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CAPÍTULO VII El camino del montaraz

André Alexander se encontraba agazapado entre un par de arbustos, completamente inmóvil. Sostenía con firmeza un arco a su costado mientras observaba con detenimiento a su presa. El sudor corría por su frente y las cortas trenzas de cabello, que adornaban su rostro como patillas, se pegaban un poco a la piel sudada. Su corta estatura le ayudaba a mantenerse escondido. Trataba de mantener controlada su respiración y sentía como el corazón le palpitaba rápida y fuertemente en su pecho: había tenido que correr durante mucho tiempo entre árboles, riachuelos y piedras para poder alcanzar a su presa. Y ahora la podía observar desde los arbustos.

Podía distinguir a más de un orco en el lugar. Lamentablemente no había podido interceptarlos antes de que llegaran hasta el campamento. La tarde empezaba a caer. Se trataba de un grupo de seis orcos, seguramente una avanzada que se encargaba de peinar la zona en busca de comida, viajeros y esclavos. Esto último, según parece, es para lo que pensaban utilizar a los dos jóvenes que habían sido capturados por el orco que perseguía André desde la tarde, antes de que el sol empezara a ocultarse por el horizonte. El montaraz sabía que al viajar solo debía ser cuidadoso.

Esperando con paciencia en su escondite, el arquero observó con sus ojos castaños, tan agudos como los de un elfo, cómo dos de los orcos salían del pequeño campamento para hacer las primeras guardias, otro más vigilaba al par de jóvenes rehenes mientras los que quedaban calentaban en la hoguera lo que parecía ser carne curada. Después de analizar el terreno y a los adversarios, decidió que se encargaría primero del guardia que estaba junto a los prisioneros, luego de los que se encontraban de vigías y por último de los tres que cenaban. La distancia que había entre los orcos y el joven arquero era de unos cuarenta pasos largos. Lograr un disparo certero no sería nada fácil para un arquero común: no solo la distancia, sino la escasa luz que quedaba del día y el viento que soplaba de occidente a oriente hacían del disparo casi una proeza. Pero André Alexander no era un arquero común. Para ser un humano (y uno tan joven) tenía la precisión y agilidad de un elfo que ha entrenado por varias de sus décadas con el arco y la flecha.

El orco que cuidaba de los dos jóvenes los punzaba con su lanza constantemente como una forma de distraerse pues se encontraba en extremo aburrido. Reía y decía algo en su idioma que los muchachos no podían entender, seguramente una amenaza o una promesa de muerte. Los dos humanos trataban de arrinconarse contra una piedra lo más que podían en un intento inútil de alejarse de la mortal lanza. De repente los dos vieron pasar un destello plateado, uno que el enorme y feo orco no vio y murió sin saber qué o quién lo había matado. Una flecha había atravesado su cráneo de lado a lado haciéndolo trastabillar hasta golpear contra una pequeña roca que lo hizo caer para nunca más volver a levantarse. Casi de inmediato un centinela se dobló sobre una de sus rodillas mientras que en uno de sus muslos se clavaba otra flecha igual de veloz.

El primer disparo de André dio justo en el blanco y, casi sin respirar, caló la siguiente flecha en su arco y la disparó con premura y potencia más que puntería. Igual, había dado en el blanco. Ahora debía aprovechar la confusión para causar el mayor daño posible. Uno de los tres orcos que comían se había puesto de pie y se había girado hacia la dirección de donde había venido la flecha, tratando de pillar al enemigo furtivo. Error. Su enorme pecho era una diana fácil e indiscutible y la siguiente flecha del arquero terminó justo en el centro de este, atravesando su corazón. Otro más trató de correr por su alfajón, pero una flecha lo hirió en el hombro.

El segundo centinela empezó a correr hacia André, quien con cuatro flechas lanzadas en menos de un suspiro ya había delatado su posición; él lo sabía y tenía que sacar el máximo provecho al tiempo que le quedaba antes que llegaran hasta él. El primer centinela sacó con furia la flecha clavada en su pierna y, tomando de nuevo su lanza, siguió a su compañero para darle muerte al montaraz intruso.

