

-Señores - respondió D’Artagnan - ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance desapareció; por lo que pueda pasar, iré.

-Si es una decisión - dijo Athos-, hacedlo.

-Pero ¿y la Bastilla? - dijo Aramis.

-¡Bah, vosotros me sacaréis! - replicó D’Artagnan.

-Por supuesto - contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa más sencilla-, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.

-Hagamos otra cosa mejor - dijo Athos : no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.

-Decididamente, Athos - dijo Aramis-, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del plan, señores?

-Admirable! - repitieron a coro los jóvenes.

-Pues bien - dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais Cardinal; vos, durante ese tiempo, haced ensillar los caballos para los lacayos.

-Pero yo no tengo caballo - dijo D’Artagnan ; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.

-Es inútil - dijo Aramis-, cogeréis uno de los míos.

-¿Cuántos tenéis entonces? - preguntó D’Artagnan.

-Tres - respondió sonriendo Aramis.

-Querido - dijo Athos-, sois desde luego el poeta mejor montado de Francia y Navarra.

-Escuchad, mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No comprendo siquiera que hayáis comprado tres caballos.

-Claro, no he comprado más que dos - dijo Aramis.

-Y el tercero, ¿os caído del cielo?

-No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo…

-O de su ama - interrumpió D’Artagnan.

-Eso da igual - dijo Aramis poniéndose colorado —… y que me ha asegurado, decía, haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién venía.

-Sólo a los poetas os ocurren esas cosas - replicó gravemente Athos.

-Pues bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible - dijo.

_¿Cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han dado?

-El que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D’Artagnan, que no puedo hacer esa injuria…

-Al donante desconocido - contestó D’Artagnan.

-O a la donante misteriosa - dijo Athos.

-Entonces, ¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?

-Casi.

-¿Y lo habéis escogido vos mismo?

-Y con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi siempre de su caballo.

-Bueno, cedédmelo por el precio que os ha costado.

-Iba a ofrecéroslo, mi querido D’Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para devolverme esa bagatela.

-¿Y cuánto os ha costado?

-Ochocientas libras.

-Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo - dijo D’Artagnan sacando la suma de su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros poemas.

-Entonces, ¿tenéis fondos? - dijo Aramis.

-Muchos, muchísimos, querido.

Y D’Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus pistolas.

-Mandad vuestra silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí con los nuestros.

-Muy bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.

Un cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un magnífico caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido. Porthos resplandecía de alegría y de orgullo.

Al mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués: era la montura de D’Artagnan.

Los dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D’Artagnan los miraban por la ventana.

-¡Diablos! - dijo Aramis-. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.

-Sí - respondió Porthos ; éste es el que tenían que haberme enviado al principio: una jugarreta del marido lo sustituyó por el otro; pero el marido ha sido castigado luego y yo he obtenido satisfacciones.

Planchet y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos; D’Artagnan y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D’Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor de las amantes.

Los seguían los criados.

Como Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangria que había hecho en el cofre de su marido.

Cerca del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de Saint Germain; los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un instante atrajo a su alrededor algunos centenares de mirones.

D’Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una palabra.

El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.

En aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se excusaron con una cita y se despidieron del señor de Tréville.

Un tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a bajar, los coches pasaban y volvían a pasar; D’Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.

Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de antemano a D’Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan violentamente. Casi al punto una cabeza de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un beso; D’Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la señora Bonacieux.

Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D’Artagnan lanzó su caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la portezuela estaba herméticamente cerrado: la visión había desaparecido.

D’Artagnan se acordó entonces de la recomendación:

«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada hubierais visto.»

Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer pues, evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.

El coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y desapareció.

D’Artagnan había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y si volvía a París, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?

Los tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieu. La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que D’Artagnan por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del coche.

-Si es así - dijo D’Artagnan-, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué van a hacer con esa pobre criatura y cuándo volveré a verla?

-Amigo - dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así? Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la encontraréis un día a otro. Y quizá, Dios mío - añadió con un acento misántropo que le era propio-, quizá antes de lo que queráis.

Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada. Los amigos de D’Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.

Pero D’Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la cabeza que iría al Palais Cardinal y que sabría lo que Su Eminencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su determinación.

Llegaron a la calle Saint Honoré, y en la plaza Palais Cardinal encontraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó de qué se trataba.

D’Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentiles hombres estaban siempre dispuestos.

Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.

D’Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.

Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D’Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.

-Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado - decía D’Artagnan moviendo la cabeza-. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente - añadió-, mis buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de voluntad. D’Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres lo perderán!

Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.

En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardenal que, al reconocer a D’Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.

Aquella sonrisa le pareció a D’Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.

El ujier volvió a hizo seña a D’Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.

Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.

El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D’Artagnan permaneció de pie y examinó a aquel hombre.

D’Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier, pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos, y alzó la cabeza.

D’Artagnan reconoció al cardenal.

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