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Capítulo 37 El secreto de Milady

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D’Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamen a la habitación de Ketty, pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda, porque no le importaba leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella mujer.

Todo cuanto él tenía de más claro dentro es que D’Artagnan amaba a Milady como un loco y que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D’Artagnan comprendió que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba espoleado por un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer bajo su propio nombre; y como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no quería renunciar a ella.

Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en esta ocasión la joven estaba menos urgida que la primera de volver a su cuarto.

Por fin la luz desapareció.

Con aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D’Artagnan; recordó los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de Ketty.

La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho D’Artagnan: abrió la puerta.

-Venid - dijo.

Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si D’Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas intrigas fantásticas como las que se realizan en el sueño.

No por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el imán ejerce sobre el hierro.

La puerta se cerró tras ellos.

Ketty se abalanzó a su vez contra la puerta.

Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba haberse prestado a semejante maquinación; y por encima de todo, D’Artagnan estaba perdido para ella. Este último pensamiento de amor le aconsejó aún este último sacrificio.

D’Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a él, por sí mismo.

Se abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar. Dos horas poco más o menos transcurrieron así.

Sin embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no tenía los mismos motivos que D’Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su mente.

Pero D’Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.

Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas se volvieron más agobiantes.

Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.

Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su voluntad de hierro.

D’Artagnan se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes, a los proyectos furiosos que ella había formado.

Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó.

-¿Tenéis acaso miedo, querido D’Artagnan? - dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó extrañamente en la oscuridad.

-¡Ni lo penséis, querida! - respondió D’Artagnan-. ¿Y si, en última instancia, ese pobre conde de Wardes fuera menos culpable de lo que pensáis?

-En cualquier caso - dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en que me ha engañado, ha merecido la muerte.

-¡Morirá, pues, puesto que lo condenáis! - dijo D’Artagnan en un tono tan firme que a Milady le pareció expresión de una adhesión a toda prueba.

Al punto ella se acercó a él.

No podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D’Artagnan creía estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y pronto invadió la habitación de claridad macilenta.

Entonces Milady, viendo que D’Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había hecho de vengarla de de Wardes.

-Estoy completamente dispuesto - dijo D’Artagnan-, pero antes quisiera estar seguro de una cosa.

-¿De cuál? - preguntó Milady.

-De que me amáis.

-Me parece que os de dado la prueba.

-Sí, también soy yo en cuerpo y alma vuestro.

-¡Gracias, mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me probaréis el vuestro, ¿verdad?

-Desde luego. Pero si me amáis como decís - replicó D’Artagnan-, ¿no teméis por mí?

-¿Qué puedo temer?

-Pues que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.

-Imposible - dijo Milady-, sois un hombre muy valiente y una espada muy fina.

-¿No preferiríais, pues - replicó D’Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?

Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.

-Realmente - dijo-, creo que ahora dudáis.

-No, no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.

-¿Quién os dice que yo lo haya amado? - preguntó Milady.

-Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro - dijo el joven en un tono cariñoso-, y os lo repito, me intereso por el conde.

-¿Vos? - preguntó Milady.

-Sí, yo.

-¿Y por qué vos?

-Porque sólo yo sé…

-¿Qué?

-Que está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos como parece.

-¿De veras? - dijo Milady con aire inquieto-. Explicaos, porque realmente no sé qué queréis decir.

Y miraba a D’Artagnan que la tenía abrazada con ojos que parecían inflamarse poco a poco.

-¡Sí, yo soy un hombre galante! - dijo D’Artagnan, decidido a terminar-. Y desde que vuestro amor es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es cierto?

-Por entero, continuad.

-Pues bien me siento como transportado, me pesa una confesión.

-¿Una confesión?

-Si hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero, ¿me amáis, mi bella amante? ¿No es cierto que me amáis?

-Sin duda.

-Entonces, si por exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me perdonaréis?

-¡Quizá! D’Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de Milady, mar ella lo apartó.

-Esa confesión - dijo palideciendo-, ¿cuál es?

-Habíais citado a de Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es cierto?

-¡Yo, no! Eso no es cierto - dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.

-No mintáis, ángel mío - dijo D’Artagnan sonriendo-, sería inútil.

-¿Cómo? ¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!

-¡Oh, tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado ya!

-¡Y después, después!

-De Warder no puede gloriarse de nada.

-¿Por qué? Vos mismo me habéis dicho que ese anillo…

-Ese anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de Warder del jueves y D’Artagnan de hoy son la misma persona.

El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se resolvería en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error no duró mucho.

Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D’Artagnan con un violento golpe en el pecho, se balanzó fuera de la cama.

D’Artagnan la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella con un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se degarró dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, D’Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.

-¡Gran Dios! - exclamó D’Artagnan soltando la bata.

Y se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.

Pero Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D’Artagnan. Sin duda lo había visto todo; el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.

Ella se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera herida.

-¡Ah, miserable! - dijo ella-. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto! ¡Morirás!

Y corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un salto sobre D’Artagnan medio desnudo.

Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes; retrocedió hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la funda.

Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.

Entonces trató de coger aquella espada con las manos; pero D’Artagnan la apartó siempre de sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.

Durante este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo de un modo formidable.

Como esto se parecía a un duelo, D’Artagnan se iba reponiendo poco a poco.

-¡Bien, hermosa dama, bien! - decía-. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de lis en el otro hombro.

-¡Infame, infame! - aullaba Milady.

Mas D’Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la defensiva.

Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D’Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cerrojos.

Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.

Cada golpe iba acompañado de una imprecación terrible.

-Deprisa, deprisa, Ketty - dijo D’Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados-. Sácame del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me maten los lacayos.

-Pero no podéis salir así - dijo Ketty-, estáis completamente desnudo.

-Es cierto - dijo D’Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-, es cierto vísteme como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de vida o muerte.

Ketty no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una amplia cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego lo arrastró por los escalones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo al palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady, también medio desnuda, gritaba por la ventana: - ¡No abráis!

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