Pero André no perdió la calma. Sin romper su concentración apuntó de nuevo hacia los dos orcos que aún se encontraban en el campamento, pues temía que trataran de matar a los jóvenes en represalia por su ataque. Pausando un poco su respiración dejó que sus sentidos lo guiaran hacia su enemigo: aguzó su vista, dejó que el viento que golpeaba su rostro le indicara su dirección y fuerza y finalmente soltó el proyectil que viajó como un rayo hasta impactar en la cabeza de otro de sus enemigos. Los orcos vigías estaban ya casi sobre él, pero no podía desesperar, tenía que mantener sus nervios bajo control: aún había un orco en el campamento y aunque estaba herido aún podía cargar un arma y usarla contra los muchachos.

No podía apuntar a la cabeza del orco; no con el poco tiempo que le quedaba, así que caló dos flechas a la vez en su arco sosteniéndolas con sus dedos índice y anular, apuntó al voluminoso cuerpo y dejó salir los proyectiles. Casi inmediatamente salir las flechas soltó su arco al tiempo que daba un bote hacia la izquierda para esquivar por los pelos la mortal lanza del orco vigía, que le había dado alcance. Sin perder tiempo y aprovechando el impulso se puso de pie y se alejó dos pasos del orco que atacaba por derecha al tiempo que descolocaba la posición de ataque del que cargaba por la izquierda. Ya de pie tuvo el tiempo suficiente para desenvainar su espada larga y desviar el arma de uno de sus contrincantes. Ahora se encontraba cuerpo a cuerpo con dos enormes orcos que intentaban flanquearlo y darle muerte.

Decidió que debía atacar primero al orco que estaba herido en la pierna, pues sería más lento y vulnerable, así que sin perder tiempo se abalanzó contra este a la vez que desenvainaba su espada corta. En un principio lanzaba estocadas con su derecha y mantenía la guardia con su izquierda, siempre caminando hacia su derecha para tratar de alinear a los dos orcos e impedir que lo flanquearan. Habiendo conseguido esto, aunque fuera por unos breves instantes abandonó la defensa y empezó a lanzar furiosas estocadas contra la pierna herida del orco, obligándolo a forzar el movimiento de esta hacia un lado y el otro, pero la enorme criatura resistía el dolor y mantenía en alto su defensa y, para empeorar la situación, el segundo orco había logrado zafarse del alineamiento en que los tenía el explorador y empezaba a buscar el flanqueo. Viendo lo que ocurría, André luchó desesperadamente por romper la defensa del primero y en un acto desesperado arrojó su cuerpo de frente, con sus espadas extendidas hacia el pecho de su enemigo, mientras el otro lanzaba una estocada mortal por uno de sus costados. El plan desesperado de André Alexander estaba dando resultado, cuando menos parcial, ya que había logrado ensartar con sus hojas el voluminoso pecho del orco herido y matándolo al instante al tiempo que, en cuestión de un suspiro, arqueó su espalda lo suficiente para no recibir de lleno el ataque del segundo orco, aunque sí le dejó un doloroso corte en uno de sus omóplatos. La inercia del cuerpo muerto del orco lo empujó hacia adelante haciéndolo caer con este. Al tratar de sacar sus armas del pecho del enemigo, la sangre hizo que sus manos resbalaran del mango. El orco que seguía de pie entendió perfectamente que tenía ventaja y sonrió cruelmente mientras se acercaba a su víctima. André haló con todas sus fuerzas una de sus armas y con un solo movimiento sacó la espada corta y la lanzó contra la criatura, tajándole el cuello.

El joven explorador quedó tendido boca arriba tratando de regular su respiración y de recuperar su compostura. Soltó un largo suspiro paliativo y tras un breve momento recordó que los prisioneros aún se encontraban en peligro. Se levantó tan rápido como pudo mirando hacia el campamento para ver con alivio que al orco que le había lanzado las dos flechas había muerto. Tomó las espadas, limpió la sangre orca en las vestimentas de una de sus víctimas, las envainó y recogió su arco.

—Han tenido suerte de que me encontrara por el lugar —dijo con voz calma el montaraz mientras desataba la cuerda que los hacía prisioneros.

—¡Gracias, mi señor, le debemos la vida! Soy Adur y este es mi hermano menor, Josh; hijos de Aduran, el granjero. Salimos a recolectar leña, nuestro padre está enfermo en cama así que debemos ocuparnos de sus tareas. Fue entonces cuando nos perdimos en el bosque, nunca habíamos entrado en este —comentó animado el mayor de los dos hermanos mientras sobaba sus maltratadas muñecas.

André no respondió de inmediato, lo que generó un silencio incómodo. Se alejó de ellos, recuperó algunas de sus flechas y finalmente dijo:

—Los regresaré a casa… o por lo menos a la villa más cercana. Debe haber más orcos en la zona, el sitio no es seguro. Los montaraces somos guardianes de la naturaleza y es mi deber ayudar a quienes se extravíen en ella si no son una amenaza para nadie, de lo contrario… —Dejó la frase en el aire y miró a los orcos muertos como si esto terminara la oración por él.

Empezaron a caminar hacia la villa más cercana guiados por el ágil explorador. Afortunadamente ninguno de los tres se encontraba herido de gravedad, lo que les permitió avanzar con rapidez. Salieron del bosque de arces y olmos donde se encontraban. Los días de lluvia estaban por llegar a la región y con el frío los árboles habían empezado a perder su follaje, lo que ayudó al grupo a ocultar sus huellas.

A André no le gustaba mucho la idea de tomar el camino más directo hacia las afueras del bosque. En otra situación habría dado un par de giros inesperados para tratar de desviar todo rastro, pero creía que no contaban con mucho tiempo y que debían lograr llegar hasta la planicie junto al río Lund antes de que la noche terminara de caer sobre las zonas inhabitadas del reino de Tabask, pues allí, en la vastedad de la planicie, sería más fácil detectar posibles peligros.

El explorador presionó a Adur y Josh hasta el cansancio: la marcha forzada impidió cualquier tipo de conversación. Con todas las energías enfocadas en un solo objetivo lograron avanzar bastante, pero finalmente los dos muchachos pidieron a André detenerse; se encontraban hambrientos, cansados y además el frío viento que recorría los verdes pastos pegaba con fuerza a los adoloridos cuerpos de los tres humanos.

—Pero sin una fogata el frío nos matará —dijo Adur mientras trataba de mantener el calor frotando enérgicamente sus brazos pegados al cuerpo.

—Encender una fogata sería como encender un faro para un barco perdido en altamar. Sin fogatas —respondió ceñudo André y tras unos momentos de silencio tendió su petate y su capa—. Acuéstense y cúbranse lo mejor que puedan; mi capa es gruesa y los protegerá del frío. Descansen, aún falta buen camino, en un momento les daré algo de comer.

—¿Y ese par de conejos que lleva en su cinto? —preguntó Josh relamiendo sus labios.

—Sangre de orco —contestó el arquero con una mueca de desagrado—. Puedo escuchar el río hacia el norte, veré qué puedo conseguir, por ahora descansen y no hagan ruido.

Aunque poco tardó en regresar de su excursión al rio Lund, los jóvenes fueron vencidos por el cansancio, así que los halló sumidos en un profundo sueño. André durmió muy poco, pero lo suficiente para recuperar fuerzas, resistiendo de manera estoica el fuerte y frío viento que recorría la pradera. En las horas de la mañana, cuando Adur y Josh despertaron, lo encontraron preparando los dos conejos a los cuales les había lavado la amarga y sucia sangre orca. El sol mañanero brillaba con fuerza y sus tibios rayos llenaban de optimismo los corazones de los jóvenes al igual que el del cazador. Solo faltaba andar unas pocas horas de camino y se encontrarían en un lugar a salvo, con un techo y provisiones.

—Tenemos suerte, la sangre de los orcos no logró contaminar la carne. Acérquense y coman algo —dijo André con una leve sonrisa—, el viaje que nos espera no es muy largo y aunque no creo que los orcos nos estén buscando, es mejor no tentar a la suerte. —Finalmente, con una mirada amable, los invitó a sentarse junto a él alrededor de la pequeña fogata.

—No nos ha dicho su nombre, señor —dijo el joven Josh al tiempo que tomaba un trozo de carne y lo mordía con ahínco. El montaraz lo miró por unos instantes y luego desvió su mirada hacia su arco y flechas.

—Mi nombre es André, André Alexander, de las lejanas tierras de Zúcabar en el continente desértico de Velkar. Soy un montaraz vagabundo, Ebland es mi hogar y mi destino.

—Por siempre le estaremos agradecidos, André Alexander de Zúcabar; somos humildes granjeros, mi señor, pero en casa le atenderemos con nuestras humildes comodidades y las más deliciosas comidas que nuestra tierra pueda dar —contestó Adur con solemnidad mientras hacía una reverencia ante André. Su hermano Josh se apresuró a imitar a su hermano sin dejar caer el pedazo de conejo que sostenía entre los dientes.

—Su padre los ha enseñado bien. —Hizo una mueca que, en su rostro joven pero de duras facciones, parecía una sonrisa—. De cualquier forma, no pueden olvidar que no podemos estar seguros de que la aldea a la que los llevo sea su hogar; los dejaré allí y seguiré mi camino. De cualquier manera, creo que será fácil para ustedes encontrar el camino a casa desde allí. —Estas últimas palabras no dieron mucho aliento a los jóvenes, por lo que terminaron su comida en silencio y se alistaron para el viaje.

***

Como el montaraz lo prometió, el viaje solo duró unas horas y antes del mediodía ya se adentraban en los sembradíos de las primeras granjas. Para alegría de todos, Adur y Josh reconocieron las siembras como las de un vecino de su comunidad. La suerte les sonreía como el sol de la mañana y sin querer perder el tiempo los tres apretaron el paso.

Finalmente llegaron hasta los sembradíos que pertenecían a su familia. Josh, entusiasmado, empezó a correr hacia la casa mientras Adur lo reprendía, pero finalmente André lo convenció de dejarlo ir; a fin de cuentas, era solo un niño de ocho años que regresaba de estar perdido en el bosque.

—¡Madre! —gritaba mientras corría. Del pórtico de la casa salió una mujer de unos treinta y cinco años y unas ocho arrobas de peso. En su rostro, un rostro redondo y hermoso, se veía reflejada la angustia y el desespero. De sus ojos empezaron a brotar lágrimas de alegría y sus mejillas, que antes parecían pálidas, se tornaron de un color rosado ante la vista de su amado hijo. Recuperada del impacto, corrió a encontrarse con su querido Josh, y se fundieron en un maternal abrazo. La mujer lo abrazaba y besaba en la cabeza mientras le repetía lo asustada que había estado al pensar en que nunca más lo volvería a ver.

—Los hombres de la villa los buscaron durante horas… ¿y tu hermano? ¡Adur!, ¿¡dónde esta Adur!? —La preocupada madre tomó en sus manos el rostro del pequeño Josh temiendo lo peor, pero el joven sonrió y señaló en la dirección en que venían sus dos compañeros de viaje.

—Ve con tu madre, joven Adur, hijo de Aduran —dijo en voz baja André, a lo que el joven corrió al encuentro de su hermano menor y su madre, y se abrazaron y lloraron durante un largo rato. El montaraz se acercó unos metros más y contempló la escena; una sensación de bienestar recorrió su cuerpo, sentía que había hecho algo importante: había borrado del mundo un puñado de sucios orcos y en adición había ayudado a la pequeña familia, cumpliendo con dos de los votos de los montaraces: proteger los bosques y los caminos de los enemigos y ayudar a quienes lo merezcan. Suspiró y acomodó mejor su mochila de viajero, lo que le recordó la herida en la espalda. Aunque no quisiera tendría que parar en su camino por lo menos por un día para tratarse el corte en la espalda o podría infectarse.

Tras hablar brevemente con Ivonne, la madre de los muchachos, ella lo colmó de bendiciones y le ofreció estadía y comida hasta que fuera necesario. André, agradecido, se dirigió al granero donde podría lavar sus heridas. Al mediodía, mientras comían, Ivonne comentó que la salud de su esposo había decaído con rapidez: ninguno de los brebajes ofrecidos por los vecinos había podido mejorar la situación de Aduran.

El resto de la comida pasó en silencio, con rostros ensombrecidos. Finalmente, André pidió a la mujer que le dejara ver al enfermo, ya que tal vez sus conocimientos pudieran traer alguna luz a la terrible situación que vivían.

Al acercarse a la humilde cama, André pudo ver a Aduran respirando con dificultad, inconsciente, la fiebre haciendo arder su cuerpo. Ivonne le contó al montaraz que frecuentemente su esposo sufría de ataques de tos hasta el punto de llegar a expulsar sangre por la boca. Para el joven humano esta fue la primera pista, e indagando un poco más en el asunto descubrió que la posible causa de la enfermedad que aquejaba al granjero podía ser un hongo alojado en sus pulmones, un hongo trasmitido por la carne de un animal que ya hubiese traído consigo la enfermedad.

Y efectivamente se trataba de eso. La familia, haciendo memoria, recordó que días antes que Aduran enfermara este había llevado a casa una pequeña porción de carne de la cual ninguno excepto él quiso comer. Fue justo después de esta cena que su salud empezó a degenerarse.

—Necesitaré recolectar un par de hierbas —dijo André a la familia mientras miraba al enfermo—: flor de loto y regaliz. Pero no se consiguen en esta región, tendré que viajar al norte, a los límites de Solaria, allí hay zonas de humedales y aun en los más pequeños hay oportunidades de encontrar este tipo de flores —concluyó el montaraz. Para su sorpresa los tres familiares lo miraban con rostro pálido pues nadie en estas tierras ofrecía tal ayuda sin pedir nada a cambio, y menos ofrecerse a viajar a un lugar como Solaria, pero para André era la excusa perfecta para iniciar su viaje al centro de Ebland, viaje que llevaba posponiendo desde hacía mucho.

—Solaria… Solaria es un lugar muy peligroso, joven André —contestó la mujer—. Seguro debe haber otra forma de conseguir la medicina.

—No, no si queremos salvarlo, provéanme un caballo para hacer mi viaje más corto. —Al ver que los rostros de sus anfitriones seguían igual, trató de calmarlos un poco—. No se preocupen, solo estaré en los límites de Solaria, será una incursión rápida; ahora alisten su mejor caballo, debo darme prisa, la enfermedad de Aduran no da espera, y tranquilos, no pienso escapar con el caballo y si así lo hiciera podría considerarlo el pago por traer de vuelta a sus hijos, pero eso no pasará, ya que volveré con la medicina para su esposo.

Poco tardó Adur en ensillar el caballo para André y la madre preparó unas provisiones para el viaje. Serían por lo menos cuatro días para ir y volver sin contar el tiempo que le tomaría recolectar las hierbas y todo esto esperando que ningún peligro se cruzara en su camino.

Sin más dilaciones y con el equipo listo, André Alexander partió raudo y veloz hacia el norte con destino a Solaria en busca de la medicina que le permitiría a una pequeña familia del reino de Tabask seguir con su vida normal, con su vida humilde y feliz.

Arkoriam Eterna

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